D.O.M.

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—¿Es tu amigo? —disparó en mi dirección sin darme tiempo a nada, ni siquiera a llegar a ella. La noté agitada, respiraba con resuellos cortos y sus manos no se estaban quietas. Al cogerla por la muñeca para llevarla de regreso a la baranda, lo más lejos posible del resto de la gente que nos rodeaba, noté su pulso acelerado en la parte interna de ésta. Debía ser algo más que muy buena actriz para conseguir una reacción semejante si en verdad estaba con Nuno y solamente pretendía engañarme para romperme, para destrozar mi vida y para quitarme mucho más que el dinero que le debía a Nuno.

No me importó lo más mínimo si alguien me veía con ella.

—¿Qué ha sucedido?, ¿de dónde ha salido?, ¿qué te ha dicho? ¿Te encuentras bien?

—¿De verdad es amigo tuyo?, ¿lo conoces de la favela? —inquirió tirando de sus brazos para zafarse.

Le contesté que sí con un movimiento de cabeza, sin soltarla.

—¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?

—Que me preguntes si me ha hecho daño hace que me guste todavía menos. —La vi tomar una bocanada de aire—. Se plantó ante mí en el camino. Me había retrasado; en un momento dado tus guardias estaban ahí delante y, luego, ya no... Simplemente apareció de la nada. ¿Le has hablado de mí? —Puso cara de horror, como si sintiese vergüenza de lo sucedido. A mí no me daba ninguna vergüenza lo sucedido, pero sí haberme apartado de ella por no poder controlar lo que me sucedía con ella, por ser incapaz de hacerle entender, y mucho menos de decirle con palabras, el embrollo que era yo desde que la conocía; ese embrollo que era más de lo que creí ser capaz de sentir jamás—. Él sabía quién era. ¿Qué le has dicho? Sabe que has pasado la noche en mi casa.

—No me sorprende que lo sepa.

Sus dos cejas treparon por su frente.

—Entonces imagino que tampoco te sorprenderá que te diga que me pidió que te hiciese entrar en razón para que cumplas con la palabra que le diste. ¿Son imaginaciones mías o creo que ese hombre ha venido a entregarme una amenaza para ti? —Se quedó en silencio por un instante—. No entiendo por qué me sorprende tanto que ese hombre sea tu amigo. Yo... ni siquiera estoy segura de querer saber qué es lo que debes cumplir con él. Creo que es mejor que lo ignore.

La solté o, mejor dicho, le permití escaparse de mí. Ni siquiera me había parado a pensar, cuando llegué la noche anterior a su casa, que Nuno no debía perderme la pista, que se enteraría de que había entrado allí para no salir hasta esa mañana. Era muy probable que él no tuviese ni la menor idea de que yo no la había tocado en toda la noche, que solamente me había atrevido a mostrarle lo mucho que la necesitaba —quizá no del mejor modo y no con los gestos necesarios para hacerle saber que no quería apartarme de ella—, esa mañana, para a continuación cerrarle la puerta en la cara sin más.

—Mejor que no —admití avergonzado.

—¡Magnífico! Ahora me quedo más tranquila —soltó en tono socarrón—. ¿Sabes qué?, no quiero saber nada más sobre esto, lo que me temo es que...

—Lo lamento. —Mi voz sonó estrangulada. No podía sentirme peor. Le hubiese ahorrado muchos problemas a mucha gente de tirarme por el barranco en ese instante; sin embargo, pesaba más fuerte el no querer dejarla, por las razones más egoístas, que el poder dejarla, por estar dispuesto a todo para sacarla de la mira de Nuno, costara lo que costase.

—¿Lo lamentas? Tu amigo me ha dicho algo así como que, de no ser tarde, me habría advertido de que me apartase de tu lado. ¿Esa clase de amigos tienes?

—No todos tienen tu suerte. Patricia parece buena persona.

—Es buena persona y por eso... debí... No debí necesitar de la advertencia de nadie para alejarme de tu lado. Hice oídos sordos hasta a mis propias palabras.

Una parte mí se alegró de escuchar aquello, porque quedaba claro que, pese a todo, por los motivos que fuese, ella aceptó quedarse a mi lado. La otra parte de mí se avergonzó y entristeció un poco más. No la merecía ni en sueños y no tenía derecho a tornar su vida un calvario.

