Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 48

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Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre. No se puede medir a Muad’Dib con los estándares ordinarios. En el momento de su triunfo, adivinó la muerte que le había sido preparada, y no obstante aceptó la traición. ¿Puede uno decir que lo hizo por un sentido de justicia? ¿Cuál justicia, entonces? Porque hay que recordar que ahora estamos hablando del Muad’Dib que ordenó que sus tambores de batalla fueran hechos con las pieles de sus enemigos, el Muad’Dib que negó todas las convenciones de su pasado ducal con un simple gesto de la mano, diciendo sencillamente: «Yo soy el Kwisatz Haderach. Esta es una razón suficiente».

De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

La noche de la victoria, Paul-Muad’Dib fue escoltado hacia la Residencia del Gobernador, la antigua morada que habían ocupado los Atreides cuando llegaron a Dune. El edificio estaba tal cual Rabban lo había restaurado, virtualmente intacto de la batalla pero saqueado por la población de la ciudad. Algunos de los muebles del salón principal habían sido volcados y rotos.

Paul franqueó a grandes pasos la entrada principal, seguido por Gurney Halleck y Stilgar. Su escolta se diseminó por el Gran Salón, escrutando el lugar y despejando un área para Muad’Dib.

Un grupo comenzó a controlar que no hubiera sido instalada ninguna trampa.

—Recuerdo el día que vinimos aquí por primera vez con tu padre —dijo Gurney Halleck. Alzó los ojos hacia las columnas y las altas ventanas acristaladas—. Entonces no me gustó el lugar, y ahora aún me gusta menos. Una de nuestras cavernas es mucho más segura.

—Hablas como un verdadero Fremen —dijo Stilgar, y vio la fría sonrisa que estas palabras hicieron aparecer en los labios de Muad’Dib—. ¿No querrías reconsiderar esto, Muad’Dib?

—Este lugar es un símbolo —dijo Paul—. Rabban vivía aquí. Ocupando este lugar, sello mi victoria a los ojos de todos. Manda a tus hombres por todo el edificio. Que no toquen nada. Que se aseguren tan sólo de que no ha quedado ningún Harkonnen o alguno de sus juguetes.

—Como ordenes —dijo Stilgar, y se alejó reluctante para obedecer.

Los hombres de comunicaciones aparecieron en la estancia con su equipo, empezando a montarlo junto a la enorme chimenea. Los Fremen que se habían unido a los Fedaykin supervivientes tomaron posiciones en torno a la estancia. Hubo murmullos entre ellos, entrecruzar de supersticiosas miradas. El enemigo había vivido demasiado tiempo allí como para que se sintieran a gusto en aquel lugar.

—Gurney, envía una escolta a buscar a mi madre y a Chani —dijo Paul—. ¿Sabe ya Chani lo de nuestro hijo?

—El mensaje ha sido enviado, mi Señor.

—¿Los hacedores han sido retirados de la depresión?

—Sí, mi Señor. La tormenta ya casi ha pasado.

—¿Cuál ha sido la extensión de los daños? —preguntó Paul.

—En su camino directo: en el campo de aterrizaje y entre los almacenes de especia de la llanura, los daños han sido considerables —dijo Gurney—. Tanto por la batalla como por la tormenta.

—Nada que el dinero no pueda reparar, supongo —dijo Paul.

—Exceptuando las vidas, mi Señor —dijo Gurney, y hubo un tono de reproche en su voz, como si hubiera dicho: ¿Cuándo un Atreides se ha preocupado primero de las cosas cuando ha habido gente de por medio?

Pero Paul sólo podía concentrar su atención en su ojo interior, y en las brechas aún visibles para él en la pared del tiempo. A través de cada una de aquellas brechas, la Jihad recorría furiosamente los corredores del futuro.

Suspiró, cruzó el salón, viendo una silla junto a la pared. Era una de las que en otro tiempo había estado en el comedor, y quizá fuera la silla de su propio padre. En aquel momento, sin embargo, era tan sólo un objeto sobre el que descargar su cansancio para ocultarlo a los ojos de los hombres. Se sentó, enrollando sus ropas alrededor de sus piernas y soltándose los cierres del cuello de su destiltraje.

—El Emperador sigue aún refugiado entre los restos de su nave —dijo Gurney.

—Que siga allí por ahora —dijo Paul—. ¿Han sido encontrados ya los Harkonnen?

—Están examinando a los muertos.

—¿Cuál es la respuesta de las naves de ahí arriba? —alzó el mentón hacia el techo.

—Ninguna respuesta aún, mi Señor.

Paul suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla.

—Tráeme a uno de los prisioneros Sardaukar —dijo al cabo de un momento—. Debemos enviar un mensaje a nuestro Emperador. Es tiempo de discutir condiciones.

—Sí, mi Señor.

Gurney se volvió e hizo un gesto con la mano a uno de los Fedaykin, que se cuadró frente a Paul.

—Gurney —murmuró Paul—. Desde que volvimos a encontrarnos no te he oído pronunciar ninguna cita apropiada a los acontecimientos. —Se volvió, vio que Gurney tragaba saliva, vio el repentino endurecimiento de la mejilla del hombre.

—Como quieras, mi Señor —dijo Gurney. Se aclaró la garganta y dijo con voz rasposa—: «Y la victoria de aquel día se transformó en luto para todo el pueblo, pues todo el pueblo sabía que aquel día el rey lloraba por su hijo».

