El protector

El protector


CAPÍTULO 3

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   Sin soltarle la mano, Devlin la ciñó contra los poderosos músculos de su pecho mientras su boca invadía la de ella. Laurel se sintió agradecida por su fortaleza, porque, en aquel momento, ni un solo hueso de su cuerpo la habría sostenido.

   La lengua de Devlin penetró y saboreó el interior de la boca de Laurel, con lo que aumentó el deseo que ella experimentaba. Cuando cedió al impulso de consolarlo, mientras esperaban a que la máquina sopesara y juzgara su estado mental, todos sus pensamientos racionales la habían abandonado. A juzgar por los resultados, quizá debería ser ella quien llevara puestos los electrodos.

   Laurel no quería otra cosa salvo absorber su sabor, su tacto y su fuerza. Sus fantasías ni siquiera se habían aproximado a la realidad de tener toda aquella intensidad centrada sólo en ella.

   Devlin siguió el contorno de la mandíbula de Laurel con besos calientes y húmedos hasta llegar a la oreja. Tras deslizar la punta de la lengua por sus delicadas curvas, respiró  hondo, y su cálido aliento envió una oleada de deseo ardiente por el cuerpo de Laurel. Ella se quitó la bata con ímpetu y la dejó caer a sus pies.

   De pronto se encontró tumbada en la cama mientras el agradable peso de Devlin la aplastaba contra el colchón. Laurel separó las piernas para recibirlo mientras disfrutaba de la conexión íntima entre sus cuerpos. Tenía los labios hinchados y sensibles debido a las arremetidas de los besos de  Devlin, y las poderosas manos de él estaban por todas partes, tocándola primero a través de la  fina protección de la camisa y, después, por debajo de la prenda. Las yemas encallecidas de sus dedos desabotonaron la camisa de Laurel, lo que le permitió el libre acceso a sus pechos.

  Devlin deslizó la boca hasta ellos mientras con la lengua hacía que la piel de Laurel se encendiera. Cuando le desabrochó el sujetador, se incorporó para mirarla.

  —Lo sabía.

  Quiso preguntarle qué era lo que sabía, pero él se lanzó dispuesto a atrapar con la boca el turgente pezón de uno de sus pechos. Devlin gruñó de satisfacción mientras prodigaba toda su atención al pecho de Laurel, haciendo uso de labios, dientes y lengua de formas maravillosas  e increíbles. Sus succiones enviaron oleadas de deseo hasta lo más profundo de Laurel, y ella sintió la imperiosa necesidad de absorber todo el cuerpo de Devlin en el suyo.

    El ruido áspero que produjo la cremallera del pantalón de Laurel cuando Devlin la bajó, la complació. Él deslizó la mano dentro de sus bragas y sus dedos investigaron si estaba lista, y descubrieron que sí, que ya estaba húmeda. En un instante, Laurel se sintió a punto de estallar.

   De repente, Devlin se quedó paralizado e inclinó la cabeza a un lado, como si estuviera escuchando algo que estaba fuera del alcance del oído de Laurel.

   —Se acercan.

   Devlin bajó de la cama y, al mismo tiempo, ayudó a Laurel a ponerse de pie. Ella, incapaz de comprender qué intentaba decirle, sólo atinó a mirarlo a los ojos.

   —¡Maldita sea, doctora, llevamos demasiado tiempo aquí dentro! Los guardias se acercan.

   Al final comprendió de qué se trataba. Alguien, y no una sino varias personas andaban merodeando en el laboratorio, al otro lado de la puerta. Se esforzó en calmar el pánico que sentía. Si la encontraban con la blusa desabotonada y la cremallera de los pantalones bajada, su reputación quedaría arruinada y, antes del anochecer, Devlin tendría un nuevo Tutor.

   Aquélla era la única habitación del laboratorio que no tenía cámaras de seguridad ni micrófonos —¡Gracias a Dios!— porque los impulsos electrónicos de estos instrumentos interferían con el sensible equipo de escaneo. Para compensar este hecho, el Tutor tenía que enviar periódicamente un mensaje codificado a los guardias indicándoles que todo iba bien. El código se cambiaba a diario para impedir que un Paladín con malas intenciones lo descubriera y lo utilizara.

