Dubai

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Segunda parte » Capítulo XXI

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—Si pudiera creer que tus tres artilleros son capaces de hacer este trabajo por sí mismos… —dijo.

Dejando la frase sin terminar, Sepah salió corriendo hacia la cabina de mando y, arrancándole a Issa el timón de las manos, lo hizo girar al máximo, haciendo que la pinaza enfilara ahora hacia el mar abierto, rumbo al Suroeste, alejándose del curso de intercepción de una de las lanchas patrulleras, pero penetrando directamente, otra vez, en el radio de acción de los cañones, de tres pulgadas, de la fragata, cañones que no vacilaron en disparar de nuevo.

Devolviéndole el timón a Issa, Sepah salió de la cabina de mando. Lleno de fría cólera, y dominando apenas la voz, rugió:

—¿Querrás bajar de una vez a la bodega y preparar los cañones? Siguiendo el rumbo actual, volveremos a ponernos al alcance de los cañones de la fragata. Las dos lanchas patrulleras están cambiando de rumbo, según podrás ver, para interceptarnos tan pronto como hayamos salido otra vez del radio de alcance de los cañones de la fragata. Eso, contando con la remota posibilidad de que los cañones de tres pulgadas —¡de tres pulgadas!— no nos alcancen. En ese momento, según mis cálculos, nos encontraremos ya más allá del límite de tus preciosas doce millas. Más bien nos hallaremos a unas quince millas de la costa. ¿Queda así satisfecha su sensibilidad, coronel?

Fitz asintió, moviendo la cabeza. Dio media vuelta, y mientras corría por la cubierta hacia la escotilla que comunicaba con la bodega, un obús de la fragata cayó lo bastante cerca como para hacer que la pinaza se estremeciera. Fitz se dejó caer por la escotilla y corrió hacia los dos cañones de veinte milímetros que había en la parte trasera. Khalil y Juma se encontraban de pie junto a los cañones. Fitz les puso una mano en un hombro a cada uno.

—Manteneos tranquilos. Conservad la calma.

La velocísima pinaza surcaba las aguas costeras de la India rumbo al Mar de Arabia otra vez, procurando alejarse del alcance de los cañones de la fragata. Pero ahora estaba completamente dentro del radio de acción de dichos cañones y a cada disparo se estremecía toda la pinaza. Pero Sepah mantenía inalterable su rumbo, a despecho de los proyectiles, que estallaban por todas partes en torno a la embarcación. Estaba demasiado ocupado y demasiado en tensión, tratando de alejar la pinaza de aquel diluvio de fuego, como para enfurecerse por el grave peligro que Fitz lo había forzado a correr. Minuto a minuto, mientras los pesados motores de la fragata funcionaban a todo gas tratando de mantenerlo dentro de su radio de acción, la velocísima pinaza de la mano de Sepah, se acercaba, paulatinamente, al límite de las doce millas.

La afirmación que había hecho Sepah respecto a la eficacia de tiro de los artilleros indios, se mostraba válida. Los proyectiles y balas caían por todas partes alrededor de la pinaza, delante, detrás y a ambos lados. Pero incluso en esos instantes, con la pinaza colocada que ni a propósito en la mejor situación para ser alcanzada, ni siquiera así conseguían los artilleros de la fragata india un blanco pleno que, instantáneamente, habría destruido aquella embarcación de madera, relativamente frágil.

Sepah conservaba inalterable el rumbo, transfiriendo alternativamente la mirada del cronómetro al compás, del compás al mar y del mar, de nuevo, al cronómetro. Un obús estalló lo bastante cerca como para sacudir a la pinaza violentamente. Un segundo obús, lo arrojó hacia el otro lado, aunque sin tocarlo.

En la bodega, Fitz y sus artilleros se sujetaban a las anillas de acero, tratando de afirmar las piernas mientras la pequeña embarcación se agitaba de un lado a otro.

Con la vista fija en el cronómetro, Sepah empezó a dejar que el timón corriera solo, cambiando el curso de la embarcación y enfilando de nuevo al Noroeste, de forma que ahora se alejaban poco a poco del radio de acción de los cañones de la fragata, aunque marchaban en línea recta hacia un choque directo con la lancha patrullera que intentaba cerrarles el paso por el Norte. Sepah comprobó que habían pasado exactamente ocho minutos desde que modificó el rumbo para eludir el fuego de las lanchas patrulleras dentro del límite de las doce millas marítimas. Al tiempo que se alejaba de la fragata, una bala de cañón estalló directamente donde habría estado la pinaza en ese momento de no haber cambiado rápidamente su curso. Sepah respiró profundamente, con alivio. Había conseguido colocar al balandro en un curso que se cruzaría con el que mantenía la lancha patrullera más al Norte, aproximadamente a unas doce o quince millas mar afuera.

