Ella

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Nos encontramos en la cantina de la Facultad, rodeados de bulliciosos estudiantes. Ella ya estaba allí cuando llegué, sentada en un rincón, con una taza de café sobre la mesa. Sonreí, fui a buscar mi café a la barra, me acerqué y me senté a su lado.

—Hola —la saludé— ¿Está ocupado este asiento?

—Está reservado.

—Para mí, espero.

—Para ti.

Puse la mano bajo la mesa y cogí la suya, que estaba apoyada en su muslo. Apreté y sentí la respuesta de su presión. Miré a mí alrededor. Los estudiantes estaban ocupados con sus asuntos. Con el dorso de la mano sentí el tirante del portaligas sujeto al borde de las medias.

—Siento mucho lo de ayer —dijo—. Perdimos todo un día.

—A partir de ahora tú dirás lo que piensas y yo diré lo que pienso. De ese modo no habrá equívocos. ¿De acuerdo?

—Aunque duela —agregué.

—Vale.

—Por supuesto, no existe ninguna razón para que nada duela. A fin de cuentas...

—A fin de cuentas, ambos somos lo bastante mayores —concluyó, sonriendo—. ¿Es eso lo que querías decir?

—Algo parecido —me acerqué aún más—. Quisiera que pudiéramos... ahora mismo...

—Tengo otra clase —dijo.

—Y la maldición

—Sí —respondió tranquilamente—. La maldición.

—Mala suerte.

Era extraño estar sentado con ella en medio de una multitud, hablando de volver a hacer el amor. En público sabía menos de ella que en privado. Ignoraba qué libros le gustaba leer, qué hacía en su tiempo libre y todas esas cosas. Sabía cómo era desnuda, conocía hasta el último rincón de su útero y la manera de producirle un orgasmo. En cambio, vestida era una especie de ser extraño.

Le acerqué una mano a la espalda, exactamente al hoyuelo sobre las nalgas. Sentí el comienzo del surco que las dividía por la mitad. Entonces comprendí que mi mano no buscaba la calidez de la intimidad, sinp la presencia de una compresa.

Rió entre dientes.

—No hagas eso. Me excitarás.

Ya estaba excitada, con los labios algo entreabiertos y un brillo en los ojos cuando se volvió para mirarme. Instantáneamente desapareció esa expresión.

—Sí, llevo la compresa. ¿Lo notaste? —apartó la cabeza, volviéndose.

Me sentí avergonzado por la persistencia de mi duda, pero no fui capaz de admitir la verdad.

—¿De qué hablas?

Volvió a mirarme prolongada y dubitativamente.

—Hemos acordado que seríamos honestos el uno con el otro —dijo—. Intento serlo. Creí que estabas tratando de descubrir si te había mentido. Eso es lo que hacías, ¿no es cierto?

—Sólo quería tocarte —insistí, incapaz de admitir mi intención.

Me creyó. Su expresión se suavizó.

—Me tocaste en el lugar exacto —señaló, riendo— Estoy... estoy hirviendo.

—¡Por Dios! —exclamé—. ¿Cómo haremos para esperar hasta el jueves o viernes?

Sentí una gran satisfacción porque el mero tacto de mi mano la hubiera excitado tanto. Sentí que la erección comenzaba a iniciarse entre mis piernas al pensarlo. Si la besara en ese lugar, pensaba. Si apoyara allí mis labios y mi lengua.

—Cambiemos de tema —dije.

—¿Necesitas de veras tenerme hoy? —dijo con voz intensa.

—Sería un alivio.

Se inclinó hacia mí y me apoyó una mano en el muslo, bajo la pierna.

—Entonces vayamos a tu casa. Yo...te «joderé».

—Nunca me ha dado buenos resultados —aclaré—. Sería peor que nada, porque me pondrías cachondo y después no podría acabar.

—Entonces te masturbaré.

—No quiero rodeos. Te deseo a ti.

Ignoro por qué sentía tanta urgencia. La había poseído varias veces dos días atrás; además, estaba acostumbrado al celibato. Se debía, sin duda, a la idea de la barrera que naturalmente se interponía entre nosotros. Yo no quería admitir el obstáculo estético; no debía haber nada prohibido entre nosotros. Pero sabía que penetrarla durante su período sería repugnante para ambos, a pesar de nuestro intenso deseo. Bajó el tono de la voz, que se volvió más ronca:

—No imaginas cuánto gusta sentirse deseada otra vez.

—Sé lo que quieres decir.

