Duo

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I

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Ante el temblor nervioso que se apoderó de él al entrar su cuerpo en contacto con las frías sábanas, Michel midió lo largo de la hora que acababa de pasar solo sobre el diván cruzado por un rayo de luna. Había pensado quedarse a dormir en la biblioteca, pese a los ratones, pese al insecto con uñas que golpeaba los cristales. Acostado, decidió sufrir inmóvil. Pero su dolor carecía aún de ritmo, de virtuosismo y de organización, su tormento se le escapaba a cada instante, siendo sustituido por preocupaciones cotidianas y desmenuzadas: «Quería pedir a Willemetz que me prestara a Candelaire para una gira por los casinos… No he escrito a Ambrogio diciéndole que retrase el visto bueno de los programas de

L’Etoile…». De repente, recordó que el alcalde de Cransac le esperaba a almorzar dentro de dos días, y el corazón le dio un brinco doloroso.

Una vez apagada la lámpara, una adaraja de claro de luna irrumpió a través de la parte superior de las persianas. Michel volvió la cabeza hacia la cama de Alice «¿Duerme de veras? Cuesta creerlo…». No se fiaba de la inmovilidad del cuerpo que descansaba sobre su costado, las rodillas encogidas, bañado por su débil perfume, y tan próximo que podía tocarlo con la mano. Sabía, por haberlo saboreado tantas veces, que Alice era capaz de permanecer inmóvil noches enteras. En la época en que su amor buscaba todas las abnegaciones voluptuosas, Michel mantenía, junto a sí, durante la noche, a su joven esposa, ligera y con los ojos cerrados, y nunca estaba seguro de que durmiese. «Después de un día como el de hoy, ¿es capaz de dormir de veras?».

Creía sufrir y sólo estaba agitado, molesto por el cansancio. Mientras palpaba entre sus costillas el lugar probable donde podía madurar y fijarse un mal errante, se abstenía de moverse, de provocar ese enorme ruido que, en la paz nocturna, hace un cuerpo desnudo bajo el mar de las sábanas. Arrastró su perplejidad hacia su sueño, en sueños siguió creyendo que velaba, y nunca supo si Alice había fingido o no el sueño.

Abrió los ojos junto a una cama vacía, al sonido agudo y fresco de una voz que llegaba de la ventana y no se dirigía a él.

—¡Pues, sí, Chevestre, holgazaneamos! Las ocho y media ya, Chevestre, y mi marido duerme aún. ¿Qué trae usted de bueno, Chevestre?

¿Buenas noticias, como siempre?

Michel se despertaba sin memoria, ligero, salvo una preocupación de imprecisos contornos que, desde muy lejos, volaba a su encuentro. En el primer momento, creyó que la preocupación tenía la forma y el nombro de su administrador.

«Hace mal en bromear con Chevestre —pensó—. El sentido humorístico de Chevestre se limita a jugarme malas pasadas, como, por ejemplo, esa historia de la

hipóte…».

—¡Alice! —llamó con voz sorda.

Alice se volvió, abandonó el alféizar de la ventana, azul de los hombros a los pies con la larga prenda de shantung desteñido que ella llamaba su blusa de asistenta. Michel reconoció entonces su error. Su tormento, su enfermedad, el calambre intercostal que limitaba su respiración era aquella mujer alta y azul, de un azul tan suave, palidecido por los lavados, azul como la zona húmeda entre dos nubes donde asoma, después de la lluvia, el primer lucero…

—¿Estás despierto?

Traía a la habitación un poco de la risa que acababa de derramar al exterior, el malicioso desdén que reservaba para Chevestre. Michel tardó en advertir la hinchazón de su párpado inferior, y tan sólo reparó en la juventud ofensiva del cuerpo y de los ademanes, en la cabeza sedosa, en el rostro empolvado.

—Es Chevestre —dijo Alice en un tono de inteligencia, como si hubiera dicho: «No te asomes desnudo».

