Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 4.

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Eso hubiera querido yo, quedar en paz. Di, aquella noche, mil vueltas en la cama, ya divertido, ya irritado, siempre preocupado. Si acontecía que me ganaba el sueño, despertaba en seguida, confuso como quien viene de una realidad distinta de la nuestra, y el silencio y la oscuridad me daban miedo. Volvía a recordar a Leporello, le veía por el

boul’ Mich con su bastón y su rosa, como un malabarista callejero; se mezclaban, además, en la pesadilla, imágenes de algún actor español, recitando la escena del sofá, compases de Mozart,

malditos enmascarados y gritones, el gesto incomprensivo y enojado de mi amigo el cura, y la escenografía de Dalí para el

Tenorio como fondo. En algún instante lúcido y tranquilo, atribuí las pesadillas a la excelente calidad y a la cantidad del café bebido aquella noche. Probablemente era cierto. De otra manera, no hubiera recordado la burla del italiano más tiempo del indispensable para olvidarla.

Me levanté tarde, con la cabeza dolorida y confusa. El agua de la ducha no me espabiló.

—Le espera un señor abajo —me dijo la camarera al traerme el desayuno.

—¿Español?

—Creo que sí.

Podía ser cualquiera de los dos o tres amigos hallados en París a los que había dado mi dirección. Podía ser el cura, que, a veces, vestía de paisano.

—Que suba.

Volví a la cama, y antes del café, bebí el «quart’ Perrier» que, cada mañana, reconciliaba con los sabores tolerables mi estómago revuelto.

Llamaron a la puerta, respondí en español, y entró en seguida Leporello, con un maletín negro en la mano. Reía, aunque amablemente. Al ver mi sorpresa, se rio un poco más. Sin pedirme permiso, se sentó en la esquina de la cama.

—Ya me dijo Marianne que le había hecho mucha gracia el escuchar mi nombre.

—¿Marianne?

—La camarera de ayer tarde, que es también dueña del café. Recuerde. ¡Y, por favor, no vuelva usted a mirar a una mujer francesa con esa descarada insistencia, y, si lo hace, láncese al ataque! Aunque, en este caso, hubiera sido inútil: Marianne está enamorada de mi amo, y aún no le llegó la hora de desamarlo.

Hizo con la mano un gesto juguetón.

—A todas les sucede lo mismo. ¡Verdaderamente monótono! Trescientos y pico años asistiendo al reiterado, al deprimente espectáculo de la debilidad femenina. Si mi amo fuese otro hombre, lo hubiera abandonado.

—¿Qué quiere usted de mí?

—Que conozca a mi amo.

—No me interesa.

Leporello se levantó, fue a la ventana y permaneció unos momentos en silencio, de espaldas a mí. Sin volverse, hizo algún comentario —entre dientes—, sobre cualquier vecina del patio. Luego, añadió, sin transición:

—No es usted sincero. Esa respuesta obedece a la conversación que tuvo ayer con el presbítero, a la mala noche pasada, y al temor de que entre mi amo y yo le tomemos el pelo. Los españoles, en cuanto creen que se les burla, se ponen antipáticos, y son capaces de armar una guerra por cuestiones así: solo mi amo se ha librado de esa deficiencia, pero lo cierto es que de mi amo no se ha burlado nadie. Bueno… es decir, se burló una persona, pero tan alta, que no es para guardarle rencor.

Giró rápidamente sobre sí mismo.

—¿Quiere usted venir conmigo? Le expondré los motivos que mi amo y yo hemos tenido para hacerle el honor…

Se interrumpió, sonriendo.

—Perdón. Quise decir tan solo para invitarle a una entrevista.

—No.

—¿Tiene usted miedo?

Salté de la cama.

—Cuando usted quiera.

Leporello reía.

—Es el último truco para conseguir algo de un español. Ustedes no comprenderán jamás que entre la cobardía y el valor hay bastantes zonas intermedias muy honorables y aconsejables, la cautela, la prudencia, el desdén. ¡Qué tipos raros y simpáticos son ustedes! Mi amo hubiera obrado igual. En realidad, ha obrado así toda su vida. El miedo a que le tengan por cobarde es más fuerte que el más templado raciocinio.

Se acercó y me palmoteó la espalda.

—Vamos, vístase.

—¿Quiere usted, sin embargo, decirme cómo sabe que ayer discutí con el presbítero, y que esta noche…?

Me detuvo con un gesto.

—Forma parte de mi secreto profesional.

—Puedo responderle que no le acompañaré mientras no me lo explique.

—Le prometo hacerlo alguna vez, pero no ahora. ¡Querido amigo! Si para enterarle de quién es mi amo fueron indispensables tantos rodeos, ¿cómo podré decirle de repente quién soy yo?

—Un impostor que se hace pasar por Leporello.

—Y, ¿por qué no por el diablo? Aceptada la impostura…

Me acerqué al lavabo, con intención de afeitarme.

—Deje eso. Va a tardar mucho. Con su permiso…

Me sentó en una silla y enchufó rápidamente una máquina eléctrica de afeitar, sacada del maletín.

—Así acabaremos antes.

Zumbaba el motorcito cerca de mi oreja.

—Lo que sí le aseguro es que no soy cura rebotado, como pensaba ayer el preste. No he alcanzado ese honor.

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