   Laurel se había olvidado de enviar el mensaje y la alarma se había disparado, y, a menos que lograra resolver la situación, el sargento Purefoy y sus hombres entrarían de un momento a otro dispuestos a reducir al Paladín insurrecto.

   Presionó el botón parpadeante que permitía desconectar la alarma e introdujo el código con rapidez. Con esto no lograría que los guardias se retiraran, porque podían pensar que Devlin había conseguido el código y lo estaba utilizando, pero, al menos, no apretarían el gatillo tan rápido.

   Consiguió abrocharse el sujetador al segundo intento y se abotonó rápidamente la blusa. Mientras se alisaba el cabello, deseó no parecer tan desarreglada como se sentía. Por suerte, su bata ocultaría parte  de los daños. Devlin había  vuelto a tumbarse en la cama y se había colocado, de nuevo, la mayoría de los electrodos. Sin pensárselo dos veces, cerró los ojos, como si se hubiera dormido mientras contaba los segundos hasta que terminara la prueba.

      Las manos de Laurel todavía temblaban, pero cuando habló por el interfono, su voz sonó calmada.

     —Sargento Purefoy, le habla la doctora Young. Código alfa, zulú, beta. Repito, alfa, zulú, beta. Esto no es una emergencia.

     Le respondió el doctor Neal, lo cual la hizo sentirse todavía más avergonzada.

     —¿Qué está pasando ahí dentro, doctora Young?

     Al  menos parecía más nervioso que enfadado.

     —Nada, señor. —Al menos, ya  no—. Si me permite abrir la puerta, se lo explicaré.

     Eso esperaba.

     Antes de que se dirigiera a la puerta, Devlin le  apretó la mano.

    —¡Mándalos a hacer puñetas!

    Aquella exclamación de ánimo hizo que Laurel enderezara la  columna vertebral y, cuando la puerta se abrió, cruzó el umbral y se enfrentó a su jefe y a un montón de hombres armados sin pestañear.

    Unos minutos más tarde, todos habían salido del laboratorio salvo ella y el doctor Neal. Devlin seguía durmiendo y el sonido apagado de sus ronquidos reforzaba, sin necesidad de palabras, la temblorosa explicación de Laurel.

   —Lo siento, señor, no sé cómo he podido olvidar enviar el mensaje. Debo de haberme adormecido.

   Laurel sacudió la cabeza y se encogió de hombros con la esperanza de que su jefe atribuyera a la vergüenza su reticencia  a mirarlo a los ojos.

   El doctor Neal miró hacia donde Devlin seguía tendido.

   —Entonces le sugiero que hoy salga antes y descanse un poco. Dormirse en horas de trabajo, sobre todo con un Paladín tan antiguo como el señor Bane en el laboratorio es, como mínimo, una locura. Por suerte para todos, no se ha producido ningún daño.

   —Sí, señor. Me iré en cuanto el señor Bane se despierte. Mientras, terminaré el informe.

   —¿Está segura de que no quiere que yo lo termine por usted?

   No podía arriesgarse a que el doctor descubriera el desorden caótico en que los electrodos estaban conectados a la cabeza de Devlin. No tenía  ninguna explicación para eso.

   —No, gracias, pero si el señor Bane no se ha despertado cuando esté lista para irme, lo avisaré.

   El doctor Neal abandonó la habitación a desgana. Como era muy posible que volviera a entrar sin previo aviso para comprobar si ella estaba despierta, Laurel se contuvo y esperó unos minutos antes de dirigirse a Devlin. El montón de  cables colgaba hasta el suelo y su paciente se había medio incorporado y estaba apoyado en la almohada con una expresión seria e indescifrable en el rostro.

   —Puedes irte cuando quieras. El sargento Purefoy te escoltará hasta el exterior.

   Laurel dejó la ropa de Devlin sobre la cama y se volvió para poner a cero la aguja del escáner. Mientras él se vestía, Laurel  sintió su mirada clavada en la espalda. ¿Qué estaría pensando? Si se arrepentía, ¿sería porque no habían terminado lo que habían empezado o,  simplemente, porque había sucedido?

