Duo

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I

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Servía con mano segura, toda hueso y tendones, la sidra oscura, cuya espuma se teñía de amarillo, y sus ojos pequeños y brillantes buscaban los de su amo con una especie de coquetería sin edad, pero tan penetrantes que Michel se estremeció: «¿Cómo conseguiremos ocultar algo a María?». Se sentía tan débil, tan mal defendido, que acogió con un alegre alivio el retorno de Alice, que volvía llena de viveza, inquieta, empolvada con mano distraída, demasiado blanca la nariz, la boca excesivamente roja. Pero sus ojos, siempre más confiados ante la proximidad de la noche, que los azuleaba, se abrían alertas y pálidos, bajo el negro flequillo.

—He puesto en tu cama el batín grueso, Michel —dijo de lejos—. Aquí, por las noches… Ya ves, yo me he puesto el muletón grueso… ¿Quiere algo, María?

María, sensible a la interrogación indirecta, recorrió de arriba abajo el largo chaquetón de muletón blanco, el pantalón de seda rojo, apretado en los tobillos, y ante su mirada Alice pasó, con la mayor tranquilidad, el brazo por encima de los hombros de Michel.

—No quiero nada —repuso María—; estoy contenta así.

—Contenta de haber destapado mal la sidra —refunfuño Michel—. Se contenta con muy poco. ¿Qué paceremos esta noche, Mariuchka?

—Pues

garbure[6].

—¿Y después?

—Un plato de crema. Quería hacer

daube[7] pero la señora dijo…

—La señora ha tenido razón —exclamó Michel interrumpiéndola—. Lárgate. ¡Y sírvenos a la hora, o de lo contrario te desheredo!

Cuando se quedaron solos, Alice trató de retirar suavemente su brazo. Mas una cabeza vehemente cayó sobre su codo doblado, le retuvo entre un hombro y una mejilla agitada por jadeos y suspiros; un cálido rostro husmeó en su muñeca el perfume familiar. Pero Alice se libró sin miramientos.

—¡Cállate! —le ordenó—. ¿No te da vergüenza? Vamos, ten un poco de paciencia. Diremos a María que deseamos acostarnos temprano…

No se atrevió a dejar entrever que lo desmesurado del abandono viril, los estremecidos sollozos y los balbuceos le hacían sentirse fría y escandalizada. Michel dominó su movimiento de desesperación y se puso en pie.

—Vuelvo en seguida. ¿Está bastante caliente el agua?

Sus vivos ojos, dorados por la noche y las lágrimas reprimidas, envidiaban el rostro lavado y empolvado de Alice, su atavío rojo y blanco.

—Caliente…, para «ellos» —respondió Alice, encogiéndose de hombros—. ¿Qué saben «ellos» de lo que es frío o caliente?

Al quedarse sola, Alice escuchó a su vez el canto del j cercano ruiseñor, sobre un constante acorde de ruiseñores lejanos. Aquél se prodigaba con una voz amplia de perfecto virtuoso, una magnificencia y un rebuscamiento que alejaban la emoción. Pero durante sus silencios, resucitaba el coro suavizado de los cantores lejanos, independientes y armónicos, que junto a sus hembras que empollaban despreciaban el descanso.

Alice saboreaba mal el crepúsculo verde, enrojecido en el poniente, sobre el río invisible. Pero su soledad, su propio silencio y el frío primaveral, anunciador de la noche, le devolvían las energías, y una especie de importancia que se parecía vagamente a la espera del placer.

Como Michel se retrasaba, caminó arriba y abajo del terraplén no limitado por ninguna balaustrada, luchando contra el frío, contra el deseo de ser cobarde y contra todos los cómplices, sin nombre ni forma, del temor nervioso.

Sólo podía pensar en su culpa como en una estupidez, inexcusable y sin importancia. Más que sentirse mortificada por la sorpresa, por su poca habilidad de mentir, pretendía conjurar sus efectos: «Hay que arreglarlo, hay que componer eso… ¡Jamás se ha visto nada igual en nuestro matrimonio! Ya él no se le ocurre otra que tomárselo por lo trágico. Él, a quien la tragedia tan mal…». Alice se alejaba, con rapidez estratégica, de la desastrosa hora matinal, que ella llamaba «hora del reflejo púrpura», y corría a cumplir su función predestinada a sus atribuciones de reparadora sin grandes escrúpulos: ocultar, borrar, olvidar…

Un tren silbó, jadeó más tarde lentamente por el valle, y se detuvo en la pequeña estación lejana. Cuando reanudó su marcha, dejó durante largo rato, en el aire inmóvil, unos globos de vapor blanco.

