Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 48

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Están habituados a ver el futuro, pensó Paul. Pero en este lugar y tiempo están ciegos… tan ciegos como yo. E intentó sondear los vientos del tiempo, sintiendo los torbellinos, los nexos de la tormenta concentrados en aquel lugar, en aquel preciso momento. Pero incluso las más sutiles espirales le estaban vedadas ahora. Allí estaba, la aún no nacida jihad, lo sabía. Allí estaba la consciencia racial que había ya experimentado, con su terrible finalidad. Era una razón suficiente para un Kwisatz Haderach o un Lisan al-Gaib, incluso para los titubeantes planes Bene Gesserit. La raza humana había tomado consciencia de su estancamiento, y de su malsano replegarse en sí misma, y había visto la única salida en aquel torbellino que mezclaría los genes y del cual sobrevivirían únicamente las combinaciones más fuertes. En aquel instante, todos los seres humanos formaban un único organismo inconsciente que experimentaba un tipo de necesidad sexual capaz de derribar cualquier barrera.

Y Paul comprendió la futilidad de sus esfuerzos por modificar siquiera el más pequeño fragmento de todo aquello. Había pensado poder oponerse él solo a la jihad, pero la jihad seguiría existiendo. Incluso sin él, sus legiones se esparcirían furiosamente fuera de Arrakis. Necesitaban sólo una leyenda, y él se la había dado. Había mostrado el camino, les había permitido dominar incluso a la Cofradía gracias a su necesidad de especia para sobrevivir.

Un sentimiento de fracaso le invadió, y entonces vio que Feyd-Rautha se había despojado de su destrozado uniforme para aparecer vestido tan sólo con una simple malla metálica de combate.

Este es el clímax, pensó Paul. Desde aquí, el futuro se abrirá, las nubes se abrirán para dejar paso a una luz gloriosa. Y si yo muero aquí, dirán que me he sacrificado para que mi espíritu los guíe. Y si vivo, dirán que nada puede oponerse a Muad’Dib.

—¿Está preparado el Atreides? —dijo Feyd-Rautha, utilizando las palabras del antiguo ritual kanly.

Paul eligió responderle según la costumbre Fremen:

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse! —señaló la hoja del Emperador en el suelo, indicando que Feyd-Rautha podía avanzar y tomarlo.

Sin apartar su atención de Paul, Feyd-Rautha se inclinó sobre el cuchillo, balanceándolo un momento en su mano para tomar su tacto. La excitación aumentaba en él. Este era el combate que siempre había soñado, de hombre a hombre, habilidad contra habilidad, sin ningún escudo interviniendo. Aquel combate le abriría el camino del poder, puesto que el Emperador premiaría sin la menor duda a quien eliminara a aquel fastidioso Duque. Incluso tal vez concediera como premio a su altanera hija y una parte del trono. Y aquel Duque bandido, aquel aventurero, no podía ser un adversario serio para un Harkonnen adiestrado en todas las astucias y todas las traiciones de mil combates en la arena. Y aquel patán ignoraba que iba a enfrentarse con muchas más armas que un simple cuchillo.

¡Veremos si resistirás al veneno!, pensó Feyd-Rautha. Saludó a Paul con la hoja del Emperador, y dijo:

—Prepárate a morir, loco.

—¿Así que vamos a combatir, primo? —preguntó Paul. Avanzó con paso felino, los ojos fijos en la hoja ante él, su cuerpo encorvado, el lechoso crys apuntando hacia delante como una extensión de su brazo.

Giraron uno en torno del otro, sus pies desnudos haciendo crujir el suelo, esperando la más pequeña abertura.

—Qué bien danzas —dijo Feyd-Rautha.

Es un hablador, pensó Paul. Esa es otra debilidad. El silencio lo inquieta.

—¿Te has arrepentido de tus faltas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul seguía girando en silencio.

Y la vieja Reverenda Madre, observando el combate desde la primera fila, al lado del Emperador, empezó a temblar. El Atreides había llamado primo al Harkonnen. Esto significaba que conocía su común ascendencia, y esto era fácil de comprender porque era el Kwisatz Haderach. Pero aquellas palabras la obligaron a concentrarse en lo único que le importaba ahora.

Aquello podía ser la peor catástrofe para los planes selectivos de las Bene Gesserit.

