Enigma

Enigma


Naoki

Página 38 de 101

N

a

o

k

i

Pasé el resto del día preparando mi velada en el Ónix. No salí de casa. No escuché música. Me concentré con el fin de que la balanza se inclinase a mi favor. Tenía que salir elegida esa noche. Tenía que subir al podio y hacer frente a la jauría de almas oscuras y violentas que con la densidad de su silencio hacían posible cualquier cosa. Me liberarían del mutismo en el que me había encerrado desde el dramático invierno de mis quince años.

Mis padres lo habían intentado todo, me habían llevado a especialistas: primero foniatras, que no habían hallado ninguna disfunción en mis cuerdas vocales; después psicoterapeutas, entre ellos una célebre psicoanalista, pero ninguno logró hacerme recobrar el uso de la palabra. A fuerza de silencio, mi capacidad de emitir sonidos se había perdido hasta tal punto que, en el instituto, me habían pues el mote de «la Muda». Ello no me impidió superar brillantemente los exámenes y hacer morder el polvo a todas las malas pécoras celosas de mi silencio.

Los primeros años, luché, intenté desesperadamente recobrar el uso de la palabra, pero mis cuerdas vocales se negaban a vibrar; así pues, comencé a cultivar el silencio interior y a comprender hasta qué punto éste tejía un vínculo mucho más profundo con la realidad. Una señal me había conmocionado, la noche anterior. Quizá había gritado al correrme bajo la lengua de Zoe. Tal vez el primer grito que brotaba de mí desde el grito terrible que había agotado todo mi potencial sonoro, un grito que había ennegrecido la nieve para siempre, un grito que me había condenado a no soportar el color.

En el último momento me invadió el pánico. Era mi noche, de eso estaba segura, y para enfrentarme a ella, necesitaba un apoyo. Envié un mensaje a Zoe: «Ven inmediatamente, por favor, es un asunto de vida o muerte.»

Media hora después, me encontró sumida en llanto, despavorida, aterrada por la noche que me esperaba. Me abrazó, le latía violentamente el corazón:

—¿Qué te pasa, Naoki?

Intenté articular un sonido, pero era imposible, brotaban débiles quejidos de mi garganta. Ella me miraba sin comprender, todavía impregnada del silencio de nuestro encuentro. Me tomó en sus brazos, me acarició la frente, las cejas:

—Habla, dime algo, no temas, estoy aquí...

Lo intenté de nuevo, sin éxito, furiosa conmigo misma, aborreciendo mi silencio. Recobré el aliento, me desprendí de sus brazos, la hice sentarse en el amplio diván de cuero blanco, busqué un lápiz y un bloc, en el que escribí:

«Zoe, ¡soy muda!»

Se le llenaron los ojos de lágrimas, me estrechó contra su cuerpo palpitante. Su turbación era inmensa, su confusión culpable y desesperada. Me apartó ligeramente para mirarme a los ojos, y se redobló su llanto:

—¡Perdóname, no había notado nada, no había entendido nada, tu silencio me parecía magnífico, tan emocionante!

Sus palabras me hicieron sonreír. Escribí:

«No soy muda de nacimiento, es consecuencia de una conmoción que sufrí, cuando tenía quince años.»

Zoe leía conforme yo iba escribiendo.

—Pero entonces, ¿podrás volver a hablar algún día?

«Hablaré esta noche, es mi gran posibilidad, lo sé, pero tienes que estar allí, tienes que acompañarme a un sitio que te asustará. O esta noche o nunca. Lo noto, estoy segura, lo comprenderás después, cuando estés allí.»

—Claro, iré hasta el fin del mundo, adonde quieras. Pediré que me sustituyan.

La tomé en mis brazos para buscar en ella la energía de la palabra. Su lengua penetró delicadamente en mi boca como para infundirme las palabras, las inflexiones, los tonos. Después de nuestro beso, escribí:

«¿Grité anoche, cuando me corrí?»

—No, no gritaste, me impresionaron tus orgasmos silenciosos.

«Pensaba que había gritado. Esta noche recobraré el uso de la palabra y oirás mis palabras de amor.»

—¿Qué es ese sitio adonde quieres llevarme?

«No puedo decirte nada, pero prepárate a ver algo que no has visto nunca, algo potencialmente aterrador.»

—Estoy contigo...

Desnudé a Zoe y comencé a lamerla como un animal, por todo el cuerpo, desde la cara hasta los pies, y mi saliva corría, cada vez más copiosa, cada vez más fluida y perfumada, sumergiendo a Zoe en el éxtasis. Lamí sus nalgas, su columna vertebral, su nuca, descendí para paladear su sexo, su ano suavísimo y levemente picante que se apoyaba dulcemente en la punta de mi nariz, lo que me dio la impresión de tener un sexo y poder penetrarla. Eso la hizo gritar de sorpresa. Transcurridas unas horas, tomamos un baño de loto en mi jacuzzi, en la terraza, luego la llevé a visitar mi guardarropa para que eligiera prendas negras. La quería muy sensual, transparente, fascinante. La maquillé, me dejó hacer, excitada e inquieta a la vez, escrutando en su mente posibilidades, imaginando escenas, si bien no podía saber hasta qué punto el Ónix era único.

—Pero en tu casa todo es blanco y negro...

Le dejé que se probara mis gafas, se rió.

—¡El universo entero es blanco y negro!

Me metí en Internet, entré en el sitio Web del Ónix tras introducir mi código. Apareció un número de teléfono. Zoe estaba detrás de mí, vio la pantalla negra con las letras ÓNIX en caracteres góticos. Ningún detalle, ninguna información, ningún «teaser». Parecía un sitio Web vacío.

—¿Me llevas a un club sadomasoquista? Siempre he soñado con ir a uno, pero no conocía a nadie que frecuentara esos ambientes y me daba miedo aventurarme allí sola.

Sonreí y tras anotar el número de teléfono, escribí:

«No, no me gustan mucho esas cosas. Esto es más loco.»

Zoe puso una cómica carita de niña asustada, pero yo notaba que era animosa y que estaba dispuesta a todo. Pedí un taxi y bajamos como dos princesas vestidas de obsidiana.

Ir a la siguiente página

Report Page