Enigma

Enigma


Naoki

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Durante toda la ceremonia, me fusioné con Ricardo. Comprendía sin saber. Veía como una ciega. La violencia y la belleza tan íntimamente ligadas que todo cobraba una dimensión mágica. El grito que lancé junto con los demás, cubierto por otro tan desgarrador de Joaquim. Todo ello había convertido nuestras carnes en una sola carne. Nuestras almas en una sola alma.

La quemadura en el centro de la frente de Ricardo era como un círculo de lava circundado por el halo negro de nuestra maldad, de la suya, de la mía, de la de todos los seres humanos, que se empecinan en no querer contemplar su sombra. El fogonazo del cartucho de fogueo había arrancado limpiamente la piel, y el silencio de Ricardo hacía eco con el mío, era el territorio donde todo era reenviado al primer instante de la vida intrauterina. Desinfecté la llaga pero no le puse ninguna venda, para que se secara la herida.

Estábamos desnudos, enlazados de la manera más armoniosa, Ricardo en el centro, en los brazos de Joaquim, Zoe y yo a uno y otro lado. Tan sólo la luz de la plaza iluminaba nuestros cuerpos. Estábamos realizando el sueño de Marsilio Ficino. Todo se iniciaba en el armonioso silencio, y sólo poco a poco, en el transcurso de la noche, comenzamos a acariciar cuerpos, nuestro ser andrógino de cuatro cabezas, ocho brazos y siete piernas y media. Había nueve ojos, pues Ricardo parecía tener tres.

Poco a poco ese cuerpo empezó a moverse, a experimentar su ausencia de límite, a deslizarse en sí mismo en busca de una armonía todavía más profunda. Nuestros murmullos, nuestros sueños, nuestras esencias se mezclaban en una alquimia que creaba sus oros a partir de una materia física, a partir de estructuras, de curvas, de densidades, de vibrantes erecciones que se aglutinaban sucesivamente en cada una de las aberturas encontradas al azar de las espirales del gran cuerpo, y cuando vi las dos manos de Zoe extraer el sexo de Ricardo de su boca para introducirlo suavemente en Joaquim, me recorrió un inmenso escalofrío y el deseo, después, de guiar a mi vez a Joaquim dentro de Ricardo. Era tan hermoso ver a dos hombres abandonarse, el culo abierto, como si de repente todos los libros de la librería echaran a volar en torno a nosotros y a precipitarse dentro. Todas las novelas, toda la poesía, participaban en ese profundo éxtasis. La lenta coreografía de nuestros gritos, la oleada estelar y la vía láctea de nuestros movimientos trazaban en la oscuridad luminosos cometas, que no cesaban de remolinear hacia su desintegración.

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