   Cuando Devlin se levantó, las sábanas crujieron y, a continuación, Laurel sintió la calidez de su cuerpo justo detrás del suyo.

   —¿Quieres que te asignen un nuevo Tutor?

     Laurel contuvo el aliento mientras rezaba para que la respuesta fuera negativa.

     —No, no quiero un nuevo Tutor, pero esto no puede volver a ocurrir.

     Devlin tenía razón, pero a Laurel se le llenaron los ojos  de lágrimas mientras asentía con la cabeza.

     —Al menos, aquí no. —Devlin se acercó tanto a ella que  su cálido aliento le produjo un cosquilleo en la piel—. Cuando tú y yo nos acostemos, Laurel, y sin duda lo haremos, será en un lugar mucho más privado que éste. Porque nada impedirá que terminemos lo que hoy hemos empezado.

     Y, a continuación, desapareció.

    A pesar del desastre que había estado a punto de producirse en el laboratorio, Devlin estaba de mucho mejor humor que en los últimos días. La deliciosa doctora Young había resultado ser toda una sorpresa. Detrás de la bata blanca y la tablilla sujetapapeles, se escondía una mujer tremendamente apasionada.

    Devlin no podía esperar a tenerla en su cama; desnuda y debajo de él. Como era lógico, tendrían que organizado con mucho cuidado, claro que las tácticas de combate eran su especialidad... Organizar una cita secreta no sería muy  distinto a planificar una emboscada.

   Tomó la First Avenue en dirección a Pioneer Square, una zona turística muy popular. Por debajo de las calles se extendía una red de pasadizos que se conocía como el Seattle Underground. Las rutas turísticas ofrecían un acceso limitado a aquella zona, tanto a los visitantes locales como a los extranjeros, y ni los unos ni los otros sabían que aquellas antiguas paredes de ladrillo en ruinas escondían el Centro de Control de alta tecnología de los Paladines.

  D.J. y los demás  se divertían viendo cómo los turistas se dejaban llevar en manadas por la reducida zona del subterráneo declarada segura para el público en general, pero Devlin los consideraba un inconveniente.

   De forma rutinaria, comprobó que nadie lo mirara antes de meterse en el callejón que conducía al acceso más directo al Centro. Saludó con la cabeza al vigilante que estaba apostado cerca de la entrada. Vestido cual borracho que pasaba por una mala racha y rematado con los olores y las manchas pertinentes, el aspecto de Penn era suficiente para espantar a la mayoría de los intrusos. Si esto no funcionaba, también disponía de un impresionante despliegue de armas escondidas en su destartalado carrito de supermercado.

   Aquel día, el aspecto de Penn era mucho peor que  el de la última vez que Devlin lo había visto. Sin duda, se sentía perversamente orgulloso de su trabajo.

   —Cullen me ha dicho que, si te veía entrar, te dijera que lo buscaras.

   —Gracias, así lo haré.

   Devlin bajó las escaleras de la entrada e introdujo el código que abría la puerta. Una vez dentro, su cautela habitual se relajó. Si en algún lugar estaba seguro, era aquí, en el Centro.

   Quizá Cullen había descubierto algo acerca de quién había clavado su espada en la barrera.

   Camino de su despacho, Devlin se detuvo para hablar con Lonzo y D.J. Ninguno de ellos había visto a Cullen recientemente, pero prometieron decirle que Devlin lo andaba buscando.

   El montón de documentos que le esperaba sobre la mesa casi fue suficiente para que  diera media vuelta y regresara por donde había venido. No estaba de humor para leerse todos aquellos fríos informes técnicos acerca del estado de la barrera.  ¡Demonios, no tenía más que poner las noticias  para saber que el Mount St. Helens estaba escupiendo vapor de agua y formando una nueva burbuja de lava!

   Si la inestable montaña decidía volver a hacer saltar su  cima por los aires, Devlin y los demás tendrían que bajar de  inmediato a primera línea para mantener a los Otros fuera  de este mundo. Abrió un mapa de la zona en la pantalla del  ordenador, uno que estaba programado para mostrar los lugares más peligrosos a lo largo de la barrera. Sin duda, en   los alrededores de la irritable montaña, la barrera estaba  siendo analizada desde el otro lado.  Devlin descolgó el teléfono.

