Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 3.

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Me dio una risa tan vehemente que tuve miedo de soltarla en su cara, y esperé a la calle para reírme; pero en la calle no reí. La sensación de hallarme ante un embrollo marcadamente cómico desapareció en seguida, al comprobar que no me hallaba ante él, sino metido en él, quizá como su objeto, al menos como objeto de una burla. Al nombre de Leporello había asociado inevitablemente el de don Juan Tenorio, y la idea de que Leporello era un farsante la extendí, sin proponérmelo, a su amo, no sé si también —al menos de momento— a la chica que le acompañaba y a la camarera del café. Me estaban tomando el pelo, o al menos se lo habían propuesto, aunque yo no me explicase por qué lo hacían ni para qué. Supongo que, mientras estas ideas me pasaban por las mentes, hacía el ridículo en mitad de la acera, vacilante, asombrado y bastante irritado. Si alguno de ellos me veía, debía divertirse de lo lindo.

Hasta que pude dominarme, y salí corriendo hacia el figón donde el cura español solía cenar. No sé por qué pensé en él, ni por qué tuve miedo de no encontrarle. Tomé un taxi. El cura no se había marchado: bebía tranquilamente su café.

—¿Sabes quién dice ser el sujeto aquel del hongo? —le pregunté.

El cura ya lo había olvidado.

—Sí, hombre: el que estudió Teología en Salamanca… a principios del siglo diecisiete.

—¿Tu fantasma?

Sonreí.

—Exactamente. No es un fantasma, sino un farsante, como me pareció al principio. Dice que es Leporello.

Mi amigo el cura lo hubiera identificado más fácilmente por Ciutti. Ni siquiera Catalinón le resultaba familiar, menos aún Sgagnarelle.

—Bueno. Eso es una bobada.

—No creo que dos sujetos que, a estas alturas, se hacen pasar por don Juan y su criado, sean ninguna bobada.

—Quería decir una impostura.

—La impostura, querido páter, es un modo de actuar en la realidad como otro cualquiera. Tiene sustancia propia y, a veces, es interesante, y hasta importante. Por lo pronto, cuando un hombre se convierte en impostor, la impostura elegida es reveladora. Hay en la impostura mucho de la verdad íntima de su alma.

—Cuando un hombre dice ser don Juan Tenorio, lo que su impostura revela me atrae muy poco.

—El verdadero don Juan, ¿te atraería?

El cura se encogió de hombros.

—¡Qué sabe uno cómo fue! Los individuos de esa especie que he conocido nunca me han sido simpáticos. Son pecadores sin grandeza, simples fornicadores, gente liviana. Don Juan no es más que una exageración de los poetas.

—Aunque inventado por un teólogo.

Se había acercado la camarera. Encargué una cena modesta y sin vino: con ese «quart’ Perrier» de mis comidas en París.

—Por lo pronto —continué—, don Juan no es una especie, según pareces creer, sino un hombre de intransferible singularidad, o, si prefieres que sea más concreto, una persona eminentemente individual, con la que todo parecido es pura coincidencia.

—No me interesa.

—Para un teólogo, es un tema de primera.

El cura me miró casi enojado.

—Los literatos metidos a teólogos tendéis a desquiciar las cosas, y tú, concretamente, a pensar que cualquier bagatela es un gran teológico. Dame un pitillo.

Me lo pedía porque, en mi petaca, había siempre monterreyes extralargos, comprados en España de contrabando y traídos a París para compensación de los insoportables

caporales.

Lo encendió.

—Un hombre que dice ser don Juan, no puede interesar a un dramaturgo o a un novelista, cuanto más a un teólogo. Tiene que ser un memo.

—¿Crees que lo es Leporello? Apostaría a que sabe más teología que tú.

—Supón que es un cura italiano, un vulgar

défroqué.

—Aun así… ¿Imaginas lo que tiene que haber pasado en el alma de un hombre en tales condiciones hasta llegar al punto de hacerse llamar Leporello?

—Carezco de imaginación.

—Yo, no. Y si es, cosa que no creo, un cura rebotado, más todavía.

Mi amigo el cura español puso la mano sobre mi brazo y me sonrió compasivamente.

—Siempre te tuve por muchacho inteligente, pero creo haberme equivocado. No dices más que tonterías. ¿No ves que todo es absurdo?

—De acuerdo.

—La única explicación razonable que se me ocurre es que ese sujeto, o los dos, quieren tomarte el pelo.

—¿Por qué han de quererlo?

—No lo sé. Pero cualquiera que no fueses tú, lo habría pensado en seguida, y habría roto las narices al italiano.

Se interrumpió un momento.

—… aunque, claro, si es un cura… Pero puedes darle un buen golpe con el paraguas, o un puñetazo sin quitarte el guante, o un silletazo. Para que exista excomunión tienen que concurrir determinadas circunstancias:

manu violenta, suadente diabolo. Una estaca; una mano enguantada, y, sobre todo, la convicción de que el diablo está lejos…

Hizo otra pausa, y añadió:

—Ahora que ya lo sabes, déjame en paz.

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