—No es cuestión de suerte, Daniel. No sé qué es... —Sacudió la cabeza, tenía cara de angustiada. Noté que sus ojos se ponían cristalinos—. No me gusta ese hombre y no sé si no... Me ha asustado, me ha dado miedo por ti y la verdad es que no te conozco y que, por lo poco que he visto de ti... ¿Cómo puedo estar segura de que, sea lo que sea ese hombre, haga lo que haga pese a que no es político como tú, tú no eres como él? Por lo que sé, también debería temerte, alejarme.

Me quedé en silencio intentando trasladar a su cabeza todo lo que tenía en la mía con el fin de explicarle mi vida y todos mis motivos, todas las razones por las que no podía alejarme de ella sin tener que articular ni una sola palabra. De pronto me sentí agotado, deseoso de largarme con ella a algún sitio en el que no necesitásemos explicaciones, en el que pudiésemos desprendernos de nuestros secretos; al menos yo necesitaba desprenderme de los míos ante ella para no tener más miedo, para poder amarla sin temor a que me abandonase por ver quién era yo en realidad.

—No te equivocas, jamás debiste aceptar trabajar para mí.

—Debí entenderlo cuando apuntaste con un arma a mi cabeza.

—Debiste entenderlo tan pronto como me viste.

—¿Cómo podía?

—Porque eres más inteligente que yo.

Mi respuesta le provocó una media sonrisa dulce que hizo que me entrasen unas incontenibles ganas de besarla.

—¿Es muy egoísta decir que me alegro de que no te dieses cuenta?

—¿En qué me he metido?

—En la vida de Dom —esbocé una sonrisa forzada en mis labios—, en mi desquiciada vida. Lo siento, no debí empujarte, no debí permitírtelo y, sobre todo, no debí... esta mañana.

—No necesitas decirme que te arrepientes. Haremos ver que no ha sucedido.

—No, no es eso. Me arrepiento de no haberte dicho que no quería que dejásemos el baño, que he pasado toda la noche a tu lado con ganas de besarte.

—Eso no cambia nada. No tiene ninguna importancia; tú tienes tu vida y yo, la mía.

No pude rebatir su respuesta, no tenía el suficiente coraje como para hacerlo.

—No permitiré que Nuno te haga ningún daño.

—¿Cómo? ¿Por qué? No me debes nada. Anda, ve, sigue con tu vida, todo esto es una locura desde que comenzó. Ni siquiera tengo idea de por qué estoy aquí.

—Porque te quiero aquí.

—Sí, claro, ésa es la respuesta. Estás demasiado acostumbrado a hacer lo que te da la real gana, Dom, y no me sorprende, señor gobernador. El asunto es que yo también acostumbro a hacer lo que me da la real gana.

—Hablo en serio.

—¿Con respecto a qué?

—A que no permitiré que él te toque.

Miranda resopló sacudiendo la cabeza, demostrándome su incredulidad.

—Todo esto es ridículo.

—Lo es, la vida en ocasiones no parece real. Al menos mi vida no es como parece ser la vida real de otros. Te lo juro, no permitiré que te haga daño.

—No necesitas defenderme, puedo cuidarme sola.

—No me importa que puedas, no lo harás. Es culpa mía que estés metida en esto.

Miranda se quedó mirándome.

—Necesito que te quedes a mi lado, al menos hasta que resuelva esto.

—Siempre es lo que tú necesitas, ¿no es así? Lo que quieres, lo que anhelas.

—A veces; contigo lo es.

—¿Y qué hay de lo que yo quiero y necesito?

—Te lo conseguiré, no importa lo que sea.

—¿Y qué tal si lo que quiero y necesito es alejarme de ti?

—Pues lo siento mucho, no hasta que resuelva mis negocios con Nuno.

Miranda me lanzó una mirada furibunda, con el entrecejo fruncido.

—De ser preciso, te esposaré y te encerraré en mi casa, pero no te alejarás de mí, no mientras Nuno ronde por ahí.

—Y de ser preciso, también me apuntarías otra vez a la cabeza —gruñó.

