Dubai

Dubai


Segunda parte » Capítulo XXI

Página 34 de 80

C

A

P

Í

T

U

L

O

X

X

I

A últimas horas de la tarde, con el sol ya alcanzando la línea del horizonte, y sin ningún barco a la vista todavía, Fitz empezó a sentirse tan animado como si hubiera estado bebiendo. La pinaza seguía avanzando hacia el Sudeste, en una marcha paralela a la costa de la India, a cincuenta millas de la línea costera. El resto de la tripulación parecía igualmente eufórica; los marineros reían y se empujaban unos a otros en la cubierta, soñando, sin duda, en las diversas maneras en que gastarían el dinero que ganarían con aquel viaje.

Issa se encontraba al timón. Había puesto rumbo a una zona de la costa que conocía tan de memoria como la mismísima ensenada de Dubai. Issa era un veterano en viajes de esta clase y había sufrido diversos «accidentes», en los que hubo que arrojar por la borda todo el cargamento de oro antes de que las patrullas indias abordaran la embarcación contrabandista.

Fitz y Sepah tomaban café en la cabina del capitán. Ya estaba muy cerca el anochecer cuando Fitz —que nunca apartaba del todo los ojos de la pantalla del radar— dejó escapar una exclamación. Sepah siguió la mirada de Fitz y se puso de pie en un salto. El destello era más grande que el formado por la lancha patrullera y marchaba directamente hacia el lugar en que se hallaba la pinaza.

—Ya me parecía a mí que todo esto resultaba demasiado fácil como para ser verdad —gruñó Fitz.

—No nos alarmemos hasta ver qué es —sugirió Sepah—. Dentro de muy poco tiempo podremos echarle un vistazo.

—¿De noche?

—No oscurecerá del todo hasta dentro de una hora, por lo menos. El sol aún no ha empezado a hundirse en el mar. Mantendremos inalterable nuestro rumbo en dirección al lugar del encuentro, treinta kilómetros al norte de Bombay. Me gustaría llevarlo a cabo esta misma noche.

—¿Y si no podemos?

—Mi receptor acudirá allí también mañana por la noche, con embarcaciones y hombres, aunque es muy peligroso ir dos noches seguidas al mismo lugar.

La pinaza siguió inalterable su curso, desplazándose apenas al Este en su ruta al Sudeste, acortando paulatinamente la distancia que los separaba de la costa y observando el destello en la pantalla del radar. Issa seguía a cargo del timón, pero ahora se encontraba en la cabina del capitán, junto a Sepah. Fitz y Sepah barrían con los gemelos todo el campo visual. Finalmente, a una distancia de seis millas, Fitz descubrió una nave:

—¡Es una gran cañonera! Es demasiado, sin duda, para nosotros.

Sepah ordenó a Issa que cambiara el rumbo, alejándolo a la derecha, casi directamente hacia el Sur, para ver si eludían a la cañonera que se les aproximaba.

—Lo más probable es que aún no puedan vernos, dado el tamaño de la pinaza. Veamos cómo reaccionan a nuestro cambio de rumbo.

Después de diez minutos de seguir el nuevo rumbo, Fitz pudo comprobar, a través de los gemelos, que el gran navío también giraba hacia el Oeste, a la izquierda, en un intento por cerrarle el paso a la pinaza. El destello sobre la pantalla del radar mostraba también que la cañonera había rectificado su curso inicial.

—Cambia la trayectoria y enfila hacia el Oeste —ordenó Sepah, de repente—. ¡A toda máquina!

Issa hizo girar el timón, la pinaza describió un ángulo muy agudo, torciendo sobre sí mismo para volverse hacia la izquierda y marchar de nuevo hacia el Norte, alejándose del navío indio, y, al mismo tiempo, hacia el Este, aproximándose paulatinamente a la costa. Una vez corregido el curso, Issa empujó las tres manivelas, dándoles toda la presión a las espitas: la embarcación de madera tembló y pareció saltar hacia delante en el momento en que los tres poderosos motores «Diesel» empezaban a trabajar a plena potencia.

