Drive

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Bernie Rose e Isaiah Paolozzi se criaron en Brooklyn, en el viejo barrio italiano que había crecido alrededor de Henry Street. Desde los tejados en los que Bernie había pasado gran parte de su adolescencia se veía, a la izquierda, la Estatua de la Libertad y, a la derecha, el puente, como una enorme goma elástica, que mantenía unidos dos mundos muy distintos. En la época de Bernie, aquellos dos mundos habían empezado a ser menos distintos, pues los alquileres de Manhattan estaban por las nubes y obligaban a los jóvenes a cruzar el río, por lo que, de rebote, los alquileres de Brooklyn también subían, por aquello de la ley de la oferta y la demanda. La verdad es que Manhattan seguía quedando a pocos minutos en la línea F. En Cobble Hill, Boerum Hill y la parte baja de Park Slope, entre almacenes de muebles de segunda mano y bodegas decrépitas y diminutas, se instalaban restaurantes de moda para atender las demandas de los nuevos residentes.

En aquella zona de la ciudad, las historias sobre bandas circulaban como circulan los chistes de moda.

Una de aquellas recién llegadas sacó a pasear al perro, dejó que se cagara en la calle y, como tenía mucha prisa por llegar a su cita, se olvidó de recoger la caca. Por desgracia, aquel pedazo de acera quedaba frente a la casa del miembro de una banda o, mejor dicho, de su madre. Al cabo de unos días, cuando la chica del perro volvió a Brooklyn, se lo encontró degollado en la bañera.

Otro llevaba mucho rato dando vueltas a varias manzanas en busca de aparcamiento, hasta que finalmente encontró un sitio que acababa de quedar libre. «Eh, aquí no se puede aparcar, es privado», le gritó un niño desde un porche. «Eso no es verdad», respondió él. Al día siguiente, tras recorrer a pie las ocho travesías que lo separaban de su vehículo, pues debía pasarlo al otro lado de la calle para que pudieran limpiarla, y ahorrarse así una multa, se encontró con que el coche había desaparecido. No volvió a verlo nunca.

Hacia 1990, Nino ya estaba harto.

—Esta ya no es mi ciudad —le dijo a Bernie—. ¿Qué tal te suena California?

A él California le sonaba muy bien. Allí ya no tenía gran cosa que hacer, los negocios marchaban solos. Estaba más que cansado de que los viejos lo llamaran desde sus mesas de dominó y desde los restaurantes para quejarse, cansado de la gran cantidad de primos, sobrinos y sobrinas que ocupaban la mayor parte de Brooklyn. Y se había tomado tantos cafés que podría pasar sin más el resto de su vida. El día de su partida, en realidad, se tomó el último espresso de su vida. Ya no volvió a beberlo.

A Nino no le costó mucho mover sus hilos y organizar las cosas. Vendió el restaurante, con su papel pintado de topos rojos y su camarera de peinado altísimo, a uno de aquellos recién llegados que pensaba convertirlo en un «local de sushi». Traspasó el quiosco y dos cafeterías modernas a un par de sobrinos. Tío Lucio, a instancias de su esposa, Louise, que quería sacarlo de la casa a cualquier precio, se hizo cargo del bar.

Cruzaron el país en coche, en el Cadillac rojo de Nino. Paraban en sitios de camioneros un par de veces al día para comer hamburguesas o filetes, y el resto del tiempo sobrevivían a base de bolsas de patatas, salchichas, sardinas y Fritos. Hasta ese momento, las pocas veces que se habían visto en la necesidad de ir allí, incluso Manhattan les parecía un país extranjero. Brooklyn era el mundo. Y ahora ahí estaban, recorriendo la América profunda, atravesando sus calles traseras.

—Menudo país —dijo Nino—. Menudo país. Aquí cualquier cosa es posible. Cualquier cosa.

Bueno, sí, claro. Si tenías familia, contactos, dinero, todo era posible, sí. Una pequeña diferencia entre aquello y las máquinas políticas que se dedicaban a escupir Kennedys y a colocarlos en puestos de poder. O las que metían a un Reagan y a un par de Bushes como neumáticos de repuesto republicanos mientras cambiaban las ruedas.

—Aunque la verdad es que aquí parece —añadió Nino; ya habían entrado en Arizona— que Dios se bajó los pantalones, se tiró un pedo y encendió una cerilla.