Paul cerró los ojos, obligándose a rechazar el dolor de su mente, a aguardar a que llegara el tiempo de llorar, como otra vez había aguardado a que llegara el tiempo de llorar por su padre. Ahora dedicó sus pensamientos a los descubrimientos que se habían ido acumulando en aquel día: los futuros entremezclados, y la oculta presencia de Alia dentro de su consciencia.

De todas las particularidades de la visión temporal, esta era la más extraña. «He manipulado el futuro para colocar mis palabras donde sólo tú pudieras oírlas», le había dicho Alia. «Ni siquiera tú puedes hacer esto, hermano. Es un juego interesante. Y… oh, sí: he matado a nuestro abuelo, ese viejo Barón demente. No ha experimentado mucho dolor».

Silencio. Su percepción temporal le decía que ella se había retirado.

—Muad’Dib.

Paul abrió los ojos, para ver el rostro barbudo de Stilgar ante él, con sus oscuros ojos reluciendo aún con la luz de la batalla.

—Habéis encontrado el cuerpo del viejo Barón —dijo Paul.

Alrededor de Stilgar se hizo el silencio.

—¿Cómo puedes saberlo? —murmuró éste—. Apenas hemos descubierto su cadáver en ese inmenso montón de metal construido por el Emperador.

Paul ignoró la pregunta, observando a Gurney que regresaba con dos Fremen arrastrando a un prisionero Sardaukar.

—Aquí hay uno de ellos, mi Señor —dijo Gurney. Indicó a los guardias que mantuvieran al prisionero a cinco pasos frente a Paul.

Los ojos del Sardaukar, notó Paul, tenían una expresión alucinada. Una azulada contusión atravesaba su rostro desde la base de su nariz hasta un ángulo de su boca. Era rubio y de rasgos delicados, lo cual era una característica que indicaba un alto rango entre los Sardaukar, pero no llevaba ninguna insignia en su destrozado uniforme, excepto los botones dorados con el escudo Imperial y los rotos galones de sus pantalones.

—Creo que es un oficial, mi Señor —dijo Gurney.

Paul asintió.

—Soy el Duque Paul Atreides —dijo—. ¿Lo entiendes, hombre?

El Sardaukar lo miró sin moverse.

—Habla —dijo Paul—, o tu Emperador puede morir.

El hombre parpadeó y tragó saliva.

—¿Quién soy yo? —preguntó Paul.

—Sois el Duque Paul Atreides —dijo el hombre con voz ronca. Paul tuvo la impresión de que se sometía con excesiva facilidad, pero por otra parte los Sardaukar nunca se habían preparado para afrontar una jornada como aquella. Hasta ahora sólo habían conocido victorias, y esto, se dijo Paul, podía ser una forma de debilidad. Apartó aquel pensamiento, prometiéndose tomarlo en consideración más tarde.

—Tengo un mensaje para que lo entregues al Emperador —dijo Paul. Y pronunció sus palabras en la antigua fórmula—: Yo, Duque de una Gran Casa, consanguíneo del Emperador, hago juramento solemne bajo la Convención. Si el Emperador y su gente deponen las armas y vienen a mí, garantizaré sus vidas con la mía propia. —Alzó la mano izquierda para que el Sardaukar pudiera ver el sello ducal—. Lo juro por esto.

El Sardaukar se humedeció los labios con la lengua y miró a Gurney.

—Sí —dijo Paul—. ¿Quién, si no un Atreides, podría asegurarse la fidelidad de Gurney Halleck?

—Llevaré el mensaje —dijo el Sardaukar.

—Acompáñalo hasta nuestro puesto más avanzado y déjalo ir —dijo Paul.

—Sí, mi Señor. —Gurney hizo un gesto a los guardias para que obedecieran, y salió.

Paul se volvió hacia Stilgar.

—Chani y tu madre han llegado —dijo Stilgar—. Chani ha pedido estar un tiempo sola con su dolor. La Reverenda Madre ha permanecido un instante en la cámara extraña. No sé por qué.

—Mi madre siente nostalgia de ese planeta que sabe no volverá a ver nunca más —dijo Paul—. Donde el agua cae del cielo y las plantas crecen tan densas que es imposible caminar entre ellas.

—Agua del cielo —susurró Stilgar.

En aquel instante, Paul vio en lo que Stilgar se había transformado, de un naib Fremen en una criatura del Lisan al-Gaib, un receptáculo de estupor y obediencia. Era un hombre disminuido, y Paul vio en él el primer soplo del fantasmal viento del Jihad.

He visto a un amigo convertirse en un adorador, pensó.

Sintiendo una repentina impresión de profunda soledad, Paul paseó su mirada por la estancia, notando cómo los guardias se habían ajustado sus ropas y dispuesto como para revista en su presencia, en una especie de competición entre ellos… con la esperanza de atraer la atención de Muad’Dib.

Muad’Dib, del que nace toda bendición, pensó, y aquel fue el pensamiento más amargo de su vida. Están convencidos de que me apoderaré del trono, pensó. Pero no saben que lo hago únicamente para evitar la jihad.

Stilgar carraspeó.

—Rabban también está muerto —dijo.

Paul asintió.

Los guardias de su derecha se pusieron repentinamente firmes, dejando paso a Jessica. Iba vestida con un aba negro, y parecía que anduviera aún sobre la arena, pero Paul notó cómo aquella casa le había devuelto un algo de cuando había vivido allí… la concubina de un Duque reinante. Su presencia tenía algo de su antigua energía.

Jessica se detuvo frente a Paul y lo miró. Vio fatiga y cómo la ocultaba, pero no sentía ninguna compasión hacia él. Era como incapaz de experimentar ninguna emoción hacia su hijo.