—Ahora te darás cuenta de por qué gastamos tanto dinero en comprar los mejores motores «Diesel» —dijo Sepah, observando cómo el navío de guerra cambiaba otra vez su curso, al tiempo que la pinaza prácticamente volaba en su huida—. Fitz, encárgate de la radio, a ver si puedes captar alguna señal.

Fitz empezó a manipular el dial de los receptores, tratando de captar alguna señal de radio procedente del buque perseguidor. Treinta minutos después, la cañonera se había perdido de vista en el fondo del horizonte, y el destello en el radar retrocedía a gran velocidad hacia los extremos de la pantalla. Ahora, con la noche cubriendo el océano, la pinaza se encontraba de nuevo a salvo, al menos por el momento.

—No capto ninguna señal —dijo Fitz, con tono de queja—. ¡Maldita sea! Me gustaría haber recogido con vida a los dos supervivientes. Haroon podría haberse divertido torturándolos todo lo que hubiese querido, para que lo dijeran cuál es el SOI del servicio de guardacostas de la India —dijo Fitz, y percatándose de que Sepah lo miraba sin entender, agregó—. Sí, SOI,

Signal Operating Instructions (Instrucciones sobre señales de transmisión).

—Puedes apostar lo que quieras a que las radios estarán emitiendo señales por todo el mar de Arabia, solicitando que se busque a un barco contrabandista que marcha rumbo Noreste y a gran velocidad —Sepah—. Verás cómo los engañamos.

Sepah ordenó mantener el rumbo durante otra media hora, hasta mucho después que el buque de guerra indio hubiera desaparecido de la pantalla del radar. Entonces comprobó la hora en su reloj.

—Van dos mil doscientas horas, faltan dos horas para la medianoche. Ahora modificaremos el rumbo, y en cuatro horas más nos encontraremos frente al punto concertado para la cita, a treinta kilómetros al norte de Bombay. Tengo la esperanza de que todas las unidades de la Marina y del servicio de guardacostas calculen que vamos a continuar nuestra fuga en la dirección anterior y, por tanto, que se dediquen a buscarnos al norte de este lugar.

Sepah dio las órdenes pertinentes a Issa y, una vez más, la pinaza giró en redondo, modificando el curso, que antes era en dirección Nordeste, a una ruta hacia el Sudeste, en línea recta con el punto en el que el oro sería entregado a la organización receptora que Sepah había montado en la India. En aquellos momentos, no se podía pensar siquiera en dormir. Fitz observaba en tensión el radar mientras el

nakhouda mantenía la pinaza en su nueva ruta hacia Bassein, a treinta kilómetros de Bombay. De vez en cuando, Fitz salía a cubierta y paseaba por delante de la cabina de mando y la cabina del capitán.

—¡Qué bien funcionan los motores, Sepah! —dijo Fitz cuando se cumplían ya tres horas de marcha hacia el lugar de la cita, al norte de Bombay.

—Para eso los he comprado. Ahora comprenderás por qué cargamos esos enormes depósitos de combustible. Pero aun así, el viaje de regreso, una vez nos hayamos alejado de la costa de la India, lo haremos a vela. Calculo que cuando nos encontremos con mi gente habremos gastado más de la mitad del combustible.

Ya hacía casi cuatro horas que marchaban rumbo al punto escogido para la cita, cuando Fitz divisó unas luces a la distancia, al sur del punto en que se hallaban: un resplandor amarillento teñía el horizonte.

—Allí está Bombay —dijo Sepah, señalando hacia el resplandor.