   —Lonzo, ¿hemos reforzado las defensas alrededor del volcán?

   —Ayer por la noche, cuando nos informaron de que se habían producido los primeros estruendos, doblamos las defensas. Los de Intendencia estuvieron de acuerdo en que otro pelotón se mantuviera en estado de alerta por si era necesario.

    —Envíalo ahora, porque ni siquiera con ellos creo que sea suficiente. La actividad, al otro lado de la barrera, está aumentando de forma constante.

    Devlin deseaba bajar a la barrera en persona, pero aún no le habían dado el alta. Si se hubiera quedado en el laboratorio el tiempo suficiente para terminar todas las pruebas, quizás ahora ya estaría libre. En cualquier caso, no se arrepentía de nada de lo que había sucedido, salvo de la alarma que había hecho que los guardias entraran como un torrente en el laboratorio.

   Aunque quizás había estado bien que entraran . Un revolcón rápido en aquella cama estrecha e incómoda habría calmado sus necesidades, pero no durante mucho tiempo, sobre todo por la forma en que su cuerpo reaccionaba siempre que se encontraba cerca de su Tutora. Laurel merecía ser tratada con más respeto que todo eso.

En general, Devlin se aseguraba de que las mujeres comprendieran la naturaleza transitoria de su relación, en primer lugar. Después, buscaban un lugar privado y satisfacían sus mutuas necesidades. Tras asegurarse de que su compañera de una noche quedaba contenta, ambos se separaban sin mayores ataduras.

   Laurel, sin embargo, estaba cargada de complicaciones. Intelectualmente, podía saber que los Paladines perdían de forma gradual las emociones humanas básicas y se volvían cada vez más impredecibles y violentos hasta que cruzaban la línea final y tenían que ser aniquilados. Pero ¿qué le ocurriría la primera vez que se viera obligada a eliminar, como si se tratara de un perro rabioso, a uno de los Paladines que le habían asignado?

   ¿ Qué le ocurriría si lo tuviera que eliminar a él, sobre todo si se convertían en amantes ? El hombre que era en aquellos momentos  se preocupaba por esto, pero el Otro en quien poco a poco se estaba convirtiendo no lo haría. Así que, ¿cómo podía protegerla de sí mismo?

   Una luz empezó a centellear en su monitor, una que le hizo salir corriendo hacia la sala de control. Cullen y Lonzo contemplaban las pantallas de sus ordenadores con expresión seria.

   —¿Qué ha ocurrido y dónde?

   —Por lo visto, la montaña acaba de lanzar una columna de humo y cenizas. Es demasiado pronto para conocer la gravedad de la situación.

   Debería haberse desplazado a aquella zona con o sin el alta del Departamento de Investigación.

   —¿El pelotón de refuerzo ya ha llegado?

   Lonzo apartó los ojos de la pantalla para consultar el reloj.

   —Todavía no. El tiempo estimado de llegada es dentro de quince minutos.

  A Devlin se le hizo un nudo en el estómago.

   —¿Y la barrera? ¿Qué indican las lecturas?

   —Ha fluctuado un par de veces. Ahora mismo, está en activo, pero si el volcán decide vomitar un poco más, no podría asegurarte nada —contestó Cullen.

     —¿Quién está al mando?

     —Trahern.

     El nudo del estómago de Devlin se aflojó un poco. Cuando se enfrentaba al enemigo, Blake Trahern era una máquina de matar cruel y despiadada. Si alguien podía contener  una avalancha de los Otros con escasez de hombres  y recursos, ése era Trahern. Según todos los indicios, los Otros llevaban tiempo concentrándose en aquella zona de la barrera, y sus contingentes crecían día a día conforme aumentaba la presión en el interior de la montaña. Se necesitaría más de un pelotón para contenerlos. Sin embargo, si la barrera simplemente fluctuaba, los Otros la cruzarían en pequeñas ráfagas en lugar de hacerlo en una sola avalancha de odio y armas.