Michel se limitó a contestar con un ademán de ira, ordenándole que cerrase la ventana. Ella no le hizo caso y prosiguió con la misma intención:

—Ya está servido el desayuno, Michel… No, Chevestre, no espere a mi marido, nos estamos muriendo de hambre. Ya le verá usted esta tarde, o antes del almuerzo. No nos moveremos… Bien, pues hasta ahora, Chevestre…

Michel, en pie, tanteando, se apretaba el cinturón del pijama, buscaba el vaso de agua matinal, se echaba los cabellos hacia atrás, evitando ofrecer su rostro a la luz del día.

—Venía a buscarte, Michel. Hace tan buen tiempo que he ordenado que nos sirvieran el desayuno en la terraza. Por poco le da un ataque a María. Tenemos miel del enjambre cogido debajo de las tejas. Aunque está un poco negra, es muy buena. Anda, date prisa.

Alice se alejó, con paso vivo, los pies desnudos dentro de unos mocasines, dejándole sin energía e indefenso, obsesionado por la necesidad de obedecer a su mujer, como siempre que se trataba de comer, de beber, cuidarse. Se peinó, se pellizcó la boca para estirarse las mejillas y rejuvenecerlas, escrutó las rojas fibrillas que corrían sobre sus escleróticas: «Entre nosotros sólo hay seis años de diferencia, ¿cómo puede parecerse tanto a una mujer joven?».

Franqueó el umbral con cara de circunstancias, una expresión tan afectada en su rostro, que Alice, sentada la mesa, le miró de lejos con gesto de extrañeza. Pero ahogó su asombro y orientó hacia su marido las asas de la cafetera y de la lechera.

—¿Has dormido bien? —se interesó.

—He dormido.

Una catalpa posaba en el mantel la sombra de sus ramas floridas y sin hojas. Una abeja adormilada voló torpemente hasta el cacharro de la miel, y Michel agitó servilleta para ahuyentarla. Pero Alice extendió su larga mano y protegió a la abeja:

—¡Déjala! Tiene hambre. Y trabaja.

Sus ojos se llenaron, súbitamente, de lágrimas, que Michel vio temblar en las grandes pupilas color de sauce plateado «¡Vaya vida —pensó vengativo— si hay que tropezar en todas las palabras, en todos los gestos contra algo oculto, vibrante, sangrante…! ¿Ahora le da por enternecerse? ¿Por la abeja mal despierta? ¿Por la palabra hambre, por la palabra trabajo?».

Alice se sacudía su instante de debilidad, y cubría de miel y mantequilla el grueso pan de pueblo, exclamando: «¡Qué tiempo!». Pero Michel, friolero, se cruzó el batín sobre el pecho, comparó el aire fresco con un baño de menta. El primer bocado, el primer sorbo caliente le proporcionaron un poco de satisfacción animal, que disimuló frunciendo las cejas y negándose a ver, en torno suyo, el rocío azul, el cielo puro, de un azul pálido, las pervincas, el rosal de mayo que la sombra teñía de malva. Alice intentó animarle en voz baja:

—Fíjate… Todo el blanco casi parece azul ahora… ¿Has observado cómo las golondrinas visitan sus viejos nidos? ¿Notas la fuerza del sol?

Puedes servirte otra vez leche, ¿sabes? Me he asegurado tres litros diarios, es decir una orgía…

Michel asentía con la frente, protestaba en su interior, se tomaba por testigo. «Miren a la tragona. Todo le es bueno para alimentarse. El aire, el rosal, el café con leche. Todo le es bueno para olvidar. Si yo me dejara llevar…». Dejó caer blandamente la mano que acababa de llevar a sus labios el primero, el mejor cigarrillo, y cerró los ojos: «Si me dejara llevar —suspiró—, qué feliz podría ser aún…».

Un timbre cascabeleante sonó en la casa, y María, severamente vestida de negro bajo el delantal y la cofia blanca, apareció en el umbral y gritó:

—¡Señor, al teléfono! ¡De Paris!