Jessica había entrado en el Gran Salón preguntándose cómo aquel lugar se negaba a encajar en sus recuerdos. Era una estancia extraña, como si nunca hubiera penetrado en ella, como si nunca la hubiera atravesado del brazo de su bienamado Leto, como si nunca hubiera confrontado allí a Duncan Idaho… nunca, nunca, nunca…

Debería existir una palabra-tensión directamente opuesta al adab, la memoria que pide, pensó. Debería existir una palabra para los recuerdos que se rechazan.

—¿Dónde está Alia? —preguntó.

—Afuera, haciendo lo que hace todo buen niño Fremen en tales circunstancias —dijo Paul—. Remata a los enemigos heridos y marca sus cuerpos para el equipo de recuperación de agua.

—¡Paul!

—Has de comprender que hace esto por bondad —dijo él—. ¿No es extraño que no podamos comprender la oculta unidad entre bondad y crueldad?

Jessica miró fijamente a su hijo, asustada por el profundo cambio operado en él. ¿Esto es lo que le ha hecho la muerte de su hijo?, se preguntó.

—Los hombres cuentan extrañas historias de ti, Paul —dijo—. Dicen que tienes todos los poderes de la leyenda… que nada puede serte ocultado, que ves lo que nadie más puede ver.

—¿Una Bene Gesserit haciéndome preguntas acerca de una leyenda? —preguntó Paul.

—Tengo mi parte de responsabilidad en lo que eres —admitió ella—. Pero no esperes que yo…

—¿Te gustaría vivir miles y miles de millones de vidas? —preguntó Paul—. ¡Qué reserva de leyendas para ti! Piensa en todas esas experiencias, en toda la sabiduría que se puede derivar de ellas. Pero la sabiduría atenúa el amor, ¿no es cierto? Y da una nueva dimensión al odio. ¿Cómo puede uno saber lo que es despiadado si uno no ha hurgado antes en los profundos depósitos de la crueldad y de la bondad? Tendrías que tener miedo de mí, madre. Soy el Kwisatz Haderach.

Jessica intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—Una vez negaste serlo —dijo.

Paul agitó la cabeza.

—Ahora ya no puedo negarlo. —Miró directamente a sus ojos—. El Emperador y su gente están llegando. Van a ser anunciados en cualquier momento. Quédate a mi lado. Quiero verlos con extrema claridad. Mi futura esposa está entre ellos.

—¡Paul! —restalló Jessica—. ¡No cometas el mismo error que tu padre!

—Es una princesa —dijo Paul—. Me abrirá el camino al trono, y eso es todo lo que hará. ¿Error? ¿Crees que, porque soy tal como tú me has hecho, no puedo sentir el deseo de venganza?

—¿Incluso sobre los inocentes? —preguntó ella, y pensó: No debe cometer mis mismos errores.

—Ya no hay inocentes —dijo Paul.

—Díselo a Chani —respondió Jessica, y señaló el corredor que se abría a la parte trasera de la Residencia.

Chani entró en el Gran Salón, pasando por entre los guardias Fremen como si no los viera. Se había quitado la capucha del destiltraje y soltado la máscara. Avanzó con una frágil inseguridad, atravesó la estancia y se detuvo al lado de Jessica.

Paul vio las huellas de lágrimas en sus mejillas… Da agua a los muertos. Sintió una punzada de dolor, como si la presencia de Chani lo hubiera despertado de nuevo.

—Está muerto, mi amor —dijo Chani—. Nuestro hijo está muerto.

Manteniendo un absoluto control sobre sí mismo, Paul se puso en pie. Tendió una mano, tocó la mejilla de Chani, acariciando la humedad en su piel.

—Nada podrá reemplazarlo —dijo Paul—, pero habrá otros hijos. Es Usul quien te lo promete. —Se apartó suavemente, haciendo una seña a Stilgar.

—Muad’Dib —dijo Stilgar.

—El Emperador y su gente están llegando de la nave —dijo Paul—. Permaneceré aquí. Reúne a todos los prisioneros en el centro de la estancia. Quiero que permanezcan a una distancia de diez metros de mí, a menos que yo ordene otra cosa.

—A tus órdenes, Muad’Dib.

Al tiempo que Stilgar se volvía para obedecer, Paul oyó los murmullos de los guardias Fremen:

—¿Habéis oído? ¡Lo sabe! ¡Nadie se lo ha dicho, pero lo sabe! —Y ahora se oía aproximarse la escolta del Emperador, sus Sardaukar entonando una de sus canciones de marcha para mantener altos sus espíritus. Después hubo un murmullo de voces en la entrada, y Gurney Halleck pasó por entre los guardias, se detuvo a decirle algo a Stilgar, luego avanzó hasta el lado de Paul, con una extraña mirada en los ojos.

¿Voy a perder también a Gurney?, se preguntó Paul. ¿Lo perderé como he perdido a Stilgar… perderé un amigo para ganar un adorador?

—No llevan armas lanzadoras —dijo Gurney—. Me he asegurado personalmente. —Miró a su alrededor en la estancia, viendo los preparativos de Paul—. Feyd-Rautha Harkonnen está con ellos. ¿Debo aislarlo?

—Déjalo.

—Hay también alguna gente de la Cofradía, pidiendo privilegios especiales, amenazando desencadenar un embargo contra Arrakis. Les he dicho que te transmitiría su mensaje.

—Déjales que sigan amenazando.

—¡Paul! —exclamó Jessica tras él—. ¡Estás hablando de la Cofradía!