Parecía como si Issa llevara el barco directamente hacia las luces, a unas diez millas de distancia de la costa, según calculó Fitz. Se preguntó cuándo demonios aparecería la flotilla de barcazas encargada de salir al encuentro de la pinaza para aliviarlo de su cargamento de oro. Mientras se acercaban a tierra, a unos sesenta kilómetros por hora aproximadamente, Fitz no podía dejar de pensar en qué instante se detendrían. Diez minutos más tarde, estaban a menos de cinco millas de la costa y seguían marchando hacia delante a toda velocidad.

—¿Cuándo nos detendremos? —preguntó mirando, inquieto, a Sepah.

Por primera vez en aquel viaje, Sepah no supo qué responder. Seguía mirando fijamente hacia delante, con el rostro sombrío. Cada dos minutos, la pinaza acortaba en una milla la distancia que lo separaba de la costa. Y, sin duda, ya se encontrarían bien adentro de la franja de agua controlada legalmente por los servicios de guardacostas de la India; y la pinaza seguía acercándose a tierra.

Lentamente, el

nakhouda empezó a reducir la potencia de los motores, y la pinaza se movió a una velocidad de apenas doce nudos. Ya no se encontraban a más de dos millas de la costa, y, sin embargo, seguían avanzando.

—¡Eh, Sepah! —gritó Fitz, sin poder ocultar la agitación que lo embargaba—. Creía que íbamos a permanecer fuera de las aguas territoriales de la India y que las barcazas vendrían hasta nosotros.

—No en este viaje, Fitz —respondió Sepah, sin apartar los ojos de la penumbra que se cernía ante ellos.

A los pocos instantes, una luz empezó a parpadear en la costa y, de inmediato, Issa cambió el curso de la pinaza enfilándolo en línea recta hacia la luz. La pinaza se movía lentamente, pero seguía avanzando. Fitz comprobó que habían entrado en una caleta. Tierras escarpadas se erguían a ambos lados de la embarcación. Se encontraban bien adentro del subcontinente indio. Fitz comprendió que se hallaban en un lugar peligroso, donde habría que luchar mucho para poder escapar. En su interior reconoció que estaba vergonzosamente asustado. Una cosa era morir peleando en alta mar, y otra muy distinta ser capturado en suelo indio in fraganti delito de contrabando. Además, no cabía duda de que la Marina de la India relacionaría la pinaza, fuertemente armada, con la desaparición de la lancha patrullera del servicio de guardacostas. Sin embargo, como no podía hacer nada más que disponerse a aguantar lo que viniera, Fitz intentó dejar a un lado todos sus temores y dedicarse a observar lo que se desarrollaba ante sus ojos.

La pinaza se detuvo por fin y empezó a moverse a la deriva dentro de la caleta. Issa no dio órdenes de que se arrojara el ancla, sino que prefirió mantener estable la posición del barco, manipulando la palanca de uno de los motores y llevándola de adelante atrás. Fitz aprobó la maniobra de Issa, pensando: «Al menos podremos darnos a la fuga de inmediato, cuando llegue el momento».

Una pequeña barcaza se aproximó a la pinaza, se colocó a su lado y, al poco rato, un hombre saltó a la cubierta de la embarcación de Sepah. El recién llegado y Sepah se estrecharon la mano y empezaron a hablar en inglés, que seguía siendo el lenguaje universal de los diplomáticos, los guerreros y los ladrones. Sepah, sin presentar a Fitz ni al resto de la tripulación, empezó de inmediato a trasbordar las túnicas cargadas de oro desde la pinaza a la barcaza. Sepah y el receptor seguían hablando.

El receptor hizo señas a dos de sus hombres que, a los pocos instantes, trasladaron de la barcaza a la pinaza una enorme maleta.

—Como podrá comprobar, los cheques y el dinero que hay en la maleta cubren más o menos la mitad del precio estipulado por el cargamento, una vez desembarcado en la India —dijo el receptor.

—El resto lo recibiremos a través de los conductos normales de los Bancos, cosa de la que se encargarán nuestros agentes —dijo Sepah, haciendo un aparte para dirigirse a Fitz.