—Si me lo pidieses tú... —hice una pausa sonriéndole tentador— podría hacerse; me costaría una media hora de organización como mucho —intenté bromear.

—Es un idiota, señor gobernador.

—Ahora mismo no importa lo que pienses —repliqué con mi tono de gobernador, con el mismo que utilizaba con el resto de las mujeres—, no irás a ninguna parte, no sin mí.

La vi apretar las mandíbulas y la adoré todavía más. Me volvía loco que Miranda me plantase cara.

—Pues no pienso quedarme encerrada, ni en tu casa ni en la mía. —Se cruzó de brazos.

Oí los pasos de tacones que se nos aproximaban al mismo tiempo que ella movió sus ojos en dirección al camino más allá de la pagoda. Seguí su mirada para ver a Mel avanzando hacia nosotros. Resoplé. Claro, cómo no, ya estaba tardando para venir a cumplir su papel de niñera conmigo.

—Señor gobernador... —medio jadeó—. ¿Todo en orden? Estaba buscándolo, su automóvil ya está listo. He podido concertar la reunión con el secretario de seguridad del estado, tal como me pidió. Lo espera en su oficina.

—¿Ahora? —En momentos como ése, me exasperaba que Mel fuera tan condenadamente eficiente. Lo que menos necesitaba era tener que salir corriendo; necesitaba quedarme junto a Miranda, aunque fuese discutiendo.

—Sí, ahora. Lo está esperando. Me dijo que era urgente.

—Sí, sí, claro.

—Bien... si ya no me necesita, tomaré un taxi de regreso a mi casa.

—Te conseguiré uno —le soltó Mel solícita, adelantándose a mis intenciones de llevármela conmigo al palacio de Guanabara para que esperase a que terminase mi reunión y después pudiésemos... no sé... volver a su apartamento juntos o largarnos a mi casa y escondernos allí para siempre.

—Gracias, Mel.

—No hay de qué —le contestó a ella, y luego se volvió en mi dirección—. Ya no necesita de los servicios de Miranda, ¿no es así, gobernador? Me refiero al resto de la tarde.

En ese momento era Mel quien despertaba en mí mi sed de sangre. La hubiese estrangulado allí mismo.

Negué con la cabeza.

—Perfecto, su coche lo espera.

Mi móvil comenzó a sonar. Lo saqué de mi bolsillo para ver que era mi madre. Estuve tentado de ignorarla porque quería despedirme de Miranda, o al menos tener dos segundos para pedirle que nos viésemos más tarde.

Rechacé la llamaba bajo la atenta mirada de Mel y, al segundo, mi móvil comenzó a sonar otra vez.

—Es mi madre, pero...

—No se preocupe, gobernador, usted adelántese para hablar con ella en la tranquilidad del interior de su automóvil, que yo ahora mismo le conseguiré un taxi a Miranda.

—Págale...

—Claro, claro, gobernador, no se preocupe. Me encargaré de pagarle al taxista.

La miré una última vez, rogándole que no me permitiese partir, que no quisiese alejarse de mí, y ella no hizo nada, solamente se quedó mirándome, así que no pude hacer otra cosa que contestar mi móvil.

—Hola, hijo. ¿Estabas ocupado?

—Hola, mamá. —Di media vuelta y comencé a alejarme de ellas—. No, está bien, ya no. Dime, ¿sucede algo?

—No, sólo deseaba confirmar lo de la cena del sábado. ¿Vendrá esa chica que dijiste que traerías? Quiero saber cuántos seremos a la mesa y preguntarte qué crees que debo preparar. ¿Sabes cuáles son sus platos preferidos? Me gustaría hacer que se sintiese bien recibida.

Mi madre continuó hablando y en mi cabeza quedó fija la imagen de Miranda mirándome con el entrecejo fruncido.

El dolor de cabeza se desató en mis sientes para envolver mi cabeza.

Me metí dentro del coche sintiendo que me estallaría el cráneo.

Sólo atiné a contestar que cualquier cosa que preparase estaría bien, que toda su comida era exquisita, no únicamente porque no tenía idea de qué comidas le gustaban a Miranda, sino porque además no tenía idea de cómo haría para convencerla de ir conmigo a casa de mi madre, mejor dicho, cómo haría para arrastrarla hasta allí, porque dudaba de que quisiese volver a verme.