—Voy a arrancarles los colmillos dentro de poco —dijo Paul. Y pensó entonces en la Cofradía… aquella potencia que se había especializado desde hacía tanto tiempo que se había convertido en un parásito, incapaz de existir independientemente de aquella vida de la cual se nutría. Nunca se había atrevido a empuñar la espada… y ahora ya no podía empuñarla. Hubiera debido apoderarse de Arrakis cuando se dio cuenta del error que había supuesto el que sus navegantes dependieran exclusivamente de los poderes narcóticos de consciencia de la melange. Hubieran podido hacerlo, vivir sus días de gloria y morir. En cambio, habían preferido vivir al día, esperando que el océano en que se movían les proporcionara un nuevo anfitrión cuando el viejo hubiera muerto.

Los navegantes de la Cofradía, con su limitada presciencia, habían tomado una fatal decisión: habían elegido el camino más fácil, seguro y cómodo, aquel que conduce siempre al estancamiento.

Que miren atentamente a su nuevo anfitrión, pensó Paul.

—Hay también una Reverenda Madre Bene Gesserit que dice es amiga de tu madre —dijo Gurney.

—Mi madre no tiene amigas Bene Gesserit.

Gurney miró de nuevo hacia el Gran Salón, y luego se inclinó al oído de Paul.

—Thufir Hawat está con ellos, mi Señor. No he tenido posibilidad de verlo a solas, pero ha usado nuestros viejos signos con las manos para decirme que ha fingido trabajar para los Harkonnen y que te creía muerto. Dice que debe quedarse con ellos.

—¿Has dejado a Thufir con esos…?

—Es él quien lo ha querido… y creo que es lo mejor. Sí… si algo no funcionara, siempre podríamos controlarlo. Si no, siempre es mejor tener un oído al otro lado.

Paul recordó entonces la posibilidad de aquel momento en algunos breves relámpagos de consciencia… y una línea de tiempo en la cual Thufir llevaba una aguja envenenada que el Emperador le había ordenado usara contra «aquel Duque rebelde».

Los guardias de la entrada principal se apartaron, formando un breve pasillo de lanzas. Hubo un confuso susurro de telas, la arena traída por el viento al interior de la residencia chirrió bajo numerosos pies.

El Emperador Padishah Shaddam IV apareció en la sala a la cabeza de su gente. No llevaba el yelmo de Burseg, y sus cabellos rojos estaban alborotados. La manga izquierda de su uniforme mostraba una rasgadura a todo lo largo de su costura interna. Iba sin cinturón y sin armas, pero con su sola presencia parecía crear un escudo a su alrededor.

Una lanza Fremen le cortó el paso, deteniéndole a la distancia ordenada por Paul. Los otros se agolparon a sus espaldas, una mezcolanza de ropas multicolores y rostros confundidos.

Paul alzó los ojos hacia el grupo, viendo a mujeres que intentaban disimular sus lágrimas, viendo a los lacayos que habían venido a Arrakis para asistir en primera fila a una nueva victoria de los Sardaukar y a los que la derrota había vuelto mudos. Paul vio los brillantes ojos de pájaro de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam que lo contemplaban con odio bajo la capucha negra, y al lado de ella la furtiva silueta de Feyd-Rautha Harkonnen.

Ese es un rostro que el tiempo me ha revelado, pensó Paul. Luego su mirada fue atraída por un movimiento tras Feyd-Rautha, y vio un rostro delgado, de comadreja, que nunca antes había visto… ni en el tiempo ni fuera de él. Sin embargo, sintió que tendría que haberlo conocido, y aquella sensación lo hizo estremecerse con un repentino miedo.

¿Por qué tendría que temer a ese hombre?, se preguntó.

Se inclinó hacia su madre.

—Ese hombre a la izquierda de la Reverenda Madre, ese de la mirada diabólica… ¿quién es? —susurró.

Jessica miró, y recordó haber visto aquel rostro en los archivos de su Duque.

—El Conde Fenring —dijo—. El que ocupó esta Residencia inmediatamente antes que nosotros. Un eunuco genético… y un asesino.

El recadero del Emperador, pensó Paul. Y experimentó como un shock en lo más profundo de su consciencia, porque había visto al Emperador en incontables asociaciones de sus futuros posibles… pero el Conde Fenring nunca había aparecido en ninguna de sus visiones prescientes.

Paul recordó entonces haber visto su propio cadáver en incontables puntos de la trama del tiempo, pero nunca había asistido al momento de su muerte.

¿La visión de este hombre me ha sido siempre denegada porque es precisamente quien va a matarme?, se preguntó.

El pensamiento le trajo una punzada de aprensión. Apartó su atención de Fenring, observando a los hombres y oficiales Sardaukar, la amargura de sus rostros y su desesperación. Algunos de entre ellos, aquí y allá, observó Paul, estudiaban atentamente lo que les rodeaba: oficiales Sardaukar midiendo las defensas de la estancia, planeando la posibilidad de una desesperada tentativa que transformara su fracaso en victoria.

Finalmente, la atención de Paul fue atraída hacia una mujer alta y rubia, de ojos verdes, un rostro de noble belleza, clásico en su altivez, intocado por las lágrimas, completamente invicto. Paul la reconoció inmediatamente: la Princesa Real Bene Gesserit, un rostro que se le había aparecido en innumerables visiones y en muchos aspectos: Irulan.

Esa es mi llave, pensó.

Luego captó otro movimiento entre la gente allí delante, y emergieron un rostro y una figura: Thufir Hawat, el mismo antiguo aspecto de siempre, con sus oscuros labios manchados, los hombros hundidos, su apariencia de frágil edad.