Michel dejó la servilleta en la mesa y se alejó sin mirar a su mujer que, en cuanto quedó sola, cesó de amontonar la mantequilla en la mantequera, de tapar el azucarero, de proteger la miel contra las hormigas con una placa de cristal, y, atenta, se petrificó. Pero Michel había cerrado detrás de sí la vieja y pesada puerta constelada de clavos de cabeza remachada. Inmóvil, caído el labio, estirando el cuello, no alteró su rostro ambiguo de anamita culpable más que cuando oyó a Michel gritar muy alto y cordialmente:

—Eso es… ¿verdad? ¿Ninguna concesión por encima de la cifra convenida? Hasta la vista, muchacho. Gracias ¡Hasta la vista!

Volvió con aire preocupado, tomó asiento en su sitio sin decir palabra, fija la vista en la lejanía. Alice buscó en él una certeza que él no le proporcionaba.

—¿Era…?

—De París —repuso Michel, exhalando una bocanada de humo.

—¡Ya lo sé!

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

—Era… ¿No era Ambrogio? He oído: «Gracias…, hasta la vista, muchacho…».

Imposibilitado de recurrir a la mentira, Michel repuso en tono desafiante:

—Sí, era Ambrogio. ¿Quién querías que fuese?

—¡Ah…! Era… Entonces tú no has… ¿Qué le has dicho?

Denotaba una sorpresa tartamudeante que Michel interpretó como confusión.

—Dije lo que tenía que decirle —replicó Michel en tono autoritario—. Me ha hablado, como debe, de negocios. Y yo le he dado instrucciones.

Alice le miraba atónita, detenía su examen en la boca, en los ojos, en los cabellos canosos y rizados, en el pañuelo de seda del cuello, de un castaño dorado, como si Michel acabara de salir de una cueva cubierta de telarañas. Pero él se sacudió, con una corta frase, el peso de la mirada gris y verde.

—¿Y bien…? ¿Imaginabas otra cosa?

—¿Cómo? No… Desde luego, no… ¿Me permites que me lleve la bandeja…? María ha bajado seguramente al pueblo…

Hablaba confusamente, y se llevó la bandeja como si corriera bajo un chaparrón. «Le ha dado las gracias», le ha llamado «muchacho», le ha gritado «hasta la vista…». En la cocina, Alice rompió una taza y se hizo una ligera herida, en la yema del pulgar. Se lamió la mano temblorosa, saboreando la sal, el color de su sangre, como un cordial que no pudiera provenir de ninguna otra criatura. Con el hombro apoyado en la puerta de la cocina, se apretó la mano contra los labios, repitiendo la cantilena: «Le ha llamado muchacho, le ha dado las gracias…».

Dieron fin a su segunda mañana con bastante facilidad, se tuvieron una serie de miramientos, y se sentaron a almorzar como si realizaran un ejercicio en el que eran maestros. Alice convenció a su marido de que se imponía una visita al alcalde, precediendo al pequeño banquete del día siguiente, y discurrió sobre los lazos que unían los intereses de Cransac —municipio con los intereses de Cransac— casa solariega, y sobre la política de buena vecindad. Michel asentía, fingiendo olvidar que, de ordinario, Alice, en cuanto él se preocupaba de su Cransac natal, solía exagerar su indiferencia bohemia, su miopía atrincherada tras un velo de humo. Pero María abría unos ojos negros y dorados como las pequeñas aguas secretas de la montaña, las fuentes avaras en lo profundo de sus copelas de esquisto. Se sentía maravillado por vez primera de Alice, y a guisa de aprobación avanzaba la frente como los bueyes jóvenes bajo el yugo.

