Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 10.

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Sonja Nazaroff —este era el nombre entero que constaba en la cubierta del manuscrito— podía tener hasta veinticinco años. Era alta y delgada, blanca de tez, y rubia, de un rubio entre dorado y ceniciento; liso el cabello y sedoso, añudado en un moño sobre la nuca. Me agradaba su cara por la dulzura; no tanto por sus ojos, que aunque de claro color azul, eran más redondos que ovalados, y de cortas pestañas. No se pintaba. Se movía con ligereza, con armonía, y también con descuido: cada vez que se sentaba, me mostraba las piernas hasta más arriba de las ligas, para mi tormento. Llevaba las uñas recortadas, como pianista o mecanógrafa; y en cuanto a aquellas propiedades en que coincidía con mi afición la de don Juan, por lo que estaba a la vista —estaba y no saltaba—, más parecían pertenecer al orden de lo romántico que al de lo clásico, disparadas a diestro y a siniestro, agresivas, y, sin embargo, tiernas como dos tórtolas dormidas (en la contradicción de estos conceptos reside, cabalmente, todo su romanticismo). Sin embargo, cualquiera que fuese la opinión de un experto sobre el conjunto —y que don Juan la hubiese seleccionado garantizaba de antemano su calidad—, lo más importante de Sonja era su modo de moverse y de estar quieta, a la vez natural y mesurado, así como su voz, timbrada de soprano y rica en resonancias y cálidas modulaciones. Yo estaba como bobo.

Esperaba, con los ojos muy abiertos, con las manos tendidas hacia mí, una respuesta; y como yo la demorase adrede:

—¿No tiene nada que decirme? —preguntó.

—No, por ahora; pero sí algo más que preguntarle.

Era una escapatoria. Verdaderamente no se me ocurría nada, me faltaban las ideas, y las palabras oportunas no acudían a la llamada angustiada de mi voluntad.

—He dicho todo —continuó ella.

—Quizá no. Al principio, recuérdelo, me anticipó que había experimentado el misterio directamente; pero, después, apenas si lo ha mentado, y desde luego, no ha descrito su experiencia, a no ser que considere misterioso lo que no pasa de ser su primer ejercicio sexual, un tanto extraño, es cierto, sobre todo por los caminos que la llevaron a él, pero nada más que extraño. Y aunque entiendo perfectamente los motivos de su disparo, no me explico por qué, después, se sintió culpable y pensó en el suicidio. Finalmente, ¿qué quiso usted significar, a qué se refería, cuando dijo que él no la miraba a usted, que no había querido burlarse de usted, que usted no constaba en sus propósitos sino como instrumento?

—Estoy confusa —dijo ella con un encantador mohín de disculpa.

—Puedo ayudarle a ponerse en claro consigo misma.

—Bueno.

Había cambiado. Durante la ultima parte de su relato, a pesar del matiz endemoniadamente intelectual de sus palabras, a pesar de sus conceptos precisos y distintos, se había conmovido, y su voz había temblado, se había calentado en la pasión del recuerdo. Me sentía más próximo a ella y más propicio a socorrerla, aunque no se me alcanzase en absoluto la naturaleza de mi socorro.

—Empezaremos por la última cuestión. Cuando le vio sin gafas oscuras, ¿fue como si hubiese descubierto que no era usted el objeto de su amor?

—Puede ser eso.

—¿Y el misterio? ¿Cuándo, cómo cree haberlo experimentado?

—Desde que empezó a tocar. Fue como si se empujase por un camino en el que algo me atraía por su propia oscuridad.

—Algo, ¿qué?

—Algo.

Dio un grito, de pronto.

—¡Ya sé! Como si me empujase a la muerte. La descarga sexual me hizo apetecer la muerte como dicha, me hizo desear unirme a él para morir en sus brazos.

—Morir, ¿por qué?

—No sé. La felicidad entrevista consistía en el anonadamiento. Ya se lo dije. Eso, ser nada, fue lo que gusté mientras duró la conmoción de mi cuerpo.

—Y ahora, ¿qué piensa de todo eso?

—No puedo pensar todavía.

—Sin embargo, es indudable que su vida se ha enriquecido con una experiencia mística que usted no había imaginado ni deseado jamás, y con una experiencia sexual, tardía porque usted la había aplazado o rechazado. No creo que pueda desentenderse ya de ninguna de estas cosas. Más aún, ya no podrá vivir como antes vivía, aunque lo pretenda, aunque se esfuerce por conseguirlo. Son dos datos nuevos en su existencia. No los olvidará, quizá no pueda ya pensar en otra cosa…

—Sí. Será así.

—Usted ha renacido distinta.

Sonja se sonrió.

