El protector

El protector


CAPÍTULO 3

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   —Bueno, sí, aunque no deberías juzgar a una persona sólo por su aspecto. Sé que ha tenido algunos problemas, pero todo esto ya sólo forma parte del pasado. Ahora Cari está buscando a una buena esposa con quien sentar la cabeza.

   —Le deseo a Cari todo lo mejor, mamá, pero esa buena esposa no seré yo. Para empezar, él tiene que vivir cerca de donde está su trabajo, y el mío está aquí.

   La voz de la madre de Laurel se animó.

   —Exacto, Laurel, como ya te he contado, la ciudad está creciendo muy deprisa. El otro día estuve hablando con el doctor Watson y me contó que tiene más pacientes de los que puede atender. Sé que le encantaría que le ayudaras, aunque sólo fuera a tiempo parcial. Ya sabes, por si te casas y todo eso.

   Laurel no quería herir a su madre, pero tampoco podía dejar que creyera que, para ella, su trabajo era sólo un medio con que ganarse la vida, en lugar de una parte integrante de sí misma.

   —Mamá, yo lo siento si te disgustas, pero no voy a volver a casa. El trabajo que hago aquí es demasiado importante. —La vida de otras personas dependía de su formación y su pericia personal—. Además, no soy internista como el doctor Watson. Yo me dedico a la investigación y, para realizar mi trabajo necesito unas instalaciones especializadas.

   Laurel sabía que su madre no aceptaba una derrota. Como mucho, se retiraría para recobrar fuerzas.

   —Bueno, ya hablaremos de esto cuando vengas. Avísame cuando puedas venir a vernos.

   —Así lo haré. Dile a papá y a los demás que os quiero a todos.

   La voz de la madre de Laurel se suavizó.

   —Lo sabemos, cariño. Nosotros también  te queremos. ¡Vaya, mira la hora que es! Será mejor que empiece a preparar la cena. ¡Cuídate!

  Laurel colgó el auricular y se preguntó qué pensaría su familia de Devlin Bane. Ellos respetaban a los militares, que eran lo más cercano a los Paladines que conocían.

    Durante unos segundos, visualizó cómo sería llevar a Devlin Bane a la casa de sus padres para que conociera a su familia. No podía imaginárselo sentado en la salita de sus padres un sábado por la tarde mirando un partido de fútbol  universitario con su padre y su hermano.

    Entonces sonó el teléfono móvil de su trabajo.

    El corazón de Laurel dio un brinco, pues sabía que esto sólo podía significar una cosa: en algún lugar, los Paladines estaban luchando y muriendo.

 

 

    Todos los integrantes del Departamento de Investigación estaban en estado de alerta esperando la llegada de las bajas. Laurel había repuesto sus provisiones, su camilla de acero inoxidable acababa de ser desinfectada y había comprobado el estado de las cadenas y las ataduras.

    Ahora, lo único que podía hacer era esperar mientras intentaba no pensar en lo que podía haber ocurrido el día anterior. Laurel experimentó un escalofrío al recordar el desastre que estuvo a punto de suceder.

    Si se rigiera estrictamente por las normas, debería pedir que la reemplazaran como Tutora de Devlin, pero no lo pediría a menos  que se viera obligada a hacerlo. Su función consistía en decidir qué era lo mejor para su paciente. ¿ Cómo podría otro Tutor, uno que sólo contemplara a Devlin como un expediente más en lugar de una persona, tomar decisiones fundamentadas acerca de lo que era mejor para él?

 Ninguno de sus anteriores Tutores había comentado que su lento progreso hacia la inevitable locura no encajaba con el patrón habitual. Como Laurel no podía creer que no se hubieran dado cuenta de este hecho, sólo podía deducir que, aun sabiéndolo, no les importaba ni se habían planteado investigar la causa de esta lenta evolución.

   Laurel decidió que no había mejor momento que aquél para poner en práctica su decisión de adoptar una actitud más fría en relación con Devlin Bane. A partir de entonces, el interés especial que sentía por él sólo estaría motivado por el objetivo científico de averiguar por qué era distinto al resto de los Paladines. Si se trataba de una anomalía genética, ella no podría hacer mucho para transmitir su resistencia innata a los demás, pero si se debía a una alteración química de su sangre, eso podía conducir a un sinfín de posibilidades. Quizás incluso podría transmitirse, además de a los Paladines, al resto de los seres humanos.

   La científica que había en Laurel se apoderó de ella mientras examinaba con minuciosidad los gráficos y comparaba los resultados nuevos con los antiguos.  Durante los tres años que llevaba como Tutora de Devlin, los resultados de los análisis de sangre se  habían mantenido constantes. Las mediciones de su fuerza  y resistencia físicas seguían el mismo patrón, con variaciones tan pequeñas que resultaban estadísticamente insignificantes.

    Lo más interesante de todo eran los escáneres cerebrales. Laurel empezó a revisar los múltiples datos del escáner que le había realizado el día anterior y se dio cuenta, con alivio, de que las cifras iniciales eran similares a las del escáner previo.

