Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

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—Sí, sí; buscad, buscad bien, acumulad ultraje tras ultraje, afrenta tras afrenta; ved para qué me he entregado fielmente a un esposo que supuse noble; ved para lo que he sufrido tan largo tiempo a mi lado a un hombre tal como don Alfonso. Pero yo no puedo aguantarlo más tiempo, ni permanecer un instante más en esta casa, y saldré de ella si es que aún, hay leyes y abogados en España. Sí, don Alfonso, ¡desde este momento dejáis de ser mi esposo! ¿Habéis merecido alguna vez este título? ¿Lo que habéis hecho es propio de vuestra edad? ¿No sois un sesentón? ¿Es prudente, ni siquiera discreto, hallar de esta manera, sin motivo alguno, el modo de ultrajar la virtud de una mujer digna de estimación? ¡Ingrato, pérfido, bárbaro don Alfonso! ¿Cómo os atrevéis a pensar que vuestra mujer sea capaz de olvidar sus deberes de un modo semejante? ¿Será porque he descuidado el uso de los privilegios de mi sexo? ¿Porque he escogido un confesor de amores tan viejo y sordo como vos, que hubiera resultado insoportable a cualquier otra mujer menos resignada? ¡Ay! ¿Habéis tenido nunca de qué reprenderme? Mi inocencia os embaraza de tal manera, que casi dudo de haber sido casada.

¿Es acaso todo esto porque todavía no he aceptado un cortejo entre todos los jóvenes de Sevilla? ¿Porque no voy a ninguna parte, excepto a algunas corridas de toros, a misa, a la comedia y a la tertulia? ¿Es porque cualesquiera que hayan sido mis adoradores, no he favorecido a ninguno, y hasta he sido sobradamente desdeñosa con ellos? ¿Es porque el general conde de O’Reilli, que tomó Argel, repite en todas partes que le he maltratado cruelmente? El músico italiano Gazzani, ¿no me ha cantado inútilmente su amor durante seis meses consecutivos? Su compatriota, el conde Comiani, ¿no me ha proclamado la única mujer virtuosa de toda España? ¿A cuántos rusos e ingleses no he desdeñado? ¿No he desesperado al conde Strongstorganoff y al lord Mout-Coffechoose, el par de Irlanda, que el año pasado se ha dado la muerte por mi amor (a fuerza de beber)? ¿No he tenido a dos obispos arrodillados a mis pies, el duque de Icard y don Fernando Núñez? ¿Es este el modo cómo tratáis a una mujer fiel? ¿En qué cuarto de luna estamos, don Alfonso? Todavía os encuentro muy moderado cuando no me dais de palos en una ocasión que se os presenta favorable. ¡Oh, héroe valiente! ¡Con todas vuestras pistolas preparadas y vuestras espadas fuera de la vaina, creedme: hacéis un papel admirable!… Ved, pues, por qué habéis hecho este viaje bajo el pretexto de un negocio indispensable y en compañía de vuestro tunante procurador, al que veo allí plantado como un badulaque, que se muerde los labios por efecto de su propia tontería. Os desprecio a los dos, pero a él más aún, puesto que su conducta no tiene disculpa, ya que sólo es el cebo de una vil ganancia lo que le hace obrar de esta manera. Si viene aquí para formar un testimonio, veamos el modo de que tal caballero haga su oficio. Aquí tenéis tinta y pluma; escribid, señor. Yo no quisiera que hubieran de pagaros para no hacer nada. Pero como mi criada está casi enteramente desnuda, hacer salir a vuestros alguaciles, os lo suplico… Ved el gabinete, ved el tocador, ved la antesala; buscad de arriba abajo; mirad el sofá, el sillón, la chimenea, que, en efecto, podían servirme para ocultar algún amante; vedlos. Mas, como yo quiero dormir, daos prisa, y no hagáis tanto ruido hasta que hayáis sacado de su nido al escondido caballero. Cuando le hayáis encontrado, os suplico que me lo presentéis, porque tengo curiosidad por conocerle. Y mientras tanto, caballero, puesto que habéis ultrajado a vuestra mujer por medio de infames sospechas, y puesto que vuestros amigos todos se hallan abochornados de vuestro fracaso y vuestra mofa, os suplico que tengáis la bondad de hacerme saber el nombre de la persona que buscabais. ¿Cómo se llama? ¿Cuál es su rango? ¡Que yo le vea! Supongo que será joven y buen mozo. ¿Es alto, bello, arrogante? Vamos, hablad… y estad seguro que, puesto que habéis manchado mi honor y mi inocencia con una afrenta semejante, no será en vano… A lo menos, mi supuesto amante no será un hombre de sesenta años; a tal edad sería ya demasiado viejo para querer tomarse el trabajo de jugarse la vida dando celos a un marido tan joven como vos… (Antonia, dadme un vaso de agua…) Estoy avergonzada de derramar lágrimas, que son indignas de la hija de mi padre. Mi pobre madre no se engañaba al suponer que pudiera un día estar en manos de un monstruo como vos… Puede ser que estéis celoso de Antonia, mi doncella, ya que la habéis encontrado durmiendo a mi lado, cuando habéis venido a sorprenderme en unión de vuestros acompañantes… Mirad por todas partes, caballero, pues no tenemos nada que esconder. Y espero que otra vez me lo avisaréis con tiempo, o, al menos, que os detendréis un momento a mi puerta, para que tengamos lugar a cubrir nuestra desnudez… a fin de recibir tan buena compañía… Y concluyo de hablar, caballero. Lo poco que os he dicho podrá servir para probaros que un corazón inocente sabe devorar en silencio afrentas que sería demasiado bajo repetir de palabra… Os entrego a vuestra conciencia. Ella os preguntará algún día por qué me habéis tratado de esta manera. ¡Quiera Dios que entonces no sintáis el punzante dolor de una pena más amarga!… Antonia, ¿dónde está mi pañuelo?"

Al decir estas palabras, con las que terminaba sus brevísimas quejas, doña Julia se echó sobre su almohada. Sus negrísimos y bellos ojos, brillantes a través del cristal de las lágrimas, recordaban el cielo que nos envía al mismo tiempo la lluvia y los relámpagos. Las admirables ondas de su negra cabellera sombreaban como un velo sus mejillas húmedas y pálidas; se extendían atrayentes sobre ella; pero sus largos y brillantes rizos no podían, sin embargo, ocultar del todo el gracioso contorno de su bella espalda, blanca como la nieve. Sus dulces labios temblaban de agitación; su hermosísimo pecho ondulaba alterado, y, bajo él, su tierno corazón latía con violencia.

