Elena

Elena


VIII La gran fiesta de Constantino

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—Ya lo sé, abuela. Yo soy partidario del cristianismo, es decir, no es de las cosas que me interesan, pero soy partidario de que la gente profese la religión que le dé la gana. Pero tanta discusión, noche y día, sobre herejías y ortodoxia, no. Papá no se cansa y no creo que entienda ni una palabra, como me pasa a mí. Ahora les da por decir que nuestra guerra en el Este tuvo que ver con el cristianismo. Estupideces. Mis hombres no pelearon por el cristianismo. Pelearon para poner a papá a la cabeza, y ganamos y lo pusieron, y no hay nada más que decir. Uno se siente como un burro cuando después le dicen que peleó por la religión. Ahí tienes otra cosa. No me corresponde a mí decirlo, pero creo que todos saben que me porté bien en la guerra. Cuando llega el momento de guerrear discurro bien. Creo que se me podría reconocer algún mérito. Los títulos no me importan más que a otro, pero si van a nombrar un

cesar, ¿por qué no me nombran a mí? ¿Por qué a Constancio, que es un crío?... Y no son sólo los clérigos. El Palatino está lleno de vaticinadores: Sópater, Hermógenes y un viejo farsante que se llama Nicágoras. ¿Sabes que papá mandó a Nicágoras por la posta imperial a Egipto a un congreso de magos? Te aseguro que la vida en el Palatino es un infierno. He solicitado una docena de veces autorización para volver al ejército. No he recibido respuesta. Algún eunuco se lleva los papeles y ya no se vuelve a oír hablar del asunto.

Así volcó Crispo todas sus quejas, mantenidas mucho tiempo en silencio, y el corazón de Elena latió por el desconcertado héroe. Al fin Elena dijo:

—Estoy segura de que la mayor parte de eso son imaginaciones. Si hay algo que no está bien, una palabra lo puede enderezar. Tu padre es un

buen hombre. Recuerda eso. Tiene toda clase de cosas en que preocuparse y es posible que tenga malos consejeros. Pero yo conozco a mi hijo. No tiene nada de ruin. Iré enseguida a verle y lo arreglaremos todo.

Así fue como Elena mandó un mensaje firme anunciando su visita al Palatino y pidiendo a Constantino que le fijara una hora para su visita.

Formó la guardia, de ocho en fondo. Tendieron tapices persas en la escalera. Las trompetas lanzaron el saludo real cuando Elena se apeó de su litera. Constantino estaba allí para abrazarla.

Hacía cerca de veinte años que no se habían visto.

Salvo por su estatura y su erguido porte, el conquistador del mundo no tenía mucho de militar. Del cuello para abajo era todo tapicería. Una sobrepelliz de púrpura imperial, con encaje de hilo de oro y adornada con perlas amorfas, le caía con la rigidez de una alfombra hasta el suelo alfombrado. Carecía de mangas y en los brazos aparecía una ondulante prenda interior de color de pavo real que terminaba en puños de encaje y unas manos toscas y cargadas de joyas. La sobrepelliz estaba coronada por un ancho cuello de oro y esmalte, macizo y adecuado al cuello de toro de Constantino; sus miniaturas pintaban con indiferencia escenas del Evangelio y del monte Olimpo. Sobre el cuello se alzaba su cara, pálida como la de su padre; se había puesto colorete, pero puramente como adorno; no había el menor intento de disimular la curtida tez de campamento. La superficie de la cara se agitó en una especie de movimiento. El emperador intentó sonreír.

Pero no fue ninguna de esas cosas la primera que le llamó la atención a Elena:

—Hijo mío, ¿qué diablos tienes en la cabeza?

La cara sobre el cuello asumió una expresión de alarma.

—¿En la cabeza? —y Constantino se llevó una mano a la cabeza para espantar a algún pájaro que se le hubiera podido posar sin que lo advirtiera—. ¿Tengo algo en la cabeza?

Los cortesanos danzaron hacia adelante. Eran más bajos que Constantino y dieron saltitos para ver lo que pudiera tener en la cabeza. Sin exceso de ceremonia, Constantino se agachó:

—Bueno, ¿qué tengo? Quitadlo, sea lo que fuere.