Una serie de cañonazos estalló en el agua cada vez más cerca del balandro, al tiempo que éste alcanzaba su cota máxima de velocidad, en un desesperado intento por escapar del radio de acción de la fragata. Sepah maldijo en voz alta al ver los elevados chorros de agua producidos por los obuses, cada vez más certeros. Lo más probable era que alguno de aquellos consejeros británicos, al comprobar la ineptitud de los artilleros indios, hubiera tomado a su cargo los cañones. Eso pensaba Sepah.

En la bodega, mirando a través de la tronera para los cañones, Fitz divisó la lancha patrullera que se les acercaba a toda velocidad desde el Norte. Rápida, surcaba el agua para cruzarse en el camino del balandro de Sepah. Por el momento, el blanco era muy pequeño, puesto que la lancha avanzaba de proa hacia ellos. Dos artilleros indios se habían abierto ya paso hacia la parte delantera del puente de mando de la lancha, y se disponían a hacer entrar en acción las formidables ametralladoras de calibre cincuenta.

«¡Nunca más —se decía Fitz—, nunca más me dejaré involucrar en una situación como ésta! Yo, un norteamericano, un coronel retirado del Ejército de los Estados Unidos, que cobra actualmente una pensión, estoy a punto de echarlo todo por la borda, en un tris de perderlo todo». Mirando con los gemelos, calculó que la lancha se encontraría a mil quinientos metros, más o menos. Le pasó los gemelos a Khalil y echó una ojeada a su reloj de pulsera. En diez minutos estarían más allá del límite de las doce millas. Y entonces llegaría el momento de enfrentarse con la primera de las dos lanchas patrulleras. Repentinamente, la pinaza se salió de su rumbo, zarandeada violentamente:

un obús de cañón había estallado en un flanco de la embarcación, y una lluvia de esquirlas cayó sobre los hombres que se encontraban en la bodega.

Al cabo de unos instantes, la pinaza logró enderezarse, recuperando su rumbo.

—Abriremos fuego cuando se encuentren a nuestro alcance —ordenó Fitz.

Varios miembros de la tripulación habían resultado heridos por las esquirlas. El primer barco patrullero, convencido de que lo único que había que hacer era rematar de una vez a la frágil pinaza que se le enfrentaba, seguía navegando tranquilamente hacia ellos, a toda velocidad.

Cuando ya estaba a punto de inclinarse sobre las armas para abrir fuego contra la lancha, Fitz tuvo una repentina idea. Si no quería tener que hacer más viajes como aquél, lo mejor sería poder demostrar a todo el mundo que Khalil y Juma eran capaces de manejar perfectamente los cañones de veinte milímetros.

Una vez decidido, Fitz dio unos golpecitos a Juma en un hombro.

—Hazte cargo de los cañones —le ordenó—. Cuando Khalil te lo ordene, dispara.

Liberando de su interior una catarata de instintos asesinos, Juma asió las manillas de la plataforma, mientras sus dedos se movían ansiosos hacia el gatillo de los cañones. Juma apuntó a través de la mirilla calibrada, fijando la mirada en la lancha que seguía avanzando hacia ellos a toda máquina.

Fitz tuvo la sensación de que Juma, en su entusiasmo, tal vez gastaría municiones que en aquel momento resultaban preciosas. Puso una mano en el tenso hombro del joven.

—¿Distancia? —preguntó, dirigiéndose a Khalil.

—Dos mil quinientos, señor.

Fitz sonrió. El joven seguía observando fríamente la distancia a la que se encontraba el enemigo. De repente, la pinaza se escoró, y una catarata de agua penetró por la tronera en la bodega. Se abrió una grieta en el casco, a un lado del cañón. Uno de los miembros de la tripulación cayó hacia delante, sangrando por la cabeza.

—¡Listos! —gritó Fitz.

La fragata india, cuando ya casi se encontraban fuera de su radio de acción, lanzó un proyectil que casi dio de lleno en la pinaza. «Un par de metros más hacia aquí —pensó Fitz—, y nos estaríamos hundiendo».

—¡Fuego! —gritó Khalil, con enorme alegría, al tiempo que la pinaza volvía a enderezarse.

