Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

Página 5 de 10

Al fin, tras largo rato de contemplación y espera, don Juan abrió sus grandes ojos sorprendidos, hallando frente a él el hermoso rostro de Haida. Entonces se incorporó sobre uno de sus brazos y miró lentamente a la bella joven, sobre cuyas mejillas se disputaban la preferencia el carmín de la rosa y la limpia palidez del lirio. Haida, en ese momento, habló a don Juan, y sus palabras no fueron más elocuentes que el fuego de sus ojos. Le explicó en griego las peripecias de su salvación y le rogó cariñosamente que tomara algún alimento.

Don Juan no pudo comprender una sola palabra de su discurso, pero la voz de Haida parecía el gorjeo de un pájaro, tan tierno, delicado y sencillo, que él nunca había escuchado una música tan dulce y patética. Contemplaba a la joven como aquél que ha soñado el lejano sonido de un órgano y que duda al despertar si todavía sueña… Salió por fin de su éxtasis, gracias a su apetito. Los amables olores del almuerzo preparado por Zoé obraron seguramente sobre sus sentidos, así como la vista de la llama ante la que guisaba la sirviente… Después de comer, don Juan arrojó al fuego sus ropas destrozadas y se vistió un traje completo de griego que las dos jóvenes habían llevado a la gruta. Haida se puso entonces a parlotear. Juan no comprendía una palabra, pero escuchaba atentamente. Cuando Haida comprendió que don Juan no la entendía, recurrió a los gestos, a las señas, a las sonrisas, leyendo en el rostro de él la respuesta que deseaba… Y en verdad que es delicioso aprender una lengua extraña a través de los ojos y los labios de una mujer hermosa. Entendámonos: en verdad que lo es cuando maestra y discípulo son jóvenes y bellos. Una linda mujer os sonríe tan tiernamente cuando decís una palabra bien dicha, o cuando la decís mal, que nada es comparable a sus lecciones. A ellas sigue un dulce apretón de manos, y quizá hasta un casto beso, algunas veces… Lo poco que yo sé de algunas lenguas extranjeras se lo debo a ese método… Ved a don Juan adelantar en el conocimiento del griego y ved cómo, al mismo tiempo, conoce que se halla invadido por un sentimiento tan universal como el sol y tan imposible de esconder en la intimidad secreta del corazón como la misma alegría… Se sintió enamorado de Haida… Confesad que a vosotros os hubiera ocurrido exactamente igual… El amor le entró a Juan como le entra a todo el mundo.

Todos los días, al rayar la aurora, lo cual parecía excesivamente madrugador para Juan, que gustaba de dormir hasta avanzada la mañana, Haida iba a la gruta, pero era solamente por contemplar el sueño de su amigo. Levantaba los bucles de sus cabellos con una mano tan cuidadosa que no le despertaba, y su cabeza permanecía silenciosamente inclinada sobre las mejillas de Juan, semejante a un céfiro que se detiene sobre un lecho de rosas.

Cada día, el rostro de don Juan demostraba más claramente el restablecimiento de su salud, primera necesidad del hombre y esencia misma del verdadero amor. La salud y la ociosidad son para la pasión lo que el aceite y la pólvora para el fuego, y por ellas, así como por Ceres y Baco, el amor vive. Venus dejaría muy pronto de parecer bella y terrible sin todos esos elementos. Pero, en tanto las cosas sean como son en este pícaro mundo, mientras la tal Venus ocupa nuestro corazón, Ceres nos ofrece una excelente sopa, puesto que un amante de carne y hueso tiene necesidad de reponerse, y Baco derrama los chorros de su divino néctar sobre nuestra mesa. Una buena jalea de huevos y una copiosa ración de ostras son cosas muy favorables a los que se ocupan en los dulces juegos de Citera. Pan y Neptuno son, allá arriba, los proveedores de los dioses.