Los cortesanos se acercaron mucho y miraron; uno alzó un dedo y tocó. Después se miraron unos a otros y miraron consternadísimos a Elena.

—¡Esa peluca verde! —dijo Elena.

Constantino se irguió. Los cortesanos se calmaron.

—¡Ay, querida madre, cómo me has asustado! —dijo Constantino—. Esta mañana la he encontrado sobre las demás. Tengo toda una colección. Tienes que pedir que te las enseñe. Algunas son

muy bonitas. Esta mañana tenía tanta prisa por verte que he cogido la primera que me ha venido a la mano. ¿No te gusta? —preguntó con ansiedad—. ¿Crees que me hace parecer pálido? ¿No estás demasiado cansada después del viaje?

Y tomándola de una mano la condujo hacia adentro.

—No vengo más que de casa.

—Me refería a tu viaje desde Tréveris.

—Llevo tres semanas en Roma.

—¡Y no me lo habían dicho! ¿Por qué no me lo dijeron? Hasta que recibí tu carta ayer no tenía la menor idea de que habías llegado. Tenía verdadera ansiedad por verte. Dime sinceramente, nadie me dice nada sinceramente, ¿qué cara tengo?

—Estás pálido.

—Exactamente. Ya me lo figuraba. Siempre me dicen que tengo buena cara y después me cargan de trabajo.

Constantino llevó a su madre, a paso lento y ceremonioso, a través de antesalas. Pasaron por entre figuras que se inclinaban. Elena había esperado tener una conversación en privado, pero se veía que no era ése el plan de Constantino, quien la llevó al salón del trono, se sentó y le señaló a su derecha un asiento un poco menos majestuoso que el suyo. Fausta, que se les había unido en el camino, se sentó a la izquierda de Constantino. Los cortesanos ocuparon sus puestos alrededor y detrás, siguiendo la adecuada gradación de obediencia.

—A trabajar, a trabajar —dijo el decimotercer apóstol.

—Quiero hablar contigo —dijo Elena.

—Y yo también, mamá. Pero primero el deber. ¿Dónde están esos arquitectos?

A diferencia de Diocleciano, fuente y origen de toda aquella ceremonia, a Constantino le gustaba decidir los asuntos en presencia de la Corte. Para Diocleciano el esplendor había sido un punto de respiro, tiempo para pensar en los intervalos de la exigente rutina. Sus verdaderas consultas y decisiones las hacía o tomaba en un despacho no mayor que una tienda de campaña, sin testigos, para que sólo una vida precaria guardara cada secreto de Estado. Para Constantino la liturgia de la Corte era la mismísima sustancia de la realeza. Y sus secretos eran más oscuros.

—Éstos son los individuos que han estado construyendo mi arco —explicó mientras los chambelanes llevaban a su presencia a tres hombres descalzos y vestidos sencillamente, pero que sin embargo se mantenían con cierta prestancia en aquella esplendorosa reunión—. Hace once años —dijo Constantino— que ordené, lo que el Senado votó graciosamente en mi honor, la construcción de un arco triunfal. ¿Por qué no está terminado?

—La dirección de obras públicas se llevó la mano de obra, señor. Ahora escasean los albañiles. Se llevaron todos los que pudieron para los templos cristianos. A pesar de eso, la obra está prácticamente terminada.

—Ayer fui yo mismo a verla. No está terminada.

—Ciertos adornos decorativos...

—Ciertos adornos decorativos. ¿Os referís a las esculturas?

—Nos referimos a las esculturas, señor.

—De eso es precisamente de lo que quiero hablar. Son atroces. Un niño las haría mejores. ¿Quién las hizo?

—Tito Carpicio, señor.

—¿Y quién es Tito Carpicio?

—Yo, señor —dijo uno del trío.

—Querido —dijo Fausta a Constantino—. Debes de acordarte de Carpicio. Te lo he mencionado muy a menudo. Es el escultor más distinguido que tenemos.