—Eso es una metáfora.

—Llámelo como quiera. Mi opinión es que pasará mucho tiempo antes de que pueda juzgarse moralmente, antes de que pueda tomar una decisión juiciosa y libre. Ahora, ama o detesta a ese hombre.

—¿Insinúa que sigo enamorada de él?

—Aseguro que está profundamente apasionada. ¿Qué importa la dirección de la pasión?

—Me da vergüenza pensar que algún día pueda buscarle, pueda pedirle que me ame. ¡Oh, no! Eso no lo haré nunca.

—Y, si lo hiciera, sería inútil.

Levantó la cabeza, como ofendida.

—¿Piensa que no puedo gustarle ya? Me han dicho muchas veces que soy bonita.

—No lo decía por eso.

Busqué en mi cartera una tarjeta, escribí en ella mi dirección y la dejé sobre la mesa.

—Debo marcharme. Si necesita alguna vez de mí…

Sonja se levantó rápidamente.

—No, gracias. No volveré a necesitarle. Se ha portado correctamente, ha sido bueno, pero…

Sus manos, sus ojos, explicaron antes que sus palabras.

—No deseo verle más.

Acepté, con una sonrisa, quizá con un «¡Naturalmente!» dicho de labios a fuera, porque buscaba una argucia que obligase a Sonja a recurrir a mí. Quería hallarla antes de despedirme. Excedí, en la puerta, las cortesías formularias; le pedí fuego para un pitillo en el rellano de la escalera, recordé que mis guantes habían quedado dentro… Sonja me acompañó hasta el ascensor. Fue entonces cuando me sentí socorrido del ángel.

—Espere.

—¿Se le ha olvidado algo más? —me preguntó con ironía.

—Sí. Decirle que ese hombre dice llamarse don Juan Tenorio.

Cerré la puerta del ascensor, pulsé el botón. Me pareció que descendía con lentitud infernal: temía que ella llegase antes por la escalera, que me esperase abajo para abofetearme por habérselo ocultado.

No había llegado al portal, pero sentí sus pasos rápidos saltando de dos en dos los escalones. Marché corriendo, me escabullí por la primera calle antes de que ella pudiese alcanzarme, sentí su voz que llamaba…

Al llegar al hotel, el conserje me dijo:

—Ha telefoneado una señorita. Tres veces en los últimos cinco minutos.

—Dígale que no he llegado. Dígaselo cuantas veces vuelva a telefonear.

Le expliqué que era una pesada, y que yo deseaba dormir.

—En cambio, si llamase un señor italiano…

Leporello no llamó. Acudió al hotel a la mañana siguiente, y esperó en el vestíbulo el tiempo que tardé en bajar.

—¿Qué le ha hecho usted a Sonja? Me ha despertado a una hora inhumana, y me ha exigido que le lleve a su casa.

—¿Ahora?

—Plazo límite, la sobremesa.

Eran poco más de las once y media.

—Podemos, entonces, hablar y comer juntos.

—Sí. Podemos hacerlo. Yo le convido. ¡Permítame, por favor, que lo haga! Sé de un restaurante italiano donde cocinan los mejores

spaghetti del mundo.

—¿Cómo está su amo?

—¿Don Juan? ¿Se refiere usted a don Juan?

—¿Es que tiene usted más amos?

Leporello sonrió pícaramente.

—No. De momento, no. Don Juan está mucho mejor. Le han hecho una transfusión de sangre esta mañana. De Marianne, claro… ¡Estaba feliz, la pobre! Me dijo algo así como esto: «Ya que nuestras sangres no pueden mezclarse en el placer, que se mezclen, al menos, en el dolor.»

—Horrible, ¿no?

—Conmovedor. No me dirá usted que no es bonito. ¿Sabe que le he cobrado simpatía? Una mujer capaz de amar de esa manera a un hombre, merece ser feliz.

—Difícilmente con don Juan.

—¿Y conmigo? ¿No ha pensado usted en mí?

—Es a él a quien ama.

—No hay nada más fácil que operar una transferencia sentimental. Usted mismo, anoche, dejó muy intrigada a la pobre Sonja con un efecto teatral que, tengo que reconocerlo, fue muy hábil. ¿Para qué? ¿No será también para operar la transferencia?

Habíamos llegado al

Champ de Mars, próximo a mi hotel. Leporello me señaló un banco vacío.

—Si quiere discutir, sentémonos. No estoy de humor esta mañana para pasear. Me siento conmovido. Contemplar la primavera en los árboles del río, que es lo que le gustaría a usted, me dañaría los nervios. Yo no soy hombre de primavera, y creo que es una endiablada invención de los protestantes. En nuestras tierras mediterráneas no hay primaveras, no hay estados intermedios, turbadores, como este que usted y yo padecemos.

