Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 4.

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La sala quedó en penumbra, y en su aire —quizá para entretener la espera— se reanudó el juego de los fuegos fatuos. Miré, de soslayo, a Sonja: tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos cruzadas. No me atreví a interrumpirla, ni tenía tampoco nada nuevo que decirle, porque, en aquel momento, en mi cabeza se apretujaban las objeciones críticas contra lo que acababa de ver. Me parecía demasiado primitivo en su estructura —escenas de dos personajes, una tras otra, aunque razonablemente ligadas—, e ininteligible para quien no estuviera en antecedentes de la historia; pueril en los trucos circenses de Leporello, y con el detalle escasamente original del espejo, que ya se había visto en alguna obra de Cocteau. El drama había dejado de tener, para mí, el menor aliciente estético, aunque, lo confieso, me interesaba aún su desarrollo, y, sobre todo, su desenlace, pero de ese modo grotesco con que interesa a las porteras el folletín que están leyendo.

La espera fue corta. Apareció un decorado de jardín, todo él en verdes, con una hilera de cipreses al fondo, y, en el medio, una gran estatua blanca. La estatua era, evidentemente, lo más importante del escenario. La habían puesto de espaldas al espectador, y parecía una llama marmórea, por lo agitada y retorcida: encima de un pedestal convulso se levantaba un cuerpo envuelto en una capa sobre la que parecía haber soplado el vendaval. Tenía el hombre el sombrero en una mano, y la otra la apoyaba en la espada, como si fuera a sacarla. El cuerpo, contorsionado; las piernas, abiertas; las rodillas, medio dobladas, no sé si para saltar o para huir, y, encima, una enorme cabeza de cabellera arrebatada.

En la trasera del pedestal, es decir, en la que veíamos nosotros, se abría una puerta cuadrada, oscura. Lo único tranquilo en aquel terremoto.

No había nadie en escena. Detrás del decorado trinaba un violín. A la luz verde se sumó un foco blanco que iluminó la estatua, y la hizo más blanca todavía.

Pero no duró más que un instante. El foco se apagó, y el escenario quedó bañado en la luz verdosa del principio. Sombreaban al fondo los cipreses y diríase que se movían. Detrás de ellos, por la superficie azul del ciclorama, vagaban nubes blanquecinas.

Entró primero Leporello, como en avanzadilla. Espió el lugar. Después se volvió al lateral izquierdo y llamó:

—¡Don Juan! ¡Venga! ¡Aquí es!

Pasó al centro de la escena y esperó. Entró don Juan, miró alrededor.

—Aquí estaba mi casa, ¿verdad?

—Sí, mi amo. Recuérdelo. En lo alto de la colina.

Don Juan, vuelto hacia el público, extendió un brazo y señaló el fondo de la sala.

—Y aquello es el Guadalquivir.

—Muy hermoso, ¿verdad? Una cinta de plata…

—¡No seas cursi! La belleza del río no cabe en la metáfora de un diablo.

—Reconozco que mi formación literaria no es tan perfecta como la del señor. Sin embargo, me gustaría decir de alguna manera que el río es muy hermoso.

—Ya lo has dicho.

—¿Es bastante?

—Para mí, sobra. ¿No sabes que las palabras estorban? Me hubieran estorbado también aquella tarde en que, en este mismo lugar, empezó todo. Una palabra habría roto el hechizo y me hubiera devuelto al mundo; pero Dios y el Universo se habían callado. Supongamos que aquella tarde, cuando me desnudaba el brazo para hundirlo en las aguas, gritase el Comendador mi nombre para decirme que había hallado en el salón unos candelabros valorados en tanto… Roto el hechizo, mi alma sin su revelación, habría ingresado en la vulgaridad. ¿No crees que en aquel momento nació don Juan y murieron de mi mano infinitos hombres posibles?

—Exactamente todos los que no eran don Juan.

—¿Estás seguro?