Al parecer, Constantino no la oyó y miró fijamente al artista con una mirada que no era la de ningún jovenzuelo, sino la de un hombre entrado en años que tenía una frente maciza y un ceño ante el cual temblaban los gobernadores y los generales. Carpicio miró a Fausta para asegurarle que no se sentía ofendido y al emperador con una mansa paciencia.

—¿De modo que eres tú el responsable de las monstruosidades que vi ayer? Quizá puedas explicarme lo que quieren representar.

—Lo intentaré, señor. El arco, tal como fue concebido por mi amigo el profesor Emolfo, aquí presente, tiene, como lo vio Su Majestad, las líneas tradicionales modificadas para ajustarías al convencionalismo moderno. Es, se podría decir, una gran masa rota por aberturas. Ahora bien, esa masa comprende ciertas superficies que ajuicio del profesor Emolfo tienen cierta monotonía. No

retenían la mirada, si me entiende Su Majestad. En consecuencia, sugirió que la aliviara yo con los detalles decorativos que menciona Su Majestad. Yo estaba contento del resultado. ¿Las sombras le parecen a Su Majestad demasiado pronunciadas? ¿Privan de cualidad estática al conjunto? Ya he oído esa crítica.

Constantino, que fue perdiendo la paciencia con esa explicación, replicó glacialmente:

—Has oído esa crítica, ¿eh? Tus figuras son muñecos que carecen de vida y expresión. Tus caballos parecen juguetes. A todo ello le falta gracia y movimiento. He visto obras mejores hechas por salvajes. Hasta, maldito sea, hay algo que parece un muñeco y que se supone que soy

yo.

—Yo no intenté hacerle un retrato exacto, señor.

—¿Y por qué no?

—No era ésa la función del detalle.

Constantino se volvió hacia la izquierda:

—¿Este hombre es el mejor escultor de Roma?

—Lo dicen todos —contestó Fausta.

—¿Eres tú el mejor escultor de Roma?

Carpicio se encogió levemente de hombros. Hubo un silencio. Después intervino con cierta valentía el profesor Emolfo:

—Si Su Majestad nos diera una idea de lo que quiere exactamente, quizá pudiéramos adaptarla al conjunto.

—Os diré lo que quiero exactamente. ¿Conoces el arco de Trajano?

—Naturalmente.

—¿Qué te parece?

—Bueno, dentro de su periodo —dijo el profesor—, excelente. No el mejor, tal vez. Prefiero, por muchas razones, el que está en Benevento. Pero el de Trajano es indudablemente atractivo.

—Estoy pensando en el arco de Trajano. No he visto nunca el que está en Benevento y no me interesa absolutamente nada.

—Su Majestad debería realmente tenerlo en cuenta. El arquitrabe...

—Me interesa el arco de Trajano. Quiero un arco como aquél.

—Pero aquél lo hicieron hace mucho tiempo, más de doscientos años —dijo Fausta—. No puedes esperar hoy uno como aquél.

—¿Por qué no? —exclamó Constantino—. Dime por qué no. El imperio es más grande, más próspero y más pacífico que nunca. Así me lo dicen en cada discurso que oigo. Pero cuando pido una cosita como el arco de Trajano decís que no se puede hacer. ¿Por qué no? ¿Podrías hacerme tú —preguntó volviéndose hacia Carpicio— una escultura como aquélla?

Carpicio le miró sin asustarse absolutamente nada. Dos formas de orgullo se oponían allí irreconciliablemente; dos pedantes se afrontaban cara a cara.

—Supongo que se podría lograr cierta clase de pastiche —dijo Carpicio—. Pero no tendría nada de significante.

—¡Al diablo con lo significante! —replicó Constantino—. ¿Puedes hacerla o no?

—¿Precisamente como aquélla? Es un tipo de obra representativa que requiere virtuosismo técnico y que a uno puede parecerle atractiva o no. A mí, personalmente, me gusta, pero el artista moderno...

—¿Puedes hacerla?

—No.

