Enigma

Enigma


Zoe

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Durante el trayecto mi mente elucubraba, buscando posibilidades. Comenzaron a surgir imágenes de películas. Tenía cogida la mano de Naoki y veía que nos alejábamos del centro en dirección a Girona. El taxista no dejaba de avasallarnos por el retrovisor. En cuanto llegamos a Sant Adriá de Besós, le hicimos parar y tomamos otro taxi. Tales eran las consignas de seguridad. En un momento dado, llegué a pensar que Naoki quizá me había elegido, que reclutaba gente para un grupo de sádicos y que tal vez iba a ser inmolada en un extraño y bárbaro ritual. Mi mano se contrajo. Naoki debió de notar algo porque volvió sus ojos tan oscuros hacia mí y me dirigió una sonrisa que significaba: «No te preocupes. Todo irá bien.»

Llegamos ante un edificio desafectado, entramos en un patio y a continuación en otro edificio. Dos tipos forzudos, tipo gorilas de club nocturno, comprobaron nuestro código y nuestras identidades. Nos dejaron entrar sin decir una palabra. Otro hombre comprobó si figurábamos en su listado. Me miró con insistencia.

—¿Es la primera vez que vienes?

—Sí.

—¿A qué te dedicas?

—Soy estudiante.

—Piensa una cosa. Tenemos tu nombre y tus señas, así que respeta estrictamente el código de conducta.

—Bien... Pero ¿qué código es ése?

—Silencio total. Ningún comentario. Ningún intento de entablar contactos. Te marchas como si hubieras soñado. Ni gritos, ni palabras, ni nada que contar. Somos inflexibles.

Yo sudaba ligeramente. Estaba asustada, pero Naoki parecía tranquila.

—Otra cosa, sólo se te permitirá participar en el sorteo a partir de tu cuarta visita, salvo si te elige el Ángel... Naoki, ¿cómo siempre?

Naoki asintió. Saco dos billetes de quinientos euros y se los alargó al hombre.

—Pues buena suerte para esta vez.

Pasamos una pesada cortina negra y penetramos en una gran sala tapizada de terciopelo negro. En el centro, un estrado y una silla. Cojines dispuestos en semicírculo, gente sentada, vestida de negro, elegante, algunos con máscaras de lobos negros, mientras nosotras avanzábamos con el rostro descubierto. Naoki me guió de la mano. Nos sentamos en la tercera fila. Reinaba el silencio. El ambiente no era propiamente lúgubre. Nada aterrador por el instante. Sólo recogimiento. Me vinieron a la mente la magia, las misas negras, los rituales violentos descritos en la literatura.

Transcurridos veinte minutos la asistencia estaba al completo y, muy extrañamente, una muchacha pelirroja, inocente y desnuda, que tendría once o doce años, apareció y subió al estrado con una urna dorada entre las manos, que depositó sobre sus rodillas. Comprendí por qué la llamaban «el Ángel», poseía su inmaterialidad.

Naoki cerró los ojos, me apretó la mano con todas sus fuerzas. Hubo dos o tres minutos de silencio total, todavía más opresivo que antes. Por fin vi que la mano y el brazo lechoso salpicado de pecas de la joven se hundía en la urna. Permaneció allí unos segundos, se oyó un crujir de papeles, y extrajo una papeleta, la desplegó y leyó en voz alta el nombre que allí aparecía:

—Naoki.

Naoki me miró, yo no sabía si estaba contenta o aterrada, probablemente ambas cosas. Se levantó tambaleándose, y la ayudé a recobrar el equilibrio. El Ángel se acercó a buscar a Naoki para llevarla al pie del estrado. Hizo una señal. Le trajeron otra silla. Hizo sentar a Naoki y se acomodó a su lado.

—Habla...

Inmediatamente, Naoki buscó mis ojos, se aferró desesperadamente a ellos, buscando en sí misma la posibilidad del lenguaje. Todos debían conocer su estado, pues no se produjo la menor muestra de impaciencia. Advertí por el contrario un inmenso respeto, una simpatía, una espera, e incluso me dio la impresión de que todos los participantes se unían a mí para apoyar a Naoki en su empeño por hablar. Su rostro estaba tenso, intentaba recobrar el aliento. A ratos cerraba los ojos, como para concentrarse más intensamente. El tiempo estaba suspendido, inmaterial. La primera vez que abrió la boca, no salió nada de ella. Hizo una nueva pausa y, de repente, emitió un sonido apenas audible. Tras una nueva interrupción y un esfuerzo que me pareció sobrehumano, una primera frase que acerté a leer siguiendo el movimiento de los labios:

—Gracias por vuestra paciencia y vuestra indulgencia...