«Las siete y cuarto —constató Alice—. Si yo hubiese tomado ese tren, alcanzaría el expreso en Laures-Léziéres, y a las dos estaría en mi casa, en París… ¡Qué idiotez, que cosas se me ocurren! Una mala velada pasa como las demás. ¡No vamos a estar hablando siempre de la historia de Ambrogio! Es preciso que mañana se haya concluido, o bien…».

Michel la llamaba, y ella frunció las cejas al encontrarle ataviado con una bata de vicuña, muy ceñida, y una expresión singularmente avispada. «Malo», se dijo. Dobló ligeramente el cuello, adoptó un talante amable y dio prisa alegremente a María para que sirviera la

garbure.

En la mesa, Alice siguió el juego de Michel tan bien como él. Bajo la lámpara del mortecino resplandor, sus cabellos, que había alisado y humedecido, retenían un reflejo de maravillosa nitidez, que variaba siguiendo los movimientos de su redonda cabeza. Cuando alzaba la vista hacia la vieja lámpara con su desteñido volante, las pupilas translúcidas de Alice se tornaban de un azul lechoso, rebosantes de esa fijeza audaz que tienen las miradas de los ciegos. Michel dejaba entonces de comer, colocaba la cuchara en el borde del plato de crema, y esperaba a que Alice se hubiera suavizado; en su interior empleaba la palabra «humanizado».

«Alice espera. Es valiente; pero no perderá nada con esperar». Y es que la noche, el retorno de la hora que la víspera les viera dichosos por los sentidos, orgullosos de recibir y dar, le concedía, al fin, la ferocidad que durante todo el día le había desertado, y una tal curiosidad que perdía la delicadeza del paladar, el placer de beber. Michel contemplaba cómo Alice se servía crema por segunda vez, y le oía decir:

—María se ha superado. Mis felicitaciones, María.

Delante de ella, los imperiosos ojuelos de María contemplaban la nuca de Michel.

—Pues parece ser que mi crema no es tan buena como todo eso, dado que el señor no me dice nada.

—¿Yo? —exclamó Michel sobresaltándose—. ¡No puedo hacerlo todo a la vez, comer y trenzarte coronas! ¿Quieres que te lo diga, vieja cabra?

Tu garbure ha perjudicado a la crema. Alice, ¿verdad que esta

garbure es terciopelo con pimienta?

Como daba la espalda a María, se permitió, mientras reía fuerte, fijar en su mujer una mirada insultante. Alice no parpadeó, dobló la servilleta, se levantó, proponiendo, con el más suave tono de impertinencia:

—¿Café?

La sorpresa de Michel la recompensó.

—¿Café? ¡Cómo! ¿De noche?

—¿No tenías que ponerte a trabajar después de la cena? ¿No? ¿Tila, pues?

—Tila, si prefieres.

—Claro que quiero. María, por favor, tila para mí también.

Una fresca brisa había invadido, mientras cenaban, el salón biblioteca. Las primeras mariposas nocturnas surgían de la noche serena, caían prisioneras en las zonas mortales, alrededor de las dos lámparas. Alice enderezó la pantalla de tela plisada que cubría un jarrón de cerámica elevado al grado de lámpara artística. Michel escrutaba la penumbra, medía con la vista las dos toscas estanterías, cuyas cornisas tocaban el techo.

—¿Cómo puede ser que Escagnat no haya puesto un enchufe en ese lado? Resulta siniestro. ¿No le dijiste que pusiera uno?

—Se lo puedo encargar mañana.

—¡Oh, mañana…! —repuso Michel, suavemente.

Alice se volvió con tanta rapidez, que estuvo a punto de tirar la lámpara.

—¿Por qué «¡Oh, mañana!»? Es cierto, mañana se detiene la vida, ¿verdad? La tierra… ¿dará vueltas al revés? ¿La casa se derrumba, nos divorciamos, ya no nos conocemos, tú me llamas de usted y yo a ti, señor? ¿Eso quiere decir tu «¡Oh, mañana!», eh? ¡Vamos, dilo, dilo!

Michel parpadeaba, se dominaba para no retroceder ante la volubilidad, ante la terrible manera de atacar, de invertir los papeles, de adelantarse a todo cuanto él tenía proyectado, a todo cuanto no había tenido tiempo de proyectar. Alice se detuvo espontáneamente, el oído atento.