—He aquí a Thufir Hawat —dijo Paul—. Déjalo venir libremente, Gurney.

—Mi Señor —dijo Gurney.

—Déjalo venir libremente —repitió Paul.

Gurney asintió.

Hawat avanzó vacilante, mientras una lanza Fremen se alzaba ante él y volvía a descender inmediatamente a sus espaldas. Sus acuosos ojos escrutaron a Paul, midiendo, buscando.

Paul dio un paso adelante, notando el tenso, expectante movimiento del Emperador y su gente.

La mirada de Hawat pasó más allá de Paul, y el anciano dijo:

—Dama Jessica, hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba en mis pensamientos. No merezco el perdón.

Paul aguardó, pero su madre permaneció silenciosa.

—Thufir, viejo amigo —dijo Paul—; como puedes ver, mi espalda no está vuelta a ninguna puerta.

—El universo está lleno de puertas —dijo Hawat.

—¿Soy el hijo de mi padre? —preguntó Paul.

—Te pareces más a tu abuelo —dijo Hawat con voz rasposa—. Tienes sus mismos ademanes, e idéntica mirada en tus ojos.

—Sin embargo, soy el hijo de mi padre —dijo Paul—. Por eso te digo, Thufir, que en pago por todos tus años de servicio a mi familia, puedes pedirme ahora cualquier cosa que desees de mí. Cualquier cosa. ¿Es mi vida lo que quieres, Thufir? Es tuya. —Paul dio otro paso hacia adelante, con las manos a los costados, viendo la mirada de comprensión en los ojos de Hawat.

Sabe que conozco la traición, pensó Paul.

Reduciendo su voz a un susurro que tan solo Hawat podía oír, dijo:

—Hablo sinceramente, Thufir. Si has de golpearme, hazlo ahora.

—Tan sólo quería hallarme una vez más ante ti, mi Duque —dijo Hawat. Y Paul vio por primera vez el esfuerzo que hacía el viejo por no caer. Avanzó y sujetó a Hawat por los hombros, sintiendo el temblor de los músculos bajo sus manos.

—¿Es eso dolor, viejo amigo? —preguntó Paul.

—Es dolor, mi Duque —asintió Hawat—, pero el placer es mucho mayor. —Se volvió a medias entre los brazos de Paul y extendió su mano izquierda, la palma abierta hacia el Emperador, mostrando la pequeña aguja clavada entre sus dedos—. ¿Veis, Majestad? —indicó—. ¿Veis la aguja de vuestro traidor? ¿Creíais acaso que yo, que he dedicado toda mi vida al servicio de los Atreides, podía ofrecerles hoy menos que esto?

Paul trastabilló cuando el anciano se derrumbó entre sus brazos, y reconoció la flaccidez de la muerte. Con suavidad, depositó a Hawat en el suelo, se irguió e hizo un gesto a sus guardias para que se llevaran el cuerpo.

El silencio más absoluto reinó en la estancia hasta que su orden fue cumplida.

El rostro del Emperador estaba pálido como el de un muerto. Sus ojos, que nunca habían admitido el miedo, lo estaban mostrando ahora por primera vez.

—Majestad —dijo Paul, y captó el gesto de sorpresa en la Princesa Real. Había pronunciado aquella palabra con la controlada entonación Bene Gesserit, cargándola con todo el desprecio que Paul pudo poner en ella.

Es realmente una Bene Gesserit, pensó Paul.

El Emperador carraspeó.

—Quizá mi respetado consanguíneo crea que todo va a ir ahora según sus deseos —dijo—. Nada más lejos que eso. Ha violado la Convención, ha usado atómicas contra…

—He usado atómicas contra un obstáculo natural del desierto —dijo Paul—. Estaba en mi camino, y tenía prisa por llegar hasta vos, Majestad, para pediros algunas explicaciones acerca de vuestras extrañas actividades.

—Todos los ejércitos de las Grandes Casas están en el espacio ahora, orbitando Arrakis —dijo el Emperador—. Esperan tan sólo una palabra mía y…

—Oh, sí —dijo Paul—. Casi los había olvidado. —Buscó entre el séquito del Emperador hasta ver los rostros de los dos elementos de la Cofradía, y miró a Gurney—: ¿Están aquí aquellos dos agentes de la Cofradía, aquellos dos hombres gordos vestidos de gris?

—Sí, mi Señor.

—Vosotros dos —dijo Paul, señalándoles—, salid inmediatamente y enviad mensajes para que la flota vuelva ahora mismo a casa. Después de esto, aguardad mi autorización antes de…

—¡La Cofradía no acepta tus órdenes! —gritó el más alto de los dos. Él y su compañero avanzaron hacia la barrera de lanzas, que fue alzada a un gesto de Paul. Los dos hombres se le acercaron, y el más alto levantó un brazo hacia él—. Más bien vas a conocer lo que es un embargo por tu…

—Si oigo alguna otra estupidez de este tipo por parte de vosotros dos —dijo Paul—, daré orden de que sea destruida toda la producción de especia de Arrakis… para siempre.

—¿Estás loco? —exclamó el más alto de los hombres de la Cofradía. Dio medio paso hacia atrás.

—Entonces, admites que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó Paul.

El hombre de la Cofradía pareció boquear por un momento, buscando aire a su alrededor.

—Sí —admitió—, puedes hacerlo, pero no debes.

—Ahhh —dijo Paul, inclinando la cabeza en una afirmación para sí mismo—. Así que vosotros sois dos navegantes, ¿eh?