El señor don Alfonso se hallaba muy confuso. La doncella iba de una parte a otra del cuarto, en el que todo aparecía revuelto, con las narices levantadas con un manifiesto aire de provocación, dirigiendo impertinentes miradas a su señor y a los monicacos que le acompañaban. Sólo el procurador, como Acate, fiel hasta el sepulcro, se manifestaba tranquilo y satisfecho del incidente y la disputa, ya que sabía muy bien que siempre es preciso hacer uso de las leyes para poner de acuerdo a los disputadores. Inmóvil, y con el entrecejo arrugado, seguía con sus pequeños ojos de lince todos los movimientos de Antonia. Sus actitudes indicaban la sospecha; a él le importaban poco las reputaciones, con tal de que le proporcionasen la ocasión de un pleito o de un testimonio, y no tenía ninguna compasión por la juventud ni por la hermosura; jamás daba crédito a las respuestas negativas, en tanto que no le hubieran sido corroboradas por dos buenos testigos falsos.

En cuanto a don Alfonso, permanecía con los ojos bajos, y es preciso confesar que hacía una fea figura. ¿Qué había conseguido después del escándalo y del ultraje a una mujer joven? Nada, sino las reconvenciones que a sí mismo se hacía, añadidas a las que su mujer le había prodigado con tanta liberalidad durante una media hora, las cuales habían caído sobre él como el granizo de un día de tempestad sobre los campos. Intentó al principio disculparse, tartamudeando; no se le respondió sino con lágrimas, sollozos y síntomas de desmayo, cuyos preludios son siempre ciertos gemidos, ciertas palpitaciones, ciertas sacudidas nerviosas, determinados suspiros, y, en fin, todo lo que place a la parte querellante… El buen don Alfonso miraba a su mujer y pensaba en la de Job. Intentó hablar, pero la advertida Antonia le cortó la palabra:

—Señor—le dijo—¡salid de aquí y no tratéis de añadir una palabra, o bien mi pobre señora va a perder la vida!

El buen don Alfonso echó a su alrededor una o dos miradas amenazadoras, sin duda para que le vieran cuantos le habían acompañado, y obedeció casi sin saber lo que hacía. Con él se retiró todo el coro; el procurador fue el último que abandonó la estancia a pasos lentos, y deteniéndose en el umbral de la puerta, hasta que Antonia tuvo que empujarle hacia fuera.

Apenas hubo corrido el cerrojo, cuando inmediatamente… ¡Oh, vergüenza! ¡Qué desengaños y dolores ha de proporcionarnos siempre el sexo femenino!… Don Juan, medio ahogado, saltó de repente fuera de la cama. No pretendo explicar, ni menos describir, dónde había estado escondido, ni de qué manera. Joven, delgado y ágil, ocupaba, sin duda alguna, muy pequeño espacio. Es cierto que pudo morir ahogado, pero si hubiese muerto por una tan hermosa mujer, ¿podría tenérsele lástima? No podemos. Mejor es morir así, por tan dulce ahogo, que no rebosante de malvasía, como el ebrio de Clarencia.

¿Tenía necesidad don Juan de cometer un pecado que el cielo nos veda y por el que las leyes humanas suelen imponer multas? Preciso es convenir, cuando menos, que él empezaba muy temprano, y aquí está la razón más justa para perdonarle, puesto que a los dieciséis años es rara la conciencia que nos reprende con la misma fuerza que a los sesenta, ya que entonces recapacitamos nuestros yerros, y, después de haber hecho la cuenta, encontramos que el diablo reclama con bastante derecho la mayor parte de nuestras acciones. Por mi parte, no parece necesario que haya de ocuparme de cambiar la posición de nuestro héroe, la cual viene a ser idéntica a aquélla, maravillosamente descrita, de la crónica hebrea, que nos relata el modo cómo determinados médicos, despreciando brebajes y píldoras, ordenaron al viejo rey David, cuya sangre se hallaba ya algo entorpecida, que se aplicase sobre el estómago, en forma de cataplasma, una hermosa muchacha. ¡Adorable receta, que tuvo un éxito cumplido! Aunque puede ser muy bien que la misma que sirvió para conservar la vida de David, faltara poco para que hiciese perder la suya, tantos años después, a nuestro don Juan.

¿Qué podían hacer los tres personajes? Don Alfonso regresaría al punto, en el instante en que hubiese despedido a su consejo de majaderos, y la situación volvería a ser gravísima. Doña Julia suplica a Antonia que busque en su maliciosa imaginación algún ardid que pueda sacar del paso a los dos amantes, pero ella, por más que da palmadas sobre su frente, no encuentra ninguna. ¿Cómo se sostendrá el nuevo ataque que va inmediatamente a comenzar? Por si fuera poco, de aquí a algunas horas va a amanecer, y ello aumenta el peligro. Antonia no sabe qué decir. Doña Julia calla, pero acerca sus labios descoloridos a las mejillas de don Juan. Entonces, los labios de él van a buscar los de ella, y ésta aparta dulcemente con su mano los bucles de sus cabellos que caían en desorden sobre su frente de alabastro. Ninguno de los dos saben contener enteramente la fuerza alegre de su amor, y casi se olvidan ambos por completo del peligro. La fiel Antonia, en tal trance, pierde la paciencia:

—Vamos, vamos, ¿es ahora el momento de juguetear? Es preciso encerrar al señorito en el gabinete. ¿Es este tiempo de hacerse carantoñas? ¿No sabéis qué todo puede concluir trágicamente? Si vosotros perdéis la vida, yo perderé mi plaza. ¡Y todo por esa cara de señorita! Si al menos hubiera sido por un hermoso caballero de veinticinco o treinta años; vamos, señor, despáchese usted; pero por un niño… Estoy verdaderamente admirada del gusto de mi señora… ¡Vamos, caballero, entrad aquí!…

Y don Juan hubo de colarse en el gabinete. La llegada de don Alfonso, que esta vez venía solo, hizo salir a Antonia de la alcoba. Después de mirar alternativamente a su amo y a su ama, la fiel sirvienta espabiló la vela, hizo una cortesía y partió. Don Alfonso guardó silencio durante un minuto. Inició después unas excusas tímidas, explicando el escándalo de aquella noche.