—Vivir, mi amo, es dejar el camino sembrado de cadáveres. A veces, el cadáver de uno mismo. Las más, meras criaturas, o acaso afortunadas aproximaciones. En general, en esa lucha sobrevive el fuerte, y no hay que llorar a los muertos. Piense que si el Comendador le hubiera llamado, quizá estuviera usted casado con Elvira, padre de siete hijos, y a lo mejor, sería usted un fantoche como su suegro, aunque no tan imbécil. Deje, pues, que los muertos entierren a los muertos.

—Pero ¿y si no lo están del todo? En cualquier momento, uno de ellos puede ser resucitado. Aquella tarde y aquella noche, por ejemplo, cerré mi corazón al sentimiento. ¿Quién te dice que no volveré a amar?

—¿Siente nostalgia?

—Siento dudas de haberme equivocado.

—¿No me dijo, hace unos días, que el cielo le había dejado sin arrepentimiento? ¿Es que ya vuelve el cielo a tenerle en cuenta?

—El cielo permanece mudo, y mi corazón, tranquilo. Las dudas son cosa intelectual: hay que contar con ellas por honradez dialéctica. Y, ya que dices haber sido testigo de mi vida, sabes que nunca descarté la posibilidad de haberme equivocado y de que un día llegase en que hubiera de resucitar uno de mis cadáveres, quizá el del santo. Hoy llegaré a saberlo.

—¿Espera que el cielo hable esta noche?

—Para eso me has traído aquí.

—Pero es usted quien ha de llamar a sus puertas. A mí no me las abren.

Se oyó ruido de voces lacrimosas detrás del telón, y entró una mujer del pueblo con un niño en los brazos.

—¡Que se muere mi niño! ¡Por caridad, sálvamelo! ¡Que se me muere!

Se enredó en la capa de Don Juan. Quedó quieta, mirándole.

—¿Es que no está?

—¿A quién buscas? —le preguntó Leporello.

—¡A la santa! ¡Que se muere mi niño! ¿Dónde está Mariana?

Leporello le señaló la puerta del pedestal.

—¡Ahí vive!

La mujer corrió hasta la verja que cerraba la estatua.

—¡Ave María Purísima! ¡Salva a mi niño, Mariana, por caridad! ¡Salva a mi niño!

Se abrió la puerta. Se vio una pared blanca con una tosca cruz. Temblaba, en el interior, el resplandor de una bujía. Contra la luz, la sombra de una persona vestida de hábito frailuno y capuchón. La mujer se arrodilló.

—¡Mariana, Sierva de Dios bendita! ¡Pon tus manos en mi hijo, que se me muere!

Mariana salió del cuchitril y se acercó a la verja. Tendió los brazos a la implorante.

—¿Por qué acudes a mí? ¡Solo el Señor es dueño de la vida y de la muerte!

—¡Tú tienes la virtud del Señor! ¡No me niegues la vida de mi hijo!

—Escucha. Pidamos juntas a Dios. Dame a tu hijo. Y, ahora, di conmigo: «¡Señor, que salvaste a la hija de Jairo…

—»¡Señor, que salvaste a la hija de Jairo…

—»ten piedad de esta criatura inocente…

—»ten piedad de esta criatura inocente…

—»…y haz en ella tu voluntad…»

—»…y haz en ella tu voluntad…»

—»Por los siglos de los siglos…

—»Por los siglos de los siglos…

—»Amén.»

—»Amén.»

Mariana devolvió a la madre la criatura.

—Vuelve a tu casa, y espera la misericordia del Señor.

—¡Dios te bendiga!

—Solo Dios ha de ser bendecido. Vete en paz.

La mujer salió gritando de júbilo, y Mariana quedó de pie junto a la verja. Luego, se arrodilló y empezó a cantar:

«Benedicite omnia Domini, Domino…»

Leporello y don Juan habían permanecido en un extremo del escenario. Leporello volvió la espalda a Mariana.

—Estoy sufriendo, mi amo. El Poder y la Gloria del Otro, como puede usted suponer, me revuelven las tripas.