El comedor, detrás de las persianas semicerradas, conservaba su olor de fruto un poco ácido y de confesionario encerado. En el rayo de luz que cabalgaba encima de la mesa, las manos luminosas de Alice y de Michel manejaban los cubiertos y rompían el pan. Alice contemplaba el frívolo dedo meñique de su marido, y Michel seguía los movimientos de las largas y ágiles manos de Alice, la larga mano que había escrito a Ambrogio, que abrió a Ambrogio una puerta cuyos goznes no chirriaron… La mano que se había posado, ora crispada, ora adormecida y abierta, en una cabellera de hombre, entre cuchicheos y confidencias abominables. Desde su ribera de sombras, Michel espiaba las manos iluminadas, guiñaba unos ojuelos de pescador paciente, pero no olvidaba ninguna réplica de su papel.

Oyó, de pronto, que Alice decía:

—Y, además, creo que mientras estés en casa del alcalde, puedes hacer lavar el coche en el garaje Brouche.

—¿Tú crees? ¡Esto es lo que a uno le ocurre por tener coche propio! ¡Despilfarro y locura! Escucha, María, ¿no podría lavar tu hombre el cacharro por una vez?

María juntó sus manos de dura madera, imploró al techo.

—¿Mi hombre? ¡Cualquiera diría que no sabe usted cómo es! Con él o sin él, siempre acabo estando sola.

La cuidada mano de Michel se levantó y cayó sobre la mesa.

—¿La oyes, Alice, la oyes? ¡Es para morirse!

—No es para morirse. Ella se da perfecta cuenta de lo que es un hombre —repuso Alice.

Un plato se escapó de las manos de María, y Alice creyó ver el oscuro color de la sangre ascender hasta la frente de la criada, que se disculpó con su hablar meridional:

—Vaya, pues me ha aturullado usted, señora…

—Rompe cuarenta como éstos y te harás una carrera en el

music-hall —dijo Michel bromeando.

—No hay motivos para reír. Podía haber sido un plato de mucho precio —repuso María con acento de reproche—. ¿Verdad, señora?

—Aquí no tenemos platos de mucho precio, María. Traiga el café en seguida, me parece que el señor tiene mucha prisa.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Michel cuando estuvieron solos—. Esa cabra vieja está hecha un basilisco. Rompe la vajilla y, por añadidura, se mete conmigo. ¿Y de dónde has sacado tú lo de la mucha prisa? En Cransac sólo tengo que hacer cosas fastidiosas…

Refunfuñaba, y Alice aguzó el oído ante aquella recriminación de niño arbitrariamente castigado. «Él tampoco ha percibido algo. Un impulso de María contra él. Un asomo de censura. En el fondo, creo que ella le encuentra a veces algo vulgar…».

Asistió a la marcha de su marido, le saludó con la mano y luego se lo censuró. «Me parece que exagero. Ya no sé qué es lo conveniente o inconveniente entre nosotros… ¿Qué haría si me escuchara a mí misma…?». Alzó la cabeza, interrogó el aire, vibrante por el rumor de un enjambre lejano, de latido sordo que parecía la pulsación febril de la primavera. La tierra sanguínea, saturada de lluvia reciente, se secaba superficialmente y adquiría un color rosado. Más allá de un extremo del prado y del profundo bosque, no se advertía ya la blanca neblina que señalaba el lecho del invisible río.

«¿Qué hacer? Mañana telefoneará otra vez a Ambrogio, y también los demás días. Entonces, ¿debo prevenir a Ambrogio…? Esto nunca. ¡Jamás!».

Inconscientemente adoptó una expresión gazmoña «¡Yo no mantengo correspondencia con Ambrogio, no! ¡Pase que yo desprecie a Michel, pero que ese imbécil de Ambrogio conozca la…, en fin, la paciencia de Michel, esto nunca!».

Un arranque de intolerancia la llevó hacia la extremidad del terraplén, hasta las jeringuillas, que tocó con la nariz. Pero la jeringuilla esperaba la noche para exhalar su perfume. Alice se subió las mangas, ofreció al mordiente sol de abril su brazo blanco, alcanzó las ramas del manzano silvestre de flores rojas y rosadas: «Estas tres ramas tan bonitas en el jarrón gris…». Soltó la rama y dejó, desalentada, vivir a las flores. «Y sólo estamos en el segundo día… Ayer tenía más valor. Pero ayer, Michel no había telefoneado a Ambrogio para llamarle muchacho».

