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Tercera parte » Capítulo XXIX

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A mediodía, Fitz invitaba a Marie a tomar un aperitivo antes del almuerzo. Al parecer, su estrategia de no elegir un abogado que lo representara «confío implícitamente en

Mr. Ruttberg», dijo, funcionaba maravillosamente. Sabía que no debía haber pagado el anticipo de cinco mil dólares antes de que el divorcio estuviera consumado, pero ese gesto de ingenuidad había complacido a Ruttberg y, por lo tanto, también a Marie.

Ruttberg debió de convencerse de que Fitz era el más estúpido teniente coronel que jamás se hubiera retirado involuntariamente del Ejército, puesto que Fitz aceptó enviar los cheques de su pensión directamente al despacho de Ruttberg y, después de una larga discusión, también aceptó aumentar hasta dos tercios íntegros de su pensión la parte correspondiente a Marie y a su hijo. Y además, Fitz había aceptado entregar una cuota de veinticinco dólares mensuales a Ruttberg en pago por hacerse cargo de la recepción y el traslado del dinero.

En todo lo que Fitz poda pensar era regresar cuanto antes a Teherán llevando la anulación de su matrimonio en el bolsillo. Había obtenido el derecho para visitar a su hijo y para que éste lo visitara en cualquier punto de los Estados Unidos en que pudiera encontrarse. Fitz, resignado, comprendió que tendría que esperar que Bill creciera para poder verlo de nuevo. Pero Marie había hecho todos los arreglos para que Fitz pudiera visitar a su hijo en la Academia Militar de Valley Forge. De cualquier modo, tendría que trasladarse a Filadelfia para visitar a los padres de Laylah.

—Malo, muy malo —murmuró Marie, con la vista fija en su

manhattan.

—Durante muchos años supimos que éste era el mejor camino —dijo Fitz—. No servía de nada seguir el camino de antes. Pronto conocerás a alguien que te convenga más que yo, si es que ya no lo conoces.

Las cosas no son tan fáciles, Fitz.

—Te gustará Santo Domingo —dijo Fitz, sabiendo que era un comentario absurdo—. En un par de días te convertirás en una mujer libre. Y, a propósito, te agradezco que me lo hayas solucionado todo para que pueda ir a visitar a Bill.

—Espero que trates de volver y que lo veas más a menudo.

—Lo intentaré, por supuesto, pero el viaje es muy costoso.

—¿Por qué no te quedas por aquí y consigues algún trabajo?

—Me siento más a gusto con los árabes que aquí, más que en mi propia casa. Y con sólo un tercio de mi pensión para mantenerme, la verdad es que me conviene volver a aquella parte del mundo, donde la vida es mucho más barata. Conseguiré un puesto trabajando a las órdenes del jeque.

—En cierta forma no me parece correcto, un norteamericano haciendo de sirviente de uno de esos jefes de tribu, semisalvajes.

—Supongo que soy diferente a la gran mayoría de los norteamericanos.

Esa misma tarde, Fitz llamó a los padres de Laylah para comunicarles que podría ir a verlos ese fin de semana, siempre que ellos no pusieran objeciones. Con ese acento encantador que tenía, la madre de Laylah le pidió que la llamara Maluk, y no

Mrs. Smith. Dijo que ella y Hoving lo aguardarían ansiosos y que lo esperaban para cenar el viernes por la noche. Fitz les explicó que alquilaría un coche para trasladarse hasta Pensilvania. Luego pasó el resto de la tarde tratando de dormir. Para la noche, Dick Healey le había preparado una gran función.

En los muchos años que Fitz había vivido en Washington o en sus alrededores, nunca había visitado el «Silver Slipper». Dick había escogido aquel lugar para su entrevista porque, explicó, no bien Fitz se hubo sentado en una silla junto a él en la mesa del rincón, porque era el lugar menos adecuado para concertar una entrevista. Cualquiera que los viera diría que eran sólo un par de amigos divirtiéndose un poco y tonteando con las chicas. Una encantadora criatura se aproximó a la mesa y se puso a revolotear sugestivamente después de haber anotado el pedido de copas.

—¿Cómo te llamas, cariño? —le preguntó Dick.

—Mia —respondió la chica—. Ésta es mi mesa.

