Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 9.

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—Jamás hemos hablado de amor. Al principio, pensaba que su modo de cortejarme era extraño, pero pronto lo olvidé. La misma idea de cortejo la hallaba impertinente, por vulgar. Era como si perteneciese a un mundo de relaciones humanas que yo, arrebatada por él a un mundo de relaciones superiores, hubiese abandonado. Jamás me habló de amor. Ya el segundo día de salir juntos, al decirle yo que no creía en Dios, se sonrió. Le pregunté si creía, y me respondió que era católico. «¿Le parece mal que yo no crea?» «¡Oh, no, es natural!» «Pues yo también encuentro natural que usted tenga fe.» Nos reímos juntos, y no pasó de ahí. Pero otro día, sin venir a cuento, empezó a preguntarme sobre mi ateísmo y sobre lo que yo creía del mundo, de la vida humana y de mi propia vida. Más que temerlo, deseé que quisiera convertirme, porque yo anhelaba poseer lo mismo que él poseía; pero no lo hizo. Por el contrario, comenzó a explicarme lo que eran la Nada y la Materia, y a preguntarme si creía que la Materia saliese de la Nada para volver a ella, o si, por el contrario, pensaba que fuese eterna. Yo estaba confusa, porque las palabras con que él contaba esas cosas no eran las mías, y no le entendía bien. Acabé por preguntarle por qué hacía aquello, y él me respondió: «Tengo que perfeccionar su nihilismo y enseñarle a apurar sus consecuencias». «Pero ¿por qué?» «Simplemente para descubrirle las riquezas que yacen en su alma, ignoradas.» En los días siguientes no hablábamos de otra cosa, pero, fíjese bien, lo hacíamos en los mismos lugares en que se aman los amantes: en los jardines, en los rincones de los cafés, en los lugares solitarios, y siempre, cogidos, y, a veces, abrazados. Empezó a llevarme en su automóvil fuera de París y a enseñarme lugares que yo desconocía. Finalmente, a su piso. Tenía un modo especial, casi poético, de que todo cuanto nos rodeaba estuviese vivo, se animase, participase de nuestra conversación y casi de nuestra vida. Un cigarrillo, un vaso de vino, parecían en sus manos cosas nuevas, desconocidas, seductoras. Todo lo refería a mí, me hacía sentirme centro de todo, vivificadora de todo, pero, al mismo tiempo, sometida a lo que él iba descubriéndome, la Nada, ligada a ella por la misma vida misteriosa con que las cosas se ligaban a mí. Estaba creando dentro de mi alma una religión de la Nada. Me decía, por ejemplo: «El ateísmo no puede detenerse en sí mismo. Por el camino del ateísmo se llega también a la Eternidad. Es tan incomprensible decir de Dios que es eterno como decirlo de la Nada, porque lo incomprensible no son Dios y la Nada, sino la Eternidad y la Infinitud de Dios o de la Nada. De la Nada se puede decir como de Dios que es simple, perfecta, infinita, inmutable, única». Pero no piense usted que esas cosas me las comunicaba como pudiese hacerlo mi profesor de Metafísica, sino que me hacía apetecer ansiosamente la Eternidad de la Nada y mi propia eternidad y mi propia nada. Y cada vez que un sentimiento de esa naturaleza me estremecía, yo me sentía redobladamente feliz.

—Si no recuerdo mal, eso que… él le enseñaba es una forma de misticismo hindú.

Sonja se enfureció.

—¿Por qué tiene que ponerle un nombre? En todo caso, el que usted acaba de darle ni me sirve ni me importa. Yo le llamaba amor.

Le pedí perdón y me arrepentí íntimamente de mi nueva impertinencia.

—Poco a poco se fueron descubriendo lo que él llamaba las riquezas de mi alma. Me hacía vivir, con sus palabras, con su presencia, en medio de un universo del que me sentía criatura y al que, no sé por qué, deseaba unirme. Cuando se lo dije, me respondió que todavía no era posible, que había muchas etapas que recorrer…

Golpeó de pronto la mesa con furia inesperada.

—¡Todo fue un enorme engaño! ¡Lo que yo deseaba no era unirme al cosmos ni nada parecido, sino acostarme con él, como cualquier chica con su amante!

Sollozó, y de entre los sollozos le salió una voz menuda y quebrantada.

—¡Como cualquier mujer que ama! ¡Yo no soy distinta de las demás!

Se sobrepuso. Le ofrecí un cigarrillo, que encendió. Le acerqué su vaso.

—Lo deseaba, pero no sencillamente. Pensaba que, unida a él, alcanzaría, más allá de él, esa felicidad sobrehumana de que me hablaba y cuya sed había despertado en mí. Por eso me presté a escucharle y a obedecerle. Empezó a dejarme sola, muchas tardes, en su casa, y yo era feliz allí, feliz de la realidad que me rodeaba y de la esperanza esperada.

—¿Se dio usted cuenta de que, en esa casa, antes que usted, y quizá de la misma manera que usted, habían estado otras mujeres?

—¡No! —respondió, incrédula, con los ojos llorosos muy abiertos.

