Elena

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VIII La gran fiesta de Constantino

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Nadie había esperado realmente que la emperatriz madre iría al jubileo. La invitación se la habían mandado por pura fórmula. La aceptación turbó a los chambelanes. Ninguno de ellos la había visto nunca, pero una cosa era cierta: en la Corte había ya demasiadas mujeres. Allí estaba la emperatriz Fausta, siempre enredadora; mal día fue aquel en que Constantino le dio el palacio lateranense al Papa y llevó a Fausta con todos sus hijos al Palatino. Allí estaba Constancia, hermanastra del emperador, viuda de Licinio; su presencia y la de su hijo eran un continuo y penoso recuerdo de las circunstancias de la muerte de aquél. Allí estaban Anastasia, Eutropia y las mujeres de Julio Constancio y Dalmacio, cuatro damas que planteaban problemas de precedencia. En el palacio Palatino no había sitio para la emperatriz Elena.

Después de muchas conversaciones se les ocurrió pensar en el palacio Sesorio, espléndida casa antigua con gran jardín situada cerca del teatro real. La vecindad era de casas sórdidas, pero no se esperaba que una mujer de los años de Elena saliera mucho de casa. Los chambelanes se pusieron a llenarla con valiosos muebles.

Para llegar a aquella casa de emperatriz viuda desde la puerta Flaminia, Elena tuvo que cruzar toda Roma, subir por el Corso, pasar junto a la colina del Capitolio y por el Foro, seguir por delante del Coliseo, cruzar la antigua muralla para llegar a la colina Celia, pasar bajo los arcos del acueducto de Claudio. El camino lo despejaron el día de su llegada, pero de los balcones y de las calles laterales se elevaba el zumbido y algarabía de millón y medio de romanos, y en todas partes, detrás de las fachadas de los templos y de los edificios históricos de la república, se erguían las nuevas, enormes y deslucidas casas de apartamentos, islas-bloques de diez pisos construidos con escombros y madera, subalquiladas y subdivididas, que se tambaleaban bajo el peso de aquella humanidad.

Era primavera y las fuentes jugaban en todas partes entre el hollín que caía. Pero Roma no era hermosa. Comparada con Tréveris, a Elena le pareció tosca y destartalada. La belleza vendría más tarde. Durante siglos afluyó a la Ciudad, donde se amontonó y perdió, el botín del mundo. En los siglos venideros aquel botín se dispersaría y desfiguraría. La Ciudad padecería incendios y saqueos y quedaría desierta, y con los mármoles harían hornos. Las calles se llenarían de polvo, los gitanos acamparían bajo arcos rotos, las cabras buscarían su camino entre estatuas caídas y destrozadas. Después vendría la belleza. Ya estaba en camino, a mucha distancia todavía, cabalgando bajo el palio de estrellas en un larguísimo viaje de más de mil años. La belleza, caprichosa, adorable vagabunda, vendría a su tiempo y se instalaría por breve lapso en las siete colinas.

Entretanto, allí estaba el populacho. A la llegada, en su litera encortinada, no; pero después, cuando, contra todo lo que se esperaba, siguió incansablemente el recorrido de los turistas, Elena vio cada día más hombres y mujeres que el total de los que había visto hasta entonces.

Los romanos se echaban a la calle en cuanto amanecía y parecían vivir en la calle hasta la caída del sol. Después de oscurecer pasaban los carros de transporte y de campesinos que durante toda la noche iban al mercado a la luz de las antorchas. La Ciudad estaba siempre atestada de gente y con el jubileo se sumaron una enorme masa de funcionarios y turistas, vendedores callejeros y maleantes que pagaban cualquier cosa por tener un techo y dormían en cualquier parte; abigarrada muchedumbre que se apoderaba de lo que podía, daba empujones y lo fisgaba todo; levantinos, berberiscos y negros entre la pálida y deforme progenie de los barrios sórdidos. Unos años antes Elena se hubiera resistido a rozarse con ellos, hubiera recurrido a su guardia para que a golpes y empujones le abriera un pequeño espacio donde poder moverse y respirar.