Tenía un atractivo acento latino.

—En seguida les traigo sus

whiskies con soda —agregó.

Ambos observaron a la chica mientras se alejaba de la mesa.

—Okey, Dick —dijo Fitz—. Me gusta el escenario, ¿pero por qué has elegido justo este lugar?

—La verdad es que algunos congresistas que intentan hacerse un nombre entre los liberales a veces nos vuelven locos investigando a la Agencia. Es posible que algunas de las sugerencias que escucharás esta noche parezcan impropias o inadecuadas. Ya entiendes, el hecho de que la Agencia le pida a un hombre de negocios privado que trabaja en el extranjero que colabore un poco con nosotros, eso puede sonar muy mal. De esta forma, siempre podremos decir, sin faltar a la verdad, que nunca mantuvimos ningún contacto contigo excepto en una ocasión en que nos citamos para divertirnos un rato en el «Silver Slipper» —dijo Dick, alzando una mano y moviéndola hacia la entrada del

night-club—. Ya ha llegado Abe. Pronto se pondrá a trabajar en la zona del golfo Pérsico, más allá de Beirut.

—Entonces lo mejor que puede hacer es empezar a llamarlo el golfo de Arabia —comentó Fitz.

Fitz giró en redondo en su asiento y distinguió a un hombre joven y atezado que se acercaba a ellos. Fitz pensó que tenía aspecto de libanés.

—Hola, Abe, me alegra que hayas podido reunirte con nosotros —dijo Healey—. Quiero presentarte a un viejo compañero de Saigón, Fitz Lodd. Fitz, aquí tienes a Abe Ferutti.

Abe se sentó en el momento en que Mia regresaba. La chica puso una copa frente a Fitz.

—¡Hola, preciosa! —exclamó Abe—. Yo también tomaré uno de ésos.

—Fitz está con nosotros —dijo Dick, que había observado la preocupación de Abe por la camarera latina—. ¿Qué tal las chicas en Beirut?

Abe apartó los ojos de Mia.

—Demasiado caras. Tengo pensado siempre importar algunas chicas francesas. Esos productores de petróleo llegan allí con enormes cantidades de dinero y estropean a las chicas, que ya no se acercan a los peones mal pagados como yo. —Volvióse hacia Fitz—: Dick me lo ha contado todo respecto a ti. Si puedes conseguir que un par de rubias trabajen para ti en ese club que piensas montar en los Estados de la Tregua, si es que consigues todos los permisos, yo puedo enviarte por lo menos una, mejor que cualquiera de las que ves por aquí.

—Si habla inglés y árabe, y vosotros, chicos, queréis que entre, por mí no hay problemas.

—Nos veremos en Beirut, Fitz. ¿Cuándo piensas regresar?

—Espero solucionar los trámites de mi divorcio la semana próxima. Entonces, si Dick no tiene nada para mí, creo que me pondré en marcha. Tengo que arreglar unos asuntos referentes a unos negocios petrolíferos en Nueva York.

Dick le echó una ojeada a su reloj.

—Pronto se reunirá con nosotros Big Luke Boless, ahora brigadier general Boless. Quiere volver a ver a Fitz. No puedo entender cómo se las arregló para lograr tan pronto el generalato.

—Siempre estaba lamiendo culos y adulando, en busca de estrellas y condecoraciones, allá en Saigón —declaró Fitz, y bebió

un largo sorbo de su vaso—. Ésa es una forma de llegar.

—Fitz —dijo Abe, con cierto tono de seriedad en la voz—, ¿todavía puedes disponer de esas armas que sacaste de Irán?

Fitz miró al agente, aparentando asombro y perplejidad. Abe sonrió forzado.

—Apareció en todos los periódicos. ¿O es que ya no te acuerdas?

—Y también apareció mi mentís a todas esas acusaciones absurdas que se le ocurrieron a un maldito chupatintas.

—Oye, Fitz —dijo Dick, dándole un codazo—. Abe y yo hemos hablado largamente de ti.

Fitz se encogió de hombros.

—Por supuesto. Sé dónde están esas armas cuando no se hallan montadas en cierta nave muy veloz.

Fitz miró a Abe.

—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió.

—Sólo quería saberlo, como referencia ante cualquier posible eventualidad. ¿Participarías de un modo operativo, si te necesitáramos?