—Esta noche se ha dado prisa en traer la tila —murmuró—. Por lo general, necesita una hora larga…

Fue al encuentro de María, abrió y sujetó la rebelde hoja de la puerta. María se apresuró a salir, se volvió en el umbral y mostró una fingida timidez:

—Señora… Es por la compra, mañana por la mañana… ¿La señora sigue pensando lo mismo?

Alice largó hacia ella el humo de su cigarrillo.

—Naturalmente. ¿Lo ha olvidado usted? Pichones en compota y tortilla de jamón para empezar. ¿Hay algo del menú que no esté bien?

—No, no, señora… Lo decía… Buenas noches, señor, señora…

Salió exagerando su prisa, su turbación, y Alice señaló, con el puño tendido, la puerta cerrada:

—¿Has visto? ¡La has oído! ¡Y ese modo de mirar en torno suyo, de buscar el cuerpo del delito! ¡Huele todo lo que se le quiere ocultar! Ya ves para lo que sirves.

—¿Cómo? Es que yo… ¡Vamos! ¿Has oído lo que acabas de decir? Me reiría, palabra, me reiría, si fuera capaz de perder como tú el sentimiento de toda…

Se dominó y tomó asiento.

—Eres muy astuta, Alice. Lo sé bien. No te ocupes de María. Si te dejara, nos anegarías en cotilleos de criadas. Pero no es eso lo que yo quiero. Esta noche, tú me debes otra cosa.

Alice clavó en los ojos de su marido una mirada colérica y pálida, que él no consiguió debilitar.

—No te debo nada. Por lo menos, nada parecido. Además es preciso que estés desprovisto de imaginación, como les ocurre a casi todos los hombres, para que aún se te ocurra pedirme algo.

Michel volvió a sentir temor de la crudeza femenina, se detuvo y cogió el asa de la tetera.

—Ha vuelto a romper la tapa —dijo Alice—. Dame eso. Ya sabes que sale muy mal por la boca.

Michel le permitió llenar su taza, echar dos terrones de azúcar. Ninguno de sus ademanes había perdido aún el hábito de la ayuda recíproca, de las tiernas atenciones. Pero Michel sufría ya, herido, porque Alice, culpable e insultante, se comportara, en plena indignidad, como lo hubiera hecho Alice inocente. Ya era excesivo que aquella noche estuviera bonita, apenas marcada por el día que acababa, y presta a hacer frente a todos los conflictos. Sin embargo, se derrumbó, envejeciendo en un instante, y se encorvó por completo cuando un tren se lanzó fuera de las colinas, cortó el río, silbó y se apagó… De pie, el cigarrillo entre los dedos, Alice escuchó con desmayada atención.

—Querrías estar muy lejos de aquí, ¿eh? —preguntó Michel.

Alice alzó hacia él su cabeza de golondrina, confesando su poco entusiasmo por hablar y mentir. Se había comido un poco el carmín de su ancho labio inferior, y sus ojos suplicaban vagamente en el vacío, apartados de Michel.

—Sí… —dijo—. Sí y no. Me parece que, a pesar de todo, prefiero estar aquí… ¿A dónde iría?

—¡Ahora! —exclamó él en tono contenido—. ¡A buena hora! Tenías que haber pensado en ello antes de darte el gustazo de acostarte con ese…, con ese bellaco. Pero a ti, santo Dios, cuando te da…

Alice se encogió de hombros.

—¡Imbécil! ¡Oh, sí, imbécil! Cualquiera creería que no me conoces. ¡Acostarme! Has soltado tu gran palabra, tu gran temor. ¡Es muy mío, ¿eh?, eso de ofrecerme a un hombre entre dos puertas!

—Tal vez, entre dos puertas no, pero sí entre dos trenes. Mientras yo me deslomaba allá abajo…

—Michel —exclamó Alice en tono condescendiente—, confiesa que has conocido empresas más «deslomadoras», y más afortunadas también, que dirigir durante dos meses, por cuenta de los hermanos Schmil, un mísero localito de tres al cuarto. Te lo anuncié: «Michel, es perder el tiempo… Es un invierno desastroso… Los hermanos Schmil no son tíos de suerte como Moyses…». Las mujeres huelen dónde está la suerte mejor que los hombres.

Michel, desconcertado, escuchaba.