No trató totalmente de disculparse, pues aunque se había conducido como un caballero mal educado, tenía razones muy poderosas para hacer lo que hizo. Su discurso fue un trozo de retórica, de esos que los catedráticos llaman "consonantes". Por su parte, Julia no hablaba una palabra, sin perjuicio de que su entendimiento la sugiriera a cada frase de él una de esas respuestas que están siempre a flor de labios en boca de las señoras que conocen las debilidades de sus maridos, puesto que cuando un esposo reprende a su mujer por causa de un amante, entonces la mujer riñe a él por tres queridas… En realidad, Julia habría sabido muy bien dónde hallar pruebas suficientes, ya que los amores de don Alfonso y doña Inés eran, más o menos, cosa pública, pero no lo hizo, y es razonable suponer que fue por delicadeza hacia don Juan, que la oía desde el gabinete, y que era muy celoso de la honesta reputación de su madre. En los asuntos delicados, la más pequeña cosa es suficiente para despertar las sospechas. Lo discreto es callar, y elogiaremos siempre ese exquisito tacto de algunas mujeres que saben mantenerse lejos de la verdad de las cuestiones enojosas, y que mienten, ¡Dios mío!, con tanta gracia, que no hay nada que las haga tan interesantes como la mentira. Se ponen coloradas, y nosotros las creemos. Es inútil, en todos los casos, iniciar siquiera una vana réplica ante sus embustes, porque ello no sirve sino para dar a su elocuencia la ocasión de mostrarse todavía más abundantemente… Se muestran fatigadas, suspiran, bajan los ojos entristecidos, dejan caer una o dos lágrimas…, y he aquí que quedamos rendidos. Después…, después…, bien, sí…; después se sienta uno a la mesa y cena tranquilamente.

Don Alfonso concluyó su peroración e imploró de la linda Julia un perdón medio negado y medio concedido. Ella entonces impuso condiciones, que él se vio precisado a hallar muy duras, especialmente porque le negaban con toda firmeza ciertos pequeños favores que él, tras el arrepentimiento, exigía de la hermosa, en la misma esto se debatía; de pronto, los admirados ojos de don Alfonso advirtieron debajo de la cama un par de zapatos. Poca cosa, realmente, significan un par de zapatos cuando corresponden al pequeño pie de una señora, pero aquellos zapatos, en verdad, ¡siento una gran pena teniendo que decirlo!, eran los zapatos de un hombre. Verlos y lanzarse sobre ellos, fue para don Alfonso una misma cosa. Los examinó un instante, como si realmente fuesen un objeto extraño, y después, se entregó a un furor espantoso. Y como una fiera, salió en busca de su espada.

Julia, entonces, corre al gabinete:

—¡Huid, Juan, huid, por amor del cielo! La puerta está abierta. Conocéis el pasillo. Tomad la llave del jardín. ¡Adiós, adiós!

¡Huid! ¡Oigo venir a Alfonso! ¡Daos prisa! Aún no ha empezado el día. La calle estará desierta…

Es verdad que todo ello era un buen consejo, pero lo sensible es que fue seguido por don Juan demasiado tarde. Aunque de un simple salto había corrido hasta la puerta e iniciado la huida, lo cierto es que en el pasillo se encontró a don Alfonso imponente dentro de su bata, se vio amenazado con la muerte, y no pudo elegir. El combate fue terrible, y hubo de desarrollarse en plena oscuridad, porque alguien había apagado la luz a tiempo. Entre los gritos de Julia y Antonia, don Alfonso fue aporreado muy lindamente mientras juraba que se vengaría antes de la mañana. Juan gritaba en tono más alto; su sangre hervía. Sin perjuicio de ser joven, era ya un poco demonio, y por ello no se sentía dispuesto a morir mártir. Por fortuna, la espada de don Alfonso había caído al suelo de sus manos antes de que él pudiera desenvainarla, y en la oscuridad, los ojos de don Juan no advirtieron el hierro homicida, puesto que, de no ser así, don Alfonso no hubiera vivido mucho tiempo… ¡Oh, esposas criminales, que así ponéis en peligro la vida de vuestros amantes y vuestros maridos, provocando continuamente con ello la venganza que merece una desgracia doble!

Cuando, al fin, llegaron los criados y la luz, todos quedaron sorprendidos del espectáculo que se presentó ante sus ojos: Antonia sufría un ataque de nervios, doña Julia aparecía desmayada sobre la alfombra, don Alfonso se encontraba derribado en el suelo, cerca de la puerta, casi sin respiración, y los jirones de los vestidos de don Juan, a los que el viejo se había agarrado desesperadamente, se mostraban esparcidos por el suelo.

Don Juan pudo escapar por el jardín, pero, ¿tengo necesidad de decir cómo llegó a salvarse en una desnudez casi completa, a favor de las sombras de la noche, que protegen muy a menudo a los malvados? ¿Cómo entró en su casa con tan extraña vestidura? El escándalo que circuló al día siguiente, los chismes que siguieron al acontecimiento, la petición de divorcio que don Alfonso hubo de formular, todo ello, con perfecto detalle, se publicó en las gacetas inglesas, sin omitir cosa alguna. Y así, si tenéis curiosidad de conocer este asunto y las declaraciones de todos los testigos con sus nombres, las defensas de los abogados, las consultas de los jurisconsultos, en favor o en contra de cualquiera de los personajes, podéis satisfacerla porque existen numerosas ediciones impresas todas ellas con pormenores muy variados y picantes. Os recomiendo particularmente la edición de Gusney que hizo expresamente un viaje a España para recoger todos los documentos de este pleito.

La buena doña Inés, madre del mancebo que se vio precisado a recorrer media Sevilla poco menos que desnudo, a fin de distraer los comentarios de un acontecimiento que vino a resultar el más escandaloso en muchos siglos, tras hacer arder por su cuenta muchos quilos de cirios en la capilla de los santos de su devoción, se decidió a enviar a su hijo a Cádiz, para que allí embarcase, siguiendo el consejo de dignísimas señoras de edad, amigas suyas. Deseaban todas ellas que don Juan viajase por tierra y por mar, a través de Europa, a fin de que se olvidase el horroroso incidente, y para que él se corrigiese de sus defectos, haciendo progresos en la práctica de la virtud y fortificándose en los principios de la buena moral, en las escuelas de Francia y de Italia. A lo menos allí es donde suelen ir a estudiar las más sabias disciplinas la mayor parte de los jóvenes descarriados.