—¡Sí!

—Tú mismo te quedarías ciego —dijo el más bajo de los dos—, y te condenarías a una muerte lenta. ¿Sabes lo que representa verse privado del licor de especia cuando uno es adicto a él?

—El ojo que busca ante él el camino más seguro queda cerrado para siempre —dijo Paul—. La Cofradía mutilada. Los seres humanos convertidos en pequeños grupos aislados en sus aislados planetas. ¿Sabéis? Podría hacerlo por puro despecho… o por simple aburrimiento.

—Hablemos de ello en privado —dijo el más alto de los hombres de la Cofradía—. Estoy seguro de que podemos llegar a algún compromiso que…

—Enviad ese mensaje a vuestra gente que está sobre Arrakis —dijo Paul—. Estoy cansado de esta discusión. Si esa flota no se retira inmediatamente, ya no tendremos ninguna necesidad de hablar. —Señaló a sus hombres de comunicaciones a un lado del vestíbulo—. Podéis usar mi equipo.

—Antes debemos discutir esto —dijo el hombre más alto—. No podemos simplemente…

—¡Mandadlo! —rugió Paul—. Quien tiene el poder de destruir algo es quien posee su absoluto control. Vosotros mismos habéis admitido que tengo este poder. No estamos aquí para discutir o negociar o buscar compromisos. ¡Obedeceréis mis órdenes, o sufriréis inmediatamente las consecuencias!

—Lo hará —dijo el más bajo de los hombres de la Cofradía. Y Paul vio que el miedo lo atenazaba.

Lentamente, ambos avanzaron hacia el equipo de comunicaciones de los Fremen.

—¿Obedecerán? —preguntó Gurney.

—Su visión del tiempo restringe —dijo Paul—. Ven ante sí una pared desnuda donde se inscriben las consecuencias de su desobediencia. Cada navegante de la Cofradía, en cada nave, ve ante sí esa misma pared. Obedecerán.

Paul se volvió y miró al Emperador.

—Cuando os permitieron acceder al trono de vuestro padre —dijo—, fue únicamente con la garantía de que los envíos de especia seguirían llegando a ellos. Les habéis fallado, Majestad. ¿Sabéis cuáles son las consecuencias?

—Nadie ha permitido

—Dejad de hacer el estúpido —gruñó Paul—. La Cofradía es como un pueblo a la orilla de un río. Necesita el agua, pero no puede tomar más que la necesaria. No puede construir un dique para controlar el río, porque esto atraería la atención sobre sus extracciones, y podría conducir a una destrucción final. Este río es la especia, y yo he construido un dique sobre este río. Pero mi dique está construido de tal modo que no se puede destruir sin destruir también el río.

El Emperador se pasó una mano por sus rojos cabellos, mirando las espaldas de los dos hombres de la Cofradía.

—Incluso vuestra Decidora de Verdad Bene Gesserit está temblando —dijo Paul—. Hay otros venenos que la Reverenda Madre puede usar para sus trucos, pero después de haberse servido del licor de especia, los otros venenos quedan sin efecto.

La anciana estrujó sus negras ropas a su alrededor, y avanzó hasta detenerse tras la barrera de lanzas.

—Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam —dijo Paul—. Ha pasado mucho tiempo desde Caladan, ¿no es cierto?

Ella fulguró con una mirada a su madre.

—Bien, Jessica —dijo—, veo que tu hijo es aquel a quien buscábamos. Sólo por esto puede serte perdonada esa abominación que es tu hija.

Paul dominó su fría y cortante cólera.

—¡No tienes ningún derecho ni razón para perdonarle nada a mi madre! —dijo.

La anciana cruzó sus ojos con los de él.

—Prueba tus trucos conmigo, vieja bruja —dijo Paul—. ¿Dónde está tu gom jabbar? ¡Intenta mirar a ese lugar donde no te atreves a poner tus ojos! ¡Allí te estaré esperando!

La anciana bajó su mirada.

—¿No tienes nada que decir? —preguntó Paul.

—Te di la bienvenida entre los seres humanos —murmuró ella—. No mancilles esto.

Paul alzó la voz:

—¡Observadla, camaradas! Esa es una Reverenda Madre Bene Gesserit, el más paciente de los seres al servicio de la más paciente de las causas. Ha estado aguardando con sus hermanas por más de noventa generaciones a que se produjera la exacta combinación de genes y medio ambiente necesaria para producir la persona que sus planes exigían. ¡Observadla! Ahora sabe que las noventa generaciones han producido esa persona. Aquí estoy… ¡pero… nunca… obedeceré… sus… órdenes!

—¡Jessica! —aulló la Reverenda Madre—. ¡Hazlo callar!

—Hacedlo callar vos misma —dijo Jessica.

Paul miró a la anciana.

—Por la parte que has tenido en todo esto, te haría estrangular con gusto —dijo—. ¡Y no podrías impedírmelo! —restalló, mientras ella se erguía furiosa—. Pero pienso que el mejor castigo es dejarte vivir hasta el fin de tus días sin que nunca puedas tocarme o doblegarme a uno solo de tus deseos.

—Jessica, ¿qué has hecho? —exigió la anciana.

—Tan sólo te concederé una cosa —dijo Paul—. Has visto parte de lo que necesita la raza, pero cuán pobre es tu visión. ¡Creéis controlar la evolución humana con algunos pocos acoplamientos dirigidos según vuestros planes! Qué poco comprendéis que…

—¡No debes hablar de esas cosas! —sibiló la anciana.