—Me parece que os costará mucho trabajo convencerme. ¿Queréis información? Pues bien, os ayudaré con todos los medios a mi alcance. Pero ¿acción abierta? No. Ya he tenido bastante y no quiero insistir.

—No creo que haya que recurrir a ninguna acción de ese tipo —intervino Dick.

—Fundamentalmente, lo que buscamos es información —confirmó Abe—. Una vez que salgamos de Vietnam, nos espera en Omán una insurrección. Si los comunistas triunfan, nos encontraremos ante un grave problema. El petróleo que utilizamos actualmente procede de esa zona. Con los británicos abandonándolo todo y los árabes alegremente desinteresados de cuanto puedan hacer los rusos y los chinos, la subversión va a experimentar una vertiginosa escalada.

—Esa noticia no es nueva —señaló Fitz.

—Pero sí es nuevo que están cerca de lograr sus objetivos. ¿Conoces a un francés llamado Jean Louis Serrat?

—Sí. Está metido en negocios de petróleo y en tráfico de armas, ¿no?

—Exactamente. Y no le importa dónde ni a quiénes vende sus armas, siempre que pueda hacer negocios que redunden en beneficio de la industria del armamento francesa. E, incidentalmente, aunque no entre de lleno en nuestro terreno, te diré que gran parte de sus ganancias en el negocio de las armas las invierte en contrabando de morfina. El siguiente paso será la heroína. Y el siguiente, las venas de la juventud de América.

—¿Qué queréis que haga?

—Por ahora no puedo decirte nada. Te mantendremos informado. Lo que estamos tratando de impedir es que el petróleo empiece a escasear en América, lo cual muy bien puede ocurrir para 1976.

Otra camarera pasó cerca de la mesa.

—Lori —la llamó, Abe—, ven aquí.

—Esa mesa no me corresponde, Abe.

—En ese caso, me trasladaré a tu zona del local —replicó Abe, y, volviéndose a Fitz y Dick—. Muchachos, si supierais los nombres de los muchos personajes importantes de nuestro Gobierno que vienen aquí a acostarse con chicas, os cagaríais. Una vez, Mia se tiró a uno de nuestros presidentes.

—¿Tenéis un informador aquí dentro? —preguntó Fitz.

—Por supuesto. La CIA no puede confiar en J. Edgar[7] para obtener información doméstica.

—A propósito —preguntó Fitz—, ¿sabes hablar en árabe?

En correcto árabe clásico, Abe respondió:

—Sólo hay un Dios, y ese Dios es Alá, y Mahoma es su profeta.

—En seguida se enterarían de que no eres un árabe del Golfo —inquirió Fitz.

—Hombre,

cho tambén pue jablá d’otra foma —dijo Abe riendo, y en seguida empezó a expresarse en el dialecto áspero y poco cultivado que se emplea habitualmente en el golfo de Arabia.

Fitz estaba impresionado. Comprendía que se encontraba frente a una especie de super espía.

Se volvió hacia Dick:

—¿Qué me vais a proponer? Ya veo cómo puedo ayudaros: metiéndome en algún terrible problema, para acabar con las manos vacías. ¿Qué voy a sacar de todo eso?

—Mañana al mediodía, en el «Metropolitan Club», hablaremos del asunto.

—Y cabe la posibilidad de que yo sea destinado a formar parte de su equipo, embajador —opinó Abe, sonriendo.

Y, tras una pausa, agregó, metiéndose una mano en un bolsillo y sacando un pequeño ingenio electrónico del tamaño de una caja de cerillas, con un cable muy largo unido a un extremo:

—Mientras tanto, podríamos divertirnos. ¿Has visto alguna vez un chisme de éstos?

Fitz movió negativamente la cabeza.

—Es un transmisor en miniatura —dijo Abe—. Este cable es la antena. Te haré una demostración.

Abe se sacó de uno de los bolsillos un rollo de cinta adhesiva y fijó el transmisor bajo la mesa; guardó la antena colgando junto a una de las patas.

—¿Una «chinche», eh? —murmuró Fitz.

En efecto. Ahora, esta mesa está «intervenida». —Abe se volvió hacia Dick—. ¿Cuándo vendrá Boless?