En cuanto a doña Julia, tan linda dama fue encerrada en un convento sombrío. Entró en él, como es natural, con mucha pena, y la carta siguiente servirá para que el lector conozca mejor, que a través de mis palabras, sus sentimientos más secretos. La dirigió a don Juan:

"Me han dicho que partís, y no puedo negar que haciéndolo así obráis prudentemente. Ello no deja de ser penoso para mí, sin embargo. En adelante, no ostento ningún derecho sobre vuestro corazón, y el mío es solamente la víctima. He amado demasiado. He aquí el único artificio de que he hecho uso. Os escribo a toda prisa. Si alguna mancha ensucia este papel, no es, don Juan; lo que parece. Mis ojos están llenos de fuego y no brota de ellos lágrima alguna."

"Yo amaba. Amo todavía; he sacrificado a este amor mi rango, mi dicha, el favor del cielo, el aprecio del mundo, mi mismo aprecio… Sin embargo, no siento la pérdida de todo ello, ya que es tan dulce para mí la memoria del sueño de mi corazón… Si os hablo aquí de mis faltas, don Juan, no es, de ningún modo, para alabarme de ellas, puesto que nadie puede juzgarme tan severamente como yo misma lo hago. Os escribo tan sólo porque el reposo huye de mí. Pero no tengo nada que reprenderos, ni nada que pediros.

El amor es un episodio en la vida del hombre, y, sin embargo, es toda la existencia de la mujer. Las dignidades de la Corte y de la Iglesia, los laureles de la guerra o de la gloria, los dones todos de la fortuna son el patrimonio del hombre, y le ofrecen el bello y fuerte licor con que llenar el vaso vacío de su corazón, y así, son muy pocos los hombres que no se dejan seducir por todo ello. En cambio, nuestro sexo sólo tiene un néctar dulcísimo con que colmar su copa; amar… , amar siempre y perderse."

"Vos, don Juan, seguiréis la carrera de los honores y de los placeres, seréis amado y amaréis muchas nuevas hermosuras; para mí todo ha concluido en la tierra, excepto la triste andadura de unos años, durante los cuales voy a esconder en el fondo de mi corazón mis dolores y mi vergüenza. Podré soportarlo todo, pero no puedo desterrar la fatal pasión cuyo fuego me consume como antes… ¡Adiós, pues! Perdóname. Ámame…, aunque esta palabra es ya inútil ahora… Pero, amado mío, no puedo borrarla"…

"Mi corazón ha sido todo debilidad. Todavía lo es, aunque deseo reunir dentro de él y contra ella todas las fuerzas de mi alma. Siento circular mi sangre briosamente, y ello hace renacer mi valor; del modo mismo como corren las ondas pacíficas cuando los vientos quedan en calma. Mi corazón es el de una mujer tímida, que no puede olvidar, sin embargo. Es ciego para todo, excepto para una sola imagen. Lo mismo que la aguja que se vuelve siempre señalando el Polo, mi corazón, prendado, está fijo en una idea querida… No tengo más que decir, y, sin embargo, no puedo dejar la pluma; no me atrevo a estampar sobre el papel la inicial de mi firma… ¿Qué tengo que temer, ni qué esperar?… Y, sin embargo, no puedo terminar. Mi desgracia no puede aumentarse. Moriré; pero temo que la muerte rehúye a los desgraciados que corren tras ella. ¡Si las penas acabasen nuestra vida!… Estoy condenada a sobrevivir a esta despedida y a soportar la vida para amaros y rogar por vos."

Esta carta se escribió sobre papel dorado, con una pequeña y linda pluma nueva. La blanquísima mano de Julia apenas podía acercarse a la llama de su bujía para ablandar el lacre que había de cerrarla, y nuestra tierna amiga se mostraba trémula como una aguja que se aproxima a la piedra imán. Sin embargo, no dejó caer una sola lágrima, y pudo al fin lacrarla y grabar sobre el lacre su sello. Un sello que tenía un girasol en el centro, sobre una cornerina blanca, y en el que se leía este lema: "Os sigo a todas partes"… El lacre era muy fino y del más hermoso bermellón. Esta que he transcrito fue la primera travesura de don Juan. Si me concedéis vuestro favor, que es como la hermosa pluma que el autor pone en su sombrero, continuaré la relación de sus aventuras. Es una epopeya lo que compongo. La dividiré en doce libros. Cada uno de ellos comprenderá incontables poemas de amor y de guerra: viajaremos por mar; poseeremos una inmensa lista de navíos, de sus capitanes y de los monarcas que los llaman suyos. Emplearé una nuevo mitología, una ficción de original estilo, y situaciones y escenas extraordinarias. Acudiré a la historia, a la tradición y a los hechos; a los diarios, cuya veracidad es conocida, a las comedias en cinco actos y a las óperas en tres. Debo advertir, para total confianza del que lee, que yo mismo y varios testigos todavía existentes en Sevilla hemos presenciado con nuestros propios ojos el último rapto de don Juan, verificado por el diablo…

Si alguien tuviese el atrevimiento de decir que esta historia no es moral, le pido respetuosamente que no lance la queja antes de sentirse herido. Que me lea una segunda vez y que pruebe a decir todavía que mi poema es inmoral, porque es alegre. ¿Quién cometerá tal impertinencia? Además, yo haré ver en mi libro duodécimo, al final, el lugar horrible al que van a parar siempre todos los malvados.

Espero, pues, en calma vuestro aplauso, por más que la gloria no sirva para nada distinto al magno empeño de llenar cuartillas y cuartillas de papel, a fin de definirla inciertamente. Algunos la comparan a una alta colina, cuya cumbre se oculta entre las nubes. ¿Por qué escriben los hombres, por qué hablan y por qué predican? ¿Por qué los héroes degüellan a sus semejantes? ¿Por qué los poetas consumen febrilmente en su trabajo el noble aceite de sus lámparas? Para obtener, cuando ellos mismos sean ya polvo, un mal retrato, un busto todavía peor y un pequeño nombre… Un rey del antiguo Egipto, llamado Keops, hizo elevar la primera y mayor de las pirámides, creyendo que bastaba un monumento semejante para conservar entera su momia y su memoria. Y un día, un viajero, excavando el interior de ella, se entretuvo en romper la caja que guardaba el cadáver del monarca. Por consiguiente, ¿qué monumento podrá conservarnos cuando no queda ni la huella de las pobres cenizas de

Keops? Por eso yo, apasionado de la verdadera filosofía, me digo muy a menudo:

"Todo cuanto ha sido creado, debe acabar. El hombre al que la muerte siega con su guadaña, exactamente lo mismo que la hierba de los prados. He pasado mi juventud bastante agradablemente, y si pudiese volver a empezar…, haría lo mismo. Doy, pues, gracias a mi estrella, que no me hizo ser más desgraciado; leo la Biblia, y tengo buen cuidado de mi bolsillo."