—¡Silencio! —gruñó Paul. Y la palabra pareció adquirir consistencia mientras se contorsionaba en el aire bajo el control de Paul.

La anciana retrocedió, tambaleándose hasta caer en brazos de los que tenía a sus espaldas, mortalmente pálida ante aquel poder que había golpeado su mente.

—Jessica —susurró—. Jessica.

—Te recuerdo tu gom jabbar —dijo Paul—. Tú recuerda el mío. ¡Puedo matarte con una sola palabra!

Los Fremen alrededor de la estancia se intercambiaron miradas. ¿Acaso la leyenda no decía: «Y sus palabras acarrearán la muerte eterna a quienes se opongan a su justicia»?

Paul dirigió su atención hacia la Princesa Real, inmóvil junto a su padre el Emperador. Dijo, con sus ojos fijos en ella:

—Majestad, ambos conocemos la única salida a nuestras dificultades.

El Emperador miró a su hija, luego a Paul.

—¿Cómo te atreves? ¡Tú! Un aventurero sin familia, un don nadie de…

—Vos mismo habéis admitido quién soy —dijo Paul—. Consanguíneo real, habéis dicho. Terminad con esa comedia.

—Yo soy tu rey —dijo el Emperador.

Paul observó a los hombres de la Cofradía, inmóviles ahora junto al equipo de comunicaciones, mirándolo. Uno de ellos asintió.

—Podría obligaros —dijo Paul.

—¡No te atreverías! —rechinó el Emperador.

Paul se limitó a observarlo.

La Princesa Real puso una mano en el brazo de su padre.

—Padre —dijo, y su voz era suave y tranquilizadora.

—No emplees tus trucos conmigo —dijo el Emperador. La miró—. No necesitas hacerlo, hija. Tenemos otros recursos que…

—Pero este hombre es digno de ser tu hijo —dijo ella. La vieja Reverenda Madre, recuperaba su compostura, avanzó hacia el Emperador y le susurró algo al oído.

—Está defendiendo tu causa —dijo Jessica.

Paul seguía mirando a la rubia Princesa. Inclinándose hacia su madre, dijo en voz baja:

—Esa es Irulan, la mayor, ¿no?

—Sí.

Chani se situó al otro lado de Paul.

—¿Quiere que me retire, Muad’Dib? —dijo. Él la miró.

—¿Retirarte? Tú nunca te apartarás de mi lado.

—No existe nada entre nosotros que nos ate —dijo Chani. Paul la siguió mirando en silencio por un momento.

—Usa tan sólo el lenguaje de la verdad conmigo, mi Sihaya —dijo luego. Chani fue a responder, pero Paul apoyó un dedo en sus labios—. El lazo que nos une nunca podrá ser desatado. Ahora, observa atentamente lo que ocurra aquí, porque luego quiero volver a ver esta sala a los ojos de tu sabiduría.

El Emperador y su Decidora de Verdad estaban discutiendo en voz baja, enérgicamente.

Paul se volvió hacia su madre.

—Ella le está recordando que su parte del acuerdo es situar a una Bene Gesserit en el trono, y que Irulan es la que está preparada para ello.

—¿Ese era su plan? —dijo Jessica.

—¿Acaso no es obvio? —preguntó Paul.

—¡Sé ver los signos! —exclamó Jessica—. Mi pregunta tan sólo quería recordarte que no intentes enseñarme lo que te he inculcado yo misma.

Paul la miró, captando una gélida sonrisa en sus labios.

Gurney Halleck se inclinó entre ellos.

—Te recuerdo, mi Señor —dijo—, que hay un Harkonnen entre ese montón de bastardos —señaló con la cabeza a Feyd-Rautha, apoyado en la barrera de lanzas a su izquierda—. Ese de ojos esquivos, a la izquierda. Tiene el rostro más diabólico que haya visto en mi vida. Me prometiste una vez que…

—Gracias, Gurney —dijo Paul.

—Es el na-Barón… el Barón, ahora que el viejo ha muerto —dijo Gurney—. Irá muy bien para lo que yo in…

—¿Puedes vencerlo, Gurney?

—¡Mi Señor bromea!

—Esa discusión entre el Emperador y su bruja ya ha durado demasiado, ¿no crees, madre?

Jessica asintió.

—Realmente.

Paul alzó su voz, dirigiéndose al Emperador.

—Majestad, ¿hay algún Harkonnen con vos?

El modo como el Emperador se volvió a mirar a Paul revelaba un real desdén.

—Creía que mi séquito estaba bajo la protección de tu palabra ducal —dijo.

—Mi pregunta era tan sólo a título informativo —dijo Paul—. Tan sólo quería saber si algún Harkonnen forma parte oficialmente de vuestro séquito, o se ha escondido en él por pura cobardía.

El Emperador sonrió calculadoramente.

—Quien quiera que haya sido aceptado entre quienes me rodean forma parte de mi séquito.

—Vos tenéis la palabra de un Duque —dijo Paul—, pero Muad’Dib es otra cosa. Puede que él no reconozca vuestra definición de lo que constituye un séquito. Mi amigo Gurney Halleck siente deseos de matar a un Harkonnen. Si él…

—¡Kanly! —gritó Feyd-Rautha. Intentó apartar la barrera de lanzas—. Tu padre invocó esta venganza, Atreides. ¡Me llamas cobarde mientras te escondes entre tus mujeres y envías a un lacayo contra mí!

La vieja Decidora de Verdad susurró algo al oído del Emperador, pero este la rechazó.

—Kanly, ¿no? —dijo—. Hay unas reglas muy estrictas para el kanly.

