Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 3.

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—¿Lo ves? ¿Cómo no voy a rechazarte, si me pides que renuncie a mí mismo?

—A mi lado, hallarás felicidad y salvación.

—A ese precio, ni la felicidad ni la salvación me importan.

Elvira se colgó a su cuello, le habló mordiéndole los labios.

—Aunque me abandones luego, aunque no vuelvas a saber de mí, déjame al menos el recuerdo de un amor cumplido.

—¿Ya te olvidaste de Dios y del pecado?

—Aquella noche los había olvidado, y hoy me siento como aquella noche.

—Pues hay que pensar en ellos, hijita, hay que pensar constantemente. Yo no hago otra cosa… también desde aquella noche.

Don Juan había hablado como un maestro que amonesta al alumno. Elvira le pegó un empujón, lo apartó de ella.

—¡Te odio!

—Eso es ponerse ya en razón. Nos entenderemos mejor.

—¡Sublevaré a los sevillanos contra ti! ¡Te arrastrarán por las calles!

—No les hice ningún daño… y me tienen miedo.

—¡Te mataré yo misma!

—Puede que no haga falta, pero reconozco que estás en tu derecho.

Elvira se había ido acercando a la puerta. Don Juan recogió su sombrero y se lo ofreció.

—Póntelo. Te favorece. Y si quieres también el antifaz…

Se agachó a recogerlo. Mientras lo hacía, preguntó:

—Y aquella judía, doña Sol, ¿qué ha sido de ella?

Elvira extendió la mano para coger el antifaz.

—Murió de la muerte que tú mereces. Quemada.

—¡Qué mal gusto!

Se oyó el portazo de Elvira. Por la otra puerta apareció Leporello.

—A las mujeres no hay quien las entienda.

—No digas estupideces.

—La máxima forma parte de mi filosofía personal. Creo que las mujeres son como las olas del mar. ¿Se sabe, por ventura, la causa de su movimiento? ¿Ha averiguado alguien por qué es inmensa la mar, y misteriosa? Sin embargo, nos bañamos en ella, y a veces conseguimos navegarla. A las mujeres les sucede lo mismo: son inmensas, misteriosas y movibles. Recuerde a doña Ximena. No hay modo de saber lo que les pasa por dentro, ni por dónde van a salir; pero, mientras, se dejan navegar tan ricamente. El secreto está en no preguntarles demasiado.

—¿Pretendes darme lecciones?

Leporello rio un poco y alzó las manos a la altura del pecho.

—Sé mucho de eso, mi amo.

—Pero no más que yo.

Chi lo sa? Hasta ahora, nunca hemos medido nuestra ciencia. Yo me limitaba a llevarle el aire al señor y a responder como un criado más o menos listo. Pero hoy es una fecha capital… para los dos. Las consecuencias de lo que usted haga me alcanzarán también. Por tanto…

Don Juan se le acercó calmosamente.

—¿Pretendes insinuarme algo, o es, simplemente, que te he entendido mal?

—Lo primero más bien, mi amo. ¿Cómo no iba a entenderme?

—Entonces, habla claro.

—¡Así me gusta, Don Juan! —respondió Leporello con entusiasmo. Las cartas, siempre a la vista, aunque haya de jugar una partida con el diablo. Voy a mostrar las mías. Hoy pueden pasar muchas cosas. Pensándolo bien, pueden pasar todas.

—¿Todas?

—Sí, mi amo. Incluso la definitiva. Y, en ese caso, he de cuidar de mi porvenir.

Don Juan le golpeó la espalda riendo.

—Te dejaré una manda suficiente… a causa de tu fidelidad.

—El señor no me ha entendido. Quiero decir que, si el señor muere, yo habré de seguirle al otro mundo.

—No exijo tanto. Morir es una cuestión privada, y en el otro mundo no hacen falta expoliques. En el infierno o en el cielo, la servidumbre está completa.

—El señor carece de experiencia del otro mundo.

—¿Y tú?

Leporello retrocedió.

—¿El señor quiere que le muestre todas mis cartas?

—Desde luego.

—Entonces, quizá baste con que me mire a los ojos.

Don Juan agarró a Leporello por los hombros y le miró fijamente. Luego le dio un empellón.

—En tu mirada hay un abismo, y en su fondo resplandece lo eterno. ¿Eres ángel o diablo?

—Diablo, señor, para servirle. El ángel debe también de andar por ahí, pero en casi veinte años que llevo con el señor, no he conseguido identificarlo.

—El infierno me hace un gran honor. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué importa el nombre? A este cuerpo de que me valgo, le habéis llamado siempre Leporello.

—¿A qué has venido? ¿Habré de admitir ahora que lo que yo creía mi obra personal no ha sido más que obra tuya? ¿He escapado de Dios para caer en la trampa del diablo?

—No se preocupe el señor. Me he portado siempre correctamente. Todo lo más, le he ayudado alguna vez, pero, en general, me he limitado a actuar de testigo. Eran las órdenes. El infierno ha guardado al señor consideraciones excepcionales, aunque fuera por razones que ahora no vienen al caso, y yo he estado a su lado con el mayor respeto para su libertad. Hubiera mantenido el incógnito hasta el final, si el final se dilatase. Pero, esta noche, el señor no alcanzaría lo que se propone sin mi colaboración.

—Si yo mismo no sé lo que me propongo. ¿No lo has adivinado? He venido a Sevilla empujado por una esperanza ciega; pero, no sé por qué, voy perdiendo la esperanza.

—Salgamos a su encuentro. ¿No es eso lo que hemos hecho tantas veces?

—Salir… ¿A dónde?

—No es el adónde lo que importa, sino el por dónde. Y, para eso, para enseñarle el camino, estoy aquí.

Rápidamente, Leporello se acercó al gran espejo dorado y lo abrió. Quedó dentro del marco un vacío oscuro, y, fuera de escena, retumbó la caja de los truenos. Don Juan retrocedió, se detuvo de pronto, se irguió…

—¿Es la puerta del infierno?

—El infierno es tan solo una parte del misterio, y esa puerta se abre a su totalidad. Solo entrando por ella puede llegar a buen término nuestra aventura. Pero le advierto que es también puerta del cielo.

—Esa es mi puerta.

Don Juan se acercó al vacío. Los truenos se repitieron, esta vez acompañados de relámpagos verdosos. Leporello extendió una mano.

—¿Quiere de veras ir al cielo?

—Quiero traspasar ese umbral cualquiera que sea el riesgo. ¡Vamos, entra!

—Usted, primero, señor.

—Aunque seas el diablo, eres mi criado y yo soy quien manda. Es la condición para que sigamos juntos. Pasa delante.

Leporello se inclinó.

—Como guste el señor.

Atravesó el umbral. Don Juan le siguió. El espejo se cerró sobre ellos, y cayó, rápidamente, el telón.

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