* * *

Y ahora, amable lector, quiero, con tu permiso, estrechar cordialmente tu mano, llamarme tu más humilde servidor, y darte después los buenos días. Volveremos a vernos si nos entendemos… y tú quieres. En el caso contrario, no cansaré más tiempo tu paciencia. ¡Qué dichosos seríamos si todos los autores siguiesen este ejemplo! ¡Oh, vosotros que educáis a la juventud de las naciones, pedagogos de la Holanda, la Francia, la Inglaterra, la Alemania o la España, sed duros con ella! ¿Acaso las ternuras de una madre y el mejor de los sistemas educativos han podido servir de algo a don Juan, al cual hemos visto olvidar de repente la modestia y la inocencia de los pocos años? Si le hubieran puesto en un colegio, ocupando su imaginación en cierta clase de meditaciones las obligaciones diarias hubieran impedido que se descarriase. ¡Si a lo menos hubiera vivido en un país del Norte! Pero el ardiente clima español nos ofreció el triste espectáculo de un bello joven de dieciséis años, entregado a la nada edificante tarea de organizar un divorcio, lo cual fue cosa tan terrible para los dómines… Mas, si observamos bien, cabe hallar justificación al mozo. ¿A quién estaba entregado? A una madre enamorada de las matemáticas, y… diremos más, a un preceptor que era, al fin y al cabo, un simple asno, a una señora joven (muy bonita, y sin esta circunstancia hubiera sido muy difícil un acontecimiento semejante) y, en fin, a un marido de más de cincuenta años… En último caso, ¿por qué hemos de aumentar la verdadera importancia de los actos humanos? Preciso es que la bola del Mundo gire incesantemente sobre su eje, y que todo el género humano dé con ella constantes volteretas. Es necesario vivir y morir, hacer el amor, pagar nuestras contribuciones y dirigir nuestras velas según el capricho del viento. Los reyes nos gobiernan, los médicos nos asisten con su charlatanería, los sacerdotes nos adoctrinan y nuestra pobre vida se pasa poco a poco. He aquí un soplo, una huella de amor, una gota de vino, una leve sombra de ambición, un ensueño de gloria, de combate, de devoción y, en fin, de polvo…

Don Juan fue enviado a Cádiz, ciudad, hermosa, que el que ve una vez no olvida nunca. Puerto y mercado de todo el comercio de las colonias de Ultramar, Cádiz cruje y ríe, llena de vida. Hay allí unas muchachas tan dulces, quiero decir, unas señoras tan amables y graciosas, que sólo el aire que las envuelve hace palpitar el corazón más viejo. ¿A qué compararlas? No he visto cosa alguna en la tierra que se las parezca. Un caballo árabe, un ciervo ágil, un pájaro imposible, un leopardo ondulante, una tierna gacela… todo ello unido, es inferior a ellas. Y su vestido, su mantilla, su corpiño, su falda, sus suaves pies diminutos, sus lindos tobillos, guardados en la seda de las medias… ¡Ay! Sería preciso un libro entero para poder haceros la pintura de tan bellas Evas. ¡Qué admirable cuadro presentan estas vírgenes de España, cuando separan un momento su mantilla con mano delicada y lanzan una mirada que hace perder el color al rostro e inflama el corazón! Mas don Juan no llegó a Cádiz, sino para embarcar. Los proyectos de su madre no eran otros que éstos. Era preciso que don Juan emprendiese un largo viaje por mar, que debía durar cuatro largos años. Y así a poco de llegar, don Juan embarcó, y ahora le vemos sobre la cubierta contemplando la tierra que se aleja, haciendo quizá su última despedida a España.

El navío en que viajaba nuestro héroe hacía vela para el puerto de Leghorn, lugar en el que la familia española de Moncada se había establecido mucho tiempo antes de haber nacido el padre de don Juan. Esta familia estaba unida a la suya por muchos lazos de parentesco, y Juan llevaba una carta de recomendación para ella. Su séquito se componía de tres criados y de un preceptor, el licenciado Pedrillo. Este sabio pedagogo hablaba varias lenguas, pero en aquel momento el mareo le atormentaba de tal manera, que no hablaba ninguna. Había perdido la palabra, y tendido sobre una hamaca, se dolía de haber abandonado la tierra firme.

Los hechos vinieron al fin a confirmar sus lamentaciones. A la una de la madrugada una tempestad envolvió el barco, y el navío, empujado violentamente por las olas y el viento, comenzó a dar horrorosos tumbos sobre el agua, y como era viejo, se le abrió una ancha brecha en un costado. Los marineros hubieron de echar mano de las bombas para achicar el agua que invadía las bodegas. Fue una noche espantosa de trabajo y peligro. Al rayar el día pareció que la tempestad amainaba, cuando de pronto el buque se volvió de repente sobre la proa y quedó inmóvil en esa posición. El agua de las bodegas cayó impetuosamente sobre los puentes, arrancando los masteleros, y el palo de mesana y el mayor cayeron al agua. A fin de conseguir que el barco recobrase el equilibrio, fue cortado el mastelero del bauprés, pero el buque no pareció volver a su posición verdadera.

No es agradable para nadie encontrarse en presencia de la muerte, y así, tanto los marineros como el pasaje, se dedicaron a desvanecer sus temores, unos bebiendo y otros rezando a gritos y pidiendo al cielo benevolencia. El viento no cesaba de silbar, y las olas, embravecidas, mezclaban su trágica y ronca armonía a las tristes súplicas de los que rezaban. El miedo puso término repentino a las angustias de los que se sentían marcados, y los gemidos, las blasfemias, las piadosas exclamaciones, resonaban en medio del Océano. Acaso el único que supo manifestar una presencia de espíritu, superior a su edad, fue nuestro héroe.