—Bien, ¿quién puede? Encontrad alguien que pueda, por Dios. Profesor Emolfo: lo que yo quiero es una batalla con soldados que parezcan soldados, y diosas, me refiero a las tradicionales figuras simbólicas, que parezcan tradicionales figuras simbólicas. En Roma debe de haber alguien capaz de hacer eso.

—Es cuestión de visión tanto como de virtuosismo —dijo el profesor—. ¿Quién puede decir que, de dos personas, las dos vean el mismo soldado? ¿Quién puede decir cómo se imagina Su Majestad un soldado?

—Yo sé ya lo que quiere decir —dijo Fausta.

—En el arco de Trajano veo yo soldados tal como son. ¿No hay en todo mi imperio nadie que pueda hacerme soldados así?

—Lo dudo mucho.

—En ese caso, maldita sea, arrancad las tallas del arco de Trajano y pegadlas en el mío. Inmediatamente. Podéis empezar esta tarde.

—Has hablado como un hombre, hijo —dijo Elena.

Después se trató de otros asuntos oficiales de un género menos humano. A Constantino le gustaba tener público en su trabajo. Elena empezó a impacientarse.

—Hijo mío, yo he venido a verte a

ti, no al procurador fiscal de Moesia.

—Dentro de un momento, mamá.

—Quiero hablarte de Crispo.

—Sí —dijo Constantino—. Habrá que ocuparse de Crispo. Pero no ahora. Ahora vienen los rezos. Es una costumbre que acabo de instituir. Estoy seguro de que la aprobarás.

Se oyó el tintineo de una campanita y la Corte se colocó automáticamente. Varios dignatarios, un poco confusos, salieron. «Los paganos», explicó Constantino. Cerraron las puertas. De una sacristía salieron unos diáconos con luces, incensarios, un facistol y unos enormes devocionarios de tapa repujada y adornada con esmaltes. Cuando todo estuvo dispuesto, Constantino, siempre con su peluca esmeralda, descendió del trono y lo condujeron al facistol entre nubes de incienso. Primero cantaron un salmo. Luego, en un tono especial de voz, adquirido recientemente para la ocasión, Constantino les exhortó:

Oremus, y en una detallada autobiografía dio las gracias a Dios por todas las bendiciones derramadas en su reinado. Mencionó su elevada alcurnia y sus eminentes cualidades para el poder supremo, a la divina providencia que le había protegido de varios males en su infancia, y su preservación a través de las audaces hazañas de su carrera militar. Bosquejó su irresistible subida al poder y la extinción de sus muchos rivales. Dio gracias por su sagacidad como general y estadista, poniendo ejemplos de ambas cualidades. Refiriéndose a hechos recientes detalló los acontecimientos de aquella tarde sin olvidar la presencia de su madre, el satisfactorio informe del procurador fiscal de Moesia y la conclusión de los planes para su arco triunfal...

per Christum Dominum nostrum. La Corte cantó: «Amén». Constantino leyó a continuación un pasaje de una de las epístolas de san Pablo, explicó brevemente su significado y, en un silencio roto únicamente por el ruido de las cadenas de los incensarios, avanzó con la cabeza baja y las manos juntas hacia el trono y salió por una puertecita que había detrás. Fausta se escurrió detrás de él.

Elena casi no se dio cuenta de que se habían ido.

—¿Adónde va? —preguntó a Constancia.

—A sus habitaciones privadas.

—Tengo muchas cosas que decirle.

—No creo que lo volvamos a ver hoy. Qué sermón más hermoso, ¿verdad? Ahora nos dice uno casi todos los días. Son una verdadera fiesta.

Las habitaciones privadas carecían de ventanas y estaban situadas en el centro del palacio. En su despacho, alumbrado con lámparas, Constantino y Fausta tenían una entrevista con dos nuevas brujas recientemente enviadas de Egipto con una carta de recomendación de Nicágoras: una vieja y una chica, las dos negras. La chica estaba en trance, rígida como una estatua sobre la mesa y musitando palabras ininteligibles.

Fausta, que ya había presenciado antes la misma exhibición, actuó de explicadora:

—Está completamente insensible. Se le puede clavar un alfiler. Prueba.