Intentó animarse, defenderse lealmente: «Sin embargo, no siento el menor deseo de verles cambiar puñetazos ni padrinos por un motivo tan…». Buscó, pero sólo encontró la palabra «fútil», ni siquiera sintió ganas de sonreír, y en eso paró su intento de equidad. Renunció sucesivamente a bruñir los grifos del cuarto de aseo, a calcular el número de metros de tela de cortinas que se necesitaban para el comedor.

Menos perezosa que circunspecta, se detenía en el umbral de la casa, medía la sombra que el mediodía proyectaba en el zaguán, y regresaba a la terraza sin querer confesarse que aquella profunda sombra, paralela a la piedra del umbral y que avanzaba sobre el embaldosado, le producía hoy un poco de miedo.

«Antes no tenía miedo. Antes hubiera seguido a pie el atajo, y hubiese esperado a Michel en el cruce de la carretera. Habría subido al coche y hubiéramos ido hasta Sarzat-Le-Haut para ver el panorama. Pero hoy…».

Puso encima del velador de hierro, delante del bello banco de piedra esculpida, la carpeta de tafilete púrpura que manejaba sin sentir rencor.

«¿Y si escribiese a Bizoute?». No es que prefiera Bizoute a Colombe, o Hermine a Colombe. Bizoute comunicaba a Colombe o a Hermine las raras cartas de Alice: cuatro páginas, seis páginas de noticias insignificantes, de bromas que se remontaban a la adolescencia: Bizoute querida:

Imaginad, las tres, que estoy escribiendo al aire libre, descalza, como en el mes de agosto…

Un pequeño estudio de Vaugirard, pobre, alegre, mal amueblado, se interpuso entre Cransac y Alice.

Mientras escribía, creía estar tocando el piano de cuarto de cola que llegaba hasta la misma puerta de entrada, y el musiquero, cargado de papel de música; respiró el viejo perfume de tabaco y de jazmín no muy distinguido. Un plato esmaltado de negro, lleno de colillas, ¿se paseaba todavía del piano a la mesa, de la mesa al brazo de un butacón…? Sonrió, a través de las colinas de Cransac, a la vieja casa parisiense, se refugió en el recuerdo, en el placer indecible de la estrecha fraternidad, del parecido físico y mental, de la camaradería pura e impúdica que, en otro tiempo, unió a las cuatro hijas del padre Eudes, profesor de piano y solfeo, solidaridad de mellizas, ternura como la que sienten sin duda los animales nacidos el mismo día, del mismo vientre, el placer de combatir juntas, un frenético deseo de no perecer de hambre ni de enfermedad, el reparto de todos los bienes y de todas las privaciones —dos sombreros para cuatro, trajes sin camisa, sucintas comidas que Bizoute bautizaba con el nombre de «régimen de Hollywood»…

Alice contempló su pasada juventud con una serenidad, con una añoranza rebosante de gravedad. ¿Corría el riesgo de tener que volver a empezar entre las paredes del incómodo estudio, caluroso, amarillento por el sol y el tabaco, al son del piano sobre el que Hermine y Bizoute, compositoras para siempre desconocidas buscaban, el cigarrillo en los labios, en un hombro la mejilla, un ojo semicerrado, los motivos orquestales y las canciones de alguna película?

Cayó una flor de catalpa, trazando un remolino encima de la carta empezada, a través de la viva imagen del piano irrompible, del taburete giratorio…

… Como en el mes de agosto, Michou hace de señorito en la ciudad, y yo aprovecho su ausencia para revolcarme con vosotras tres, sobre nuestro palomar natal. ¿Cómo va el

tricbalous? ¿Y el

brédédé-á-roulettes, siempre tan churretoso?