Armado de un par de pistolas, corrió decidido a ponerse delante de la puerta del cuarto en el que se guardaban las bebidas, consiguiendo con ello que toda la marinería conservase, en cierto modo, la calma… ¡Conforme avanzaba el día, parecía calmarse la tormenta. Es cierto que el barco se hallaba sin arboladura; que la entrada del agua en la sentina aumentaba gradualmente; que bajos peligrosos roncaban la embarcación, y que ninguna costa se descubría próxima. Pero, al fin y al cabo, el buque aún se sostenía sobre las aguas. Durante unos momentos, la esperanza renació entre los desdichados viajeros, pero la verdad es que el navío flotaba a la deriva, sin que fuera posible gobernarlo.

Luchando con los elementos y la desesperación, los pobres mortales que ocupaban la destrozada nave vivieron tremendos días y horrorosas noches entre la tormenta, hasta que el viejo carpintero del buque, que había viajado mucho y que supo mantener la serenidad hasta el postrer instante, hubo de venir a decir al capitán que todo estaba perdido. El desorden fue entonces completo entre los tripulantes; no existía distinción alguna de grados ni de rangos; los unos redoblaban sus ruegos y lamentaciones, prometiendo cirios a los santos de sus devociones; los otros, situados en la proa del navío, avizoraban angustiosamente el horizonte; los de más allá izaban las chalupas; éstos y aquéllos, abandonados a la desesperación, aparecían tendidos y como sin sentido sobre la cubierta. Algunos habían enloquecido, se mecían en las hamacas sonrientes, los otros se ponían sus mejores vestidos, como si se tratara de acudir a una fiesta. Aquél maldecía el día que vino al mundo, rechinaba los dientes y se arrancaba los cabellos, dando tremendos aullidos; aquel otro se reunía con los que se ocupaban de preparar las chalupas, convencidos de que una lancha bien gobernada es capaz de resistir los embates de una mar tormentosa. Pero lo que era acaso peor en tan triste situación es que los víveres se habían concluido y que el mal tiempo había estropeado los únicos que quedaban. Dos toneles de bizcochos y un barril de manteca eran todo lo que todavía restaba para satisfacer las necesidades de todos. El agua se había concluido. Por fin, tras larga busca y trabajos inmensos, todo cuanto pudieron llevar a la lancha se redujo a algunas libras de pan enmohecido, mojado por el agua del mar, dos azumbres de agua potable, seis botellas de vino, un cuarterón de vaca salada y un mal jamón que no podía durarles mucho tiempo, así como tres litros de ron, milagrosamente salvados de la voracidad de los marineros.

Al comenzar la noche del duodécimo día de naufragio, el navío se inclinó y se sumergió en las aguas rápidamente. Entonces se elevó hasta los cielos el terrible grito humano del último adiós. Voces tímidas hicieron oír sus quejas lastimosas, mientras los más valerosos guardaban un triste silencio. Muchos se precipitaron en las aguas, profiriendo espantosos gritos. El mar se abrió, como una infernal caverna, y el navío arrastró con él una ola devoradora, del mismo modo que si su misma fuerza y vitalidad hallaran alegría en aquella tragedia… Casi todos los viajeros perecieron, salvándose tan sólo unos pocos de ellos, a los que la energía, la habilidad o la suerte concedieron un lugar en el bote o en la lancha. Cuando todo hubo terminado y el barco reposaba en el fondo del mar, los supervivientes hicieron un recuento. Nueve personas ocupaban el bote y treinta la lancha. Juan había sabido colocarse en ésta, y hasta consiguió llevar consigo al licenciado Pedrillo. Parecía que uno y otro hubieran cambiado sus papeles en la vida puesto que Juan tenía aquel aire de autoridad que da el valor y la decisión, en tanto que los ojos del pobre licenciado se hallaban anegados por las lágrimas que produce el miedo. Los criados de don Juan habían perdido la vida, sin duda por hallarse a la hora de peligro más repletos de ron de lo que era conveniente, pero a nuestro héroe le quedaba, sin duda, el consuelo inocente de haber podido salvar de la muerte a su viejo perrillo faldero. Este animalucho, que había pertenecido a don José y que don Juan amaba profundamente, fue lanzado por él sobre la lancha antes de que el navío se sumergiera.

Don Juan había llenado sus faltriqueras y las de Pedrillo con todo el dinero que pudo caber en ellas y, convencido de que al fin acabarían salvándose del naufragio, se sentía satisfecho de su previsión y relativamente feliz de haber podido salvar a su preceptor y a su perro.

* * *

La noche era espantosa y la situación de los náufragos realmente desesperada. Entre las olas embravecidas, al poco tiempo, desapareció el pequeño bote, y con él se hundieron los nueve hombres que lo ocupaban. La lancha siguió flotando todavía. Salió el sol entre nubes rojizas, y entonces fueron distribuidos unos tragos de ron y de vino entre los desdichados supervivientes. Todos estaban reducidos a una escasísima ración de pan mohoso y, entre la tormenta, sus pobres cuerpos no tenían para cubrirse otra cosa que unos miserables andrajos calados de agua. Eran treinta, y todos ellos, amontonados en el corto espacio de una lancha que apenas les permitía realizar el menor movimiento. Ensayaron cuanto les fue posible para aliviar y hacer más cómoda su posición, y así la mitad de ellos se tendieron en los bancos, mientras la otra mitad se mantenía en pie y se repartía el trabajo de la guardia. De esta manera, temblando de fiebre, de frío y de terror, hacinados en su barquichuela, sin otro abrigo que la capa del cielo y las rabiosas olas del mar, permanecían los pobres náufragos.

Es constante realidad humana la de que el deseo de vivir alarga la vida, y tengo a cientos experiencias que citar sobre ello. Hay enfermos que saben que no pueden escapar a la muerte y que se sostienen tiempo y tiempo, sin embargo, sólo con la ilusión de vivir, con tal que su buena esposa no venga a matarlos manifestándoles su dolor, ya que es más fácil lisonjearse de una dichosa cura, aunque imposible, deseada, que no dedicarse a imaginar que se tiene delante la horrorosa guadaña que acaba con nosotros. Se pretende también que una renta vitalicia, puesta sobre la cabeza de un viejo, es para él la mejor garantía de una vida larga… Lo mismo sucedía a nuestros náufragos que se hallaban abandonados en la débil lancha sobre la inmensa y tormentosa mar; vivían con el amor de la vida y eran capaces de soportar más desgracias de las que puedan creerse. Tan duros como rocas, resistían todos los embates. Pero… el hombre es un animal carnívoro y es necesario que coma, a lo menos una vez al día, puesto que no puede vivir del aire. Así pensaban nuestros pobres náufragos.