—A mí me llenan de orgullo. Es mi enemigo, y en su grandeza hallo la mía propia. ¡Que todas las obras del Señor bendigan al Señor! Con música, es casi grandioso, como el Señor se merece. A mi manera, también yo soy una oración y bendigo al Señor. Déjame escuchar a Mariana.

—¿No le apetece hablarle?

—En cualquier caso, no debo interrumpirla.

—¿No le enorgullece también estar casado con una santa?

—Por lo general, no suelo envanecerme de mis propias obras.

—Sin embargo, nadie puede hablar hasta el final.

—Nadie, incluido el diablo.

—Allá abajo, señor, somos modestos y, sobre todo, cautos. No nos hacemos ilusiones jamás. Ya ve: en el caso que nos ocupa, no sé si mi cliente se salvará o se perderá. Quiero decir para el infierno.

—Comprendo. Yo tampoco lo sé.

—Es lo que más me fastidia del Otro: que lo conozca todo de antemano. Es un privilegio intolerable contra el cual el Infierno ha presentado sucesivas protestas.

—Cállate. Parece que ha terminado.

—¿Quiere que le hable?

—Yo lo haré.

Mariana se había levantado, y regresaba a su celda. Don Juan corrió a la verja.

—¡Mariana!

Ella se detuvo. Don Juan iba a saltar los hierros.

—¡Quieto! No entre. Le mataría mi marido. ¿Quién es usted?

—¿No me reconoces?

—Apenas hay luz.

Don Juan se volvió a Leporello.

—¿Has oído?

—¡Sí, mi amo! ¡También yo tengo mi poder, y me da satisfacción manifestarlo! Ya verá…

Un rayo de luna repentino alumbró el rostro de don Juan. Mariana se acercó a mirarle.

—Perdóneme, señor. No le recuerdo.

Leporello rio en la sombra.

—¿Apago, mi amo?

Don Juan había retrocedido. Mariana, apoyadas las manos en la verja le preguntó:

—¿Qué desea de mí?

—Quería… —La voz de Don Juan vacilaba; se acercó de nuevo—. ¿Recuerdas a tu marido?

—¡Don Juan! ¿Cómo no voy a recordarle? ¡Rezo por él desde hace tantos años! Una hora y otra, un día y otro, un año y otro. Se fue hace mucho tiempo, pero vendrá. Me lo prometió, ¿sabe? y no mentía. Vendrá una noche cualquiera.

—Pero, su rostro, ¿no lo recuerdas?

—¡Sí, claro! ¿Cómo no voy a recordarlo? Muy hermoso. Como unos ojos que brillasen en el fondo de una nube. Así le veo. De madrugada, cuando se mete la luna, yo miro al cielo, y allí está él.

—Yo conozco a tu marido.

—¿Va a volver pronto? ¡Dígamelo, se lo suplico! Tengo miedo de morir antes que venga. Ya debo de ser vieja.

—Quizá regrese.

—¿Es feliz lejos de mí?

—Nunca lo ha sido.

—Si vuelve a verle, señor, dígale que le quiero.

—No le veré, pero en Sevilla hay un hombre que le verá muy pronto. De su parte vengo. Trae un recado para ti.

—¿De mi marido? ¿Qué me dice? ¿Va a llevarme consigo?

—Quizá, pero no estoy seguro. Ese hombre quiere verte.

—¿Por qué no ha venido?

—Me mandó en su lugar para decirte que, esta noche, enviará a buscarte. Reunirá a todos los amigos de Don Juan, y quiere que estés allí.

—Me da vergüenza, señor. No tengo más que esta ropa, y estoy descalza.

—Te enviará el traje más hermoso de Sevilla.

—No puede ser. El más hermoso es el que me regaló don Juan cuando se casó conmigo.

—Te enviará, entonces, ese mismo traje.

—¡Qué contenta estoy! Daré las gracias al Señor, que no defraudó mi esperanza. ¿Quiere usted rezar conmigo?