—Ya debería estar aquí —respondió Dick.

Abe hizo señas a Mia para que se acercara a la mesa.

—Escucha, ricura, estamos esperando a un amigo que va a llegar de un momento a otro. El general Boless. Tráelo a esta mesa y muéstrate tierna con él, ¿entiendes?

—Sí —respondió la chica—. Aún es temprano. No estoy demasiado ocupada.

—Sentémonos ahora en aquel rincón, bien lejos de esta mesa.

Se pusieron de pie. Fitz y Dick siguieron al agente hasta una mesa desocupada, en el extremo opuesto del

night-club. De un bolsillo interior del chaleco, Fitz se sacó una radio de transistores en miniatura. La colocó en la mesa ante él al tiempo que una chica pelirroja se les acercaba.

—¿Han decidido cambiar de mesa? —preguntó—. Me llamo Lori.

—Hola, Lori. Soy Abe. ¿No te acuerdas de mí?

—¡Es tanta la gente que viene por aquí! —respondió Lori, en tono de disculpa—. De todos modos, me alegra que hayáis venido a mi mesa. Hay poco movimiento esta noche. ¿Qué les sirvo?

Los tres pidieron

whisky con soda. Abe se llevó al oído el pequeño transistor, escuchó y sonrió.

A Fitz le empezaba a gustar la pelirroja Lori cuando el grandote y pesado general, vestido de paisano, hizo su entrada en el club.

—Ahí está. Ahora esperemos que Mia desempeñe bien su papel —dijo Abe.

Observaron a Boless, que preguntaba algo al jefe de camareros, y de inmediato era conducido a la mesa que ellos acababan de abandonar. Mia lo estaba aguardando. Abe le pasó el transistor a Fitz, que se lo llevó a un oído.

—Hola, general —dijo Mia. Fitz pudo oír claramente el saludo a través del micrófono—. Su amigo regresará en seguida. Me dijo que me hiciera cargo de usted.

Todos pudieron observar la lujuria en el rostro del general. Sus palabras surgieron con toda claridad por el receptor.

—Querida, apostaría todo lo que tengo a que eres muy capaz de hacerte cargo de mí.

—Desde luego, general —confirmó Mia.

La chica se empleaba a fondo, y Boless se tragó el anzuelo.

—Lo que quiero está aquí: eres tú. No necesito esperar a mis amigos. ¿Puedes salir pronto? Sólo me quedan un par de días de permiso en la ciudad antes de regresar a Saigón.

—Lo siento —replicó Mia, apenada—, pero tengo que quedarme aquí hasta la una de la madrugada.

—Te esperaré, si crees que puede valer la pena —sugirió Boless, probando fortuna—. ¡Qué no daría yo para que me hiciera compañía una pequeña y adorable latina como tú!

—No tengo planes para después del trabajo. Uno de sus amigos sugirió que yo y él podríamos salir.

—Oye, preciosa, ¿no se tratará de un tal coronel Healey? Es casado. Ni siquiera sabe lo que quiere decir la palabra

swing. No sé quién más estaría con él, pero lo mejor que podrías hacer es salir conmigo.

—Es usted un rifle, general, de veras —dijo Mia, estremeciéndose de manera seductora—. Es mucho más agudo que su amigo. ¿Quiere que le traiga algo para beber?

—Desde luego. Y, a propósito, ¿dónde diablos se han ido? —preguntó Boless, sonriendo a la muchacha, de manera lasciva.

Las intenciones de Boless eran evidentes, con solo verle la expresión. Fitz, Dick y Abe reían estruendosamente.

—No es que me importe —seguía diciendo Boless—. Tú y yo podríamos pasarlo muy bien si ellos no volvieran a aparecer por aquí.

Dick se puso de pie y, seguido por Abe y Fitz, se encaminó hacia la mesa en la que se encontraba el general.

—Siento desilusionarte, Luke. Pero supongo que, pese a todo, estarás a tiempo de pasar un buen rato con Mia esta noche.

Luke alzó la vista.

—¿Qué? ¡Oh! ¿Cómo va todo, Dick? Esta damita y yo estábamos hablando, simplemente.

—Es usted un rifle, general, de veras —dijo Dick, imitando a Mia—. Y, además, es mucho más agudo que todos sus amigos. ¿Vas a pedir ese trago o no?