* * *

Al tercer día sobrevino una dulce calma sobre el mar, lo que renovó sus fuerzas y derramó un bálsamo reparador sobre sus miembros fatigados. Pudieron disfrutar de algunas horas de sueño, pero cuando despertaron, se sintieron invadidos de un exceso de voracidad, y luego de economizar sus víveres prudentemente, devoraron muy pronto todo lo que les restaba. Así, cuando amaneció el cuarto día, en medio de una admirable calma; cuando amaneció el quinto, sobre la misma paz de los elementos; cuando llegó el sexto… , don Juan hubo de ceder y su amado perrillo faldero fue sacrificado. Al séptimo día, la piel del animal constituyó el último recurso. Al llegar el día octavo, ¡preciso es que quien me lea comprenda la terrible situación de aquellos hombres! Al llegar el día octavo se dejó oír un murmullo espantoso, voz siniestra de la desesperación, en el que cada uno reconocía sus propias palabras en las palabras de su camarada. Tales palabras hablaban de carne y sangre humanas, y se preguntaban quién de entre ellos serviría para mantener a los demás. Más como ninguno estaba dispuesto a sacrificarse fue preciso recurrir a la suerte. Se escribieron los nombres de todos en unos pequeños trozos de papel y mi pobre musa se estremece al tener que confesar que por falta de material fue preciso hacer pedazos la carta que la hermosa doña Julia había escrito a don Juan bajo los dulces cielos de Sevilla… La triste suerte designó como víctima al preceptor de Juan.

El infeliz licenciado Pedrillo, luego de gemir lastimosamente, suplicó como gracia que le sangrasen. El cirujano del navío poseía sus instrumentos, y abrió las venas del desgraciado preceptor, el cual expiró de modo tan tranquilo y dulce, que apenas podía conocerse que ya no vivía. Murió noblemente, como había vivido; tal es, al fin y al cabo, lo que hace generalmente la mayor parte de los hombres. Besó con devoción un pequeño crucifijo, estrechó la mano de don Juan y después entregó, con verdadera gracia, su garganta y su muñeca a la lanceta del médico. Este fue menos digno, puesto que reclamó por su trabajo el mejor trozo del cadáver; pero, instado por una sed ardiente, prefirió saciarse con la sangre aun caliente que brotaba de las venas del pobre licenciado. Todos, después, consumieron con furiosa rabia el cuerpo del pobre hombre, exceptuando a don Juan, que, habiéndose negado el día antes a alimentarse con la carne de su perro, pensó aun menos en su hambre en tan terribles circunstancias. ¿Cómo hubiera podido, fuese cual fuese la necesidad en que se hallara, clavar sus dientes sacrílegos en el cadáver de un honrado maestro que había sido en vida su capellán y su amigo?

La carne del licenciado Pedrillo parece ser que no se hallaba en buenas condiciones, puesto que la mayoría de los que se dieron un banquete con ella experimentaron pocas horas después terribles accesos de fiebre, y muchos de ellos murieron entregados a la desesperación, rechinando los dientes, aullando y en medio de los accesos de una risa feroz. El número de los náufragos quedó muy reducido por este castigo del cielo; entre los que sobrevivieron, unos perdieron de repente la memoria, otros enflaquecieron de modo increíble, otros sufrieron violentos ataques de locura. Pero también los hubo capaces de unirse para organizar un segundo asesinato, no encontrándose suficientemente advertidos por el espectáculo espantoso de la agonía de sus camaradas. Los tales pusieron sus miradas en el contramaestre, como él más gordo de todos los que supervivían; mas aparte de su firme y propia repugnancia a sufrir un destino semejante, contribuyeron a salvar a este honrado navegante ciertas razones particulares, pues fue recordado que había estado recientemente enfermo de fiebres malignas, y, aún más, que poseía un gracioso regalo, al que en verdad debía la vida, que le habían hecho en secreto ciertas damas de Cádiz, quién sabe si por suscripción general, poco tiempo antes de su partida.

Aún existían algunos restos del pobre licenciado Pedrillo, que se consumieron con economía. Si alguno sentía miedo e imponía silencio a su apetito, otros, aunque poco a poco y de tiempo en tiempo, consumían pequeños pedazos de aquella carne; tan sólo Juan se abstuvo siempre de probarla y engañaba su hambre masticando un pedazo de suela que había conservado… Si la suerte de Pedrillo causa horror, preciso es recordar al noble conde Ugolín, que devoraba las cabezas de sus enemigos después de referir su historia muy gentilmente… La suerte, al fin, favoreció, aunque muy avaramente, a los náufragos. Pudieron pescar algunos raros peces, con los que se alimentaron algunos días, y, para mayor alegría y esperanza, una mañana hallaron dormida sobre un trozo de madera una especie de tortolilla de blanca pluma y pico de gavilán, a la que pudieron acercarse poco a poco y con infinitas precauciones, hasta cazarla. La tortolilla satisfizo su hambre un día más, pero, sobre todo, les dio nuevo calor y nueva esperanza, puesto que el hecho de su presencia en el mar indicaba, indudablemente, la proximidad de la tierra.

Fue al amanecer del día siguiente cuando hallaron sus ojos, en la lejanía, el perfil de unas costas, que se hacían más fáciles dé distinguir a medida que se iban acercando. ¡Vedlos a todos sobre la cubierta de su débil lancha, perdidos en conjeturas, sonrientes, ansiosos, ignorando en qué lugar del globo se encontraban! Los unos decían que las costas pertenecían a la isla de Gandía, los otros hablaban de Chipre o de Rodas, uno afirmaba que se trataba del Monte Etna… La corriente los empujaba siempre hacia la costa consoladora. La lancha, semejante a la barca de Carón para cualquiera que hubiera podido contemplar los descarnados y pálidos espectros que transportaba, estaba ya sólo ocupada por cuatro hombres, y de tal modo la sed, el hambre, la fatiga, la desesperación los había extenuado y desfigurado, que una madre no hubiera podido distinguir a su propio hijo entre aquellos cuatro esqueletos vivientes… Conforme se acercaban hallaban más salvaje y aparentemente inhabitada aquella tierra; pero tenían tal ansia de ella que continuaron durante el día abandonándose a la corriente. Al anochecer llegaron ante unos duros rompientes de rocas oscuras, con las que chocó violentamente la lancha. Don Juan, hábil nadador desde su infancia, hubo de recurrir a todas sus energías para llegar a la playa antes de que la noche cerrase por completo, y con horrible amargura presenció cómo un tiburón que les seguía terminó con la vida de uno de sus compañeros; los otros dos se ahogaron faltos de fuerzas. Y así don Juan fue el único que consiguió llegar a la plaza.