Ni Khalil ni Juma habían prestado la menor atención al ataque que la pinaza había sufrido desde el flanco opuesto. El joven árabe acariciando el gatillo, empezó a soltar andanadas alternativas, de tres a cinco proyectiles, con ambos cañones. Las armas se estremecían en la plataforma, pero Juma las mantenía apuntando hacia la lancha, cada vez más próxima. Fitz pudo observar, a simple vista, cómo se estremecía la lancha patrullera al recibir las descargas que disparaban los cañones manejados por Juma. Pese a todo, la lancha seguía avanzando hacia ellos a toda máquina.

Una vez más, Fitz se preguntó qué estaría pensando en aquellos momentos el capitán de la lancha patrullera. Ante sus ojos no había señal alguna de actividad hostil. No existía ni siquiera la más remota posibilidad de que el oficial indio al mando de la lancha hubiera sido advertido Jamás respecto a una posibilidad parecida a la actual. Por lo tanto, no había forma de que pudiera imaginar siquiera lo que le estaba ocurriendo a su embarcación. Y Juma, entusiasmado, seguía lanzando andanada tras andanada contra la proa de la lancha enemiga.

Fitz miró brevemente por la tronera y comprobó que la lancha que avanzaba hacia ellos desde el Sur estaba ya al alcance de sus cañones. Ahora, más que nunca, deseaba poder captar por radio las comunicaciones entre las dos lanchas y la gran fragata al mando de las operaciones. Después de aquel cañonazo que estuvo a punto de hundirlos, la pinaza no había corrido ningún peligro. Fitz supuso que en aquellos momentos la pinaza estaría ya fuera del alcance de los cañones de la fragata. Pero las dos lanchas seguían siendo una amenaza. Volviéndose hacia Juma, Fitz comprobó que el joven seguía disparando contra la lancha, que estaba cada vez más cerca —ahora, apenas a mil metros de distancia—, y los artilleros empleaban, impotentes, las pesadas ametralladoras de calibre cincuenta, que Juma aún no había puesto fuera de combate. Mas, al parecer, la lancha no marchaba ya a tanta velocidad como antes.

Por un instante, Fitz sintió la tentación de hacerse cargo de los cañones, al menos para inutilizar las ametralladoras de la lancha, antes que la pinaza se pusiera a tiro de las mismas. Pero, pensándolo mejor, rechazó la idea. Si los muchachos lo hacían todo por su cuenta, nunca más tendría que realizar un viaje de aquella naturaleza. Fitz puso una mano en un hombro de Juma, para indicarle que le prestara atención.

—Tienes que anular las ametralladoras calibre cincuenta —dijo Fitz, como un susurro, en el oído de Juma—. Tómate tiempo, apunta con todo cuidado, calcula una distancia de ochocientos metros y, ¡por Dios!, acaba de una vez con ellos.

Juma, con toda calma, apuntó bien y lanzó varias andanadas, de cinco disparos cada una.

Khalil, que lo observaba todo con sus gemelos, dejó escapar un grito de alegría. Fitz, le arrancó los gemelos de las manos y los enfocó hacia la embarcación enemiga. No había ni vestigios de los dos artilleros que manipulaban la pesada ametralladora y, además, el arma aparecía arrancada de su plataforma; caída sobre cubierta, estaba sujeta, al parecer, sólo por uno de los tres soportes que la mantenían sobre el pedestal. Fitz dio unas palmaditas a Juma en un hombro. Ahora ya era evidente que la lancha enlentecía su velocidad, aunque seguía avanzando hacia ellos.

A través de la tronera, Fitz vio que la otra lancha patrullera ya estaba perfectamente a tiro, aunque se hallaba bastante a popa de la pinaza. Iba a ser muy difícil poder alcanzarla disparando desde la tronera del costado. Fitz volvió a dar palmaditas a Juma y a Khalil en un hombro, antes de señalar, extendiendo un brazo, a la segunda lancha, lanzada en persecución de la pinaza.

Ahora la pinaza se hallaba fuera del alcance de los cañones de la fragata, la segunda lancha patrullera lo perseguía por detrás, aproximándose lenta, pero inexorablemente, ganando terreno minuto a minuto. Habría sido tentador disminuir la velocidad de la pinaza, dejar que la lancha se pusiera a tiro y hacerla volar por los aires con los cañones; pero con ello, la pinaza se habría colocado, a su vez, dentro del radio de acción de los cañones de la fragata, que de inmediato habría empezado a acosarlos con sus cargas explosivas. Lo más importante, por ahora, era escapar del grandullón. Tal vez las dos lanchas estaban en contacto, y sus capitanes habrían llegado a la conclusión de que la pinaza, de algún modo misterioso, estaba armada y disparaba. De todos modos, el capitán de la segunda lancha —la que aún se mantenía en persecución de la pinaza— no podría creer fácilmente que una pinaza de madera pudiese disparar contra su nave, ya que no había ninguna señal de que la pinaza llevara armas de ninguna clase.