¿Cómo explicarle a mi madre lo que sucedía con mi vida, lo que en realidad había hecho de mí?

Moví la cabeza en dirección a la ventanilla y vi a Mel y a Miranda detenidas junto a una de las garitas de seguridad del parque; hablaban con uno de los guardias del lugar. Supuse que Mel le habría pedido que se ocupase de Miranda hasta que llegase su taxi. Bien, después de todo Nuno ya había estado allí y dudaba de que fuese a regresar. El desgraciado me había torturado con mensajes de texto de camino allí, soltando una amenaza tras otra, reclamando todavía mucho más dinero y más libertad para sus negocios tanto dentro como fuera de la favela; de ahí venía la necesidad de esa reunión urgente con el secretario de seguridad del estado. No tenía idea de qué excusas pondría, pero debía llegar a un acuerdo con él para frenar un poco las redadas en la favela y para aflojar la vigilancia tanto dentro de ella como en sus alrededores.

Del dinero todavía ni hablar, porque no podía pedírselo a mi madre ni a André; mi única opción era recurrir a Márcia, y no me apetecía siquiera escuchar su voz al teléfono, o sus recriminaciones por mi estupidez, y para qué hablar de volver a tenerla cara a cara cuando sabía muy bien lo que eso implicaba.

No quería oír su voz ni sentir su aliento, ni tener que tocar su piel o sentirla tocarme, no con Miranda metida en mi cabeza, no necesitándola a ella más que a nada en este mundo.

Mel se apartó de Miranda después de despedirse de ella. A paso raudo, llegó hasta el vehículo y, después de preguntarme si estaba todo en orden, le dio al chófer la orden de arrancar. Así, toda la comitiva se puso en marcha.

De camino al edificio de la gobernación intenté pensar en qué le diría al secretario, pero no conseguí ni hilar dos frases, porque Miranda lo ocupaba todo en mí, y si bien lo que le dijese al secretario podía tener influencia directa sobre Miranda, porque Nuno ya había dejado muy clara su amenaza, mi cabeza era un desastre.

Deseé un vaso de whisky, unas cuantas pastillas; deseé al mismo tiempo no tener la mente tan nublada, no estar enfermo, no haber sido tan idiota, no tener tanto miedo de enfrentar las verdades.

La reunión con el secretario de seguridad me costó un par de años de mi vida y gran parte de mi credibilidad ante él, por culpa de la tensión y de las palabras que debí pronunciar para conseguirle a Nuno, y por lo tanto a mí mismo, un poco de espacio para volver a respirar; lo que acabó de arruinarme fue la distancia que me separaba de Miranda. El no tener idea de dónde estaba ella, o si se encontraba bien, se me pegó como una enfermedad contagiosa que probablemente no iba a matarme, pero sí haría que viviese el resto de mis días a media máquina, con una media vida, una que jamás fue completa y que ella me hizo ver de verdad para comprender que no tenía idea de cómo estaba y qué había hecho con mi existencia.

Al terminar mi reunión con el secretario, la llamé; saltó su buzón de voz y no dejé mensaje.

Lo intenté una segunda vez y nada; en ese momento no pude intentar ponerme en contacto con ella de nuevo, porque tuve que resolver papeleo que Mel dijo que no podía dejar pasar otro día sin poner en orden. La llamé otra vez cuando acabamos y nada, y de nuevo después de recibir una llamada de la secretaría de salud. En el que creo que debió de ser mi décimo intento, saltó otra vez su buzón de voz. No dejé mensaje, no tenía idea de qué decir.

La jornada de trabajo en la gobernación se hizo eterna y yo ya de por sí odiaba permanecer tanto tiempo allí encerrado; la pelea por alcanzar ese sitio me había costado lo indecible y, sin embargo, desde el primer día, ese edificio me asfixió; prefería ocuparme de mi trabajo en cualquier otro lugar.

Con Mel, abandonamos el edificio ya muy tarde, los dos agotados y hambrientos.