    Devlin acercó una silla a donde estaban Lonzo y Cullen y se sentó mientras esperaba que empezaran a llegar los informes de las bajas.

    —Envía directamente una copia de los informes de las bajas al doctor Neal para que esté al corriente de lo que sucede. Esperemos que no sea necesario, pero les facilitaremos el trabajo si saben cuántos heridos hay y el estado en que se encuentran.

    Devlin consideró la posibilidad de telefonear a Laurel, pero, al final, decidió no hacerlo. Telefonear directamente a los Tutores no formaba parte del protocolo. Si uno de los Paladines de Laurel resultaba herido o, todavía peor, muerto, la avisarían con el tiempo suficiente para que se preparara. Una vez más, Laurel tendría que enfrentarse a largas horas sin dormir, pero ella haría cuanto estuviera en su mano para salvar a uno de sus Paladines. Y lo haría porque se preocupaba por ellos, no sólo porque fuera su trabajo. Aquella dedicación la asemejaba a los Paladines.

   —El segundo pelotón ha llegado abajo y está avanzando.

   Lonzo era la voz de la razón y la calma. No importaba lo feas que se pusieran las cosas, él nunca se dejaba llevar por el pánico. Cuando todo había terminado, y según fuera el resultado de la batalla, podía explotar y sufrir un violento ataque de rabia. Con el tiempo, sus compañeros  habían aprendido a alejarlo de los equipos valiosos antes de que estallara. Al final del pasillo, había una sala acondicionada con sacos de boxeo para que Lonzo pudiera desahogarse lanzando puñetazos y patadas, igual que la caprichosa montaña situada hacia el Sur.

   Pasaría algún tiempo antes de que llegaran nuevos informes. Mientras todavía disponían de cierta calma, Devlin volvió a su despacho y le envió un mensaje electrónico al doctor Neal pidiéndole autorización para volver a las trincheras. La respuesta no tardó en llegar.

   Devlin la leyó una vez..., y después otra, mientras hilaba las peores maldiciones que conocía. ¿En qué estaría pensando aquel hombre? ¡La  barrera estaba fluctuando, sus amigos estaban luchando, y quizá muriendo, y lo único que se le ocurría al imbécil del doctor Neal era sacarle unos cuantos tubos más de sangre del brazo!

   Pues bien, estaría en la puerta del laboratorio del bueno del doctor a primera hora de la mañana, porque, tronara o lloviera, él pensaba estar en el siguiente transporte que saliera hacia la barrera.

   Los que llevaban el sello de los Paladines en el ADN se veían impelidos a luchar cuando la barrera sufría algún daño. Podían sentirlo en algún lugar de su ser cuando la seguridad de su mundo se veía amenazada por una brecha en la frágil barrera que separaba su realidad de la realidad funesta que habitaba en el otro lado. Y la tensión iba en aumento  hasta que se concretaba un blanco para su agresión, fuera o no razonable.

     Los Otros constituían una amenaza constante para la estabilidad de los frágiles ecosistemas de la Tierra. Debido a los terremotos y las erupciones volcánicas, eran ya muchos los integrantes de los Otros que habían cruzado la barrera y puesto en peligro el equilibrio entre su oscuro mundo y la luz de la Tierra. Los daños en la capa de ozono suponían por sí solos un grave problema para los años venideros.

     A juzgar por la enorme cantidad de los que intentaban pasar a este mundo en una oleada única y suicida, las condiciones en el otro lado debían de haber empeorado de nuevo. La Tierra sólo podía absorber una determinada cantidad de los Otros, y así lo había hecho anteriormente en numerosas ocasiones. Según avances recientes en el estudio de la estructura del ADN, por lo visto, la incorporación de los  Otros a la ya de por sí diversa composición genética de la humanidad había dado lugar, con el paso del tiempo, a los  Paladines propiamente dichos.

    Los científicos que trabajaban para el Departamento de Investigación creían que esto explicaba la sensibilidad de los guerreros respecto a la barrera. Ésta era la buena noticia. El reverso de la moneda era la tendencia de los Paladines a parecerse más y más a los Otros con el paso del tiempo. En aquel momento, la organización estaba trabajando para descubrir maneras de prolongar y reforzar todo lo que quedaba de humano en los Paladines.