—¡Qué demonios! ¿Habéis estado espiándome y oyendo todo lo que decía?

Dick tomó asiento al ver a Boless.

—¡Hola Fitz, azote de los judíos, bastardo verdugo de los indios! He estado tratando de ponerme en contacto contigo desde que me informé de tus andanzas por los periódicos.

—¡Hola, Luke! —exclamó Fitz, dándole la mano y tomando asiento—. Al fin has conseguido la gran estrella, ¿eh?

—Sí, al fin —dijo.

Entonces miró a Abe, y Dick se encargó de hacer las presentaciones.

—Tiene todo el aspecto de pertenecer a esa escuela de fantasmas de la que tú también formas parte —comentó Boless, y en seguida agregó—: Oye, ¿cómo os habéis arreglado para enteraros de todo lo que hablábamos mi pequeña damisela y yo?

Dick Healey metió un brazo bajo la mesa, despegó la «chinche» y se la enseñó a Boless.

—¿Ves, general? Nunca se puede saber si alguien te está oyendo. Un hombre en tu situación tendría que ser más cauteloso.

Boless cogió el transmisor y lo examinó.

—Se ve que es bueno. Podría utilizarlo, cuando vuelva a Saigón. ¿Quieres venderlo?

—Pertenece a Abe.

—¿Qué dice, Abe?

—Es un obsequio, general. Algún día podrá devolverme el favor. Tengo entendido que está usted a cargo del sistema PX, y que dirige Bien Hoa, la mayor instalación de Vietnam —dijo Abe, entregando la «chinche» y el transistor al general Boless—. Buen espionaje, general.

—¡Gracias, muchas gracias, Abe, de veras! —exclamó Boless—. Ya sé dónde voy a poner este chisme.

Fitz nunca había visto hasta entonces un aparatito tan perfecto. Desde la época en que él cumplía actividades de vigilancia, después de la guerra de Corea, se habían desarrollado muchos artilugios. Se preguntaba cuál sería el motivo por el que Abe Ferutti se había mostrado tan insistente en hacerle una demostración de aquel aparatito, en un

night-club. Tras cavilar un Instante, comprendió exactamente cuál era el juego de Abe.

Acercándose a Fitz, Abe dijo:

—Mantente en contacto con Dick. Antes de que te marches te prepararé una maleta con varios «juguetes» para que los pongas estratégicamente en el bar «Ten Tola». De veras ha sido un placer tomar una copa contigo, Fitz. La próxima la beberemos en el bar «Ten Tola».

—¿Dónde queda eso? —preguntó Boless.

—En Dubai —respondió Fitz.

—¡Dubai! De eso precisamente quería hablar contigo, Fitz —dijo Boless.

Miró furtivamente a Abe, quien echaba hacia atrás la silla y se ponía de pie.

—Camaradas, tengo trabajo que hacer y muchos kilómetros que recorrer esta noche. Ha sido un placer haber estado con vosotros.

Abe se marchó del «Silver Slipper» y, al pasar, pellizcó delicadamente a Mia.

—Buena gente la que trabaja contigo, Dick —dijo Boless, que seguía jugueteando con el aparatito de espionaje—. A mí siempre me ha gustado la CIA. No me importaría el que me destinaran allí.

—SI a ustedes no les importa, muchachos, yo también me disculpo y me marcho —manifestó Dick—. Jenna me pidió que llegara temprano a casa esta noche. Vosotros lo pasaréis aquí estupendamente.

Dick Healey se puso de pie. Se metió la mano en un bolsillo, pero Fitz le retuvo, alzando un brazo.

—Olvídalo —dijo—. Esto corre de mi cuenta. Espero que salga algo en limpio del almuerzo de mañana —agregó.

Por supuesto, Fitz, puedes estar seguro.

Healey se marchó, dejando solos a Fitz y a Boless.

—Las cosas marchan muy bien en Saigón —empezó diciendo Boless.

—Por lo que he leído y oído decir, deduzco que nos están sacudiendo de lo lindo —opinó Fitz.

—Lo que quiero decir es que, bueno… —Manifestó Boless, haciendo una pausa, como si necesitara considerar bien sus palabras.