Odi profanum vulgus et arceo. Eso era un eco del viejo mundo vacío. Elena ya no sentía odios y nada en derredor suyo era completamente profano. No podía prescindir de su guardia, pero mitigaba su dureza, y su corazón, por encima de las fuertes espaldas de la guardia, estaba con la muchedumbre. Cuando oía misa en la basílica lateranense —como la oía a menudo con preferencia a su capilla particular— iba sin ostentación y se quedaba simplemente entre los fieles. Estaba en Roma como peregrina, y rodeada de amigos. No había modo de saber quiénes eran. Sus caras no decían nada. Un tracio o un teutón podían detener en la calle a un compatriota, abrazarlo y hablarle de su patria en su propio idioma. Elena no podía hacer eso con los cristianos. El íntimo círculo de la familia de que era miembro no ostentaba signo alguno de parentesco. El vendedor ambulante que asaba salchichas con ajo con su carrito en el arroyo, el batanero que estaba detrás de sus ennegrecidos recipientes, el abogado o su escribiente, cada uno y todos ellos podían ser uno con la emperatriz madre en el cuerpo místico. Y los abundantes paganos podían convertirse en uno de ellos en cualquier momento. No eran un populacho, sino una vasta muchedumbre de almas, revestidas de una gran variedad de cuerpos, que se movían de un lado para otro en la Ciudad Santa, en la sede de Pedro.

Elena no había viajado con poca impedimenta. La había precedido una gran caravana y la había acompañado un numerosísimo personal doméstico. Más cosas, más muebles y una segunda y completa corte de servidores la esperaban en el palacio Sesorio. Le llevó algún tiempo el instalarse y entretanto, antes de haberlo puesto todo en orden, empezaron a llegar visitantes.

Constantino no se presentó personalmente. Primero mandó al gran chambelán a esperarla fuera de las puertas de la Ciudad y después le mandó todos los días un mensaje de solicitud y deber. Le expresó también su esperanza de que la visitaría en cuanto ella se hubiera repuesto del viaje. Pero no fue. Tampoco fue Crispo. Ni el papa Silvestre, que vivía cerca. Elena le mandó regalos y el Papa le mandó su bendición, pero se quedó en casa. Aquellos tiempos no eran fáciles para él. Si salía tenía que participar en las celebraciones, y no se podía saber con seguridad, de antemano, si las celebraciones de Constantino serían cristianas o paganas. Surgieron infinidad de augures. No existía un protocolo reconocido sobre la manera de tratar a un converso no bautizado —a uno que no había sido admitido todavía oficialmente como catecúmeno— y que al mismo tiempo era un gran bienhechor, aficionado a la teología y pontífice máximo pagano. Además circulaban absurdos y muy fastidiosos rumores acerca de que Silvestre había curado recientemente de lepra al emperador. Por eso el Papa alegaba mala salud y permanecía en casa conferenciando con sus arquitectos sobre las nuevas basílicas.

La primera que visitó a Elena fue la emperatriz Fausta. En realidad se presentó demasiado pronto, la misma noche de la llegada de Elena, y llegó cargada de frágiles y caros regalos y los ojos llenos de curiosidad. No tenía por costumbre considerar la conveniencia de los demás. Su suegra podría estar cansada del viaje, la casa podría estar en desorden, pero Fausta quiso ser la primera en ver qué pie calzaba la anciana señora.

Elena la recibió con cierta frialdad. Circulaban muchos rumores sobre el carácter moral de Fausta, pero los rumores de ese género no llegaban a los oídos de Elena. Elena vio en ella más bien el símbolo de algo aún menos simpático: un epítome de la alta política de la época.

El abuelo de Fausta fue un analfabeto sin nombre; su padre, el odioso Maximiano. Por una hermana de Fausta, mayor que ella, se divorció Constancio de Elena. Por Fausta se divorció Constantino de Minervina. Para esa boda no hubo más que un motivo: el de solemnizar la amistad de Constantino con el padre de Fausta y su hermano Majencio. Constantino hizo estrangular a Maximiano en Marsella; un poco más tarde ahogó a Majencio en el Tíber. Y de todo aquel rito de paces sobrevivió —como una muñeca que flota en el lugar donde se hundió un barco— una reliquia: aquella mujer bajita, gorda y vulgar que era emperatriz del mundo.

Elena le llevaba una cabeza de estatura. A Fausta se le hacían hoyuelos en la cara cuando sonreía. Sin retoques hubiera sido una mujer vulgar que hubiese pasado inadvertida, pero los especialistas en belleza habían hecho su labor. Elena pensó que relucía y fruncía los labios «como un gran pez de colores». Pero Fausta le sonrió inconsciente de la impresión que producía. Estaba resuelta a ser agradable. Tenía sus ardides y planes. Por el momento tenía una misión. La chifladura del momento era la teología y a sus protegidos no les había ido muy bien en los círculos teológicos. La emperatriz madre podía ser una valiosa ayuda. Era esencial exponerle todo el asunto a su verdadera luz antes de que se le acercaran otras personas.