—Aunque no sea más que sexo —dijo torciendo la boca— ¿Por qué siempre decimos nada más que sexo? Es como decir nada más que el universo o nada más que el mundo.

—¿Eso es lo que sientes?

—Contigo —respondió.

—¿Has sentido lo mismo..., antes..., con algún otro?

Mis palabras borraron su expresión de deseo. Me contempló un instante y después volvió la cabeza.

—No es asunto tuyo. ¿O sí?

—No —respondí— No es asunto mío.

Volvió a mirarme, resuelta.

—Suponte que yo te preguntara por tus esposas. ¿Te gustaría contarme, paso a paso, lo bueno y lo malo de tus matrimonios, si yo fuera... lo bastante imperúnente como para preguntártelo?

—No hablaba de amor ni de matrimonio. No hablaba más que de sexo.

Durante unos minutos no respondió. Bebió un sorbo de café

y me di cuenta que le costaba un gran esfuerzo hacer los movimientos para levantar la taza, beber y volver a apoyarla sobre el plato.

—Cuando nos encontramos, ambos teníamos un pasado —dijo—. Del mío puedo decirte que no sería la persona que soy en este preciso instante si no tuviese ese pasado a mis espaldas. ¿Entiendes?

—En realidad no quiero saber. Sólo estaba...

—El mejor polvo de mi vida fue con un hombre que conocí en un tren —dijo—. Yo estaba bebiendo en el vagón restaurante y empezamos a conversar. Después de un rato fuimos a un reservado. Se mostró insaciable y me echó contra la pared. No me besó, ni me acarició, ni siquiera me tocó los pechos. Se limitó a poseerme, eso fue todo; a penetrar en mí una y otra vez... fue algo maravilloso. Nunca volví a verle.

Una estudiante de una mesa cercana volvió la cabeza y nos miró. Probablemente había oído algunas palabras de la conversación.

—Te dije que no quería saber —repetí.

—Quedé embarazada y tuve que abortar. Fue antes de casarme por primera vez.

No podía mirarla, ni dejar de hacerlo. Estaba desnudando su alma más de lo que había desnudado su cuerpo cuando la tuve entre mis brazos.

—No estabas obligada a contármelo —dije.

—No, pero quise hacerlo.

—Querías castigarme por haberte interrogado. ¿No es así?

—Tal vez. Pero no hagamos psicoanálisis de salón, por favor. Eso no.

Se llevó una mano a la frente como si le doliera la cabeza.

—¿No te encuentras bien?

—Ya sabes cómo es... el primer día.

—Sí, ya se cómo es.

—Eres mi amor —dijo.

Como antes. No «te amo», ni tampoco «¿me amas?», con el inevitable signo de interrogación. Sólo «tú eres mi amor».

Como simple afirmación de un hecho, resultaba mucho más excitante que cualquier otra forma de decirlo.

—Hemos pasado un día juntos —dije.

Me miró.

—Eso no importa. Aunque nunca volviera a verte, desde este momento...

—Sí —respondí—. Sé lo que quieres decir.

En ningún momento trató de averiguar mis sentimientos. Me pregunté si tenía miedo de hacerlo. En su fuero interno una parte creía que respondería que no, que ella no era mi amor. Hay cicatrices ahí, pensé, como las hay aquí, y volví a cogerle la mano bajo la mesa.

—Debo irme —dijo—. Me falta una clase y eso es todo por hoy.

—Yo ya terminé, pero he de corregir algunos trabajos. Detesto hacerlo. ¿Por qué los universitarios actuales son tan torpes en el uso del lenguaje? Emplean las palabras más largas que conocen, pero sin precisión. Sus textos pretenden ser portentosos, y eso me disgusta. Creo que es uno de los siete pecados capitales. O el octavo.

Terminó el café y se levantó.

—¿Te veré mañana?

Levanté la vista.

—Si esta noche quieres venir, estaré allí.

Se quedó mirándome un instante y vi que la expresión de sus ojos cambiaba, pensando en lo que le había dicho. Sabía qué significaba. Sin responder, se volvió y se alejó.

Estudié su espalda recta, sus encantadoras piernas y su trasero, mientras que se abría paso entre la multitud que empezaba a dirigirse hacia las aulas.

Desapareció de mi vista. Volví a mirar la mesa con las dos tazas de café vacías, el borde de una levemente manchado de carmín. La chica que había vuelto la cabeza al oír nuestra conversación estaba ahora sola en su mesa y me miraba. Tenía la boca levemente abierta y un brillo húmedo cubría sus rojos labios pintados. Su mirada era directa y decidida. Era baja y rechoncha, con grandes pechos y un enorme trasero. Joven, no más de dieciocho años. Sabía, tan seguro como si me lo hubiera dicho, que había captado un fragmento de nuestra conversación y quería que le hablara a ella de joder, como habíamos hablado nosotros.