Cuando Juan se despertaba hallaba siempre prontos muy buenos manjares. Tomaba un baño, se desayunaba, y admiraba los hermosos ojos que habían hecho nacer el amor en su corazón. Haida era tan inocente, y ambos tan jóvenes, que el baño no tenía para ninguno de los dos reparo alguno que le privase de gracia. Juan era, a los ojos de la joven griega, aquel ser que sus deseos esperaban hacía ya algún tiempo, y que se le había aparecido en sueños. Un mortal que ella había de hacer dichoso, destinado a su amor y a crear con ella la mutua felicidad de ambos… Aquel que quiera conocer los verdaderos placeres es necesario que tome parte decidida en ellos, y así, la dicha debería estar representada por dos gemelos… ¡Era tan dulce para Haida la sola contemplación de Juan! Se doblaba, y aun se multiplicaba el encanto de la existencia, la contemplación de la naturaleza, cuando se sentía temblar bajo su mirada, o cuando contemplaba su sueño… Vivir para siempre con él le parecía a ella una felicidad tan perfecta, que casi no se atrevía a esperarla, y la idea de una separación la hacía temblar… Juan era su tesoro, salvado del Océano y arrojado a la playa como el rico despojo de un naufragio… Era su primero y último amor.

* * *

Un mes transcurrió de esta manera. La hermosa Haida visitaba todos los días a su amigo, tomando precauciones tan severas para ello, que éste permaneció ignorado de todos en su gruta de las rocas. Como el padre de Haida se hallaba viajando, la hermosa joven podía disponer de su libertad enteramente… Yo la comparo a las señoras casadas de nuestros cristianos países conocidos que, como se sabe, no están vigiladas jamás… Haida aprovechó su libertad, como es natural, para prolongar sus visitas y sus conversaciones con don Juan. Pasaban juntos horas enteras y solían dar largos paseos al anochecer, en ese inexpresable instante de absoluta belleza en que la isla se sumergía en dos aureolas de luz diferentes: la del sol, que se hundía en el mar por Poniente, y la de la luna, que se elevaba del lado contrario sobre las aguas.

Junto a Haida, don Juan se sentía feliz. Contemplaban ambos la espuma que las olas abandonaban sobre la arena al retirarse. Una espuma semejante a la que corona una copa de champaña llena hasta los bordes…

¡Lluvia benéfica que reanimas nuestros sentidos, pocas cosas son superiores a ti, vino maravilloso! Que se predique todo lo que se quiera, puesto que se predica inútilmente. Honremos a Baco, al amor y a la alegría, y mañana iremos al sermón y a la casa del señor boticario. Puesto que el hombre es razonable, necesario resulta que se embriague, ya que los momentos de la embriaguez son los mejores de la vida. La gloria, el vino, el amor y el dinero: he ahí los gozos en los que se congregan las esperanzas de todos los hombres y de todos los pueblos. Mirad el jugo del árbol de la vida; sin él, sus ramas, tan fértiles algunas veces, aparecerían pocas y marchitas. Pero, os lo repito, bebed hasta embriagaros, que, si luego despertáis con dolor de cabeza, fácil es saber lo que debéis hacer… Tirad de la campanilla, decid a vuestro ayuda de cámara que vaya a buscar vino del Rhin y agua de soda.

Experimentaréis un placer digno de Jerjes, aquel gran rey. Ni el sorbete exquisito, ni la espuma del vino de los postres, ni el vino de Borgoña, con su chorro purpúreo, tras las fatigas de un viaje, la breve angustia del fastidio, el cansancio del amor, pueden compararse a la bebida del vino del Rhin y el agua de soda…

* * *

La orilla del mar… Yo creo que la arena ondularía suavemente; que las olas dulces y tranquilas se acostarían sobre ella; que un profundo silencio reinaría a lo lejos, interrumpido solamente por el agudo grito de un pájaro nocturno, el salto de un delfín en el agua o el rumor de una ola deseosa de liberarse de la prisión de una roca… Juan y su amiga andarían errantes sobre la playa. Sería la hora más dulce del día y de la noche, cuando el disco del sol se sumerge en las azuladas colinas del mar y la luna naciente parece la única diadema de la obscuridad. Los dos amantes andarían, cogidos de la mano, a lo largo de las abiertas playas de la isla. Hallarían una gruta de inexpresable belleza y misterio. Descansarían en ella, muy juntos, contemplando el admirable cuadro del crepúsculo