Había entrevisto algo de lo que Paul había comprendido allí, que Feyd-Rautha podía matarlo pero sin salir por ello victorioso. Otro pensamiento, sin embargo, abismó casi su mente. Allí, ante ella, los dos productos finales de un largo y costoso programa se enfrentaban en un combate a muerte. Si ambos morían allí, quedaría tan sólo la hija bastarda de Feyd-Rautha, aún una niña, un factor desconocido, y Alia, una abominación.

—Quizá tan sólo tengáis ritos paganos aquí —dijo Feyd-Rautha—. ¿Quieres que la Decidora de Verdad del Emperador prepare tu espíritu para este viaje?

Paul sonrió, girando hacia la derecha, alerta, sus tenebrosos pensamientos anulados por las necesidades de aquel momento.

Feyd-Rautha saltó, fintando con la derecha, pero haciendo saltar el cuchillo a su mano izquierda.

Paul lo esquivó fácilmente, notando en el golpe de Feyd-Rautha la característica vacilación del condicionamiento del escudo. Sin embargo, tan sólo fue una leve vacilación, y Paul se dio cuenta de que Feyd-Rautha había combatido ya otras veces sin escudo, o al menos se había enfrentado con adversarios desprovistos de él.

—¿Acaso un Atreides corre en lugar de combatir? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul comenzó a girar silenciosamente. Las palabras de Idaho volvieron a él, las palabras del adiestramiento, hacía tanto tiempo, en el campo de prácticas de Caladan: «Usa los primeros momentos para estudiar al adversario. Así puedes perder la posibilidad de una victoria rápida, pero estos momentos de estudio son una garantía de éxito. Tómate tu tiempo y actúa sobre seguro».

—Tal vez piensas que esa danza prolongará tu vida unos pocos instantes —dijo Feyd-Rautha—. Estupendo —dejó de girar, irguiéndose.

Paul había visto lo suficiente para una primera evaluación. Feyd-Rautha avanzaba por el lado izquierdo, presentando a su adversario el flanco derecho, como si la cota de malla pudiera protegerle todo aquel lado. Era el modo de actuar de un hombre adiestrado en el uso del escudo y que tuviera un puñal en cada una de sus manos.

O… Y Paul vaciló… o tal vez la cota de malla era algo más de lo que parecía.

El Harkonnen parecía demasiado confiado ante un hombre que aquel mismo día había conducido a sus fuerzas a la victoria contra las legiones Sardaukar.

Feyd-Rautha notó aquella vacilación.

—¿Por qué prolongas lo inevitable? —dijo—. No haces más que impedirme ejercitar mis derechos sobre este mundo de basura.

Quizá sea una aguja, pensó Paul, muy bien escondida. No hay la menor huella en la malla.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Feyd-Rautha.

Paul reinició sus giros de estudio, permitiéndose que una gélida sonrisa fuera la única respuesta a la inquietud que había captado en la voz de Feyd-Rautha, evidenciando que la presión del silencio estaba haciendo su efecto.

—Sonríes, ¿eh? —dijo Feyd-Rautha. Y saltó a mitad de la frase.

Esperando una ligera vacilación, Paul casi no consiguió evitar el corte de la hoja, sintiendo el roce en su brazo izquierdo. Rechazó de su mente el repentino dolor, y comprendió que la primera vacilación había sido un truco… una contrafinta. Era un adversario muy superior a lo que había esperado. Debía tener fintas en las fintas de sus fintas.

—Tu propio Thufir Hawat me enseñó algunos de mis golpes —dijo Feyd-Rautha—. Me dio mi primera sangre. Tanto peor para él si ese viejo estúpido no ha vivido lo suficiente para ver esto.

Y Paul recordó lo que Idaho le había dicho una vez: «En combate, espera sólo aquello que ocurre. De este modo nunca serás sorprendido».

Giraron de nuevo uno en torno al otro, agazapados, acechando. Paul vio la excitación crecer de nuevo en el rostro de su oponente, y se preguntó el porqué. ¿Acaso una aguja significaba tanto para el hombre? ¡A menos que la hoja estuviera envenenada! ¿Pero cómo era posible? Sus propios hombres habían tenido el arma entre sus manos, la habían controlado antes de dársela. Eran demasiado experimentados como para no reparar en algo tan obvio.

—Esa mujer con la que hablabas antes —dijo Feyd-Rautha—. Esa pequeña. ¿Acaso es algo especial para ti? ¿Quizá tu animalito favorito? ¿Debo reservarle una atención especial?