—Eres un hombre de negocios, Fitz —dijo, al fin—. Supongo que no andaré muy errado si te defino como a un oportunista, ¿verdad?

—No, no lo estás —confirmó Fitz.

—La verdad es que me entusiasmé al leer lo que decían los periódicos respecto a mi viejo amigo Fitz Lodd, envuelto en contrabando de oro, sacando dinero de la India y haciendo pedazos a una pandilla de indios sarnosos que trataban de detenerlo. Cuando leí el reportaje, me dije: «Ese Fitz es exactamente el hombre que estoy buscando desde hace tanto tiempo». Tengo una buena proposición que hacerte. Si estás interesado en ella.

—Siempre estoy interesado. Es a lo que me dedico ahora.

Luke Boless bajó la voz, adoptando una actitud conspiradora:

—Mira, estos días tengo que enfrentarme con una multitud de negociantes norteamericanos, indios, chinos y vietnamitas allá en Saigón. Las cosas han cambiado muchísimo desde que te marchaste. Tenemos un sargento mayor muy astuto que ha reunido un grupo de muchachos vivos, y audaces, todos sargentos mayores, de distintas unidades. Los negocios han dado grandes cantidades de dinero, y ahora el problema radica en dónde colocar ese dinero.

—Un problema que a cualquiera le gustaría tener —opinó Fitz.

—Hay muy pocas personas con las que pueda discutir este problema. Ahora bien, este grupo, del que soy consejero, no desea colocar el dinero en una cuenta de un Banco suizo. Sabemos, de buena tinta, que el Gobierno suizo no mantiene ya un secreto absoluto respecto a las cuentas numeradas. Los Estados Unidos pueden hacer presión obligando a los suizos a revelar el nombre de los titulares de dichas cuentas. Además, a los muchachos les gustaría comprobar que su dinero produce más dinero. Por eso hemos hecho unas investigaciones, y hemos llegado a la conclusión de que Dubai y otros lugares del mundo árabe han perfeccionado sus sistemas de cuentas bancarias numeradas inviolables.

—Estás en lo cierto, Luke. Conozco a varios banqueros de Dubai, y todos me han dicho que tienen el sistema de cuentas numeradas más perfecto y seguro de todo el mundo.

Boless asintió.

—Ahora bien, para empezar tenemos unos veinticinco millones de dólares que nos gustaría colocar en sitio seguro.

Fitz emitió un silbido de admiración.

—¿Cómo demonios os las habéis apañado para reunir semejante cantidad?

—En Vietnam entra mucho más dinero del que te puedes imaginar. Hemos formado allí un pequeño grupo integrado por civiles y militares norteamericanos y, de cada dólar que entra en el Vietnam, una buena parte se nos queda pegada a los dedos. Ahora bien, si uno de nuestros muchachos, un civil por supuesto, se trasladara de Hong Kong a Dubai para transferir veinticinco millones de dólares, ¿podrías encargarte tú de allanarle el camino?

—Pues claro que podría. Un buen amigo mío, norteamericano para más señas, es el director del «First Commercial Bank» de Nueva York en Dubai. Puede abriros una cuenta inviolable.

—¿El «First Commercial Bank» de Nueva York? ¿No crees que si alguien se pone realmente pesado, puede ejercer presión sobre las oficinas centrales en Nueva York?

—No; eso es imposible, según me ha dicho mi amigo Tim McLaren. La sucursal de Dubai es prácticamente una entidad autónoma. Al principio era financiada por las oficinas centrales de Nueva York, pero ahora no sólo se desenvuelve por su cuenta, sino que incluso está devolviendo el dinero que Nueva York invirtió al principio. Nada puede hacerse en Dubai sin la autorización expresa del jeque, y si hay algo que el jeque nunca hará, es autorizar a un investigador a meter las narices en las cuentas numeradas de los Bancos que funcionan en Dubai. Ten la certeza de que allí tu dinero estará seguro.

—Magnífico. Ahora bien, lo que queremos hacer es transferir ese dinero a Dubai, depositar veinte millones en cuentas numeradas e invertir los otros cinco en algunas operaciones lucrativas. ¿Puedes echarnos una mano en eso?

—Por supuesto. Dubai se está convirtiendo en la mejor ciudad del mundo para ganar dinero rápidamente. Se trata de un auténtico

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