—Exacto —confirmó el receptor—. Sin embargo, tengo aquí mismo, en la playa, cuarenta toneladas en barras de plata, que sería conveniente que usted cargara en su barco. Comprendo que es una petición poco comente, y que no es costumbre que regrese usted con un cargamento de plata; pero de esta forma quizá nos evitemos un retraso de tres meses largos en hacer llegar hasta usted todos los pagos.

—¿Tienes los hombres suficientes para cargar la plata antes de que amanezca? —preguntó Sepah.

—Por supuesto.

—Entonces, empieza a moverte. Descargaremos el oro por estribor y cargaremos las barras de plata por babor.

—Yo no tengo ninguna prisa por cobrar mi parte —dijo Fitz—. ¿No sería lo mejor que nos marcháramos en seguida?

—Podremos cargar sin dificultades cuarenta toneladas en barras de plata y, además, en este viaje en particular, me interesaría enormemente regresar a Dubai llevando a bordo la mayor cantidad posible de nuestros beneficios. La pasta, si me permites la expresión, la recibiremos más tarde.

Pero, de esta forma, a los pocos días de nuestro regreso, todos los inversores habrán recobrado lo que invirtieron y, además, habrán recibido más o menos la mitad de sus beneficios netos, algo que rebasa ampliamente lo que podrían haber esperado de haber invertido su dinero en cualquier otro negocio.

Sepah miró expresivamente a Fitz, y siguió hablando, en otro tono.

—Asegúrate de que los cañones y las demás armas están a punto. Todavía es posible que tengamos que luchar para abrirnos paso y salir de aquí. Por más que hayamos descargado el oro, el servicio de guardacostas de la India confiscaría la embarcación, el cargamento y todos los documentos negociables que llevamos a bordo.

»Además, nos meterían en la cárcel por un largo período, en caso de que pudieran cogernos con vida.

Sepah se alejó para supervisar el trabajo de descarga del oro y de carga de las barras de plata.

Fitz vio que sus tres artilleros estaban de pie, a su espalda, esperando órdenes. Envió a Mohammed y a Khalil a la cabina de mando para que se encargaran de las ametralladoras de calibre treinta, por si hacían falta, y, acompañado por Juma, bajó a la bodega. Con ayuda de Juma, Fitz abrió las troneras dispuestas a ambos lados de la embarcación, con lo cual una fresca brisa empezó a correr por la bodega, para alivio de los tripulantes, que seguían transportando las túnicas cargadas de barras de oro.

Fitz introdujo un tambor en la recámara de cada uno de los cañones. Todo lo que habría que hacer sería empujar con la mano el cerrojo que accionaba la carga, para que las armas empezaran a sembrar la destrucción, si la pinaza fuera atacada.

Fitz subió apresuradamente a la cubierta de popa para comprobar si Mohammed se hallaba ante las ametralladoras del calibre treinta. Colocó las dos cintas de balas en las armas, y las dejó a punto.

—Ocurra lo que ocurra —le dijo Fitz—, no empieces a disparar hasta que recibas órdenes concretas del capitán o de mí. Te mandaré a alguien para que te ayude.

Fitz regresó a cubierta, dispuesto a quitarle a Haroon la ametralladora. Lo encontró en su postura acostumbrada, cerca de la proa, abrazado a la ametralladora y esperando recibir la orden de desembarcar.

Con mucho tacto, Fitz consiguió que el asesino indio le entregara el arma. Después de todo, no iba a pasear por Bombay con una ametralladora al hombro.

Cargar las cuarenta toneladas en barras de plata les llevó toda la noche, mientras que descargar las barras de oro, apenas duró más de una hora. Fitz se mantuvo cerca de Sepah en todo momento, aprendiendo cada vez un poco más respecto al contrabando de oro.

Fitz advirtió que, junto con las barras de plata, cargaban muchos sacos de arpillera, llenos a reventar. Calculó que un mínimo de sesenta sacos de ese tipo —cantidad que podía llegar incluso a cien— se encontraba ya almacenada en las bodegas, junto con la plata.