Avergonzada, se detuvo. «¿Esto es todo lo que se me ocurre decirles? Estas viejas tonterías de adolescencia, estas…». Pero sabía que Bizoute reiría por costumbre, y recibiría con secreta compunción aquellas palabras de santo y seña que cerraban, a todo profano, una época inviolada de su existencia. Hermine palparía el aire con la punta de sus antenas invisibles, tosería el humo y contestaría a través del espacio, como hacen los pastores que, de colina en colina, cambiaban la melopea de su soledad: «El

brédédé-á-roulettes ha reducido aún más los precios: ciento cincuenta beatas por una canción titulada

Juste au dessus, una de esas canciones delicadas que elevan el alma y de las que nosotros hemos hecho una especialidad. En cuanto al

tricbalous, he de reconocer que es un auténtico

balabi, o para hacerme comprender mejor, un

zog de primera calidad… No te preocupes por la marquesa de Joinville, el trabajo se ha reanudado en los estudios, ella continúa en el montaje, y, por lo demás, esta Paloma Negra no teme las acumulaciones. Si vas a ver la presentación de

Sa Majesté Mimi —pequeña obra maestra de humor y sentimientos— fíjate bien en la escena en que Mimi pasa revista a su ejército: el tercer caballo de la derecha es nuestra hermana bien amada…».

La brisa refrescante, que se levantaba de poniente, hojeaba el bloc de notas que Alice cubría con su letra ágil y variable, fina en los márgenes, gruesa en la cabecera de las páginas vírgenes. De cuando en cuando se interrumpía, miraba surgir, correr y crecer el azul de la noche entre dos lomas. Pero no veía nada, no enfocaba —más allá de los cerezos aún blancos, de los últimos melocotoneros en flor que flotaban en el flanco de los viñedos— más que el pequeño y cálido estudio, las dos altas muchachas un poco marchitas, un poco cansadas de reír y trabajar juntas, y que en su vida concedían al amor una parte pequeña y discreta; una, fiel a su director de orquesta, casado, la otra misteriosamente ocupada por un personaje al que no nombraba nunca, y al que sus hermanas llamaban «

Monsieur Weekend[8]». «¿Y si, en realidad, se tratara de

madame Weekend? Tendría gracia». Alice se regocijó; luego el paisaje del Delfinado ocultó de nuevo la casa de Vaugirard y se ensombreció.

«Cuando pienso tanto en mi familia, es que Michel me fastidia terriblemente, me conozco bien… Oigo el coche. ¿Ya está de vuelta?».

Un momento después, Michel saltaba del coche, ligeros los pies y los riñones doloridos: «A fe que es un hombre guapo. Siempre he encontrado encantadores esos ojos de color de avellana. Lo que no impide que no experimente el menor placer al volverle a ver». Lo veía acercarse presa de una de esas glaciales crisis femeninas que no respetan nada. Pero Michel le habló de lejos, y, bruscamente, ella se fundió al sonido de su voz.

—Podrías decirme… ¿Podrías decirme si es esto lo que María me pidió? Un…, algo, no sé qué terminado en «

ol»… ¡Ah…! ¿Estabas escribiendo?

—Sí, a Bizoute. No he acabado, pero no importa, la carta saldrá mañana.

«Sin duda, debe creer que prevengo a mi alocado amante del año pasado. Puedes contemplar la carpeta violeta, mi pobre Michou… ¡Qué cara! Sí, tiene la peste; sí, esta carpeta violeta huele mal…».

Posó, sin palabras, una mano tranquilizadora en el hombro de Michel.

—¿Te ríes? —preguntó Michel a media voz.

—No, no me río.

—Pero tienes ganas de reír.

—¿Acaso he hecho votos de no reír jamás? ¡Michel, Michel, no te hagas la fiera corrupia! Regresas a casa, me siento contenta de verte regresar, no te esperaba tan temprano… En las profundidades de mi ignominia, déjame un poco de buen humor, y hacer cabriolas y pompas de jabón en mi lodo inmundo…

—Ten cuidado —exclamó Michel en el mismo tono bajo y apremiante—. Adquiere el hábito de tener cuidado. Sí, regreso temprano. Sin embargo, he visto a toda mi gente.