—Esta tarde pasé allí dos horas solo. No creo en sensaciones misteriosas, pero es evidente que por medio de algo que no puedo describir, ni menos definir, se me hicieron presentes, casi audibles, casi táctiles, varias mujeres distintas, usted una de ellas. Al entrar, antes, aquí, tuve la sensación de reconocerla en este cuarto, pero, debo ser sincero, un poco distinta, un poco menos importante.

—Nunca he vivido en mi casa como en casa de él. Fue para mí como un templo. Lo que allí hacía, cuando estaba sola, tiene que ser semejante a lo que hace un creyente que ora, y yo misma creo haber orado. He estado de rodillas, frente a la cama, mirándola, sin sentirme a mí misma, se lo juro, sin que una sola imagen sexual me ocupase. Ciertamente, toda yo era deseo, pero no lo tenía por tal, sino por entusiasmo, arrebato, ¡qué sé yo! Otras veces, me sentaba en un rincón del sofá recogida en mí misma, con la mente vacía, y creía sentir la Nada en mí, creía estar metida en ella, no enteramente, sin embargo, porque no estaba él.

Dio unos pasos, silenciosa, hasta el fondo de la habitación, y se detuvo en el rincón más oscuro.

—Ayer me llevó a su casa. Habló muchas horas, no sé cuántas, porque yo me dormí, quizá porque él quería que me durmiese. Esta mañana al despertar, estaba sola. Me pareció, como siempre, natural. Le esperé. Creo haber comido algo, o quizá, no haya comido, porque andaba como enajenada. Él llegó al mediodía, me dijo «¡Hola!», y se puso a tocar el piano. Me senté a escucharle. No dijo una sola palabra, sino que tocaba, tocaba y yo me sentía envuelta por la música. Era una música táctil, penetrante. ¡Oh! Era una música vulgar y archiconocida, pero que yo sentía así. Sentía sus ondas largas y vibrantes tocar mi cuerpo y envolverlo, entrar en él y encender algo dentro de mí, algo que empezó a arder, a quemarse, a tirar de mi ser quieto hacia un fuego oscuro. Mi alma estaba traspasada de túneles sombríos; yo entraba en ellos y los recorría empujada por la música, caminaba por ellos segura y ciega, ciegos los ojos y alumbrada la sangre, encendida la sangre; y era como si ascendiese hacia una cima cuya inmensa oscuridad me estremecía de espanto y me atraía; hacia un alto lugar situado dentro de mí en el que se confundían la dicha, la Eternidad y la Nada. Así ascendí, anhelante, dolorida, hasta que mis nervios dejaron de sentir y empezaron a vibrar como cuerdas de guitarra sollozante, hasta que yo misma, tocando ya la Nada con mis manos, era enteramente música y sollozo y estaba a punto de romperme en un acorde aniquilador. No pude más. Dejé de arder, dejé de oír la sangre, y lo que esperaba sin saberlo me recorrió como una ola de placer interminable. Fue la primera experiencia sexual completa de mi vida, a la que asistía asombrada y anonadada, a la que me entregué como a un abismo. Cuando se desvaneció, la música seguía sonando, me envolvía, me abrazaba con sus largos brazos opresores, pero yo era distinta. Había un torbellino a mi alrededor y otro dentro de mí, y yo me movía como ellos, yo corría detrás de algo con mente oscura y corazón ardiente. Me encontré delante de él, desnuda; puse mi mano sobre su brazo y le dije: «Ven». Entonces, él dejó de tocar, me miró, sonrió y dijo: «¿Para qué? Vístete». Esta palabra me reveló que estaba desnuda sin saber quién me había desnudado: hizo cesar el vértigo y me devolvió a mí misma; pero todavía el deseo me dominaba, y repetí: «Ven». No me hizo caso. Volvió a tocar y se rio. Sentí vergüenza, una vergüenza infinita, y me sentí despreciada, pero el deseo peleaba todavía en la oscuridad de mis venas. Insistí. Quizá haya gritado y suplicado: «¡Ven!» Él me miró. Por primera vez, en dos meses largos, se había quitado las gafas, y pude ver sus ojos llenos de burla, sus ojos fríos que, sin embargo, no se burlaban de mí, no me miraban a mí, sino a algo que estuviese detrás, infinitamente detrás. Comprendí en seguida, y no sé por qué destello de su mirada o por qué gesto de su cara, que yo no era nada para él, ni siquiera objeto de burla. Corrí a esconderme detrás del piano. Entonces, sin mirarme, sin dejar de tocar, dijo: «Ahí junto a tu mano, está la pistola». Efectivamente, mi mano tocó una pistola. Disparé sobre él. Vi cómo caía. No sé si grité o si quise escapar. Tuve que vestirme, y, mientras lo hacía, recobré algo de calma. Pude acercarme a él y comprobar que vivía. Me pareció que no le había herido yo, me pareció no tener nada en común conmigo misma ni con lo que acababa de suceder y, sin embargo, sentía ya el remordimiento de haberle herido. Entonces, telefoneé al criado a varios lugares, hasta hallarlo. Esto fue todo.

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