Naoki tragó saliva varias veces. La muchacha salió y volvió rápidamente con un gran vaso de agua, que depositó sobre un cenador. Naoki, tras beber mi mirada, dio comienzo a su relato a costa de un esfuerzo sobrehumano. Hacía numerosas pausas:

—Llevo ocho años sin hablar y esta noche, gracias a vosotros, gracias a mi amiga Zoe, oigo de nuevo el sonido de mi voz... Imaginad el invierno en las montañas que rodean Kyoto... El silencio... la blancura inmaculada... A lo lejos, los tañidos de una pequeña ermita zen... Un río helado... Pájaros transidos en las ramas... una minúscula columna de nieve que se aguanta como por milagro y que una ligera brisa hace caer... Junto al río, un

riokan, una minúscula posada con las paredes tapizadas de papel de arroz... el silencio... el roce de los kimonos... la luna, que torna el paisaje irreal y todavía más silencioso... Cada invierno mi padre alquilaba las cuatro habitaciones de la posada... Me encantaba pasar allí unas vacaciones dedicadas al estudio... música... lectura... Aprendía a tocar lánguidas y tristes melodías con el

sakuachi, una flauta de bambú de sonido grave... mi amiga Mishawa me acompañaba siempre y la mayor parte del tiempo estábamos solas en aquel paraíso... La dueña del

riokan, una viuda, cuidaba de nosotras como si fuéramos sus propias hijas... el cocinero, un anciano, nos mimaba, mi padre nos dejaba allí con entera confianza... los días transcurrían lentamente... el aprendizaje de la flauta... la lectura de los poetas... los largos paseos por la nieve... Mishawa era una ferviente budista, acudía todas las mañanas al monasterio, al alba, a través de las colinas... Abandonaba el calor de la cama... depositaba un beso en mi frente o en mis párpados... a veces yo abría los ojos un segundo, lo justo para tener la felicidad de contemplar su rostro, luego volvía a dormirme... Más tarde, tomaba el desayuno, una sopa bien caliente, la viuda traía el brasero a la habitación y, como el ambiente se templaba, practicaba con la flauta... Mishawa regresaba... hablábamos de música, de amor, de poesía, de nuestro deseo de ir a estudiar a Europa. Las tardes paseábamos por los bosques nevados y, con las mejillas coloradas, agotadas por la marcha en la nieve, nos sumergíamos en un baño ardiente perfumado con esencias de pino... Nos gustaba esa vida sencilla, las comidas frugales, el estudio, el cariño amoroso que nos unía... Las noches en que sonaba a veces el grito de una lechuza que nos despertaba, pasábamos un poco de miedo y nos precipitábamos en los brazos la una de la otra... Unidos los alientos, unidos los vientres nos dormíamos hasta el momento en que Mishawa se iba al monasterio... Aquella mañana, vi sus ojos ya habitados por la meditación, su sonrisa de Buda, sentí sus labios tocar los míos pero no pude volver a dormirme. Oí deslizarse las maderas de las mamparas... alejarse sus pasos... y el silencio a ratos interrumpido por los carraspeos del cocinero... Como no dormía, aproveché para tocar la flauta más tiempo, pero aquella mañana mi soplo no era lo bastante apacible ni profundo para que los sonidos fuesen armoniosos... la flauta de bambú os dice instantáneamente si sois dignos de tocarla, de modo que dejé de tocar de inmediato e intenté leer a Verlaine, pero no lograba disfrutar con sus poemas... Cogí el tazón de sopa y se me volcó, lo cual no me sucedía nunca... consultaba sin cesar el reloj... Mishawa no volvía... Al final decidí salir a su encuentro a través de las colinas nevadas, siguiendo sus huellas... La nieve comenzó a caer en gruesos copos... cuanto más avanzaba más se llenaban de nieve las pisadas de sus piececitos... Al poco, desaparecieron, pero yo conocía su itinerario y pude seguirlo con facilidad... Llegué a lo alto de una colina...