Las universitarias me desconcertaban cuando regresé al campus. Un hombre de mi edad no debería tener importancia para ellas: a su modo de ver, yo era un hombre más que maduro. Pero sus ojos eran directos y provocativos, como los de todas las chicas del lugar. Me «asediaban» igual que a los demás profesores de sexo masculino. De hecho, parecían gustarles los hombres mayores, necesitarlos. Una de mis alumnos se me ofreció sin disimulos después de la lección, preguntándome dónde vivía. La miré y le dije: «Eso tampoco te hará obtener mejor calificación». Se ruborizó y salió, ofendida.

Tuve ganas de decirle a esta muchacha: «Sí, ven conmigo», levantarme y salir caminando. Sabía casi con certeza que me seguiría. Esa carne joven se tendería desnuda en mi cama, en un acto ansioso y físico tan palpable como un grito en un partido de fútbol. También sabía cómo sería: enérgica y prosaica. Pero sin inventiva, porque era demasiado joven para los placeres sutiles.

Se pasó la lengua por el labio superior y comprendí que había leído mis pensamientos. Me levanté y dejé la cafetería. Pensé que quizás me seguiría, pero no volví la cabeza, temiendo que ese gesto fuese interpretado como una invitación. Aunque ella no me había asegurado si vendría esta noche.

Eran las nueve en punto y terminaba de calificar los trabajos cuando llamaron a la puerta. Estaba sentado en mi silla, pensando renunciar e irme a la cama. Me contuve para no saltar a abrir la puerta. Caminé despacio, la abrí unos centímetros y me disponía a abrir la boca para preguntar: «¿Quién es?», cuando ella penetró por el pequeño hueco que había entreabierto.

Se había puesto el impermeable y llevaba un paraguas. La abracé y la besé. Su cuerpo se apretó ansioso contra el mío, apretando sus caderas contra las mías, y sentí su boca cálida y húmeda. Se echó hacia atrás y sacudió la cabeza para escurrir las gotas que mojaban su cabellera.

—Llueve otra vez —dijo—. Siempre parece estar lloviendo —rió, dichosa y alegre.

La contemplé mientras se quitaba el impermeable y volví a abrazarla y besarla. Me devolvió el beso y se apartó.

—Ha llegado la masturbadora —dijo—. Desnúdate.

—Oye, no es necesario que...

Se quitó el vestido, desabrochándose rápidamente los botones delanteros. No llevaba el mismo vestido que aquella tarde. Mientras la miraba se lo quitó, quedando en braguitas y sostén. Bajo las bragas percibí el bulto de la compresa. Me miró.

—Vamos.

Se acercó y comenzó a desabotonarme la camisa. Cuando terminó de desabrocharla, apoyó las manos contra mi tórax y se inclinó contra mí, apoyando la cabeza en mi pecho. Sentí que todo su cuerpo se estremecía contra mi carne excitada.

—¿También quieres que te desnude?— preguntó, apartándose.

Me quité la camisa y los pantalones y, de mala gana, los calzoncillos. Seguía en pie. Ella volvió a acercarse, pasándome una mano por la cintura. La otra buscó a tientas y halló mi pene erecto. Comenzó a mover la mano hacia atrás y hacia adelante.

—Naturalmente —dijo—, soy enemiga de esto, por principio.

Venía de un humor alegre que no había notado antes. Dócilmente dejé que me llevara a la cama, los dos muy juntos, moviéndonos al unísono, su mano todavía en mi pene. Me tendí obediente y ella se echó a mi lado, boca abajo, frotando sus pechos contra mi costado. Me besó prolongada e insistentemente y sentí que sus labios se ablandaban y cedían a medida que aumentaba la presión contra mi boca.

—No es justo pedirte que hagas esto —afirmé cuando separó su boca de la mía.

—En el amor y en la guerra todo es justo —respondió—. Voy a besarte. Después me llevaré tu pito a la boca y te lo chupare con los labios hasta que te corras. Entonces tendré un hombre satisfecho entre mis manos.

—Jamás logré correrme de esta manera —observe.

—Esta vez lo lograras.