Constantino le clavó uno. La histérica continuó murmujeando sin dar la menor señal de molestia.

—Muy divertido —concedió Constantino, pinchándola otra vez con el alfiler.

—En la vida ordinaria no sabe más idioma que el suyo. En sus trances habla griego, egipcio y latín.

—¿Y por qué no habla ahora? —preguntó petulantemente el emperador—. No le entiendo ni una palabra.

—Hazla hablar —dijo Fausta a la vieja.

La vieja agarró a la médium de la nariz y le movió suavemente la cabeza de un lado para otro.

—Me figuro que quiere un regalo —dijo Constantino—. Siempre lo esperan.

—Ya se le ha pagado.

—Bueno, dile que se vaya si eso es todo lo que puede hacer. Yo puedo clavar alfileres a la gente cuando me da la gana. A gente que, además, da un salto. Es mucho más divertido.

De pronto la chica se incorporó para quedar sentada y dijo en voz muy alta en latín:

—El gran emperador corre gran peligro.

—Sí —dijo Constantino, cansado—. Ya lo sé, ya lo sé. Todas dicen lo mismo. ¿Quién es esta vez?

—Kiss Crip Cris Kip Crip —farfulló la bruja tendiéndose otra vez en la mesa.

—¿Cómo se la despierta? —preguntó Constantino.

—Kipriscipiscripsip.

—Despiértala —dijo Fausta a la vieja.

La vieja se agachó y sopló con fuerza en una oreja de la joven. Emergieron los globos de los ojos, que estaban ocultos; se le cerraron los párpados y se puso a roncar. La vieja le sopló en la otra oreja. La joven se incorporó, se puso en pie y quedó otra vez postrada.

—Llévatela —ordenó Fausta.

Las dos negras salieron tambaleándose.

—No es tan buena como el que tuvimos en Nicomedia —dijo Constantino.

—Pero aquél resultó ser un simulador.

—¿Y ésta no?

—¿Qué has pensado hacer?

—Retenía un poco. Vete a verla de vez en cuando. Infórmame si dice algo interesante.

—Creo que estaba tratando de pronunciar Crispo.

—¿Y por qué no lo ha pronunciado? Ahora nadie me contesta con sentido común.

Fausta fue a su cuarto de baño, el más lujoso del mundo, un tanto desalentada. Y cuando se tendió envuelta en el balsámico vapor intentó concentrar su mente en

homoousion y

homoiousion. Esas palabras mágicas tenían a menudo la virtud de calmarla. Pero no aquel día.

—Bueno, muy bien, Liciniano también —dijo Constantino, y exhaló un suspiro—. ¿Alguien más?

—Constancia —dijo Fausta, fría como un pez—. Constantino, Dalmacio, Anibabiano, Dalmacio César, Dalmacio Rex, Constancio Flavio, Basilina, Anastasia, Basiano, Europia, Nepociano, Flavio Popilio Nepociano.

—¿Todos estaban metidos en eso? ¡Si a Flavio Popilio Nepociano lo bautizaron ayer! Yo le elegí los nombres.

—Más te vale mandarlos juntos a Pola. A la larga se evitarán problemas.

—Problemas —dijo Constantino, enojado—. Desde que llegué a Roma no he tenido más que problemas. Tú me empujas demasiado. Además tengo que preparar mi sermón sobre la regeneración. Todos lo esperan con gran avidez. Ya he trabajado bastante por hoy. Crispo y Liciniano pueden irse. Los demás tienen que esperar.

Garabateó su nombre en la orden, se puso una peluca y se dirigió a su oratorio privado.

La circular de la Corte decía en pocas palabras que Crispo y Liciniano habían salido de Roma en misión especial. Todos sabían lo que eso significaba. En el Palatino nadie mencionó el asunto. En el mundo exterior, más libre, unos cuantos patricios meditaron mientras tomaban vino: «¿Por qué Liciniano? ¿Quién va a ser el siguiente?».