Naoki se interrumpió, presa de un dolor inconmensurable. Le temblaba todo el cuerpo, se ahogaba. Los asistentes, sumidos en un silencio total, la alentaban con su presencia y su inmovilidad. El Ángel le alargó el vaso de agua. Bebió, se sosegó, prosiguió:

—Veo en la nieve una forma extraña... se me acelera el corazón... echo a correr... los pies se me hunden en la nieve hasta los tobillos... Lanzo un grito que desgarra el silencio... Mishawa yace en la nieve, la ropa arrancada, los pechitos cubiertos de copos, las piernas abiertas, los ojos abiertos, un grueso copo posado en la pupila izquierda... Grito su nombre... La tomo en mis brazos... su cuerpo está sin vida... señales rojas de estrangulación en la garganta... Trato de darle calor, grito de dolor pero nadie puede oírme, el monasterio está demasiado lejos... Me vuelvo loca... no sé qué hacer... permanezco allí largo tiempo, con Mishawa en los brazos... Le imploro que vuelva en sí y acabo comprendiendo que ya no volverá... la cubro con mi abrigo... el mundo es blanco y negro... Reúno fuerzas... subo la colina y, de repente, otro cuerpo, el de un monje, con la túnica negra, tumbado boca arriba, la túnica está abierta, sangre en la nieve, sangre entre las piernas... Su sexo ha sido cercenado, pero no está cerca de él, no hay ni cuchillo, ni sable, me explota la cabeza, me vuelvo loca... La mano derecha abierta, ensangrentada, dirigida hacia lo alto de la colina como si él mismo se hubiera deshecho de su órgano antes de morir... Se ha vaciado de su sangre... sigo corriendo... De repente, delante de mi pie, el sexo reposa en la nieve, pequeño, ligero, despegado ya del cuerpo... lo cojo en mi mano, que se paraliza al tomar contacto con él... El silencio se abate sobre mí para siempre... desciendo el valle, alcanzo la ermita, entro en el templo... los monjes están en meditación... Arrojo el sexo al suelo, un monje abre los ojos, a continuación otro, clamores, gruñidos, estupor... Salen detrás de mí, los guío hasta los cuerpos... Me acompañan al

riokan... Mishawa ha muerto por mi culpa... Participaba en cuanto yo hacía, en cambio yo no la acompañaba al templo... Más adelante me interrogó la policía... Enseguida le dieron carpetazo al caso... El culpable se había quitado la vida cercenándose el sexo... La ausencia de cuchillo fue silenciada, por consideración a los monjes... Todo fue culpa mía... Os lo imploro... castigadme... Hacedme pagar mi crimen... Soy vuestra...

La asistencia no salía de su estupor. Todas las miradas se fijaron en el Ángel cuando ésta se volvió hacia Naoki inmóvil, postrada. La joven se levantó y fue a situarse entre ella y nosotros. Parecía flotar en otra dimensión. Sus ojos verdes, muy luminosos, miraban hacia un punto perdido en el espacio... Permaneció en silencio largo rato, todos estaban pendientes de sus labios, hasta que dejó caer el veredicto:

—Quince latigazos.

Se me aceleró el corazón, lancé un grito, quise levantarme para acudir en ayuda de Naoki, pero surgieron los dos colosos que custodiaban la puerta, me arrimaron a mi cojín, me amordazaron con un trozo de cinta adhesiva y me ataron las manos. El hombre que me había interrogado a la entrada subió al estrado. Sostenía un largo látigo de cuero. Naoki se desnudó sin que nadie se lo ordenase. Le ataron las manos a una argolla que descendía del techo. Al primer latigazo, inusitadamente violento, todo mi cuerpo se encogió y mi grito ahogado no pudo salir de mí. Cada latigazo abría un surco rojizo en la piel de Naoki, que soportaba el suplicio emitiendo grititos sin proporción alguna con la violencia utilizada. El tiempo pareció paralizarse.

Cuando el hombre desató a Naoki, la muchacha pelirroja, que no parecía haber experimentado la menor emoción, enjugó la sangre con una toalla y dijo:

—Has pagado por tu culpa, ya no queda rastro de ella. ¡Vive!