—No. Tu alegría te pertenece. Mis palabras impedirían que las tuyas llegasen hasta el cielo. Vuelve a tu celda, y espera otra vez. Dentro de una hora…

—Rezaré hasta entonces. Que Dios le guarde.

—Falta me hace.

Mariana corrió a la celda y cerró la puerta. El rayo de luna improvisado por Leporello se apagó. Don Juan quedó junto a la verja. Leporello se fue acercando…

—Reconozco, señor, que es un duro golpe, pero tiene su explicación: Han pasado años, y eso se nota en el rostro. Y no es que quiera insinuarle que ha envejecido; pero que algo ha cambiado, no lo dude.

—Aunque mi rostro hubiera sido el mismo, no me reconocería. Ella tiene su Don Juan en el alma, y a fuerza de pensar en él, lo ha transformado mucho.

—¿La llevará a la fiesta de esta noche?

—Es natural que reciba a mis invitados en compañía de mi esposa.

—¿Solo por eso?

—Puede también ser mi testigo de descargo.

—¿Está seguro de que hoy le juzgarán?

—Tú lo has dado a entender.

—¿Y se resigna?

—Acepto las cosas como vienen si no está en mi mano variarlas.

—Usted no vino a morir.

—Vine a clamar al cielo, y no encuentro la manera. Tu puerta mágica, hasta ahora, me ha defraudado. Para llegar aquí, nos hubiera servido una puerta normal. Vamos a casa.

—¿No quiere ver antes a un viejo amigo?

—Los amigos me aburren.

—A este lo tenemos tan cerca que sería descortés no saludarle. Mire.

La luz del foco blanco cayó sobre el monumento, al tiempo que la estatua, sin moverse, giraba sobre su pedestal al modo de la arcilla en el torno del alfarero. Don Juan, sorprendido primero, se echó a reír en seguida con grandes carcajadas.

—¡Don Gonzalo! ¡Mi querido don Gonzalo! ¡El escultor que te hizo la estatua era un genio! ¿Te has fijado bien en ella, Leporello?

—La estoy mirando, y de verdad que me asombra. Es el vivo retrato del Comendador.

—¡Es el exacto retrato de su alma! ¡Colosal, retorcida, vacua! ¡No es más que gesto y movimiento! ¡Buenas noches, amigo!

—Mi amo, no bromee, que puede responderle.

—¡Qué más quisiera yo…! Tendría, al menos, por quien enviar un mensaje al otro mundo.

—¿Es eso lo que le trae aquí?

—Pudiera ser, aunque la falta de mensajero idóneo me lo impida. Porque tú…

—Yo, mi amo, hasta que el caso se resuelva, tengo prohibido el regreso. Pero el Comendador, si pudiera, se encargaría del recado, estoy seguro. Todo lo que sea darse importancia…

—Fíjate bien en él. Tiene aire de Embajador ofendido por un error de protocolo. Como si al entrar en el Infierno, hubiera pasado antes un comerciante de tejidos.

—¿Y qué mensaje enviaría, señor?

Don Juan quedó perplejo.

—¿Pues sabes que, de momento, no se me ocurre? Porque los que en su corazón interrogan al otro mundo, se contentan con preguntar si Dios existe o si somos inmortales. Pero yo no lo he dudado nunca.

—Entonces, mi amo, toda pregunta huelga.

—Pudiera, sin embargo, preguntar al Señor por qué mi corazón no le ama. La respuesta valdría para la mayor parte de los hombres, que tampoco le aman.

—A eso, usted mismo se puede responder.

—Y a casi todo, Leporello, a casi todo. Los secretos de Dios son tan secretos, que los hombres ignoramos hasta su misma existencia y no pueden inquietarnos. Y a lo que Dios no esconda para sí, poco a poco iremos hallándole respuesta.

—Total, que don Gonzalo no nos sirve de nada.

Don Juan quedó un momento pensativo.