—¿Silvestre? —exclamó haciendo un gesto con su mano blanca y regordeta—. Ah, sí, claro está que tienes que conocerlo. Eso es pura cortesía. Y claro está que todos respetamos su cargo. Pero no es un hombre que tenga distinción

personal, te lo aseguro. Si un día lo santificaran deberían conmemorarlo en el último día del año. Es un hombre santo y sencillo de arriba abajo. Nadie puede decir ni una palabra contra él, excepto, francamente, hablando entre nosotras, que es un poco aburrido. Yo estoy por la santidad, naturalmente. Todos lo están ahora. Pero, al fin y al cabo, una es humana. Estoy segura de que en el cielo, cuando todos seamos santos, será para mí un gran placer pasar interminables horas con Silvestre. Aquí, en la tierra, una pide algo más, ¿no te parece? Mira, por ejemplo, lo que le pasa a los Eusebios. Son algo así como primos míos y simpatiquísimos los dos. Quiero decir que le hacen a una sentir que son de los nuestros. Nicomedes está conmigo aquí. Ha caído un poco en desgracia y tiene que estar alejado de su diócesis por el momento. Gran suerte para nosotros. Ya lo traeré aquí para que lo veas. Cesáreo no ha podido venir. De los dos, es el literato y hombre terriblemente atareado. Los dos están muy disgustados en este momento. No sé si sabrás que el año pasado todo fue mal en Nicea. Lo de Nicea tuvo una importancia terrible, no sé exactamente por qué. A Silvestre no le interesa ese género de cosas. Ni siquiera se molestó en ir, mandó unos delegados y no sirvieron para nada. Ninguno de los obispos de Occidente tiene una idea nueva en la cabeza. Se limitan a decir: «Esta es la fe que nos enseñaron. Eso es lo que siempre se ha enseñado. Y basta». No comprenden que hay que avanzar con los tiempos. No tiene objeto agujerear la clepsidra. La Iglesia no está ya arrinconada en un hoyo. Es la religión imperial oficial. Lo que les enseñaron a los obispos podría estar muy bien para las catacumbas, pero ahora tenemos que tratar con espíritus mucho más sutiles. Yo no pretendo comprender de qué se trata, pero sé que el Concilio fue una gran decepción hasta para Graco.

—¿Graco?

—Siempre le llamamos Graco, por razones de seguridad, ya puedes figurártelo. Las paredes oyen. Desde la última y estúpida proclama que estimula positivamente a los delatores no se puede ser demasiado prudente. No lo llamamos nunca por su nombre porque todos se ponen un poco nerviosos. Tú y yo podríamos usarlo, pero se pierde la costumbre... Bueno, ya sabes cómo habla Graco el griego. Para dar órdenes y cosas así —en el griego de guarnición, como lo llaman— se defiende, pero en cuanto se ponen a hablar los retóricos profesionales, está perdido. No tenía la menor idea de lo que ocurría en Nicea. Lo único que quería era un voto unánime. Medio Concilio no quería discutir ni escuchar. Eusebio, que me lo contó, me dijo que en cuanto los vio reunidos comprendió que no valía la pena razonar con ellos. «Esta es la fe que nos enseñaron», decían. «Pero eso no tiene

sentido —dijo Arrio—; un hijo

debe ser más joven que su padre». «Es un misterio», dijo el ortodoxo, perfectamente satisfecho, como si eso lo explicara todo. Además, estaban los del grupo de la resistencia. Claro está que todo el mundo los admira tremendamente. Es admirable lo que padecieron, pero a mí me parece que el que le sacaran a uno un ojo o le arrancaran una pierna no le califica a nadie en teología, ¿verdad? Y claro, como Graco es un soldado, sentía un extraordinario respeto por la resistencia; y entre ellos y el sólido Medio Oeste y los obispos de la frontera —no eran muchos, pero los más tercos de todos—, los estúpidos tradicionalistas ganaron con facilidad y Graco obtuvo su voto unánime y se fue muy contento. Ahora es cuando comprende que en realidad no se zanjó nada. La peor manera de afrontar un problema de ese género era un Concilio general. Lo debían haber resuelto silenciosamente en el palacio y anunciado después con un decreto imperial. Así nadie hubiera podido oponerse. Con lo que se ha hecho, al enderezar las cosas se van a presentar muchas dificultades técnicas. Todo aquel invocar al Espíritu Santo fue un mal comienzo. Se trataba de una cuestión de conveniencia práctica que debía haber resuelto Graco. Quiero decir que necesitamos progreso. Lo de que el Hijo es esencialmente como el Padre ha quedado definitivamente anticuado.