Paul permaneció silencioso, con sus sentidos interiores examinando la sangre que goteaba de la herida, descubriendo rastros de un soporífero de la hoja del Emperador. Modificó su metabolismo para rechazar la amenaza, alterando las moléculas del soporífero, pero le asaltó una duda. Habían preparado la hoja con un soporífero. Un soporífero. Algo que no descubriría el detector de venenos, pero lo suficientemente fuerte como para paralizar sus músculos si lo alcanzaban. Sus enemigos tenían sus propios planes en los planes, sus propias traiciones y estratagemas.

Feyd-Rautha saltó de nuevo, lanzando un golpe.

Paul, con una sonrisa helada en sus labios, fintó con una calculada lentitud, como si estuviera paralizado por la droga, y en el último instante esquivó, golpeando el brazo que atacaba con la punta de su crys.

Feyd-Rautha esquivó parcialmente el golpe saltando de costado y retrocediendo, pasando su cuchillo a la mano izquierda. Sus mejillas palidecieron cuando notó el dolor del ácido en la herida causada por Paul.

Dejémosle un momento de duda, pensó Paul. Dejémosle sospechar que es veneno.

—¡Traición! —gritó Feyd-Rautha—. ¡Me ha envenenado! ¡Noto el veneno en mi brazo!

Paul rompió su silencio por primera vez.

—Sólo un poco de ácido —dijo— para responder al soporífero de la hoja del Emperador.

Feyd-Rautha dirigió a Paul una gélida sonrisa, y levantó la hoja en su mano izquierda en una burla de saludo. Sus ojos brillaban de rabia tras el cuchillo.

Paul pasó también el crys a su mano izquierda, igualándose con su oponente. Inició de nuevo sus giros de estudio.

Feyd-Rautha se le fue acercando lentamente, el cuchillo alto, la rabia leyéndose en sus entrecerrados ojos y en su prominente mandíbula. Fintó hacia la derecha y abajo, y se encontraron uno junto al otro, las hojas entrecruzadas, en un esfuerzo violento.

Paul, desconfiando del lado derecho de Feyd-Rautha, donde sospechaba que estaba la aguja envenenada, obligó a girar hacia la derecha a su adversario. Estuvo a punto de no ver la aguja en el momento en que surgió. Fue avisado por un movimiento de Feyd-Rautha, una distensión repentina de sus músculos, y la aguja falló la carne de Paul por una ínfima fracción de milímetro.

¡En la cadera izquierda!

Traición en la traición de la traición, pensó Paul. Usó el adiestramiento Bene Gesserit de sus músculos para apartarse bruscamente y aprovechar el reflejo instintivo de Feyd-Rautha, pero la necesidad de alejarse de la aguja envenenada en la cadera de su oponente lo hizo trastabillar y caer al suelo, con Feyd-Rautha sobre él.

—¿La ves en mi cadera? —susurró Feyd-Rautha—. Vas a morir, estúpido —y empezó a contorsionarse, haciendo que la aguja se acercara más y más—. Paralizará tus músculos, y mi cuchillo acabará contigo. ¡Y no quedará ningún rastro que pueda ser detectado!

Paul luchó con todos sus músculos, oyendo los gritos silenciosos en su mente, las advertencias de sus antepasados exigiendo que pronunciara la palabra secreta para detener a Feyd-Rautha y salvarse a sí mismo.

—¡No la diré! —jadeó Paul.

Feyd-Rautha lo miró, con una imperceptible vacilación. Sin embargo, fue suficiente para que Paul captara el punto débil en el equilibrio de su adversario, hiciera palanca en él y lo obligara a rodar sobre sí mismo, invirtiendo las posiciones. Ahora Feyd-Rautha estaba bajo él, con su cadera derecha en alto, incapaz de volverse debido a que la aguja, en su cadera izquierda, se había clavado en el suelo bajo él.

Paul liberó su mano izquierda, ayudado por la lubricación de la sangre de su brazo, y golpeó a Feyd-Rautha por debajo de la mandíbula. La punta del crys abrió su camino hasta el cerebro. Feyd-Rautha se estremeció y se combó en el suelo, sujeto parcialmente a él por la aguja clavada en el pavimento.