Fitz señaló con un ademán la tronera del extremo de la popa de la pinaza. Luego golpeó con una mano la barandilla de protección que aprisionaba los cañones. No necesitaba hacer más indicaciones: Khalil quitó la tuerca que ajustaba uno de los ángulos de la barandilla, levantando el tubo de acero de modo que los cañones, con el silenciador acoplado, pudieran ser extraídos de la jaula de protección que los encerraba, para que no causaran daños irreparables en la propia pinaza. Luego retiró la tuerca del ángulo superior de la jaula, levantó la barandilla, y Juma colocó los cañones en la jaula trasera, al tiempo que Khalil reajustaba las tuercas de la misma. Juma estaba ya en condiciones de lanzar una dosis letal de su medicina contra la lancha que los perseguía implacablemente.

Con los gemelos, Khalil veía cómo se acercaba la lancha patrullera. Tan pronto como se puso a tiro, Khalil gritó. Juma apretó el gatillo, y los dos cañones gemelos de veinte milímetros empezaron a sembrar la destrucción, lanzando sus andanadas desde la parte trasera de la pinaza. De nuevo el blanco era pequeño y difícil, puesto que la lancha patrullera que los perseguía también avanzaba de proa hacia ellos; pero Juma consiguió acertarle con sus cargas explosivas, barriendo la cubierta y dando de lleno a la ametralladora de calibre cincuenta con un poderoso diluvio de balas, que la arrancó de la plataforma, al tiempo que los destrozados cuerpos de los dos artilleros caían pesadamente sobre el puente de mando. Juma siguió disparando sobre la nave perseguidora, hasta que ésta pareció inclinarse de popa y detenerse para siempre al nivel del agua.

Con las dos lanchas patrulleras fuera de combate, Fitz salió corriendo hacia la cubierta principal, en el momento en que el palo mayor de la pinaza se inclinaba hacia delante sujeto por los cables y la cabina de mando se abría por los cuatro costados, dejando al descubierto las dos ametralladoras gemelas de calibre treinta. Sepah modificó el rumbo de la pinaza, guiándola directamente hacia la lancha que los había perseguido hasta poco antes y que ahora se hundía inexorablemente. A una orden de Sepah, Mohammed empezó a barrer la cubierta de la lancha enemiga con el fuego de las ametralladoras, acabando con varios guardias costeros que trataban de abandonar la nave, la cual partida por la mitad, hacía aguas rápidamente. La otra lancha hacía un desesperado esfuerzo por alejarse de la pinaza y emprender la huida; pero no bien se hubo convencido de que no quedaban supervivientes en la lancha hundida, Sepah se lanzó en persecución de la que intentaba huir. En pocos instantes se encontró la pinaza lo bastante cerca como para que el fuego graneado de las ametralladoras gemelas de Mohammed barriera la cubierta de la lancha sin dejar ni vestigios de vida. Los indios ni siquiera intentaron disparar las ametralladoras de calibre treinta, ya que se hallaban expuestas al fuego implacable que disparaba Mohammed desde la pinaza.

Sepah hizo dar una vuelta en torno a la lancha patrullera que ya empezaba a hundirse, buscando cualquier posible superviviente. Pero no quedaba nadie con vida entre los restos de la embarcación, y si había alguien, seguramente preferiría hundirse con su barco, antes que salir a la superficie para que lo hicieran picadillo.

Lentamente, Fitz atravesó la cubierta y subió al puente de popa. Sepah lanzaba gritos de victoria, la mirada hacia lo alto, siempre sosteniendo el timón. Como hipnotizado, Mohammed seguía lanzando andanadas contra la nave que se hundía.

—¡Sepah! —gritó Fitz—. De aquí a un minuto estaremos a tiro de los cañones de la fragata. ¡Salgamos pitando de aquí!

Sepah lanzó una mirada hostil a Fitz.

—No queremos que quede ningún superviviente que pueda informar sobre lo nuestro, ¿verdad?

Rápidamente hizo girar el timón, poniendo de nuevo rumbo Noreste, con los tres motores funcionando a todo gas. Fitz bajó otra vez a las bodegas y observó cómo Juma y Khalil, con gran eficiencia, empezaban la laboriosa tarea de limpiar los cañones de veinte milímetros, cubriéndolos con paños engrasados, para luego cerrar las troneras.