De camino a su casa —insistí en llevarla—, me puso al corriente de los asuntos del día siguiente, agradecí que fuese viernes, y luego me desvié hacia el corazón de Copacabana dispuesto a pegarme al portero automático de la puerta de su edificio hasta que ella se hiciese presente abajo o bien me dejase subir, o hasta que la policía llegase para intentar sacarme de allí a la fuerza.

18. Cuando estoy sola contigo

Se suponía que Patricia me acompañaría al aeropuerto, pero en el último momento uno de sus clientes la llamó pidiéndole si podía ir a hacerle un masaje para intentar aflojar una contractura que no le permitía enderezarse, por lo que me había quedado sola para encarar a Doménico. No era que no quisiese ver a mi mejor amigo, que tuviese miedo de estar con él; mi incomodidad de ese instante, esa ansiedad que hacía que me sudasen las palmas de las manos delante de la puerta de salida del desembarque y migraciones del Aeropuerto Internacional de Galeão, era el saber que él me obligaría a enfrentarme a todo. Doménico no me permitiría pasar por alto lo que sucedía a mi alrededor o dentro de mí. Así era él, un motor de cambio, una batería de repuesto cargada de valentía que se pegaba a ti hasta que resolvieses lo que tuvieses que resolver o, al menos, hasta que te sintieses seguro de poder manejar la situación sin que el miedo te paralizase.

En ese momento me paralizaba el miedo, miedo a no saber qué hacer por lo que sentía por Daniel, miedo por aquello que unía a Daniel con Nuno, miedo por sentir las garras de mi enfermedad arañando la piel de mi cuello.

Tenía muy claro que Doménico no podría haber decidido visitarme en mejor momento y al mismo tiempo hubiese deseado que, a la hora de volver a verlo, yo hubiera podido estar más entera, mejor plantada en mi vida. Hubiese deseado poder darle la bienvenida como se merecía, organizando una buena noche, que podría haber comenzado por la cena en algún sitio de moda para, más tarde, pasarlo a lo grande en el Mirror y acabar el día por la mañana, sentados en la playa, sobre la arena húmeda, viendo el nacimiento de un nuevo día.

Las puertas automáticas se abrieron y comenzó a salir gente cargando su equipaje, algunos acompañados de sonrisas de esperanza por unas vacaciones que tal vez comenzasen en ese mismo instante, otros con abrazos de bienvenida por el regreso a casa.

La parte de mí con la que Doménico más tuvo que batallar cuando nos conocimos salió a la luz, diciéndome que ignorase todo lo que me preocupaba, que le diese forma a mis planes de pasarlo bien con él, al menos por un rato, por unas horas, porque necesitaba de manera desesperada una fuga y Doménico sabía muy bien cómo hacerme olvidar todo lo que no tuviese cabida dentro del placer dado y recibido.

No le contaría nada, no al menos por esa noche.

Las puertas se cerraron y al segundo volvieron a abrirse. Doménico no apareció, pero en mi cabeza sí apareció una idea... quizá Caetano estuviese dispuesto a acompañarnos en el Mirror y, ¿quién sabe?, si todo resultaba bien, quizá así encontrase un compañero fiel que ocupase el lugar de Dome cuando éste regresase a Argentina.

Saqué el móvil del bolsillo de mi pantalón y busqué a Caetano para mandarle un wasap que esperaba que todavía desease recibir, puesto que, después de nuestro día juntos, no había vuelto a ponerme en contacto con él más que para responder a un mensaje con el que él intentó darme charla y que yo corté con un «estoy bien, gracias; también lo pasé muy bien» y nada más.

Mis dedos teclearon las palabras a toda velocidad.

Hola. Disculpa que no te haya escrito antes, mucho trabajo. Me gustaría volver a verte, sé que podemos pasarlo muy bien juntos. Seguro que sí. Si te apetece, puedo proponerte un plan distinto para una noche de éstas. Espero tu respuesta.

Envié el texto y luego alcé la vista, para ver al fondo de la sala, detrás de las puertas automáticas, entre tantas otras cabezas de los recién llegados, la magnífica cabellera y esos ojos increíbles de mi mejor amigo.

A Doménico le costó un par de pasos más descubrirme entre la gente; al hacerlo, me sonrió de oreja a oreja y me saludó con la mano.