Todo el que vale algo está conforme en que el Hijo es consustancial con el Padre, ¿o es al revés? Si Eusebio estuviera aquí nos lo podría decir. Todo lo explica clarísimamente. La teología es terriblemente interesante, pero un poco confusa. A veces siento nostalgia del antiguo taurobolio, ¿tú no?

La emperatriz estaba habituada a hablar libremente y sin temor de que la contradijeran. Eusebio le decía a menudo que en su manera de comprender los problemas tenía una mente varonil. Pero ahora, al acercarse al fin de su información, se dio cuenta de que no todo le había salido bien. La emperatriz Elena le dirigía miradas de honda desaprobación.

Después de una pausa inquietante, Elena preguntó:

—¿Y cómo está Crispo?

—Ahora le llamamos siempre «Tarquino».

—¿De veras? No te dejes influir por mí en esa cuestión, pero prefiero llamar a mi hijo y a mi nieto por sus verdaderos nombres.

—Bueno, pero verás que la gente se pone un poco nerviosa. De todos modos, de Tarquino

no se habla mucho por el momento. Creo que tiene algunos problemas.

—Eso me parece muy poco probable.

—Bien, pero no digas que te lo he dicho yo. Nunca pregunto por esas cosas. Lo que sé es que

no se habla mucho de él y es una lástima. Es un chico realmente muy atractivo.

—Pronto iré al Palatino y me enteraré por mí misma.

—Sí, ve. No sé exactamente a quién verás. Graco no recibe a nadie por el momento. Está malhumorado. Desde aquel terrible día de la procesión de los caballeros no le he echado la vista encima. Pero claro está que yo me alegraré mucho de verte. Me gustaría enseñarte mi cuarto de baño. Me lo instalaron por orden de Graco cuando me mudé del palacio lateranense. Es realmente muy especial. Todos los minutos que paso fuera de allí me parecen una pura pérdida de tiempo. Me moriría allí muy a gusto. Si he de decirte la verdad, allí debiera estar ahora. Si no paso dos horas en el cuarto de baño todas las tardes no sirvo para nada a la hora de comer.

Cuando Elena fue aquella noche a su cuarto encontró sobre la almohada una cosa desagradable, un rollito de papel en que decía:

Fausta es una adúltera.

Lo quemó disgustada y mandó que despertaran a todo el personal de la casa y lo interrogaran. Nadie pudo explicarlo.

A la emperatriz Fausta no se le pasó por la cabeza que podía haber causado mala impresión. Al día siguiente volvió llevando consigo a Eusebio, el celebrado obispo de Nicomedia. «Marcias en formato mayor», pensó Elena en el instante en que lo vio. Eusebio tenía unos hermosos ojos oscuros y una voz muy agradable y sabía exactamente cómo tratar a las grandes damas.

—¿Y qué tal nuestro amigo Lactancio? —preguntó—. Dígame, señora, ¿qué opinó de sus

Muertes de los Perseguidores? A mí no acabaron de gustarme del todo. Tenían partes que, la verdad, se me hizo difícil creer que las escribiera él. Eran un tanto bruscas. No puedo menos de pensar que cometió un error al ir a vivir en el Oeste.

—En Tréveris había muchos jóvenes poetas excelentes —dijo Elena.

—Sí, sí, claro que yo sé cuánto deben al mecenazgo de Su Majestad, pero yo me pregunto si los jóvenes poetas son la compañía que Lactancio necesita. Esos poetas retirados y serios tienen riqueza imaginativa, gran sensibilidad para la naturaleza y un sentido de las virtudes primitivas que todos aplaudimos, pero seguramente un escritor de la personalidad de Lactancio debería vivir en el corazón de las cosas.

—¿Te sientes en el corazón de las cosas aquí? ¿Los romanos te parecen gente de frontera?