Sepah advirtió que Fitz seguía con la vista el último de los sacos en el momento en que era trasladado a bordo. El contrabandista no pudo contener la risa.

—Ya te dije, Fitz, que me las había apañado para hacer ciertos arreglos que redundarían en nuestro beneficio.

—La verdad es que nunca me imaginé que me vería involucrado en el tráfico de drogas —replicó Fitz, secamente—. ¿Qué es? ¿Hachís?

—El mejor, el más puro —confirmó Sepah—. Enviado directa y especialmente de Katmandú para este viaje. Un género que vale mucho más que su peso en oro, tanto en Europa como en América.

El receptor y Sepah discutieron el lugar en el que habría que ocultar las veinte toneladas de oro que acababan de ser descargadas. Finalmente, se decidió esconderlo entre los cimientos de un almacén abandonado en las afueras de Bombay, uno de los muchos escondrijos que Sepah había descubierto durante su estancia de un año en la India, para montar y organizar el sistema de contrabando y distribución de oro. Hasta el momento, no había sido utilizado aquel escondrijo.

Una vez que el receptor hubiera llevado el oro a su escondrijo, su única misión consistiría en ponerse en contacto con el síndico o representante, que, por lo general, era un abogado o respetable hombre de negocios indio interesado en ganar una gran suma de dinero ilegalmente. El representante podía cambiar el escondrijo del oro antes de disponer del mismo, o bien confirmar su escondrijo inicial, si le parecía lo bastante seguro. Sea como fuere, en dicho representante descansaba el secreto del lugar en que se hallaba el oro.

Sepah —al igual que todos los demás grandes contrabandistas— tenía a sus órdenes media docena de representantes, y cada cargamento era confiado a un representante distinto, por tumo, pues se presumía que incluso las corrompidas e ineptas autoridades indias podían acabar por sospechar de uno de los representantes, si comprobaban que traficaba constantemente con elevadas sumas de dinero. El representante tenía la responsabilidad de ponerse en contacto con el agente indio encargado de la comercialización del oro por todos los puntos del país. Este agente sería el que enviaría a sus hombres, vestidos con las túnicas especiales, a los distintos lugares donde hubiera compradores para la mercancía ofrecida. El agente recogía el dinero recibido de los ciudadanos y hombres de negocios indios hambrientos de oro —cuya fe en la rupia era inexistente— y lo entregaba, a su vez, al representante o apoderado, quien, a su debido tiempo, convertía aquel dinero en documentos negociables y lo enviaba, por último, al responsable de la organización en Dubai.

El dinero que el apoderado recogía de los agentes solía llegar en forma de cheques para viajero o de cheques personales pagaderos en libras esterlinas y en otras monedas extranjeras enviadas a la India por obreros indios y pakistaníes que trabajaban en Gran Bretaña y en otras partes del mundo. Los indios sabían que, en su país, cualquier moneda extranjera podía ser cambiada en rupias por lo menos al doble de su valor oficial: De esta forma, el Gobierno de la India perdía semana a semana varios millones de dólares en créditos de comercio exterior, dinero éste que entraba en la India y salía de ella sin haber aprovechado a la economía de la nación. De aquí el deseo del Gobierno de la India de terminar de una vez con el contrabando de oro.

Recoger esa heterogénea partida de moneda extranjera y enviarla a Dubai era misión de los agentes de Sepah. Los correos no tenían muchas dificultades en abordar un avión en Bombay llevando en una cartera los documentos negociables; que entregaban a Sepah tan pronto como llegaban a Dubai.

Pero Sepah y los demás hombres de su profesión, tropezaban a veces con algún agente deshonesto que les fallaba en el momento de enviarles el dinero, o les decía que lo había enviado, según lo convenido, pero que «algo debió de pasarle al correo». La mejor solución que había descubierto Sepah hasta la fecha para acabar con tales estafas era la de desenmascarar a sus agentes infieles, señalándolos como abogados u hombres de negocios que actuaban como representantes de contrabandistas de oro residentes en Dubai. Eso hasta que apareció Haroon.

