Ella

Ella


Dos

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Comunicando. El insolente sonido me enfureció y colgué el teléfono de golpe, casi de inmediato lo levanté y volví a marcar su número. Estaba ahora tan decidido a hablar con ella como antes a no llamarla, si ella no lo hacía primero.

Comunicando. Colgué, fui a la cocina y me serví otro trago. Me tomé el tiempo necesario, me detuve a mitad de camino para beber un sorbo, di otro antes de levantar el teléfono, marqué su número y dejé el vaso a un lado. Comunicando. Las malditas mujeres pueden hablar horas por teléfono. Probablemente está llamando a todos los conocidos. Menos a mí.

Además, era muy tarde. Miré el reloj. Probablemente hablaba con un hombre. Le diría lo bien que lo hacía, lo ansiosa que estaba por volver con él.

Sabía que esta manera de sentir era de celoso y de injusto. No tenía datos en que sustentarla. Por lo que sabía, ella había permanecido tan célibe como yo durante dos años o más. No era una mujer fácil. La forma en que se había abrazado a mí al principio era prueba suficiente.

Volví a la silla y me senté. Bebí en forma deliberadamente lenta, paladeando el sabor del buen whisky escocés. Este es un placer al que nunca he querido renunciar. Me gusta un buen whisky escocés y no esta bebida aguada que anuncian como «suave». Cada vez era más difícil conseguir mi marca favorita, desplazada del mercado por los nuevos whiskys suaves, y ya había decidido que cuando mi predilecto desapareciera definitivamente me dedicaría al bourbon.

Recién acabado el vaso volví al teléfono. Marqué. Sonó una sola vez y ella contestó.

—Hola —dijo.

—Hola —dije— ¿Cómo estás?

Su voz tintineó:

—¡Ahí Eres tú. Estaba llamándote.

—Acababa de marcar tu número —dije—, ¿Con quién hablaste tanto tiempo?

Rió. Todo sonaba agradable, incluso por teléfono.

—No hablaba con nadie. Te lo dije. Estaba llamándote.

—¿Quieres decir que cada ve que levanté el teléfono, tú estabas haciendo lo mismo?

—Supongo que sí. ¿No es absurdo?

Tuve una fugaz sensación del absurdo al pensar cómo jugábamos al escondite. No una, sino tres veces, habíamos cronometrado nuestras pausas entre llamada y llamada.

—Es una especie de percepción extrasensorial —dije—. Intenté llamarte tres veces y siempre encontré la línea ocupada.

—Lo mismo hice yo. Me pregunté con quién hablarías tú tanto tiempo.

—¿No me llamaste más temprano? —pregunté, pensando que el teléfono había estado descolgado todo el tiempo que estuve afuera.

El tintineo desapareció de su voz.

—No.

—Yo... esperaba que llamaras —señalé, haciendo de la frase una confesión por el sonido de mi voz.

—¿Tú trataste de llamarme?

—No —respondí.

Hicimos una pausa. Apreté el auricular contra mi oreja, sintiendo que el largo día solitario se transformaba en un golfo entre nosotros sin una sola palabra que hiciera puente. Supe, tan claramente como si la viera, que apretaba el teléfono de la misma forma que yo.

—Oye...

Me interrumpí porque me faltaban las palabras que completarían el sentido de lo que quería expresar.

—Yo... esperaba que tú llamaras —dijo, exactamente en el mismo tono de confesión que yo había empleado—. Pero supongo...

—Oye, esto es pueril —dije—. El hecho es que he estado sentado aquí todo el día esperando que llamaras y tú has estado sentada allí esperando que llamara yo. ¿Es así?

—Sí —dijo a regañadientes—. Pensé...

—¿A qué le tenemos miedo? —pregunté.

—Supongo que el uno del otro —respondió ella, sobriamente.

—No, no tenemos miedo el uno del otro, sino cada uno de sí mismo.

—Eso también.