—Yo, no.

—Como quiera. Yo, sí. Pero ¿por qué dejó tendido ese cable a la pobre Sonja? ¡A ver! ¿Por qué no se contentó con lo que buenamente le ha contado anoche? Para conocer las técnicas de mi amo, le bastaba.

—Las técnicas de su amo…

—¿Qué tiene que decir de ellas?

—Demasiado barrocas. Lo que consiguió en dos meses con la complicidad del Cosmos, lo hubiera alcanzado otro en dos semanas sin necesidad de místicas ni metafísicas. Simplemente, porque Sonja estaba a punto.

—Mi amo, hoy, es barroco por vocación; pero, en otro tiempo, fue irreprochablemente clásico. Ahora bien, las circunstancias cambian, y hoy se recrea en su virtuosismo. Es un artista que juega con sus facultades omnipotentes. ¿Ha visto usted alguna vez a un violinista que toque la «Sonata a Kreuzer» con una sola cuerda y obligue al pianista a acompañarle con una sola tecla? Ese es mi amo.

—Cualquiera descubriría en el procedimiento síntomas de decadencia. Una obra de arte en la que predominan los valores técnicos es siempre decadente: revela impotencia imaginativa y esterilidad.

Leporello rio con estrépito. Rio tanto, que unas damas vecinas, que cuidaban de sus niños rubios, le miraron con enojo y se levantaron.

—¡No sea bobo, hombre! Merecía usted…

Las damas se alejaron, y Leporello me envió una mirada despectivamente.

—No, no. Aunque lo merezca, no me conviene. No nos sacudiríamos de encima a Sonja en los días de la vida. Voy a confesarle un secreto: le elegí por varias razones: porque me fue simpático su interés por la Teología —eso siempre revela un hombre de calidad—, y porque mi amo le está muy reconocido por las bellas palabras que escribió sobre él. Pero, fundamentalmente, si he insistido en su amistad, si le he revelado gran parte de un inmenso secreto, fue solo para que usted tomase a Sonja por su cuenta cuando mi amo le diese la salida. Siempre creí que usted lo haría con éxito.

Le sonreí, molesto. Le di las gracias, secamente, y me levanté.

—¡No se ponga así, hombre! —exclamó, y me agarró de la chaqueta hasta sentarme a su lado de nuevo—. ¡No me haga usted una escena de español ofendido! Al fin y al cabo, yo voy a hacer con Marianne lo mismo que espero de usted que haga con Sonja. ¿Hay algo ofensivo? ¿No pensaba trabajarla por su cuenta? ¿Qué más da, si su pensamiento y el mío coinciden? Sonja es una chica excelente. Reconozco que no merece el abandono ni la desventura, aunque, en general, ninguna de las mujeres abandonadas de mi amo lo merezcan; fueron la flor y nata del mujerío. Antaño, el amor de don Juan las marcaba trágicamente; hoy, con el cambio de costumbres, y también porque mi amo no tiene tanta prisa y puede planear mejor sus conquistas, al mismo tiempo que las posee, ¡a su manera!, las prepara para que sean felices en brazos de otro. ¡Y en eso consiste, amigo mío, su enorme capacidad de creación! ¿Piensa usted que Sonja podía ser feliz antes de conocerle? Sonja era una intelectual más seca que un sarmiento, y, a los veinticinco años, no se había puesto cachonda ni por curiosidad. Ahora es como una flor recién nacida, abierta al rocío de la mañana. ¿Imagina usted cómo sería su primer beso? Si renuncia a ella por un prejuicio nacional, pensaré que me he equivocado y que es usted un estúpido.

Hacía unos minutos que se me recordaba el Luis Mejía, de Zorrilla, y su «imposible la habéis dejado…» Quizá lo recordé en voz alta y repetí los versos. Leporello extendió la mano, tajante en un gesto dialéctico.

—No es lo mismo —dijo, y lo subrayó con un mohín de desesperación—. Ustedes, los españoles, son intratables. Pero, amigo mío, cuando se es así, o se llevan las cosas a sus últimas consecuencias, a las consecuencias trágicas, como hizo mi amo, o se renuncia.

—¿Qué tiene que ver su amo con esto?

—Está usted entrando en la zona de las preguntas sin sentido, de las preguntas imbéciles. Si se siente usted don Luis Mejía, es don Juan quien está enfrente; pero, si no sale usted de sí mismo, y de su situación, ¿quién la ha provocado sino mi amo?

Me dio unos golpecitos en la espalda; yo bajé la cabeza, avergonzado.