—Según. Porque lo que realmente da grandeza a la pregunta hecha a Dios, no es lo que se pregunta, sino el hecho mismo de preguntar. De por sí es una blasfemia, sobre todo cuando no está angustiado el corazón que interroga, sino que, como yo, pregunta por puro lujo.

—Ahí tiene una manera de llamar a las puertas del cielo.

—Sí. Pero ¿qué preguntar? Porque una cosa es la impertinencia, a la que siempre estoy dispuesto, y otra la estupidez, que me horroriza. Aunque la embajada que el Comendador llevase fuese mera formalidad, por quedar bien habría que hacer una pregunta oportuna. Por ejemplo: ¿cuándo voy a morir?

—¿Y usted piensa que el cielo va a responderle?

—Ni lo pretendo tampoco. Ya te dije que es mera formalidad. Un poco aprovechar la ocasión.

—Pues, aprovéchela.

—¿Qué quieres decir?

—Llame al Comendador.

Don Juan se volvió a Leporello y lo agarró por los brazos.

—¿Te estás burlando de mí?

—¡Ni pensarlo, mi amo! Llame al Comendador. ¿O le da miedo?

Don Juan se le quedó mirando; luego, se apartó de él con aire despectivo.

—¿No hay que hacer ningún conjuro? ¿No tienes que trazar círculos ni invocar al diablo?

—Me invoco a mí mismo, y basta.

—Es verdad.

—Decídase…

Don Juan se sacó el sombrero e hizo una reverencia a la estatua.

—Buenas noches, don Gonzalo.

Entonces, el mármol se revolvió, y de su seno salió un vozarrón tonante. Los cipreses se agitaron en el fondo de la escena, y las nubes blanquecinas se oscurecieron.

—¿Quién es el insensato que se atreve…? ¿Quién es el impío que llama a las puertas del otro mundo?

—Don Juan Tenorio.

La estatua quedó paralizada. De haber podido, hubiera retrocedido, temerosa. Soltó la espada, y dejó caer el sombrero, que chocó contra el suelo con ruido de piedra que se quiebra.

—Soy Don Juan. ¿Me recuerda? El hijo de don Pedro. El rico a quien usted quería desplumar.

—¡El que me asesinó alevosamente!

—No exageremos, Comendador. Tenía usted una espada en la mano, como ahora. Si no supo valerse de ella…

—¡Mi espada era invencible! ¡Tuviste que matarme por la espalda!

—Le consta que no fue así, de modo que olvide el incidente. Y, se lo ruego, use un tono de voz más comedido. En la paz de esta noche, su voz parece un rebuzno.

—¡Hablo como me da la gana! Y si el mismo Dios no me lo prohibió, ¿quién eres tú para hacerlo? Mi voz se estima en el cielo como una de las mejores, y cuando hay que cantar un solo, acuden a mí.

—No mienta, Comendador. Usted no está en el cielo.

—¿Cómo que no? ¿A dónde piensas tú que pueda ir don Gonzalo de Ulloa? ¡A los cielos más altos, y cerquita de Dios, como corresponde a mi calidad y mis títulos!

Don Juan hizo un nuevo saludo.

—Lo siento, entonces. Porque me gustaría hablar con usted un largo rato. En el infierno debo de tener amigos, y le preguntaría por ellos. Y hasta es posible que le pidiera consejo, pues el infierno es una de mis posibilidades. Pero, si está en el cielo…

Se volvió a Leporello.

—Hemos perdido el tiempo —dijo con resignación irónica—. El Comendador se ha salvado.

—Pregúntele por qué está ahí arriba.

Don Juan se dirigió, una vez más, a la estatua.

—Este amigo, que es perito en materias ultraterrenas, me sugiere que le pregunte por qué está ahí subido.

—Por privilegio. En el cielo me permiten venir de vez en cuando para que pueda escuchar los elogios que hacen los vivos a mi memoria.

—Y eso, ¿le gusta?

—Forma parte de mi felicidad.

Leporello murmuró al oído de Don Juan:

—La muerte no le ha cambiado, mi amo. Está dispuesto a mentir hasta el día del Juicio.