Se abrió el batín con ademán de impaciencia; Alice reconoció el pijama que llevara la noche anterior, uno de los pijamas de color de habano claro que solía comprar para que hicieran juego con el matiz de sus ojos. Vio también los pequeños dientes que su marido cuidaba con honorable coquetería, y las manos de las que tan orgulloso se sentía. Dilató su nariz ante un perfume del que ella acostumbraba decir que también era «moreno claro» y cedió a un impulso reivindicatorio: «Este hombre es mío, es mi bien. ¿Es que voy a perderlo todo estúpidamente, por su culpa y la mía…?».

—¡Vamos! —dijo bruscamente.

Se acercó a la ventana para tirar, con uno de esos movimientos que los hombres llaman masculinos, su cigarrillo consumido, encendió otro y se sentó cómodamente en la butaca que flanqueaba la mesa escritorio. Vigilaba sus propios gestos y su libertad, al extremo de elegir el sillón de mimbre, el apoyo de la mesa, la luz de la lámpara reflejada en su rostro, y abandonar a Michel, con fingida generosidad, el diván y la penumbra.

La luna creciente cubría de un azul claro polvoriento la larga ventana sin cortinas, y la luz de la lámpara llenaba, sonrosada, hasta las estrellas más cercanas de las jeringuillas.

—¿Otra taza de tila, Michel?

—No. Escucha, ¿quieres no jorobarme más con tu solicitud? ¡Basta ya!

Ante el acento neto y demasiado suave que llegaba de la penumbra, Alice opinó que no podían diferirse más las cosas.

—¿No recuerdas que tuve la gripe, mientras tú estabas en Saint-Raphael?

—Sí, perfectamente. Si no hubieras tenido la gripe, me habrías acompañado.

—Eso es. No quise fastidiarte con mi gripe, ni siquiera por carta.

—En efecto. Además, como ahora me he enterado, tenías cosas que hacer.

Alice barrió con mano impetuosa la ceniza del cigarrillo que acababa de caer encima de la mesa.

—¡Eso sí que no, Michel! Deja para otro momento tus «crueles alusiones» y demás rasgos de ingenio. En este momento, o hablo, o no hablo.

No jorobes tú también con tu ironía, ¿quieres?

Protegido por la penumbra, Michel recibía la mirada miope y azul, parapetada tras de las pestañas, cargada de un valor insolente y apasionado. «Jamás se ha parecido tanto a una anamita de tez sonrosada».

—Bien —dijo lacónicamente—. Te escucho.

Alice pareció confusa en el primer momento al ver que él asentía y se embrolló en las primeras palabras.

—Sí… También recordarás que no estaba muy animada… Cuando llevamos en nuestra gira

Les Dames de ces Messieurs me pusiste (me puse) a hacer un poco de todo mientras tú montabas la desastrosa temporada de Saint-Raphael… Así, no es de extrañar que la gripe…

Michel la escuchaba mal, en medio de la penumbra. Un capricho de su fatiga, la novedad de un dolor errante que aún no sabía dónde posarse, conducían a Michel, en tanto que ella hablaba, hacia la juventud de Alice y la suya, hasta una época en que Alice pertenecía al azar y a una familia abrumada de muchachas que no querían ser una carga y luchaban rabiosamente por la vida. Una de las tres hermanas de Alice tocaba el violín por las noches en un cine; otra, maniquí en casa de Lelong, se alimentaba de café. Alice dibujaba, cortaba vestidos, vendía algunas ideas sobre decoración y mobiliario. «

Les Quat’z’arts», así las llamaban, formaban un mediocre cuarteto de piano y cuerda, y tocaban en una gran cervecería que quebró. La taquilla de un teatro enmarcaba, hasta medio cuerpo, la belleza de la mayor, Hermine, cuando Michel se convirtió en el director de verano del teatro de

L’Etoile. Pero sólo se enamoró de la menos bonita de las cuatro despiertas e ingeniosas muchachas, que sabían ser pobres con elegancia, desprovistas de humildad. «Si me hubiera enamorado de Colombe o de Bizoute, ¿me habría sucedido lo mismo?». Al sonido de la voz apagada de Alice, Michel soñaba, extrañamente fuera de sí, seguro de que sería trasladado al presente en cuanto ella abordara lo peor. «¡Ah! —Suspiró en su interior—. Pasemos al diluvio…».

—… Te acordarás también que le dijiste a Ambrogio que no hiciera nada sin consultarme, y que no pasara ni siquiera una línea de publicidad sin haber hablado antes conmigo, y sin que yo te hubiera telefoneado a medianoche…

«¡Ambrogio! —pensó Michel sobresaltado—. ¡Al fin Ambrogio! ¿Cómo he pensado tan poco en él desde esta tu mañana? Ambrogio…».