El hombre herido por la metralla yacía sobre cubierta. Le habían vendado adecuadamente la cabeza. Aparte una zona de cubierta que había sido arrancada de cuajo, la pinaza se encontraba en buenas condiciones y avanzaba suavemente por el mar de Arabia, alejándose poco a poco de las costas de la India. Una vez en alta mar, había pocas posibilidades de que una embarcación de mayor tamaño de las lanchas patrulleras pudiera interceptar la pinaza. Por otra parte, los artilleros de Sepah habían demostrado que podían deshacerse de las lanchas patrulleras del servicio de guardacostas de la India, sin demasiadas dificultades.

Al tiempo que avanzaban mar adentro, Sepah iba reduciendo la potencia de los motores. Había que ahorrar todo el combustible que se pudiera. La velocidad ya no era primordial, a menos que se vieran amenazados de nuevo por las lanchas patrulleras, mar adentro.

Desde el momento en que Fitz, hacia el alba, se había negado a abrir fuego contra las naves del servicio de guardacostas de la India, él y Sepah no habían vuelto a hablarse. Ahora, cuando iba oscureciendo, y la pinaza, gobernada por Issa, su

nakhouda regular, seguía su rumbo plácidamente, tendría que producirse la inevitable confrontación. No quedaba otro remedio, teniendo en cuenta que Fitz y Sepah compartían un camarote.

Fitz no sentía más que alivio al comprobar que acababa de escapar a una situación que había estado a punto de ser fatal. También le parecía poder justificarse ante sí mismo. Había obrado rigurosamente de acuerdo con las leyes internacionales, aun corriendo el riesgo de perder la fortuna que le proporcionaría aquel viaje, amén de su vida y la de todos los miembros de la tripulación. Habría sido muy fácil mantenerse fuera del alcance de los cañones de la fragata y hacer saltar por los aires a las dos motoras que los acosaban…

—Buenas noches —dijo Fitz al entrar en la cabina.

Sepah movió la cabeza silenciosamente, en señal de saludo. El sirviente encargado del café se acercó a Fitz y le ofreció una taza. Fitz la cogió y sorbió la hirviente y fragante infusión. Sepah le seguía mirando sin decir una palabra. Finalmente, para romper un silencio tan embarazoso, Fitz señaló:

—Había que hacerlo, a mi manera. Ninguno de nosotros es un asesino… O al menos así lo creo —agregó.

Sepah movió afirmativamente la cabeza. Al menos era una forma de responder.

—Opino que te tendrías que sentir tan aliviado como yo por haber podido salir de las aguas territoriales de la India. Tengo la conciencia tranquila, al pensar que sólo cuando empezaron a perseguirnos ilegalmente, entonces, y sólo entonces, porque tenían la evidente intención de abrir fuego contra nosotros, sólo entonces, repito, y porque era inevitable, nosotros disparamos primero.

El hosco semblante de Sepah se iluminó con una débil sonrisa.

—Ahora que estamos lejos y a salvo, puedo aceptar tu punto de vista e incluso compartirlo, aunque sé con absoluta certeza que ellos no obedecen más leyes que las que adoptan. Ya viste con tus propios ojos cómo la primera lancha patrullera se disponía a interceptarnos en aguas internacionales.

—Es verdad. Pero ahora podré emplear mi parte de las ganancias sabiendo que no he asesinado a nadie para obtener ese dinero. Si había un inglés en alguno de esos barcos, debió ordenar a los indios que se detuvieran, una vez superado el límite de las doce millas.

—Tal como te he dicho, Fitz, ahora puedo permitirme el lujo de estar de acuerdo contigo —dijo Sepah, al tiempo que una gélida mueca surcaba su rostro—. Algo muy distinto pensaría si en estos momentos nos encontráramos en alguna prisión de la India, y hubiésemos perdido todas nuestras riquezas.

—Yo estaba decidido a que ninguno de nosotros saliera con vida de aquello, pues es preferible morir, a dar con los huesos en una de esas cárceles —replicó Fitz.

—¿Ves? Un hombre tan sensible como tú no puede meterse en esta clase de negocios. A propósito, Fitz: Tengo otra pequeña sorpresa para ti.

Fitz levantó la mirada, alarmado.

—¿De qué hablas, Sepah?

—Ya verás. Se trata, simplemente, de un pequeño beneficio adicional.

—Esto me recuerda —opuso Fitz— que puedes quedarte con la parte que hayas pensado reservarme del cargamento de hachís.

—Con sumo placer —replicó Sepah, burlón.

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