Sí; admiraron el cielo suspendido sobre sus cabezas y el inmenso mar ondulante; escucharon el murmullo del agua y los suspiros de la brisa de la noche. De improviso, sus ojos se encontraron, sus labios se acercaron, y se reunieron por medio de un beso. Fue un beso prolongado lleno del ardor de los primeros fuegos de la juventud y del amor; un beso que sólo pertenece a los primeros días de nuestras nacientes agitaciones, cuando la sangre circula como la lava devoradora en el interior de nuestras venas y cuando el contacto de los labios con los del objeto amado conmueve el corazón y lo arrebata en un largo éxtasis.

Estaban solos, pero no como aquéllos que se encierran en una habitación y se imaginan hallarse en soledad. El mar, el cielo, el crepúsculo, las mudas rocas, todo cuanto les rodeaba, venía a asegurarles que estaban solos en el mundo, que eran los únicos seres vivientes de la tierra. Sobre la muda playa solitaria, eran, el uno para el otro, todo el Universo. Su conversación se formaba, temblorosa, con frases cortadas, incompletas; pero ellos adivinaban todo lo que no se decían. Aquello, inmenso e incomparable, que inspira la pasión, lo manifestaban los dos por medio de un suspiro, el más seguro intérprete del anhelo amoroso, felicidad única que ha dejado a sus hijas la primera Eva culpable y desheredada.

Haida no hablaba nunca de ningún escrúpulo; no hacía ningún juramento ni exigía ninguno. Jamás había oído hablar de promesas que fueran incumplidas ni de los peligros a los que se expone una amante crédula, e ignoraba la perfidia de los hombres; en su sencillez, se entregaba sin sombra de temor a su amigo como una paloma inocente; y, no habiendo pensado nunca en la infidelidad, no pronunciaba jamás la palabra constancia. Amaba y era amada; adoraba y era adorada. Conforme a las leyes de la naturaleza, sus dos almas se confundían. Haida, sintiendo latir el corazón de Juan contra el suyo, soñó que esto habría de suceder eternamente. ¡Ay! Eran tan jóvenes, tan hermosos, tan tiernos, y estaban tan solos, que puede decirse que después de nuestros primeros padres jamás una pareja tan perfecta ha corrido el riesgo de la condenación por el amor. Haida, tan devota como bella, había oído hablar sin duda del Purgatorio y aun del Infierno…, pero se olvidó de cuanto le había sido dicho sobre la materia…, en el momento mismo en que más hubiera debido recordarlo.

Entre miradas llenas de fuego, el brazo de Haida rodea la cabeza de Juan; el de Juan se pierde entre los rizos innumerables de los cabellos de su amiga; ella se sienta sobre las rodillas de él; ambos aspiran recíprocamente sus suspiros, y, en esta posición, inmejorable, los dos forman el antiguo y eterno grupo de dos amantes medio desnudos reunidos por el amor y la naturaleza… Cuando pasaron estos momentos de delirio, Juan se quedó dormido sobre el pecho de su tierna amiga y ella vigiló dulcemente su sueño, pensando, sin temor y sin tristeza, en todo cuanto acababa de conceder y en todo lo que concedería todavía.