No deseaba interrumpir a Alice, pero a pesar suyo la interrumpió:

—Hablar contigo, hablar contigo… Y el teléfono, ¿qué? Alice se esforzaba en hablar de forma tranquila, precisa ora bajando la vista hacia la colilla que aplastaba, ora buscando más allá de la lámpara el rostro de Michel.

—Precisamente —dijo al azar—. El teléfono. Fue un día en que Ambrogio casi no reconoció mi voz por teléfono, aquella misma mañana me habían cauterizado la garganta, y se sintió inquieto, y por la tarde…

Improvisaba sin esfuerzo, arrastrada por el ritmo tranquilizador de la mentira banal. «No es la pura verdad —reconoció en su interior—, pero es lo más aproximado a ella».

—… Y al verme en el estado en que me encontraba dijo «¿Cómo no ha escrito a Arbezat diciéndole que tenía usted 38,8? ¡No se ocupe más de nada! No vale la pena de que se moleste por los cuatro ochavos que hay aquí. Yo me encargaré de todo, y le daré cuenta diariamente de los ingresos de

L'Etoile y de los ensayos de

Scarabée d'Or…». ¿Qué?

—No he dicho nada —dijo Michel.

—¡Ah! Creía… ¿Te das cuenta de la situación?

—Perfectamente —repuso Michel—. Tu convalecencia. Tu habitación donde siempre hace demasiado calor. Las sábanas color de rosa. Tu debilidad, tu airecillo adormilado de indochina que ha fumado demasiado. Ese nizardo que te traía flores y te hablaba de números con música de

Mon baiser qui mord.

Tosió convulsivamente y tuvo que levantarse para beber tila tibia, volviendo luego al diván. Alice percibió un semblante confuso, vacilante, y en el blanco de los ojos, unas fibrillas rojas.

—Prosigue, te escucho.

Alice también se entretuvo en beber, reflexionando rápida y claramente. En la campiña silenciosa, el ruiseñor de potente voz reanudaba su noche de trinos, de anchas notas de flauta, de variaciones de infinito aliento, de sonidos aislados que imitaban la perla caída del sapo enamorado. «También él escucha —pensó Alice—. Recuerda la noche pasada. Cuidado».

Volvió a hacer acopio de valor, como un nadador fatigado y previsor.

—¡Pues bien! —Exclamó Alice—. No es eso. En absoluto. Yo misma hubiera imaginado perfectamente… lo que tú te imaginas… Pero sin embargo, ese muchacho…

Cortó su frase, para asegurarse de que Michel toleraba que llamara de este modo a Ambrogio:

—… Ese muchacho, al conocerle mejor, se me apareció muy distinto de cómo lo imaginaba. Sí, como lo oyes. Más… más fino, interesado por cosas de una manera que a uno no se le hubiera ocurrido, más… en contacto con un montón de cosas que en otra época me apasionaron.

Músico… Así es que sostuvimos largas conversaciones… ¿Cómo?

—No he dicho nada —contestó Michel—. Simplemente me río.

Alice contempló con mirada triste el rostro que ya casi no veía.

—Por favor, Michel… Yo hago todo lo que puedo, intento incluso ser sincera, ser sencilla; no me hagas imposible lo que tú me has pedido, lo que intento hacer… Tú ya has estado enfermo y sabes lo que es la convalecencia, esa especie de… irresolución, esos vértigos por cualquier cosa, esa necesidad de confianza y de ayuda…

Ella vio en la sombra que su marido levantaba su fina mano, y entonces interrumpió repentinamente su relación.

—Prefiero —dijo Michel elevando la voz—, sí, decididamente prefiero que no me hables de tu convalecencia. Pásala por alto. Cuenta el resto.

Sólo el resto.

—¡Pero si no hay resto! —exclamó—. Me obligarás a decir, como último detalle, que un abandono es el final de una conversación muy larga, el resultado de esa especie de exaltación que procura la fiebre, de la noche avanzada… la prueba, superflua, ¡oh!, eso sí, y hasta aciaga, de una confianza, de una amistad que acaba de entregarse, que sentiría escrúpulos si no se prodigase más…

Hacía enormes esfuerzos, que enrojecían sus pómulos y sus ojos. Se levantó para dar unos pasos, dejó caer violentamente sus manos a lo largo de sus muslos, quejándose en voz alta:

—Es vergonzoso lo que me pides… Es vergonzoso… y no sirve de nada, no soluciona nada… Al contrario… Si crees que, en lo más profundo de mí, podré perdonarte eso… Supongo que debes sentirte satisfecho…

Abrió de par en par la puerta ventana y aspiró una bocanada de noche primaveral, tan completa, tan fastuosamente repleta de perfumes inmóviles, de humedad impalpable, de cantos y de luna, que unas lágrimas de irritación asomaron a sus ojos: «Es demasiado estúpido… ¡Una noche como ésta! Estropear una noche como ésta, nosotros que todavía somos capaces de permanecer sentados en un banco, bien y abrigados, y viendo cómo parpadean las estrellas y se oculta la luna…».