—Quizá forme parte del castigo, y en ese caso…

—Habrá que resignarse.

La estatua se agitaba, allá arriba.

—Bueno, ¿para qué se me ha llamado? ¿Solo para decirme que mi voz no es bonita?

—Siempre gusta saludar a los viejos amigos, y más en lugares llenos de recuerdos comunes. Sin embargo, este no fue el motivo. Venía a pedirle que cenásemos juntos. Pero, si insiste en mentir, marcharé sin hacerlo.

—¡Yo soy la verdad misma!

—Pero no está en el cielo.

—El cielo, para mí, es esta estatua solemne en que me siento perfectamente retratado.

—Pero pertenece a la jurisdicción de los infiernos.

—Admitido, pero con trato excepcional. Y la razón de por qué estoy aquí no está muy clara. Hubo un error. Cuando quise entrar en el cielo, me lo impidieron porque, según ellos, llegaba disfrazado. ¡Ya ves! ¡Yo, que nunca me he vestido más que de mí mismo!

—¿Y lo pasa bien ahí arriba?

—Me aburro mucho. Me han destinado a este sitio desde que lo construyeron, y aquí no hay ningún esparcimiento. Además, las golondrinas me ensucian las narices y los niños se ríen de mi postura. Luego, ¡es tan frío este mármol! Tengo reúma articular aguda.

—¿Le gustaría una breve licencia?

—¡Aunque no fuese más que un estirón de piernas…!

—Entonces, vaya a mi casa esta noche. Doy una cena a los amigos, y usted ha sido uno de ellos. Y, si el permiso le da tiempo, podemos organizar una partida de siete y media, que es lo que a usted le gusta.

—¡Una partida de siete y media…! ¿Y qué nos jugaríamos? Porque yo no tengo nada…

—Yo, en cambio, tengo la vida. ¡Imagínese que llega al infierno con mi alma en el bolsillo! ¿No cree que se lo agradecerían?

—Quizá, pero no estoy seguro. De la gente del infierno no puede uno fiarse…

—Entonces, está en el lugar que le corresponde. Quedamos en que a las diez. Pero con una condición. Pregunte al cielo, de mi parte, cuándo voy a morir.

El Comendador se estremeció.

—¿Sabes lo que me propones, muchacho? ¡Es una ofensa a Dios!

—Ya no soy un muchacho, y sé perfectamente que es una ofensa. Pero no creo que le asuste, a usted, que se ha pasado la vida ofendiéndole.

—Lo hacía de otra manera, con disimulo. Yo guardaba las formas.

—Pues sígalas guardando, y revístase de toda su solemnidad para interrogar de mi parte al Señor de la vida y de la muerte.

El Comendador se inclinó hacia Don Juan.

—Pero ¿te importa tanto saberlo? ¿No te das cuenta de que el resto de tu vida lo pasarás muy mal? ¡La vida es soportable porque no sabemos cuándo vamos a morir y porque llegamos a olvidar que moriremos!

—No lo he olvidado nunca.

—Supón que el cielo me niega la respuesta.

—Cuento con ello, pero no importa.

La estatua llevó una mano a la cabeza, y se la rascó.

—¿Sabes que no te entiendo?

—Si me hubiera entendido a tiempo, no estaría usted ahora donde está. Ande. Vaya a arreglar los trámites y no olvide el encargo. Y, ya sabe: en mi casa a las diez.

Poco a poco, la estatua recobró la postura violenta y quieta. De pronto, dijo:

—Estoy como si me faltase algo.

Leporello le respondió:

—El sombrero. No se preocupe. Se lo echaré.

—Pero ¿no se rompió al caer?

Leporello envió el sombrero por el aire. El Comendador lo recogió.

—Así, ya es otra cosa. Un caballero, sin su chambergo, parece menos caballero.

Quedó definitivamente quieto. Don Juan y Leporello reían. El telón cayó sobre sus risas.

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