No supe qué más decir y presté atención al zumbante silencio de la línea. Ella hizo lo mismo.

—¿Todo estuvo bien ayer? —pregunté por fin, tratando deliberadamente de que mi voz sonara tierna.

—Sí.

Percibí una vibración en esa sola palabra y no fue necesario que ella agregara nada más. Sentí deseos de reírme de mí, de reír de ella. Pero supe que no sería bueno reír en ese momento.

—Debiste llamarme tú —dijo—. Es el hombre quien debe llamar, no la mujer.

—Es verdad —respondí, yendo al grano—. Me porté como un tonto, lo mismo que tú. Somos lo bastante adultos para no tener que jugar así.

—La danza de las grullas saltarinas —dijo solemnemente— ¿Recuerdas lo que hacen las grullas?

—Sí —respondí—. Pero no hacen eso las personas, ¿Verdad?

—¿Qué hiciste todo el día?

—Muy poco. Leí y dormí la siesta —intenté reír—. Y esperé a que sonara el teléfono.

También ella intentó reír.

—Yo también. Dormí casi toda la tarde. Jamás he dormido tan profundamente durante el día. Por regla general no duermo la siesta.

—Yo tampoco. No desperté hasta el anochecer. Otra pausa. Se agotaba ese tema de conversación. Me aferré al teléfono, pensando desesperadamente.

—Oye —dije en medio el silencio, sabiendo que era yo quien debía proponer otro tema—, ven y... repetimos.

Mi resistencia mental y emocional ante la palabra que a ella le gustaba, aún me escocía. Supongo que siempre será

así. Y la dije, un poco acobardado, porque a ella le gustaba.

—No puedo —dijo.

—Entonces iré yo.

—No, la propietaria es una fisgona. Siempre trata de descubrir que hacen los demás.

—Entonces ven aquí —insistí—. Yo no tengo una propietaria fisgona. Este apartamento está a cargo de una agencia inmobiliaria y no les molesta que entren y salgan multitudes siempre que uno pague la renta puntualmente.

—Ya te he dicho que no puedo.

—Quieres decir que no vendrás —dije ásperamente—, o que no quieres venir.

—No es eso —respondió con voz casi tan desesperada como la mía—. Ya sabes que deseo ir.

—¿Entonces, por qué no vienes?

—Tengo el período. ¿Estás satisfecho ahora?

Enseguida supe que mentía, con una intuición tan intensa que se convirtió en convicción. Ni siquiera intenté descubrir por qué se consideraba obligada a mentir.

—Bien, para tratarse de una mujer a la que no le molesta decir «joder» o cualquier otra palabra, te llevó bastante tiempo y rodeos decirme el motivo —dije.

—Esto es algo femenino. A ninguna mujer le gusta decírselo a un hombre.

Quería engañarme, por supuesto. Esa afirmación es la última defensa femenina. Decidí que no la dejaría pasar.

—No me importa —respondí—. Ven y «jodemos».

Se produjo una breve pausa.

—Es posible que hagamos un desastre.

—Si a ti no te importa, a mí tampoco —argüí—. Siempre he sido una sanguijuela.

Si mi intención era impresionarla, no logré ese efecto. Tal vez ella pensaba en lugar de escuchar, porque dijo:

—No me crees. Piensas que estoy mintiendo.

—Sí. Pienso que estás mintiendo.

Estaba presionándola fuerte. No tenía tanta confianza con ella. Un día en la cama no me daba derecho a decir las cosas que le estaba diciendo. Pero había pasado un mal día, si eso puede servir de excusa. Casi esperaba que ella colgara y así terminara todo. Quizás sería lo mejor, pensé. Quizás era eso lo que yo realmente deseaba.

—¿Qué te hace pensar que quiero mentirte?

—En realidad no lo sé. No lo he pensado.

—De acuerdo. Si realmente lo deseas, iré. Pero te advierto que estoy sangrando como una puerca. Siempre me ocurre el primer día.