La asistencia aplaudió. Naoki, lívida, se vistió. A mí me liberaron de la mordaza y de las ligaduras, y los asistentes se dispersaron. Yo estaba anonadada, no entendía el sentido de ese absurdo ritual. Dudaba que aquella sentencia aplacara la conciencia de Naoki. Ardía en deseos de que me explicara aquello. Los latigazos debían de dolerle mucho pero parecía tranquila.

Necesitábamos ambas ese silencio hasta regresar a su casa. Yo la tenía abrazada, ella se dejaba llevar como una niña confiada y herida, como un animal.

Cuando encendió la luz, vi que la sangre le había atravesado el corpiño e incluso había impregnado la falda. La llevé al cuarto de baño, la desnudé con precaución, no fuera que la sangre se hubiera secado, la metí en la ducha, donde entré con ella, hice correr el agua fresca sobre las estrías que surcaban su cuerpo, sobre todo en la espalda, algunas en los pechos y en el vientre, las nalgas y los muslos. Los golpes se habían asestado con violencia y sadismo, probablemente las señales le quedarían marcadas durante mucho tiempo, pero su rostro irradiaba una turbadora felicidad. Una vez lavado el cuerpo, la sequé con una ancha toalla, encontré gasa y desinfectante que apliqué a las llagas y la ayudé a enfundarse un batín gris oscuro. A continuación, la acosté en su gran cama, la abracé y la besé, atónita de la tranquilidad de que daba muestra.

—Explícamelo...

—Mañana, estoy agotada.

—No, ¡ahora!

Naoki pareció hacer un esfuerzo inmenso. Su voz era muy débil.

—Es una larga historia, difícil de entender. A veces se requiere violencia para salir de la violencia. Intenté todo lo demás y no funcionó.

—Pero ¿cómo sabes que ese «tratamiento» te ha liberado realmente del peso de la culpabilidad, de la memoria del horror?

—Lo sé, lo noto en todo el cuerpo. Me he quitado de encima ese peso, ese silencio.

—¿Qué intentaste antes?

—Primero psicoterapias en Japón, luego psicoanálisis, aquí, con un hombre extraordinario. Después de cuatro años, admitió que no había mejorado; fue entonces cuando me propuso contactar con el grupo Ónix. El Ángel tiene visiones. Se le ocurrieron a ella esas ceremonias. No sé cómo la conoció mi psicoanalista, pero parecía decir que, como último recurso, ella realizaba milagros. La idea de que no podemos liberarnos de determinados traumas, y de la culpabilidad ligada a ellos, conduce al castigo que permite redimirse. Un castigo duro restablece un equilibrio, libera porque el culpable piensa que ha saldado su deuda y, en consecuencia, puede vivir.

—Pero si es una locura, es como volver a la Edad Media, no acierto a comprender que un tipo considerado buen profesional avale tamaño delirio.

—He presenciado cosas increíbles.

—Golpeando a la gente no se...

—No siempre los golpean, a veces es peor.

—Prefiero no saber los detalles, quien me importa eres tú.

—Ya ves, delante de ellos, he podido hablar por fin, bueno, y gracias también a tu presencia.

—Pero ¿a tu psicoanalista le hablabas?

—No, lo escribía todo.

—¿Estaba en el local esta noche?

—En primera fila. Parecía feliz de oírme por fin. Después del castigo, se han cruzado nuestras miradas un instante. Me ha hecho una señal que quería decir: se ha acabado.

—Qué locura de historia.

—No hables nunca de esto.

—¡No veo a quién podría contárselo!

—Dentro de unas semanas habrá dejado de dolerme. En unos meses, las señales empezarán a desaparecer, quizá no por completo, pero me alegra conservar alguna señal de este momento, y haberlo compartido contigo.

—Es una prueba de amor.

—¡Si supieras con que indiferencia siento ahora el silencio!

—¿La policía nunca supo quién había matado al monje?

—Probablemente otro monje. La nieve había borrado las huellas de pasos. Ves, ahora incluso puedo hablar de eso con tranquilidad. Mishawa no volverá a aparecérseme para reprocharme no haberla salvado.

Nos dormimos en un abrazo sin fin, la mente en blanco, la nieve fundiéndose en nuestros corazones ardientes.

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