Sepah y Fitz lo observaban en el momento en que el asesino indio abandonaba la nave junto al último cargamento de oro.

—La verdad es que traicionarme no da ningún fruto —comentó Sepah—. Pero la corrupción y la deshonestidad son tan comunes entre los funcionarios del Gobierno y los comerciantes y hombres de negocios de la India, son tan parte de la vida misma, que una o dos veces al año me veo obligado a hacer que mi gente no olvide que no conviene engañarme.

El sol ascendía ya en el cielo por detrás de las colinas que encerraban la caleta, cuando la pinaza, cargada de plata, empezó a alejarse cautelosamente. Issa, al timón, frente a las dos ametralladoras gemelas de calibre treinta, avanzó siguiendo la línea de la costa, para tener un mayor radio hacia el Norte, antes de virar al Noreste y enfilar la embarcación hacia el golfo de Omán y, por ende, fuera de todo peligro. Todos los ojos, a bordo de la pinaza, estaban clavados en el Norte, y el vigía, en lo alto del palo mayor, barría el océano con sus gemelos. El radar no serviría para nada hasta que la pinaza saliera a alta mar, puesto que la señal funcionaba sólo cuando no había obstáculos a su radio de acción; y aquí, los despeñaderos, que flanqueaban la caleta, impedían el funcionamiento del aparato.

Con el sol a sus espaldas —lo cual le daba al menos una leve ventaja—, la pinaza salió lentamente de la desembocadura de la caleta hacia el mar abierto y, simultáneamente, la pantalla del radar empezó a emitir destellos. Fitz, que estaba atento a la pantalla, oyó que la tripulación prorrumpía en gritos.

Aproximándose a la pinaza desde el Sur y desde el Norte, avanzaban dos lanchas patrulleras. Una fragata del servicio de guardacostas de la India se movía hacia ellos, lentamente, desde el Sur.

—¡Vamos a caer en los brazos de esos malditos hijos de puta! —exclamó Fitz—. Y aún hemos tenido suerte de que no se hayan metido en la caleta en nuestra persecución. Nos habrían embotellado.

—Hay diez o quince caletas iguales a lo largo de la costa —explicó Sepah—. No tenían más remedio que esperar a que saliéramos a mar abierto.

Sepah se enfrentó con

nakhouda.

—¡A toda marcha! —ordenó—. Rumbo Noreste.

Luego se volvió hacia Fitz:

—Podremos dejar atrás a la fragata, pero nos echaremos encima a las dos lanchas patrulleras —dijo.

Fitz se llevó los gemelos a los ojos. Vio a una de las lanchas patrulleras a unas tres millas de distancia en dirección Sur; la otra se encontraba más o menos a la misma distancia, aunque en dirección Norte. Ambas avanzaban para interceptar el curso de la pinaza. La fragata, a cinco millas de distancia en dirección Sur, tenía ya sus pesados cañones en posición de tiro.

—Lo mejor es que tratemos de evadirnos en zigzag —aconsejó Fitz.

Sepah sacudió negativamente la cabeza.

—Hemos de salir de aquí en línea recta rumbo al Noroeste —dijo, sonriendo amargamente—. Por otra parte, tendremos más posibilidades de que no den en el blanco si los dejamos apuntar. Los indios no pueden, no saben hacer uso de esas armas. Es más probable que nos alcance un obús por accidente, yendo de un lado para otro, que si mantenemos un curso fijo.

Fitz distinguió, a través de los gemelos, las potentes llamaradas de los cañones montados en la torreta de la fragata. Instantes después, primero uno y luego otro, dos proyectiles estallaban a popa de la pinaza, lanzando chorros de humo y agua. La andanada siguiente se hundió en el agua apenas a un par de cientos de metros de la pinaza, hacia babor.