Quedó tendido a la entrada de una gruta abierta en las rocas, exhausto e infinitamente triste, pues conservaba bastante vida aún para comprender sus males y darse cuenta de que quizá sería en vano haber podido escapar del naufragio… Ensayó a alzarse en pie, por medio de un largo y penoso esfuerzo, pero llegó a doblarse sobre sus rodillas ensangrentadas y sus destrozadas manos; sus ojos se turbaron, un vértigo se apoderó de su cerebro, y cayó sobre la arena cuan largo era. Parecido a una marchita flor de lis, su joven cuerpo, destrozado y pálido, conservaba aún emocionantes huellas de su hermosura y de la armoniosa y agradable línea de sus formas.

* * *

Juan no podrá nunca saber cuánto tiempo duró su desmayo. Cuando abrió los ojos y, poco a poco, fue tornando a sentirse vivo, su vista, atravesando densas y movibles nubes que la oscurecían, contempló junto a él la hermosa figura de una joven desconocida. Aquella joven se hallaba inclinada sobre él, y parecía como si su jugosa y encendida boca quisiera averiguar, juntándose con la suya, si don Juan respiraba todavía. El calor suave de una de las manos de ella acabó de probar a nuestro héroe que aún estaba vivo. La hermosa joven humedecía sus sienes y las frotaba suavemente para provocar la circulación de la sangre en sus venas, cuando un débil suspiro de don Juan la hizo conocer, al fin, el buen resultado de sus cuidados y de su tierna solicitud.

Auxiliado por otra joven, aunque menos hermosa que ella y de facciones no tan delicadas, la primera transportó a don Juan al interior de la gruta y encendió fuego. Cuando las llamas extendieron una brillante claridad bajo las bóvedas desconocidas por los rayos del sol, la primera de aquellas muchachas se manifestó en todo el noble y hermoso resplandor de su belleza. Su estatura era más bien alta para una mujer, y en su fisonomía y actitudes se advertía un cierto aire de autoridad incomparable. Su frente estaba adornada con alhajas de oro que brillaban sobre el ébano de su cabellera, la cual descendía en suaves bucles casi hasta sus pies. Sus ojos, todavía más negros que sus cabellos, parecían ocultarse tras la sombra de largas y hermosísimas pestañas. He aquí los ojos que causan las heridas más profundas; las miradas repentinas que dejan escapar atraviesan nuestro corazón más fácilmente que una flecha arrojada por una diestra mano. Del mismo modo, una serpiente extiende de repente sus largos anillos, escondida bajo la hierba, y nos hace sentir a un mismo tiempo su fuerza y su veneno. La frente de la joven tenía la blancura de la nieve, y los colores de sus mejillas recordaban esas luces de la tarde que el sol, al desaparecer en horizonte, tiñe de un dulce tono rosa. Sus labios de coral… ¡labios hechiceros que nos costáis tantos suspiros…! hubieran podido servir de modelo entre todos los labios de mujer de la tierra… Tal era la "señora de la gruta". Sus vestidos estaban hechos de un finísimo tejido y el oro y las piedras preciosas brillaban con profusión en sus manos, entre los encajes, en su cintura. Sus piernas se lucían desnudas y sus pequeños pies, blancos como la nieve, se hallaban encerrados en unos zapatos de linda piel salpicada de diamantes…

Tan hermosa joven no era una princesa disfrazada, sino la hija única de un viejo que habitaba la isla. Este hombre había sido pescador en su juventud, pero al presente otras atenciones le atraían a recorrer los mares: especulaciones ciertamente menos honrosas que la pesca. El contrabando y la piratería le habían hecho propietario de un millón de duros, bastante mal adquiridos por cierto. Y la hermosísima muchacha era por ello la más rica heredera de todas las islas. Tales islas eran las Cicladas, en una de las cuales se hallaba ahora nuestro héroe. En ella había construido el padre de la hermosa Haida una suntuosa casa y en ella vivía en una dichosa comodidad. ¡Dios sabe el oro que habría robado y la sangre que habría derramado! Era griego de origen, de bastante edad, y poseía un carácter triste y fuerte. Su rica casa era un edificio espacioso y claro, lleno de esculturas, de cuadros y de dorados, al gusto oriental.

Haida era tan hermosa que toda su dote carecía de valor en comparación con su sonrisa. Se criaba en su casa como una hermosa planta en su jardín; a los dieciséis años ya se había negado a varios amantes, mostrando de esta manera la firme voluntad de su alma hacia el verdadero amor. Paseando por la playa a la puesta del sol, había encontrado a don Juan sobre la arena, sin movimiento y casi muerto de hambre y fatiga. Compadecida de su estado y su belleza, se decidió a salvarle; pero, para evitar que el alma codiciosa de su padre quisiera comerciar con el náufrago curándole las heridas y vendiéndole después como esclavo, concibió la idea de depositar por el momento a don Juan en el interior de la gruta. El bien produce placer siempre al que lo ejecuta, y Haida hubo de alegrarse mucho de su decisión de salvar al extranjero desconocido cuando éste abrió los ojos al volver a la vida. Esos ojos negros aumentaron de tal modo su compasión que, si la cosa la fuera hacedera, habría abierto a don Juan las puertas del paraíso.

Haida, ayudada por su fiel sirviente Zoé, colocó a don Juan sobre una cama de pieles y lo cubrió con su propio capote bordado, rogándole que descansara tranquilamente y prometiéndole visitarle al rayar el día próximo para llevarle alimentos.

Cuando llegó la mañana, Haida, que había pasado muy intranquila la noche, bajó a la gruta: el sol recién nacido la envolvía con sus rosados fuegos y la amable aurora, teniéndola por una hermana suya, derramaba su dulce rocío sobre sus hermosos labios. Entró en la gruta, tímida y apresurada a un mismo tiempo; vio que Juan dormía pacíficamente, como un niño; se detuvo absorta de admiración ante él, y, luego, se adelantó de puntillas y cubrió cuidadosamente su cuerpo, temiendo que el aire frío del amanecer helase sus adormecidos miembros. Silenciosa e inmóvil se inclinó sobre su rostro y lo contempló lentamente aspirando el suave aliento que se escapaba de sus labios.

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