Eusebio le dirigió la dulce y perpleja mirada que se ganaba todos los corazones, o casi todos; no el de Elena:

—Su Majestad es muy directa. ¿Es ésa una pregunta razonable para hacérsela a un simple clérigo? Naturalmente, el corazón de las cosas está allí donde el emperador tiene su Corte, pero (¿puedo ser directo yo también?) uno oye hablar del gran traslado, ¿verdad?

—¿De veras?

—Permítame que lo exponga de la siguiente manera. Roma tiene un pasado. Roma es lo pasado. Y del porvenir, ¿qué? ¿Es demasiado aventurado insinuar que quizá dentro de unos pocos cientos de años hará reír quien hable de Roma como del centro de la cristiandad? Un gran centro comercial, sin duda alguna. Es posible que siga siendo la primera sede. Me atrevo a decir que, como cuestión de pura ceremonia, el obispo de Roma ocupará siempre el primer puesto. Pero cuando consideramos las grandes luminarias de la civilización cristiana, ¿adónde miraremos en lo porvenir? A Antioquía, a Alejandría, a Cartago.

—A Nicomedia y Cesárea —dijo Fausta.

—Tal vez hasta esas humildes sedes, señora. Pero, seguramente, no a Roma. Los romanos nunca podrán ser cristianos. Tienen demasiado metida en la sangre su antigua religión. Es parte de toda su estructura social. En los últimos diez años ha habido muchas conversiones, pero ¿quiénes son los conversos? Levantinos casi todos. El sólido meollo de la Ciudad, los caballeros y senadores, los auténticos italianos, son paganos en el fondo de su alma. Están esperando a que el emperador se vaya para volver a empezar con los antiguos espectáculos en el Coliseo. Dicen que se alegran de ver que los cristianos engordan. Es por eso que me da pena que se gaste tanto dinero en construir esas enormes iglesias. ¿Qué opina Su Majestad?

Sólo una vez tocó directamente el tema de la teología:

—No supongo que la controversia le haya preocupado mucho en Tréveris.

—Allí somos conservadores.

—Bien, señora, ésa es una cuestión muy especializada.

—Y los especialistas se han pronunciado últimamente por el conservadurismo; creo que tú también.

—Sí, sí, todos votamos debidamente con la mayoría. No fue una ocasión que uno pueda recordar con orgullo. Al salir de allí dije a nuestro impetuoso amigo egipcio: «A otros hombres mejores les fue así antes que a ti». No puedo decir que le consolara mucho. Al fin y al cabo, ¿qué es una mayoría? Una ola de sentimiento irracional, un montón de prejuicios impensados. La razón humana sobrevive a esos desaires. ¿Qué le ocurrió a Troya? Parecía inexpugnable y unos cuantos hombres y un caballo de madera la conquistaron. Las fortalezas de la sinrazón caerán de la misma manera. No, no estoy muy impresionado por los Príamo y los Héctor de Nicea.

Aquella noche Elena encontró un mensaje debajo de la ventana:

Eusebio es un hereje arrianizante.

«Mi corresponsal no deja de tener cierta razón —pensó—. ¿Estaría en lo cierto respecto a Fausta?».

Otro día se presentó Constancia con su hijo Liciniano, chico tristón e intranquilo que iba para los doce años. Su vida se había visto, como un drama griego, llena de grandes acontecimientos fuera del escenario mientras un coro de niñeras, tías y maestros lo tenían constantemente confundido. En un tiempo tuvo un rutilante papá que entraba y salía en su pequeño mundo al son de las trompetas. Después hubo un gran silencio en que el nombre de su papá no se volvió a mencionar en su presencia. Ahora vivía bajo el mismo techo dorado que la persona más alarmante de su familia, una dama perfumadísima que, desconcertantemente, era tía y tía abuela suya y parecía ser así la heredera de una doble ración de malicia. A menudo, cuando Liciniano dejaba los juegos que no le interesaban y levantaba la vista, se encontraba con los terribles ojos de pez de la tía Fausta fijos en él con una expresión tal, que se le relajaban los músculos y se orinaba en el suelo. A aquel chico no le interesaba nada; se hubiera dicho que estaba en una breve visita en un país tan extraño, que realmente no valía la pena que intentara comprender algo.

—Así que has visto a nuestro querido obispo, ¿eh? Dime qué opinas de él —dijo Constancia.

—Intimidante y rastrero.

—¡Oh!

—¿Qué le pasa al chico? ¿Por qué no se está quieto?