En las calles circulaba una copla:

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Pero había poca curiosidad. Los romanos llevaban ya mucho tiempo acostumbrados a la sucesión de familias adustas y hábiles que emergían en los Balcanes y se destrozaban unas a otras. El jubileo, gracias al cielo, casi había pasado ya. Pronto la Corte haría sus maletas y dejaría la Ciudad abandonada a sus propias preocupaciones.

En el Palatino la pregunta inexpresada: «¿Quién va a ser el siguiente?» estaba en el corazón de todos más viva que la de: «¿Por qué Liciniano?»; pero pasaron los días y, al mirar a su alrededor, los cortesanos vieron que todos seguían en sus puestos habituales, y vieron que aquel asunto era puramente familiar.

Constantino no se dejó ver. Se sabía que estaba en una de sus rachas de murria. No hubo más sermones. La única persona que tenía acceso era Fausta. Los funcionarios tenían que actuar a través de ella, le entregaban papeles y Fausta se los devolvía de vez en cuando firmados. Era la única persona que conocía el estado del emperador.

Constantino y ella habían pasado juntos muchas rachas parecidas, pero aquélla fue más negra y profunda que ninguna de las anteriores. Se le había manifestado de pronto. Los primeros días siguientes a la partida de Crispo estuvo del mejor talante, sus sermones adquirieron tonos más elevados que nunca. Luego, sin ninguna advertencia, canceló todas las audiencias y se encerró en su cuarto, donde pasó hora tras hora tendido, sin mudarse de ropa, a la mortecina luz de la lámpara, sin peluca, sin pintarse, lleno de miedo y en un intermitente estupor de melancolía. Fausta se quedó con él. No era el momento de dejar que diera rienda suelta a sus caprichos.

Tres días después de sentirse de mejor humor, cuando el barco-prisión ya había llegado a Pola, dio la orden de que volviera. Dijo que quería hablar con Crispo y preguntó por él repetidas veces hasta que Fausta se vio absurdamente obligada a darle la noticia de que su hijo había muerto. ¿De qué? Fausta improvisó un cuento de una plaga en la costa dálmata. Crispo había insistido en bajar a tierra, murió doce horas después y lo incineraron allí mismo por temor a una infección.

Constantino, en un paroxismo de dolor, pidió más detalles. ¿Cuáles fueron los síntomas? ¿Qué remedios se le habían aplicado? ¿Cómo se llamaban y que títulos tenían los médicos que lo asistieron? ¿No se sospechaba alguna maldad?

Fausta le hizo saber que no había sido Crispo el único. También habían sucumbido su primito Liciniano y varios de su círculo más íntimo. La peste había sido muy virulenta.

Aquello pareció consolar por cierto tiempo a Constantino, que estuvo inmóvil musitando: «Inflamación en las ingles... vómito negro... coma... putrefacción», hasta que unas horas después dijo:

—No era ésa la forma en que yo quería que murieran. Di órdenes muy distintas y explícitas para que los asesinaran.

—No fueron asesinados. Los ejecutaron por traidores. Era necesario.

—No era absolutamente nada necesario —dijo severamente Constantino—. ¡Ojalá no hubiera ocurrido!

—Era una cuestión de: tu vida o la de ellos.

—¿Y cuál es la diferencia?

No era una pregunta fácil de contestar. Constantino repitió:

—Dime la diferencia. ¿Por qué es

necesario que viva yo en vez de vivir ellos?

—Tú eres el emperador.

—También lo era tu padre, y no por eso salvó la vida. Yo lo maté. De todos modos, era una mala bestia.

La bestialidad del emperador Maximiano resultó ser un tema consolador. Constantino se explayó sobre él y Fausta asintió mansamente. Después Constantino se quedó callado toda la noche y todo el día siguiente, y cuando habló fue para volver al tema anterior:

—Todos me dicen que es necesario que yo viva. Me figuro que lo es. La unanimidad parece absoluta en esa cuestión. Pero no veo las razones.

Así prosiguieron los días de mal humor y al fin preguntó:

—¿Mi madre sigue en Roma?

—Creo que sí.

—¿Por qué no ha venido a verme? Ha debido de oír que yo estaba muy indispuesto. ¿Crees que estará enojada conmigo por algo?

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