Empezó a besarme lenta y minuciosamente explorando mi boca con su lengua. Tenía una mano sobre mi pecho, acariciándome suavemente hacia los costados. Con su lengua encontró la carne tierna y la lamió suavemente. Yo permanecí tendido casi inerte, entregado a ella, sintiendo una extraña especie de pasión pasiva, pero plena de excitación. Pensé que axial se siente una mujer cuando se entrega a la maestría del hombre. Ella se hizo cargo de toda la situación con un dominio magistral, que me resultó tan maravilloso como si ella tuviera pene y yo vagina.

No volvió a tocarme los testículos ni el pito. Bajó un tanto la cabeza y me lamió los pezones. Se produjo una leve rigidez de la carne eréctil, como había ocurrido con su clítoris cuando lo acaricié el domingo.

Bajó su lengua hasta el ombligo, la insertó en el interior y me quedé atónito al comprobar que también podía excitarme en esa zona. Después extendió su larga cabellera sobre mi cuerpo y pasó la lengua por el interior de mis nalgas, lamiéndome con rápidos chasquidos que un instante después sentí como el contacto con un hierro caliente.

Estaba absorbido por este juego, de modo que me sorprendí cuando de pronto, casi rudamente, introdujo mi rígido instrumento en su boca. No lo recibió suavemente entre sus labios, sino que lo absorbió hasta las profundidades de su garganta, haciéndome sentir con los dientes un goce inaudito al rozar sobre la palpitante masa de carne.

Entonces me moví, arqueándome hacia ella, y sentí la palma de su mano bajo el escroto, mientras con un dedo buscaba el pliegue del ano y me lo acariciaba. Fue algo maravillosos. Me pareció que iba a eyacular en seguida.

Pero no lo logré. Quizás me lo impidió la idea de eyacular en su boca, o tal vez fuese la ancestral urgencia heterosexual de regar la cálida oscuridad de su vagina. Cualquiera que fuese el motivo, quedé al borde del clímax, incapaz de lograr d desahogo al que me urgía su desinteresado amor.

No abandonó, aun sabiendo que había fracasado, Comenzó a mover persistentemente los labios hacia abajo y hacía arriba, tirando el prepucio y chupando con los labios firme— mente, por último, sobre la cabeza el pene Gemí al sentir la fricción de su boca sobre mi miembro; mi cuerpo se arqueaba duro y rígido como lo haría ella cuando alcanzaba el clímax. Pero tampoco lo logré esta vez y retorné a la laxitud.

Bajé las manos y acaricié su rostro, levantó la vista, arrebatada y jadeante.

—No sigas —dije— Te advertí que sería inútil.

No respondió. Se volvió de costado, quedando tendida entre mis piernas abiertas, apoyando su peso contra mi pierna izquierda. Cogió mi verga con la mano y, acercándote, me masturbó, primero despacio y después con rapidez creciente. Se inclinó para abarcar la cabeza del pene con la boca al mismo tiempo, moviendo la mano como antes. Dejó la boca quieta, limitándose a proporcionarme su cálida humedad, mientras la mano continuaba la acción.

De forma lenta y agonizante volví al límite del paroxismo, arqueando el cuerpo por el esfuerzo. Pensé que moriría si no eyaculaba. Pero no pude vencer esa última barrera. Volvió a caer mi dolorida masa de carne, anhelando alivio, cualquier alivio.

Ella no quería abandonar la tarea. Pero lentamente lo hizo y permanecimos quietos y callados un momento. Sabía que estaba decepcionada, lo mismo que yo. El frac aso le pesaba como una losa; es lo mismo que siente un hombre cuando ha fracasado sexualmente. El fracaso se adjudica siempre al maestro, al iniciador: el compañero condescendiente no puede sentirse fracasado, en virtud de su misma pasividad.

La abracé y la aparté ligeramente de mí.

—He intentado decirte que no puedo correrme así —le dije con ternura—. Para Irving, que está entre mis piernas, lo único que cuenta es lo auténtico. No acepta nada más, Pero no me has escuchado.

Su boca estaba ardiente, suave y cálida, y sus labios tenían un extraño sabor, tal vez el mío. Metí mi lengua en su boca, buscando el lugar que ella había encontrado en la mía. También tenía un sabor extraño, semejante al gusto de su clítoris. Apoyé mis manos en su espalda y la fui acariciando por debajo del elástico de sus blancas braguitas. Mis manos palparon el comienzo de la curva de su culo. Era el mismo punto que había tocado por la tarde en la cafetería de la Facultad.

Se estremeció, acurrucándose bajo mi hombro y permanecimos en silencio un minuto o dos, con su cuerpo tendido encima el mío. Yo en ese momento sólo tenía una leve erección, después de tanto esfuerzo y sin que pudiera contar aún con un epílogo satisfactorio.