Inspirando profundamente para recobrar su calma, Paul se impulsó hacia arriba y se puso en pie. Permaneció inmóvil sobre el cuerpo, con el cuchillo en la mano, y alzó los ojos con una deliberada lentitud hacia el Emperador.

—Majestad —dijo—, vuestras fuerzas se han visto reducidas en otra unidad. ¿Vamos a dejar de tergiversar y engañarnos? ¿Vamos a discutir lo que conviene hacer? El matrimonio de vuestra hija conmigo y un camino abierto para que un Atreides se siente en el trono.

El Emperador se volvió y miró al Conde Fenring. El Conde sostuvo su mirada… ojos grises contra ojos verdes. Cualquier palabra era inútil, se conocían desde hacía tanto tiempo que bastaba una simple mirada.

Mata a este advenedizo por mí, estaba diciendo el Emperador. El Atreides es joven y lleno de recursos, sí… pero también está cansado por el largo esfuerzo y no resistirá una lucha contigo. Desafíale ahora… tú sabes cómo hacerlo. Mátalo.

Lentamente, Fenring movió su cabeza, un prolongado giro hacia el rostro de Paul.

—¡Adelante! —siseó el Emperador.

El Conde miró fijamente a Paul, tal como Dama Margot le había enseñado, a la manera Bene Gesserit, consciente del misterio y la oculta grandeza que había en aquel joven Atreides.

Podría matarlo, pensó Fenring… y sabía que aquello era cierto.

Algo en sus más secretas profundidades retuvo sin embargo al Conde, y tuvo una visión breve, inadecuada, de su superioridad frente a Paul… el lado secreto de su persona, la furtiva cualidad de sus motivaciones que ningún ojo podía penetrar.

Paul, a través del rebullente nexo del tiempo, consiguió comprender en parte aquello, y se explicó finalmente por qué nunca había visto a Fenring en las tramas de su presciencia. Fenring era uno de aquellos que hubiera-podido-ser, un potencial Kwisatz Haderach, malogrado por una mancha en su esquema genético… un eunuco, cuyo talento estaba concentrado furtivamente, secretamente. Sintió entonces una profunda compasión por el Conde Fenring, el primer sentimiento de fraternidad que hasta entonces experimentara.

Fenring, leyendo la emoción de Paul, dijo:

—Majestad, rehúso.

El furor inundó a Shaddam IV. Dio dos pasos a través de su cortejo y abofeteó a Fenring con todas sus fuerzas.

El rostro del conde se ensombreció. Alzó los ojos, miró fijamente al Emperador y dijo, con un tranquilo y deliberado énfasis:

—Hemos sido amigos, Majestad. Lo que hago ahora lo hago tan sólo por amistad. Olvidaré vuestro gesto.

Paul carraspeó.

—Estábamos hablando del trono, Majestad —dijo.

El Emperador se volvió bruscamente, mirando a Paul con ojos llameantes.

—¡Yo estoy en el trono! —rugió.

—Tendréis otro en Salusa Secundus —dijo Paul.

—¡He depuesto mis armas y he venido aquí confiando en tu palabra! —gritó el Emperador—. Te atreves a amenazarme…

—Vuestra persona está segura en mi presencia —dijo Paul—. Es un Atreides quien os lo ha prometido. Pero Muad’Dib os sentencia a vuestro planeta prisión. Pero no tengáis miedo, Majestad. Usaré todos los poderes de que dispongo para hacer que aquel lugar sea menos rudo. Lo transformaré en un planeta jardín, lleno de cosas encantadoras.

El oculto sentido de las palabras de Paul llegó hasta la mente del Emperador. Miró a Paul a través de la estancia.

—Ahora comprendo tus verdaderos motivos —gruñó.

—Evidentemente —dijo Paul.

—¿Y Arrakis? —preguntó el Emperador—. ¿Otro mundo jardín lleno de cosas encantadoras?

—Los Fremen tienen la palabra de Muad’Dib —dijo Paul—. Habrá agua corriendo libremente bajo el cielo de este mundo, y oasis verdeantes llenos de cosas hermosas. Pero también debemos pensar en la especia. Así, siempre habrá desierto en Arrakis… y terribles vientos, y pruebas para endurecer al hombre. Nosotros los Fremen tenemos un proverbio: «Dios creó Arrakis para templar a los fieles». Uno no puede ir contra la palabra de Dios.