De súbito, vio en su justo valor el otoño del amor, las horas apacibles durante las cuales un lazo amoroso descansa, profundamente sumergido, y se volvió para correr en auxilio de todo cuanto corría peligro de perecer. Al mismo tiempo, se apercibió del silencio de Michel, que continuaba semitumbado, apoyado en un codo.

—¡Michel!

—Sí.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

Alice perdió el valor, se sentó.

—¿Puedo saber en lo que estás pensando? Me has obligado a hablar. ¿Podemos esperar paz, una existencia posible?

—¡Oh! —exclamó Michel en tono despectivo—. No me has dicho gran cosa… fuera de lo peor.

—¿De lo peor?

Michel se levantó de un salto, mostrando, al entrar en la zona iluminada, sus rasgos cambiados y empequeñecidos.

—Lo peor. Ni siquiera comprendes que lo peor es, justamente, esa… esa amistad que otorgaste a ese tipo, esas horas en que hablabais, antes de acostaros juntos. Hasta has pronunciado la palabra «confianza». Has dicho que a ese tipo le gustaban las mismas cosas que a ti…

—¡Perdón! No confundas… No me habré expresado bien…

—¡Silencio! —dijo Michel a voz en grito, golpeando con los dos puños el escritorio, muy cerca de Alice.

El grito y el ademán parecieron aliviarle. Alice disimuló apenas su aprobación. «Ya es hora de que él lance un grito verdadero… En este tono podremos entendernos…». Retrocedió lentamente, como si tuviera miedo, y alzó los brazos cruzados ante su rostro.

Pero Michel se apartaba ya, tornaba a la moderación.

—¡Oh!, querida… Nunca comprenderás lo que es un hombre que ama, ni la idea que un hombre se forma de la traición… Nunca comprenderás que un hombre perdona, casi llega a olvidar una historia de alcoba, una sorpresa de los sentidos…

—Por la cuenta que le trae —exclamó Alice secamente.

Michel la miró de frente, seguro de sus derechos de hombre de deseos breves.

—Perfectamente, por la cuenta que le trae.

Dio unos pasos, las manos en los bolsillos de su abierta bata, balanceando los hombros de acuerdo con el código de los hombres de criterio amplio.

—Una sorpresa… Una borrachera… Una cochina insolación… ¡Caramba, ya sabemos nosotros lo que es eso! El que tenga valor, que tire la primera piedra, el que…

Alice le miraba, le escuchaba, muda, de nuevo feroz. «Lo más divertido de todo es que cree saber lo que es un deseo de mujer…». Alice se permitió una risita silenciosa mientras su marido se hundía en la oscuridad, entre los dos estantes de libros.

Michel volvió luego junto a ella, la cogió por los brazos, encima de los codos:

—Si me hubieras confesado: «Una tarde, al anochecer, perdí un poco la cabeza, no sé qué había en la atmósfera…». Hubiera sido el primero en comprender, en perdonar, mi pobre niña…

Alice se libertó violentamente.

—¡Si me vuelves a llamar otra vez pobre niña, te tiro la tetera a la cabeza! —gritó—. ¡No, no me preguntes por qué, o cometeré una barbaridad!

Se sintió en extremo cansada, incapaz de empezar de nuevo y sostener una lucha…

—Me voy a acostar —dijo con voz apagada—. Acostarme, acostarme… No puedes ofrecerme nada que compita con esto. Me voy a la cama.

Buenas noches.

Se fue, arrastrando por el suelo con una mano, como si fuera una red vacía, su chal rojo.

Cuando Michel se decidió a entrar en el dormitorio Alice parecía dormir, vuelta hacia la pared. Michel distinguió tan sólo, entre la mata de negros cabellos y la sábana subida hasta la boca, la suave línea curva de las pestañas bajadas y la singular nariz que respiraba sin hacer el menor ruido. Cuando Alice cerraba sus ojos, de un verde gris occidental, su rostro pertenecía por completo a Extremo Oriente.

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