—Le llamas Irving —dijo riendo alegremente.

—Antes no lo llamaba de ninguna manera. Pero fuiste tan amable con él, que me pareció que merecía tener un nombre.

Esto no era del todo cierto, pero era una mentira amable.

Me besó en el cuello. Después rodó y se sentó. Saltó de la cama. La seguí con los ojos, preguntándome qué haría. Se dirigió al baño y cuando salió estaba desnuda y llevaba una toalla en la mano.

—¿Qué estás haciendo?

Obediente, me apreté contra la pared y ella extendió la toalla cuidadosamente y se tendió encima.

—¿Qué haces? —insistí, mirándola fijamente.

—Ven —dijo.

—Por favor. No tiene que... Estoy muy bien

—Irving necesita a Matilda —dijo—. Irving conseguirá a Matilda. Cierra la boca y dámelo.

Seguí haciéndome el remolón. Sabía que la situación le disgustaba estéticamente. Pero Irving no estaba para hacerle asquitos y con viva erección se dispuso a vivirla gozosamente. Ella me cogió por los hombros y me alzó sobre su cuerpo. Con las manos me guió tiernamente hasta la entrada.

Fue extraño deslizarse entre su sangre menstrual, de un calor casi febril. Permaneció tendida mientras la poseía, sin tiendo a cada empujón que aquélla era la relación sexual más extraña que había tenido. Notaba su vagina caliente como un horno, aunque apenas se movía.

Había estado dos veces tan cerca del paroxismo que me costó algunos minutos recuperar las fuerzas, aunque quería terminar lo antes posible, por ella. Pero no llegué al límite hasta que levantó las piernas y sentí las palpitaciones de las paredes vaginales. Entonces me corrí con un enorme borbotón, gemí y suspiré mientras los espasmos me sacudían una y otra vez, hasta que sentí mi piedra angular derretida en su interior.

Rodé sobre la cama casi de inmediato. Ella permaneció quieta un instante; luego se sentó al borde de la cama y cogió la toalla. Vi la sangre brillante sobre la blancura de la toalla. Sin mirarme, se dirigió el baño. Continué tendido, sin bajar la vista para contemplarme.

—¿Quieres alcanzarme el bolso? —pidió, desde el baño.

Se lo tendí a través de la puerta y volví a la cama. Salió en seguida, con las bragas puestas y una compresa limpia abultando en su interior, pero sin ponerse el sujetador.

Bajé la vista y vi la sangre pegajosa alrededor de la base de mi pene, mezclada con el vello del pubis. Me levanté y pasé al cuarto de baño. Me lavé con jabón y agua caliente. Era extraño hacerlo tan pronto, mientras todavía tenía el miembro escocido.

Cuando salí la encontré acostada, fumando un cigarrillo, con las piernas extendidas y cruzadas sobre los tobillos. Me senté a su lado y me incliné para besarla. Tenía los labios fríos y tersos.

—No te culparía si ahora te marcharas para no volver —dije.

Sonrió y me acarició la mejilla, pero no habló. Su sonrisa tenía un carácter enigmático, universal, como si la hubiera aprendido de todas las mujeres que en el mundo han sido.

No deseaba hablar y finalmente me tendí a su lado, sosteniendo uno de sus pechos en la mano. Ella lo consintió un instante, pero apartó mi mano cuando el pezón respondió a la caricia. Comprendí que no deseaba empezar otra vez.

Después de media hora y de fumar dos o tres cigarrillos, se estremeció y dijo:

—Será mejor que me vaya. Se está haciendo muy tarde y mañana tengo clase.

—Ninguna otra mujer ha hecho conmigo lo que tú has hecho —le dije—. Nunca en toda mi vida.

Me besó y se levantó para empezar a vestirse. Seguí acostado, observándola, disfrutando de los movimientos femeninos de su cuerpo mientras se vestía, se peinaba y se pintaba los labios. Cuando terminó, se volvió para mirarme:

—¿Nos veremos mañana?

—Sí —repliqué—. Tomaremos café. ¿De acuerdo?

Se dirigió a la puerta. Me levanté de la cama. Seguía desnudo y ella estaba completamente vestida, incluso con el abrigo puesto. La besé en la puerta y me devolvió el beso. En su boca había como un sabor de adiós y no el de una bienvenida anticipada, como yo esperaba.

Antes de dejarla marchar, le cogí la cara entre las manos.

—Eres mi amor —le dije, como ella me había dicho antes. Sonrió y se fue.

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