La vieja Decidora de Verdad, la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, había captado otro oculto significado en las palabras de Paul. Había entrevisto la jihad. Dijo:

—¡No puedes desencadenar a esa gente sobre el universo!

—¡Lamentaréis las gentiles maneras de los Sardaukar! —espetó Paul.

—No puedes —susurró ella.

—Tú eres una Decidora de Verdad —dijo Paul—. Mide tus palabras. —Miró a la Princesa Real, luego al Emperador—. Decidid, Majestad.

El Emperador dirigió a su hija una afligida mirada. Ella tocó su brazo y dijo tranquilizadoramente:

—He sido educada para esto, padre.

Él inspiró profundamente.

—No podéis impedirlo —murmuró la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador se irguió, encontrando algo de su perdida dignidad.

—¿Quién negociará por ti, consanguíneo? —preguntó.

Paul se volvió, miró a su madre, con los ojos casi cerrados por el agotamiento, junto a Chani y un grupo de Fedaykin. Se acercó a ellos y se detuvo ante Chani, observándola.

—Sé tus razones —murmuró Chani—. Si ha de ser así… Usul.

Paul, notando las ocultas lágrimas tras su voz, le acarició la mejilla.

—Mi Sihaya no tendrá nunca nada que temer —susurró. Dejó caer el brazo, hizo frente a su madre—. Tú negociarás por mí, madre, con Chani a tu lado. Tiene sabiduría y mirada penetrante. Y se dice con justicia que nadie es más duro en los negocios que un Fremen. Ella verá a través de los ojos de su amor por mí y con el pensamiento de nuestros futuros hijos que no la abandonarán. Escúchala.

Jessica adivinó los fríos cálculos que se escondían tras las palabras de su hijo y se estremeció.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —preguntó.

—Exijo como dote la totalidad de los intereses del Emperador en la Compañía CHOAM —dijo.

—¿La totalidad? —Jessica tuvo dificultad en encontrar las palabras.

—Debe ser enteramente despojado. Quiero un condado y un directorio de la CHOAM para Gurney Halleck, así como el feudo de Caladan. Títulos y poderes para todos los supervivientes de entre los Atreides, hasta el más humilde soldado.

—¿Y para los Fremen? —preguntó Jessica.

—Los Fremen son cosa mía —dijo Paul—. Lo que reciban les será dado por Muad’Dib. Y empezaremos con Stilgar como gobernador en Arrakis, pero esto puede esperar.

—¿Y para mí? —preguntó Jessica.

—¿Hay algo que desees especialmente?

—Quizá Caladan —dijo ella, mirando a Gurney—. No estoy segura. Me he vuelto demasiado parecida a los Fremen… y soy una Reverenda Madre. Necesito un tiempo de paz y tranquilidad para reflexionar.

Eso lo tendrás —dijo Paul—, y cualquier otra cosa que Gurney o yo podamos darte.

Jessica asintió, sintiéndose repentinamente vieja y cansada. Miró a Chani.

—¿Y para la concubina real?

—Ningún título para mí —murmuró Chani—. Ninguno. Por favor.

Paul miró profundamente a sus ojos, recordándola de pronto como la había visto en otras ocasiones, con el pequeño Leto en sus brazos, su hijo que había encontrado la muerte en aquella violencia.

—Te juro —murmuró— que no necesitarás ningún título. Aquella mujer será mi esposa y tú tan sólo una concubina porque esto es un asunto político y debemos sellar la paz y aliarnos con las Grandes Casas del Landsraad. Las formalidades serán respetadas. Pero aquella princesa no obtendrá de mí más que el nombre. Ningún hijo, ninguna caricia, ninguna mirada, ningún instante de deseo.

—Dices eso ahora —murmuró Chani. Miró a la rubia princesa a través de la estancia.

—¿Tan poco conoces a mi hijo? —susurró Jessica—. Mira a esa princesa inmóvil, allí, tan orgullosa y segura de sí misma. Dicen que tiene pretensiones literarias. Esperemos que puedan llenar su existencia, porque va a tener muy poca cosa más. —Se le escapó una amarga sonrisa—. Piensa en ello, Chani: esa princesa tendrá el nombre, pero será mucho menos que una concubina… nunca conocerá un momento de ternura por parte del hombre al que estará unida. Mientras que a nosotras, Chani, nosotras que arrastramos el nombre de concubinas… la historia nos llamará esposas.

FIN

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