—¿Tu gente?

—El alcalde, Ferreyrou. Está arreglado.

Alice preguntó sorprendida:

—¿Arreglado el qué?

—Mañana no almorzaré allá abajo. Les he dicho que llegué hecho cisco de París, que no se banquetea en Cransac bebiendo agua mineral, que lo aplazaríamos… Pero se diría que te contraría. En fin, les he dicho que estaba enfermo…

Se apoyó con las dos manos en el velador de hierro, cerró los ojos, y su rostro se apagó. Alice vio las arrugas, y una palidez de ciudad; y una boca y una frente envejecidas en veinticuatro horas.

—Bueno —se apresuró a decir Alice—. ¡Estaremos enfermos! Me parece muy bien. ¡Batines a voluntad, vino caliente a las seis, y no pasar de los límites de la tapia del parque!

—Pero ¿no te aburrirás?

—¡Así lo espero! Es excelente. ¿Te quedan paquetes? Dámelos y vete a guardar el coche. Espera, lo entraré yo misma… ¡Vamos,

hop!

¡Ahora vas a ver una marcha atrás!

—¡No, no! —gritó Michel—. ¡En nombre del cielo, baja de ahí! ¡Todo lo que quieras con tal de que bajes! ¡Mis poderes absolutos! ¡Mi cruz de Isabel la Católica! ¡Estás rozando con el guardabarros! ¡Da la vuelta, da la vuelta!

Se precipitó en el estribo, mientras Alice maniobraba como una aprendiza, aunque blasfemando como un experto chofer. Regresaron del garaje contentos de sí mismos, acalorados, y Michel tan sólo se ensombreció cuando vio que Chevestre se dirigía a la terraza, lento, enjuto, vestido de negro por cortesía, las piernas embutidas dentro de unos

leguis[9] de charol que de lejos producían la impresión de botas.

—¡Ahí está! —Dijo Michel en voz baja—. Ya le daría yo botas…

—Creo que le esperabas.

—Sí, le esperaba… Pero cuando le espero, siempre confío que no vendrá. Me revienta con su jeta de heredero.

Sólo confesaba el enojo, y ocultaba como mejor podía su temor genérico de propietario que tiembla anta el administrador. Chevestre, transformado de bracero en granjero, había abandonado la gorra blanda por el viejo sombrero de fieltro, y, dentro de la chaqueta, resaltaba lo esbelto de su talle. Michel, humillado por la facha de cazador de garzas de Chevestre, prodigaba en vano cuando se encontraba a solas con él, su amabilidad comercial y su campechana franqueza, aprendida en las obras realistas.

Enjuto, el bigote recortado, rubio y blanco, cruzándole el rostro cual un trozo de estopa, Chevestre se aproximaba. «Él es quien ha facilitado los fondos para la hipoteca sobre Cransac —pensaba Michel—. Seysset es un hombre de paja. Si Alice lo supiera… Lo sabrá cuando tenga que vender…». Alice, atenta, también contemplaba cómo Chevestre subía la cuesta.

—Tenemos que reconocerlo, Michel: tu administrador tiene cierta soltura. Es un camello, pero con buen porte.

«En diez años no ha podido adquirir la costumbre de decir: “Nuestro administrador”. Ella no es de aquí. Jamás será de aquí. Si Alice lo supiera… Pero a Alice le importa un bledo… Va a volver a engallar a Chevestre con sus preguntas tendenciosas, a expresar con voz muy alta su sorpresa porque los mimbres se resquebrajan, y a aconsejar jalea de membrillo contra la diarrea de los pollitos,… No sospecha la aversión que puede llegar a despertar su aire de artista…». Se puso en pie y salió, con presteza, al encuentro del administrador.

—¿Quieres que me quede contigo? —Propuso Alice—. Ya sabes que a mí Chevestre no me impone.

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