—¿Estás de acuerdo conmigo en que volvemos a comportarnos como tontos? Que digas o no la verdad es irrelevante. Si para ti mantenerte apartada significa tanto como para decir esa mentira, ésa es una razón aún más poderosa para que te mantengas apartada.

—Puedo ir y demostrártelo. Tengo pruebas.

—No seamos pueriles. ¿Cuándo te vino?

—Esta tarde, mientras dormía la siesta. De modo que si la hubiera llamado por la mañana...

—Entonces, ¿pasarán varios días hasta que volvamos a estar juntos? —pregunté serenamente.

—Eso creo. —¿Cuándo?

—Tal vez el miércoles. El viernes, seguro.

—¿Y tú lo deseas?

—Sí, por Dios —respondió—. Estoy que me pegaría un tiro. Si hubiera llamado por la mañana...

—Yo he pensado lo mismo. Pero hemos dejado pasar la ocasión, ¿verdad? Rió.

—Bien, al menos hay una cosa que ya no me preocupa. Ayer no tuve cuidado y tú tampoco.

—No debes preocuparte por eso. Me han practicado una vasectomía.

—¿Qué es eso?

—Es una operación que les practican a los hombres. Les cortan los conductos para que no puedan dejar embarazada ala mujer. Lo hicimos después que nació el niño... Mi segunda esposa quería estar segura de no tener más hijos, y entonces no existía la píldora.

—¡Ah!

Me sentí obligado a explicarme con más detalle:

—Por lo demás, no hay ninguna diferencia. De hecho, hace desear más el sexo y no menos, por lo que he logrado descubrir. Supongo que comprendes los apuros en que uno puede verse si no ha resuelto este problema.

—Entonces, no tendré que tomar la píldora. Hoy lo había pensado, pero me molestaba tener que visitar al médico y pedirle una receta. Una mujer sola...

Sus palabras me causaron un extraño alivio. De modo que no había tenido relaciones sexuales con..., no había estado con nadie. No con regularidad, al menos.

—Lamento no habértelo explicado ayer —dije—. Lo habría hecho, pero pensé...

—Creíste que era como los exploradores —dijo secamente—: siempre dispuesta.

Se produjo un breve silencio.

—Herí tus sentimientos, ¿no es cierto?

—Sí —respondió débilmente.

—Fue lo que pensaste, ¿verdad?

—Sí. Tú no lo mencionaste. Las preocupaciones, quiero decir.

—No —respondió—. No lo mencioné.

—Oye, no nos hace ningún bien el hablar así por teléfono. Lo estamos echando a perder.

—Nos hemos dicho algunas cosillas hoy, ¿verdad?

—¿Quieres hacer algo por mí? —pregunté, pensando que ya era hora de llevar la conversación bien—. Quédate un minuto tal como estás y piensa en el día de ayer, que yo haré lo mismo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió con la misma voz débil.

Esperé un minuto. Involuntariamente, aunque no tenía intención de hacerlo, pensé en los momentos en que la tuve entre mis brazos y mi miembro entraba en su vagina.

—¿Mejor? —pregunté.

—Sí. Mejor, amor mío. Mucho mejor.

El tono de su voz había cambiado, entibiándose, y me había llamado «amor mío» por primera vez. Muy bien. Era el momento de cortar.

—Ahora te diré buenas noches y colgaré. ¿Nos veremos mañana?

—¿Quieres?

—Sí. Para tomar café, al menos —reí— No creo que sea buena idea que vengas aquí. No creo que pudiera contenerme, aunque... —me interrumpí—. Para tomar café. ¿Vale?

—Vale. No estaré libre hasta las dos y media. ¿En la cafetería de la Facultad? —Sí. Buenas noches.

—Buenas noches. No estoy mintiendo, amor mío. Colgué el teléfono y me acosté. No podía dormir. Pensé que la falta de sueño se debía a la prolongada siesta de la tarde.

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