Nino se sentía en casa en su nuevo mundo, como si siempre hubiera vivido allí, y empezó a hacerse con el control de varias pizzerías, concesiones de comida rápida en centros comerciales, apuestas, extorsiones. Era como si nunca se hubieran ido, pensaba Bernie, solo que ahora, cuando miraban fuera, no veían las vías de los trenes elevados ni los anuncios pintados de restaurantes en las paredes medianeras de los edificios, sino el cielo azul y las palmeras.

Bernie Rose no soportaba nada de todo aquello. No soportaba la sucesión de días hermosos, no soportaba renunciar a las estaciones y a la lluvia, no soportaba las calles llenas de baches y las autopistas, no soportaba todas aquellas autodenominadas «comunidades», Bel Air, Brentwood, Santa Mónica, que insistían en su soberanía al tiempo que le chupaban todos los recursos a Los Ángeles.

Nunca se había visto a sí mismo como persona con conciencia política, pero qué le iba a hacer.

La cosa era que se estaba convirtiendo en un ser más amable. Salía a cobrar a una caravana fija, a una cooperativa por la que algún imbécil había pagado dos millones de dólares. Y aquella amabilidad se apoderaba de él. Trataba de comprender, de ponerse en la piel de los demás.

—Te estás ablandando —le decía su tío Ivan, el único de sus parientes del Este con el que mantenía contacto.

Pero no era así. Era solo que empezaba a ver que algunas personas no habían tenido ni media oportunidad en la vida, y que nunca la tendrían.

En China Belle, cuando ya llevaba tres tazas de té verde, mientras mordisqueaba los bordes de un rollito de huevo demasiado caliente, Bernie pensaba en el tipo que había puesto a Nino en su punto de mira.

—¿Todo va bien, señor Rose? —le preguntó su camarera favorita, Mai June. («Mi padre contaba apenas con su sentido del humor, del que siempre se enorgullecía», le contó ella cuando le preguntó por ese nombre). Como todo lo que decía, incluso aquella triste afirmación, lo pronunciaba con aquella vocecilla y aquel tono cantarín, sonaba como un poema o una melodía. Le aseguró que la comida estaba deliciosa, como siempre. Al cabo de unos momentos, le trajo el plato principal, gambas a los cinco sabores.

Está bien, repasémoslo.

Nino, una vez allí, en el País de las Maravillas, había empezado a convertirse en una especie de productor, ya no era solo el chico de mantenimiento (y había sido uno de los mejores), sino de los que manejaban el cotarro. Aquellas ambiciones no deseadas se encontraban en el agua y en el aire, y en aquel sol tan fuerte. Como los virus, se te metían dentro y no te soltaban, el perro del sueño americano se había convertido en animal salvaje. De modo que Nino organizó el golpe, o más bien se lo dieron organizado, y entonces él lo delegó, seguramente a quien lo había organizado. El director reclutó al equipo, que incluía al conductor.

No debería ser tan difícil seguir aquellos pasos. No es que supiera a quién debía llamar, pero no sería tan difícil conseguir unos cuantos teléfonos. Haría como que él también manejaba el cotarro, claro, como que tenía un trabajo importante en lista de espera, pero que antes de ponerlo en práctica necesitaba contar con el mejor conductor del mundo.

Mai June apareció a su lado, le sirvió más té y le preguntó si necesitaba algo más.

—Las gambas estaban geniales —dijo—. Heroicas.

Ella bajó la cabeza y se retiró.

Mientras Bernie comía rollitos de huevo y gambas a los cinco sabores, Driver se acercaba al Lexus, aparcado en el estacionamiento vacío contiguo. El coche tenía un sistema de alarma que no estaba activado.

Pasó un coche de policía, redujo la velocidad un instante. Driver se inclinó sobre el maletero, como si el coche fuera suyo, oyó el crepitar de una radio. El agente pasó de largo.

Driver se incorporó y se acercó a la ventanilla del Lexus.

Tenía el volante bloqueado, pero Driver no iba a usarlo. Tardó menos de un minuto en forzar la puerta. El interior estaba inmaculado. Los asientos limpios, vacíos. Nada en las alfombrillas del suelo. Unos pocos desperdicios, alguna taza, pañuelos de papel, un bolígrafo, todo metido con esmero en el bolsillo de polipiel del salpicadero.

Un registro a la guantera le proporcionó lo que quería.

Bernard Wolfe Rosenwald.

Residía en uno de aquellos barrios con nombre de bosque, en Culver City, seguramente en un complejo residencial de apartamentos con una de esas rejas de seguridad mal instaladas.

Driver dejó uno de los vales de la pizzería en el volante, después de dibujar en él un rostro sonriente.

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