—¡Maldita sea! Espero que estén en lo cierto sobre su eficacia de fuego —murmuró Fitz, alarmado—. Al parecer, las lanchas patrulleras han decidido hacerse a un lado para que la fragata tenga la oportunidad de hundirnos.

—Estamos fuera del radio de alcance de sus cañones —dijo Sepah, contemplando los surtidores de agua que levantaban los obuses—. Ahora nos encontramos en el límite de las tres millas, aunque eso ya no tiene ninguna importancia en estos momentos.

Las lanchas patrulleras, al comprobar que la presa estaba fuera del alcance de los cañones de la fragata, se lanzaron hacia la pinaza, una desde el Norte y la otra desde el Sur. «Lo mejor que puedo esperar son varios años en las cárceles indias», se dijo Fitz. No podía ni siquiera pensar en vivir junto a Laylah, si no conseguía salir, como fuera, de aquella trampa. Fitz pensó también en la carga de hachís que llevaban a bordo. Y en el hecho de verse involucrado en una acción de contrabando dentro del territorio de la India. Eso era algo muy distinto que ayudar a un patrón de barco amigo en sus intentos de proteger su nave y su cargamento de la piratería en alta mar. Fitz recordó también la advertencia que le hiciera Brian Falmey, el cual le había señalado que era frecuente que algún oficial británico viajara a bordo de las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India, en calidad de consejero.

—¡Vamos a tener que pelear! —gritó Sepah.

—Consideraré que nos encontramos en alta mar cuando hayamos dejado atrás el límite de las doce millas marítimas —replicó Fitz con firmeza—. Hasta ese momento, no dispararé un solo tiro. Una vez hayamos superado el límite de las doce millas, con mucho gusto haré volar en pedazos a los piratas que nos ataquen. Todo consejero británico que se vea mezclado en acciones de piratería, merece una lección.

Sepah miraba fijamente a Fitz, sin poder creer lo que había escuchado.

—Debes estar loco, Fitz. Te has vuelto loco. Si nos detienen con todas estas armas a bordo, pasaremos el resto de nuestras vidas en prisión.

—Puede ser. Pero tú no me dijiste que íbamos a entrar en territorio de la India con la pinaza. Y, por cierto, tampoco mencionaste nunca que íbamos a transportar un cargamento de hachís. Lo que yo acordé fue luchar contra piratas, en alta mar.

Sepah apretó fuertemente los labios mientras veía cómo la lancha patrullera se acercaba al balandro desde el Norte.

—Esa lancha podrá hacernos polvo con sus ametralladoras de calibre cincuenta.

—Entonces, vira hacia el Sur. A toda velocidad, podrás alejar la pinaza a diez o quince millas de la costa, antes de que la lancha consiga darnos alcance.

—Entonces marcharíamos en línea recta hacia la otra lancha patrullera y, además, nos pondríamos al alcance de los cañones de la fragata. ¡Y son cañones de tres pulgadas! —gritó Sepah—. ¡Fitz, hombre, por amor de Dios! ¡Trata de ver las cosas como son! Las lanchas patrulleras vienen una del Norte y otra del Sur a interceptar nuestro curso. Si no lo quieres perder todo, hasta la vida, baja de una vez a la bodega y empieza a usar los cañones. ¡Vamos! ¿O acaso quieres echarlo todo por la borda, a causa de unos principios sin sentido?

—Para mí tienen mucho sentido, Sepah. Legalmente, esas lanchas pueden detenernos dentro del radio de las doce millas. Una vez rebasado ese límite, si intentan detenernos cometerán un acto de piratería. Entonces, y sólo entonces, tendremos todo el derecho a luchar por proteger lo que es nuestro. Y mientras la fragata nos dispare, la lancha patrullera que está al Sur tratará de mantenerse fuera del alcance de los cañones de tres pulgadas.

Sepah miró a Fitz fríamente.

Ir a la siguiente página

Report Page