—Está un poco nervioso.

—¿Por mí?

—No, no. Siempre es nervioso. No sé por qué.

—Debieras llevarlo fuera de aquí a algún sitio sano.

—Oh, no podríamos separarnos de Graco. ¡Ha sido tan bueno para nosotros! En el momento en que volviéramos la espalda la gente se pondría a hablar. Tú no sabes cómo son. Y yo no podría soportar que Graco pensara mal de nosotros. Tengo la esperanza de que toda la Corte se vaya pronto al Este. No me gusta Roma, ¿y a ti?

—No es lo que yo esperaba.

—No creo que los romanos aprecien realmente a Graco. La tarde en que los caballeros tuvieron su procesión ocurrió algo desagradable. ¿Estos esclavos son tuyos?

—A la mayoría de ellos los traje conmigo.

—En ese caso podremos hablar libremente.

Pero habló con mucha cautela. Todo asunto, doméstico o público, parecía estar lleno de equívocos. Poco después Constancia se levantó para irse.

—Di a Crispo que venga a verme —le dijo Elena.

Constancia se sobresaltó:

—¿A Tarquino? Ya se lo diré si lo veo.

—¿Por qué no lo vas a ver? ¿No vive en el Palatino?

—Sí, ¡pero el palacio es tan grande, hay tanta ceremonia, tantos establecimientos distintos! A veces se pasan los días sin ver a nadie.

Aquella noche, el mensaje que Elena esperaba encontrar apareció doblado en la rendija de la puerta y decía:

Cuidado con el conspirador Liciniano.

Todas las damas reales visitaron a Elena. Había corrido la voz de que se la debía tener en cuenta. A menudo salía a ver la Ciudad, a menudo iba a la iglesia, pero en el curso de los primeros diez días toda la predestinada familia Flavia se las arregló para visitarla. Con cada uno de los visitantes mandaba un mensaje a Crispo, quien al fin se presentó sin avisar después de anochecer y se arrojó en los brazos de su abuela. Cuando se apartó de ella estaba llorando.

Conversaron hasta altas horas de la noche. Dos veces le pareció a Crispo que sentía pasos en la terraza y ordenó a los criados que registraran el jardín. Una vez abrió bruscamente la puerta y vio que en el pasillo no había nadie más que una vieja y leal sirvienta gala que estaba arreglando las lámparas.

—Me parece que en el Palatino estáis todos con los nervios deshechos —dijo Elena—. Absolutamente todos. Tú estás como ese pobre chico de Constancia. Tendré que hablar con tu padre.

—Hace tres semanas que no hablo con él.

—Debieras salir de casa y moverte más.

—Al principio salía mucho. Varios senadores dieron fiestas en mi honor. Fueron divertidísimas. Las fiestas romanas tienen algo especial. En Nicomedia todo es muy rígido y oficial. Aquí hay mucho más lujo y al mismo tiempo todo es más sencillo. Me figuro que es porque hace más tiempo que dan fiestas. Al principio fui un personaje y parecí gustar. Me solían recibir con vítores. Aquello era muy alegre. Ahora no me dejo ver por nadie.

—¿Qué ocurrió?

—No ocurrió nada. En palacio nunca ocurre nada. Hubo, claro está, muchos anónimos, pero uno se acostumbra a eso. Lo que le hunde a uno es lo que

no ocurre. Nadie dice nada, pero de pronto se tiene la impresión de haber caído en desgracia y todos guardan distancia. Uno comprende que ha metido la pata en algo, pero nadie dice en qué. Yo he visto cómo les ha ocurrido eso a otros. Empieza por los eunucos, que le hacen a uno la vista gorda. Luego sigue la familia y por fin el individuo acaba por no aparecer más. Otro se muda a sus habitaciones, nadie pregunta por él y todo sigue

como si no hubiera existido nunca. A veces el individuo aparece otra vez. Ha estado fuera, ocupado en algo que le ordenaron. Generalmente no aparece nunca... Creo que Fausta tiene algo contra mí. Una temporada fuimos muy íntimos. Hasta llegué a pensar que tenía cierto interés por mí.

—¡Crispo!

—Bah, Fausta siempre está interesada en alguien. No creo que a papá le importe. Está demasiado ocupado hablando de religión. Ahí tienes otra cosa. No puedo aguantar a tanto clérigo como hay en palacio. Son peores que los eunucos.

—Yo soy cristiana.

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