Enigma

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Joaquim

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Estaba aún conmocionado por mi peripecia en la librería. Para pensar en otra cosa, decidí ir a dar una vuelta, a primera hora de la mañana, por las animadas calles de la Barceloneta. Acudía allí con frecuencia a tomarme un cortado y leer las crónicas de Vila-Matas en

El País. Reinaba un ambiente sencillo en ese barrio. Se conocía todo el mundo y bastaba ir unas cuantas veces para entablar relaciones. Enseguida se sentía uno en su casa. Pequeños restaurantes sin pretensiones, con platos de pescado, hecho sencillamente a la plancha. Plazas bulliciosas. Calles rectilíneas y una arquitectura escueta, que los vecinos habían transformado hábilmente. Era un barrio popular construido por los borbones a mediados del siglo XVIII. La Barceloneta era un lugar donde la mirada se mantenía siempre a una altura humana.

Llegué a la plaça del Poeta Boscá, dominada por las estructuras metálicas grises del mercado, y anoté el nombre de la calle que la bordeaba, el carrer de l'Atlántida. Me senté en un banco, encantado de la coincidencia. En el corazón de la Atlántida, bajo los plátanos y las acacias, veía pasar a los atlantes quienes, a decir verdad, se asemejaban curiosamente a los terrícolas. Siempre me habían gustado los mitos de esos territorios desconocidos, suspensos en lo indefinido, tierras ideales donde el hombre vivía en unión con la naturaleza, donde una suerte de perfección platónica regía las relaciones entre los seres. Me gustaba la idea de que los hombres, a falta de disfrutarla, hayan inventado la armonía y a ratos pensaba que esa noción se sustentaba en una profunda nostalgia. La Atlántida no existe probablemente más que durante los primeros segundos de la vida intrauterina, cuando el espermatozoide se encuentra con el óvulo que se abre a él, y, a partir de ese segundo, según el misterioso proceso de la vida, la posibilidad de la armonía surge brevemente y su recuerdo perdura.

Me encantaba sumirme en mis ensoñaciones sentado en los bancos mientras descansaba mi pierna impedida. Me gustaba ver desfilar a la gente. Podía pasarme horas sin hacer nada, sin echar de menos nada, tranquilo, con la mente abierta a lo inesperado.

En la plaza, descubrí una antigua lavandería que estaba en venta. Me acerqué al escaparate y descubrí un amplio espacio rectangular, ciento cincuenta metros cuadrados, con un letrero donde se explicaba que había un sótano y un piso de tres habitaciones encima, todo ello divisible o formando un solo lote. Ese escaparate me había atraído sin saber por qué. No tenía intención de mudarme. Vivía en el mismo piso desde hacía quince años, tenía demasiados libros, y me había acostumbrado a su silencio y a su frescor en verano. No obstante, anoté el número de la agencia y fui a tomarme otro cortado.

Escuchaba las conversaciones. Desde hacía decenios, no había más que pescadores y artesanos en aquel barrio, pero todo cambió desde que los muelles y la playa sufrieron una profunda transformación a raíz de los juegos Olímpicos de 1992. Es un barrio en plena evolución y estoy seguro de que, de aquí a diez años, los habitantes se verán desplazados por olas de jóvenes emprendedores. Pensaba en mi vida a un tiempo apasionante y un poco aburrida, previsible, sin más pasión que la literatura. Achacaba a mi frustración de no ser publicado el limitarme a ser un buen profesor. Y de pronto me dije que todavía era joven. Cuarenta y dos años. Todo podía cambiar. Podía iniciar una nueva vida, pero tendría que esforzarme en salir de mi rutina y de repente comprendí que la base de mi rutina residía en mi rencor.

No podía pasarme la vida destruyendo lo que los demás escribían. Mis traumas venían de lejos, había llegado el momento de desterrarlos. Durante todo el año, había soñado que una relación con Fulvia podría infundirme ese dinamismo, ardor, hacer que mi vida fuera más cristalina, pero Fulvia se me había escapado y había escasas probabilidades de que volviera a verla antes de septiembre. ¿Cuál era mi futuro, entonces? ¿Ser detenido por mutilar libros? ¿Perder mi puesto en la universidad? ¿Regresar a Andalucía a vivir con mi madre? ¿Suicidarme lentamente con alcohol jugando al chaquete en el bar del pueblo?

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