    Sin embargo, más o menos a mitad  de la prueba, los datos subían en pico y después caían más abajo que antes y permanecían estables. ¿Qué podía haber causado este resultado? En aquel momento del escáner, Devlin, supuestamente, debería haberse relajado, pero eso no justificaba que los datos fueran tan bajos.

    Laurel señaló los datos que le parecían más significativos para analizarlos más tarde cuando pudiera compararlos con los de los escáneres que le habían realizado en el pasado. Cuando ordenara todos aquellos datos en tablas y los  tuviera alineados en pulcras columnas, le pediría su opinión al doctor Neal. Quizá no tenían la menor importancia, pero una vocecita le indicaba, allá a lo lejos, que estaba en el camino correcto.

    De pronto se disparó la sirena estridente de una alarma y unas luces empezaron a centellear. Laurel cerró el expediente y lo guardó de una forma automática. Sólo disponía de unos minutos antes de que el primer paciente entrara por la puerta. Los componentes minuciosamente seleccionados de su equipo de enfermeros y técnicos entraron y ocuparon sus puestos.

    Cuando las puertas se abrieron, una sensación de tranquilidad se apoderó de Laurel. Se puso unos guantes quirúrgicos y ocupó su lugar en la cabecera de la mesa de operaciones.

    —Muy bien, chicos, coloquémoslo aquí y después veremos a qué nos enfrentamos. —La experiencia le había  demostrado que, si reaccionaba con calma ante las terribles heridas que todos solían ver, su equipo reaccionaba de la misma forma—. A la de tres:  ¡una..., dos..., tres!

   Todos resoplaron por el esfuerzo que supuso trasladar al Paladín desde la camilla móvil hasta la mesa de operaciones. Alguien le pasó a Laurel el informe inicial. Ella leyó los datos preliminares mientras el resto del equipo conectaba al paciente a los monitores y le retiraba las vendas provisionales empapadas en sangre. Se vio reconfortada al descubrir que el paciente seguía sangrando, pues el corazón tenía que latir para que esto ocurriera.

   De entrada, no estaba muerto. Al menos, todavía no.

   —Aplicadle una intravenosa y después realizaremos las suturas necesarias.

—¿De quién se trata?

   El doctor Neal apareció detrás de Laurel. Ella leyó el nombre y sintió un escalofrío. Todos creían que Devlin Bane era aterrador, pero, en su opinión, Devlin ni siquiera podía compararse con Blake Trahern.

   —Es Trahern. Colocadle las ataduras.

   A juzgar por la velocidad con que cumplieron la orden, no era la única en ponerse nerviosa en presencia de Trahern y sus fríos ojos grises. Los resultados de sus pruebas no eran tan malos como los de Devlin, pero empeoraban a una velocidad mayor. Según ella, sería el primer candidato al que tendría que eliminar, por lo que odiaba cada vez que lo llevaban al laboratorio.

   —¿Alguien sabe  qué ha ocurrido?

   El doctor Neal se había colocado en el otro extremo de la mesa de operaciones. Si trabajaban conjuntamente, suturarían las heridas y el proceso de curación empezaría mucho más deprisa.

   El doctor Neal levantó la mirada del profundo corte que estaba cosiendo.

   —Según he oído, la situación está mal. Muy mal, quizá.

   —¿Y la barrera?

   —Los informes  preliminares que he recibido indican que sólo está fluctuando, de modo que los Otros van entrando en pequeños grupos. De todas formas, mientras los Paladines daban una batida y se aseguraban de que nadie se colara, un tramo largo de la barrera desapareció de repente.

   —¿A cuántos hemos perdido?

   —A tantos que tendremos problemas para alojarlos a todos. —La preocupación que reflejaban los ojos del doctor Neal le provocó un escalofrío—. He tenido que darle el alta a Devlin Bane para que se ocupe de la brecha hasta que lleguen refuerzos de otros sectores. De todas maneras, le he advertido al coronel Kincade que Bane no está en plena forma. Si la pierna le falla mientras está luchando, se arriesgan a perderlo para siempre. —Resultaba difícil dar muerte definitiva a los Paladines, pero podían lograrlo si los atacaban en grupo y con hachas y espadas—. De todos modos, no ha sido el coronel Kincade quien me ha pedido que lo deje ir, sino él mismo. Si no le hubiera firmado el  alta, habría ido bajo tierra de todos modos. Yo sólo he hecho que lo inevitable resulte más fácil para todos hasta que los refuerzos lleguen dentro de un rato.

   Las puertas volvieron a abrirse debido a un grupo de guardias que pasaba por el pasillo transportando un par  de pesadas camillas. Las cintas y las cadenas tintineaban a cada paso que daban. Los pacientes que ocuparían esas camillas no tardarían en llegar y Laurel se preparó para la maratón.

   En cuanto a Devlin Bane, lo único que podía hacer era rezar por él.

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