Un niño que admira la luz o que toma el pecho de su madre; un fanático a la vista de un enemigo vencido; un árabe ofreciendo hospitalidad a un extranjero; un navegante pirata apoderándose de una rica presa; un avaro llenando su arca, experimentan alegría, pero nada hay comparable a la dicha de aquéllos que contemplan el plácido sueño de la persona que aman. La soledad, la noche, el mar, el estrellado cielo transido de luna, el amor, llenaban el alma de Haida de un sentimiento que no puede explicarse. Allí, en medio de la arenosa playa, junto a las áridas rocas oscuras, se sentía dichosa de haber creado por sí misma, en unión de su amante, un verdadero Edén, en el que nada podía venir a turbar su ternura y cuyos solos testigos eran las estrellas del alto firmamento… He aquí la noble y bella historia: una gruta fue su cama nupcial, el dios de la soledad consagró su encuentro, el mar fue su testigo, y fueron esposos; ¡dichosos sin duda, ya que cada uno era el ángel del otro y aquella playa su Paraíso!

Pero, Juan, ¿olvidaría también? Había olvidado, ya una vez, a Julia. ¿Debió olvidarla tan pronto? La pregunta me embaraza y entristece, lo confieso. Es, sin duda, doloroso reconocer que somos demasiado sensibles a los atractivos de todos los nuevos rostros que llegan a tentarnos.

¡Amor!, tú, cuyo favorito fue el gran César; Tito, el señor; Antonio, el esclavo; Horacio y Cátulo, los discípulos; Ovidio, el preceptor, y Safo… ¿qué diré de Safo?; que todos aquellos que quieran concluir su vida se arrojen en tu tumba.

Tú eres el dios del mal, porque, después de todo, no podemos llamarte diablo. Tú te complaces en hacer precario el casto lazo del matrimonio, y tú ultrajas, riéndote, la noble frente de los más ilustres mortales. César y Pompeyo, Belisario y Mahoma, han dado una musa propia a la historia humana; su vida y sus aventuras no se parecen mucho, y jamás se ofrecerán a la admiración de la posteridad nombres semejantes…, pero estos cuatro grandes hombres tuvieron la particularidad de ser los cuatro héroes, conquistadores y cornudos. Tú haces de los filósofos verdaderos materialistas, como Epicuro y Arístipo, como aquel sabio rey Sardanápalo, para quien toda verdad estaba en este lema: "Come, bebe y haz el amor; ¿qué importa todo lo demás?"

¡Ay!, el amor es para las mujeres una cosa deliciosa y temible al mismo tiempo, porque juegan a este dado engañoso todo lo que tienen, y, si se vuelve contra ellas, la vida ya no tiene que ofrecerles sino la memoria cruel de su pasado… Pero su venganza, entonces, es como la del tigre: pronta, mortal y sin remedio. Hábiles en el disimulo, sus corazones desolados, tras echar de menos al ídolo querido, buscan un rico voluptuoso que las compre a título de esposas, y así resulta que su vida acaba transformándose en todo lo que sigue: un amante infiel, un marido nada grato, otro amante sólo elegido para el placer de la venganza, la distracción de los adornos, la calidad de madre, acaso, la devoción cuando ya son viejas y…, todo queda concluido… Esta toma nuevo amante, aquélla prefiere una botella, la de más allá corre tras disipaciones del gran mundo. Y hasta las hay que se van con un nuevo seductor, con lo que no hacen sino cambiar de penas y perder todas las ventajas de la virtud disimulada. En fin, para dar total idea de sus variables tipos, yo diré que he conocido más de una, sumamente traviesa dentro de su casa, que en seguida se ponía tristona y escribía una novela sentimental.

El corazón es, como el horizonte, una parte del cielo; pero, como el horizonte, cambia igualmente noche y día. Tan pronto las nubes y los truenos lo recorren, la destrucción y las tinieblas se apoderan de él; pero cuando los fuegos de la tempestad lo han surcado y abierto, se pierde en lluvias. De tal modo es como los ojos derraman la sangre del corazón cambiada en lágrimas. Al fin y al cabo, esto es lo que hace el clima inglés de nuestras vidas.

Sin extenderse más sobre esta anatomía, suelto mi pluma, hago al buen lector una cortesía, y dejo a don Juan y Haida el cuidado de pleitear, por ellos y por mí, acerca de sus propios sentimientos.

Ir a la siguiente página

Report Page