—Vamos. Tranquilícese. Con esa pregunta mal formulada apuntaba usted a otra cosa. ¿Cuál es?

—La única que puede plantearse: ¿quién es su amo?

—Don Juan Tenorio.

—Eso es una estupidez.

—Si no es Don Juan, ¿quién puede ser?

—Cualquier donjuán.

—Desconfíe de las imitaciones.

—Los individuos de una especie no imitan, participan.

—Don Juan no es una especie, sino una persona concreta de intransferible individualidad. Los que por ahí se llaman Don Juanes, son vulgares sucedáneos, simples fornicadores cuantitativos. Amigo mío, usted ha experimentado que, para ser quien es y serlo eminentemente, mi amo no necesita llegar a ciertos extremos.

—Porque no puede.

—Porque no le hace falta.

—Resulta ridículo que Don Juan acuda a procedimientos indirectos, aunque de gran originalidad y complicación, para provocar en sus enamoradas eso que Sonja llama… su primera experiencia sexual completa.

—¿No se imagina que lo haga para evitarles una catástrofe fisiológica? Mi amo es muy mirado con sus víctimas.

—Insisto en tenerlo por impotente.

—Es una conclusión torpe y tópica, indigna de usted. Si alguna vez ha creído que para Don Juan la seducción de las mujeres nunca fue un fin en sí, sino un medio, ¿cómo puede ahora…?

—De Don Juan, sí; de su amo, no.

—Mi amo es Don Juan.

—Y usted, ¿quién es?

—¿Yo?

Se echó a reír, pero, esta vez, su risa sonó a risa de traidor de melodrama.

—Una vez le insinué que podía ser el diablo.

Se levantó y me miró todo lo serio, todo lo solemne que podía ponerse Leporello. Se quitó el sombrero y me hizo una reverencia.

—Ahora le aseguro que lo soy.

Me levanté a mi vez y le devolví el saludo con la misma ceremonia.

—Tanto gusto. ¿Por qué no hace una diablura? Le será fácil, por ejemplo, transportarme de un soplo a la punta de esa torre.

—¿No comprende que, si pudiera, lo haría?

—Entonces, no es usted un diablo, porque el diablo, como usted sabe muy bien, porque es aficionado a la Teología, tiene poder sobre los cuerpos.

—Escúcheme: ciertas prerrogativas me están vedadas. He tenido que renunciar a ellas para poder amar. Pero, si usted tuviera sentido de lo extraordinario, le habría asombrado ya mi diabólico conocimiento de sus pensamientos y de los de todo el mundo. ¿No se ha preguntado, por ejemplo, cómo me sé tan al dedillo lo acontecido ayer entre Sonja y mi amo, o lo pasado entre Sonja y usted?

—Cuando algo puede explicarse racionalmente, no es lícito acudir a lo sobrenatural.

Leporello se dejó caer en el banco, desalentado.

—Es usted un testarudo. Sin embargo, ¿puedo pedirle que, al menos como hipótesis de trabajo, me considere usted diablo?

—¿Qué saldré ganando?

—Le contaré una historia. Le contaré… —Vaciló—. Le contaré cómo y por qué conocí a Don Juan. Es una historia ignorada de todo el mundo.

—¿Cree que puede importarme?

—Si aspira a enterarse de cómo fue la vida de Don Juan, este cuento mío es una especie de prólogo.

Volvió a golpearme la espalda, cariñosamente.

—Ande, anímese. Los

spaghetti y la historia compondrán un almuerzo incomparable. ¡En su vida comerá pasta italiana mejor condimentada! Y podrá enterarse, además, de cómo la vida de Don Juan tiene sus raíces en el cielo y en el infierno.

—Más o menos, como todas las vidas.

—Pero de otra manera.

Sin esperar mi asentimiento, corrió a la calzada y detuvo el primer taxi; me hizo señas, luego, de que me acercase y casi me metió en el interior —con energía, pero con delicadeza—. Dio el nombre de una calle y el número de una casa, y me llevó a una tasquita donde unos cuantos trabajadores napolitanos almorzaban sus macarrones. Entramos en un reservado. Al mozo que nos atendió encargó comida y vino. «Hará usted una excepción en mi honor —me dijo—. Esa agua Perrier que bebe es un veneno horrible.» Los

spaghetti olían deliciosamente. Empezó a contarme lo que él llamaba «Historia del Garbanzo Negro», que aseguraba ser la suya propia, pero que me refirió en tercera persona, como historia ajena. Al hacerlo, su voz, tan espontánea, dejó de serlo: hablaba con ese tonillo amanerado de los actores españoles cuando interpretan teatro clásico; ese tono que, por alguna razón desconocida, se supone que usaban nuestros tatarabuelos.

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