—Paul, pon fin a todo esto —dijo Jessica.

—Mi señor —dijo Gurney—, me prometiste que tendría mi ocasión frente a los Harkonnen.

—Has tenido ya una buena ocasión todo el día de hoy —dijo Paul, y sintió que las emociones fluían de él, dejándole vacío como un muñeco. Se quitó su ropa y su capucha y se los tendió a su madre, junto con su cinturón y su crys, antes de desprenderse de su destiltraje. Sentía ahora que todo el universo estaba concentrado en aquel momento.

—Eso no es necesario —dijo Jessica—. Hay otros caminos más fáciles, Paul.

Paul se quitó el destiltraje y sacó el crys de la funda que tenía su madre entre las manos.

—Lo sé —dijo—. Veneno, un asesino, todos los caminos familiares.

—¡Me prometiste un Harkonnen! —siseó Gurney, y Paul vio la rabia en el rostro del hombre, la cicatriz de estigma oscureciéndose en su rostro—. ¡Me lo debes, mi Señor!

—¿Acaso has sufrido más de su parte de lo que he sufrido yo? —preguntó Paul.

—Mi hermana —dijo Gurney con voz ronca—. Mis años en los pozos de esclavos…

—Mi padre —dijo Paul—. Mis buenos amigos y compañeros, Thufir Hawat y Duncan Idaho, mis años como fugitivo, sin rango ni seguidores… y una cosa más: el kanly, y tú sabes mejor que nadie cuáles son las reglas que hay que respetar.

Los hombros de Halleck se relajaron.

—Mi Señor, si ese cerdo… no es más que una bestia asquerosa que puedes aplastar con tu pie y arrojar luego la bota porque estará contaminada. Llama a un verdugo si lo crees necesario, o déjamelo a mí, pero no te ofrezcas tú mismo para…

—Muad’Dib no necesita hacer esto —dijo Chani. Paul la miró, y leyó el miedo en sus ojos.

—Pero el Duque Paul sí debe —dijo.

—¡Es tan sólo una bestia Harkonnen! —jadeó Gurney.

Paul vaciló, a punto de revelar su propia descendencia Harkonnen, pero fue detenido por una cortante mirada de su madre.

—Pero esa cosa tiene forma humana, Gurney —se limitó a decir—, y debe beneficiarse de la duda humana.

—Si tan sólo… —insistió Gurney.

—Te lo ruego, mantente aparte —dijo Paul. Sopesó el crys, y apartó suavemente a Gurney a un lado.

—¡Gurney! —dijo Jessica. Tocó el brazo del hombre—. Es como su abuelo. No lo distraigas. Es lo único que puedes hacer por él ahora —y pensó: ¡Gran Madre, qué ironía!

El Emperador estudió a Feyd-Rautha, vio sus abultados hombros, sus gruesos músculos. Se volvió a observar a Paul: un joven delgado como la trenza de un látigo, no tan enjuto como los nativos de Arrakis, pero se podían contar sus costillas, y los huesos de sus costados revelaban claramente el tensarse y contraerse de sus músculos bajo su tirante piel.

Jessica se inclinó hacia Paul y murmuró a su oído, únicamente para él:

—Tan sólo una cosa, hijo. A veces, la gente peligrosa está preparada por las Bene Gesserit, con una palabra implantada en lo más profundo de su mente, según la antigua técnica del placer-dolor. La palabra más frecuentemente usada es Uroshnor. Si ese hombre ha sido preparado, y estoy convencida de que lo ha sido, esa palabra susurrada a su oído aflojará sus músculos y…

—No necesito ninguna ventaja especial —dijo Paul—. Hazte a un lado, por favor.

—¿Por qué hace esto? —preguntó Gurney a Jessica—. ¿Quiere hacerse matar y convertirse en un mártir? ¿Todas esas chácharas religiosas de los Fremen han nublado su razón?

Jessica hundió el rostro entre sus manos, dándose cuenta de que no sabía por qué Paul actuaba así. Podía advertir la presencia de la muerte en la estancia, y sabía que este Paul, tan cambiado y distinto, era capaz de lo que había sugerido Gurney. Concentró todos sus talentos hacia el deseo que experimentaba de defender a su hijo, pero no había nada que pudiera hacer.

—¿Son esas chácharas religiosas? —insistió Gurney.

—¡Calla! —dijo Jessica—. Y reza.

El rostro del Emperador se iluminó con una repentina sonrisa.

—Si Feyd-Rautha Harkonnen… de mi séquito… así lo desea —dijo—, yo le libero de cualquier lazo para que pueda actuar según su deseo. —El Emperador levantó una mano hacia los guardias Fedaykin de Paul—. Uno de los de vuestra escoria tiene mi cinturón y mi puñal. Si Feyd-Rautha los desea, puede enfrentarse contigo con mi propia hoja.

—Lo deseo —dijo Feyd-Rautha, y Paul leyó la excitación en el rostro del hombre.

Es demasiado confiado, pensó Paul. Es una ventaja natural que puedo aceptar.

—Traed la hoja del Emperador —dijo Paul, y esperó a que su orden fuera obedecida—. Dejadla en el suelo, aquí —señaló el lugar con su pie—. Que la escoria Imperial se retire hacia el muro y deje al Harkonnen solo.

Un rumor de ropas, pies arrastrándose, órdenes dichas en voz baja y protestas acompañando la obediencia a las órdenes de Paul. Los hombres de la Cofradía permanecieron inmóviles junto al equipo de comunicaciones. Observaban a Paul con una obvia indecisión.

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