   Este pensamiento lo llevó de nuevo a Laurel Young y al interés, fuera de lo común, que ella sentía por él. Aquel empeño en indagar en su pasado, ¿se debía a un interés profesional más que personal? ¿O la indiscutible atracción que existía entre ellos había despertado su curiosidad por su futuro amante?

   Cómo le gustaría haber visto la expresión de Laurel cuando le anunció, sin rodeos, su intención de acostarse con ella. ¿Sus ojos reflejaron intriga o sorpresa? Sólo el tiempo contestaría a esta pregunta. De momento, tenía una batalla que vigilar y amigos por los que preocuparse.

   Se sentó frente a su escritorio y se preparó para la espera.

 

 

   —Sí, mamá, estoy bien. El trabajo me va muy bien. Y no, no me hacen trabajar demasiado...

   Salvo cuando estaba de guardia veinticuatro horas al día para revivir a uno de sus pacientes. Pero éste era uno de los muchos secretos que no contaba a su familia.

   Laurel cerró los ojos y se acurrucó en uno de los extremos del sofá. Quería mucho a su madre, pero, en aquel momento, no estaba de humor para aquel tipo de conversación. Últimamente, su madre se había impuesto la misión de ayudarla a encontrar a un buen hombre para que, siguiendo el ejemplo de sus hermanos, pudiera dedicarse a la labor de darle más nietos.

   —Sí, mamá, sé que se acerca mi cumpleaños. Si consigo escaparme unos días te lo haré saber.

   A Laurel todavía le faltaban dos años para cumplir los treinta, y se sentía orgullosa de todo lo que había conseguido hasta entonces. ¡Ojalá sus padres también compartieran ese orgullo! Como era lógico, ellos la querían, pero nunca habían sabido muy bien qué hacer con una hija cuyo coeficiente intelectual superaba todas las estadísticas y cuyos intereses eran la ciencia y la medicina, en lugar de los bailes y las reuniones de ex alumnas, como les ocurría a las otras chicas de su pequeña ciudad.

   Los años de instituto habían sido una verdadera pesadilla, hasta que, un día, a la edad de quince años, recibió, de una forma misteriosa, una carta de un grupo que se autodenominaba «Los Regentes» en la que le ofrecían una beca completa para iniciar los estudios universitarios. La recepción de la carta trajo lágrimas y discusiones al seno de su familia, pero ella empaquetó sus cosas y tomó el primer vuelo hacia Seattle. Y, salvo por unas visitas ocasionales a la casa de sus padres, no había vuelto la vista atrás.

     Los Regentes la habían salvado de la vida que sus padres  habían planificado para ella, una vida en la que, ella en particular, no encajaba. Laurel amaba a su familia y su ciudad de origen. Ellos eran encantadores. Era ella la que no encajaba.

     De repente, Laurel se dio cuenta de  que se había perdido una parte de la conversación.

     —¿Qué acabas de decir, mamá?

     —Te decía que le encantará enseñártelo todo. ¡Ha pasado tanto tiempo desde que vivías aquí! Estoy segura de que te gustará que alguien te enseñe todos los cambios que se han producido en este tiempo.

    A Laurel se le encogió el estómago.

    —¿A quién le encantará enseñármelos?

    —¡Por Dios, Laurel, la verdad es que no escuchas a menos que la conversación trate sobre alguna enfermedad!

 —Un sufrido suspiro llegó claramente a oídos de Laurel a través de la línea telefónica—.  ¡Lo siento, no lo he dicho en serio! Es sólo que... Quiero que seas feliz.

    Claro que quería que fuera feliz, pero según su propia idea de lo que era la felicidad, no la de Laurel.

   —¿Quién me va a enseñar los cambios,  mamá?

   —Pues Cari, el nuevo socio de tu hermano.  ¿A quién creías que me refería?

   Los padres de Laurel a veces olvidaban su excelente memoria para los detalles.

   —¿Te refieres al mismo Cari que tiene una ex esposa, una barriga enorme y ni un solo pelo en la cabeza?

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