Esos simples gestos suyos me levantaron el ánimo al instante. Si hasta un momento atrás había dudado de querer tenerlo frente a frente, entonces lo único que me apetecía era uno de esos grandes abrazos suyos.

Dome esquivó a algunas personas acelerando el paso, medio dando saltos y saludándome una y otra vez.

De un modo mucho menos educado que el suyo, me abrí paso hacia el final de la valla por donde salían los viajeros recién aterrizados, al pasillo del aeropuerto, procurando no perder ni mi bolso ni mi chaqueta por apretujarme a la fuerza entre la gente para llegar a él.

—¡Dome! —grité llamándolo al avanzar en paralelo a él hacia la salida. Tuve la impresión de que el corazón me estallaría de felicidad al tenerlo así tan cerca. Ver su rostro y su cuerpo, su mirada y su sonrisa con mis ojos y no a través de la pantalla del portátil, resultaba increíble. Me pregunté si su perfume sería el mismo, si el calor de su cuerpo se percibiría de aquel modo tan particular para mí, entre seguro y sexy, si sus músculos me brindarían seguridad, si volvería a sentirme otra vez yo, a su lado.

—¡Preciosa!

Su acento, que todavía tenía el toque de su italiano natal, alegró mis oídos. Sin duda que su voz, en vivo y en directo, era mucho mejor.

Perdí el último rastro de cortesía que quedaba en mí para abrirme paso a codazos y él, faltando a su cuidado y respeto para con el resto de los seres humanos, pasó junto a una señora muy mayor —a la que en otro momento se hubiese detenido a ayudar con su equipaje— en vuelo rasante, haciendo saltar su maleta sobre el brillante suelo del aeropuerto, en mi dirección.

Usualmente la policía brasileña me inspiraba mucho respeto; en ese segundo ése no era el caso; ignorando la pésima cara que me dedicó el agente de seguridad, di un par de empujones más y salí al final del pasillo vallado por el que saldría Doménico para medio meterme donde no debía y correr hacia él a abrazarlo.

Creo que puse más energía de la necesaria al saltar sobre él para encargarme de su cuerpo con mis brazos.

Dome, así alto y fuerte como era, gracias al parkour y todo el resto de actividad física en la que tenía la mala costumbre de enredar a todos, no pudo hacer mucho para contener el embate de mi pequeño cuerpo.

—¡Tano!

—Preciosa —entonó devolviéndome el abrazo.

Por más que cueste creerlo, Doménico fue la primera persona en la vida con la que comprendí el verdadero significado del afecto, de ese amor que no tiene ni nombre ni explicación. Dome era más que un compañero para el sexo, más que un amigo, mucho más de lo que podía ser incluso un hermano, un novio; era mi mejor amigo, un regalo que sabía que no merecía; un guía, un pilar estable, alguien que no temía darme dos cachetadas para hacerme entrar en razón o incluso besar cada centímetro de mi cuerpo sin pudor para ayudarme a salir de mi interior.

¿Cómo no querer a ese sujeto con toda mi alma?

—También te extrañaba —rio en mi oído apretándome contra su pecho.

Sí, Dome seguía siendo todo eso, provocando los mismos efectos en mí.

No era ni el mejor momento ni el mejor lugar; sin embargo, mi cerebro me recordó algunos instantes vividos a su lado que hicieron que mi piel entrase en calor.

—Qué alegría verte —susurró a continuación, solamente para mí, como tantas veces me había hablado en confidencia en una sala llena de gente del Délice. Cuando Dome me hablaba, el resto del mundo se apagaba. El aeropuerto desapareció, incluso me olvidé de mi enfermedad, de lo mucho que había estado pensando en mi vida últimamente; de lo que no conseguí olvidarme fue de Daniel.

—Estoy muy contenta de que hayas venido. —Me aparté un poco de él para mirarlo a los ojos—. Es increíble tenerte aquí.

—Sí, bueno, no podía resistirme más a la tentación de conocer Río de Janeiro.

—Ah, entonces has venido por Río —repliqué siguiéndole el juego—, aprovechando que tienes alojamiento y guía gratis por la ciudad.

—Siempre puedo alojarme en un hotel.

—Bien, al menos me necesitas como guía.

—Eso también se puede...

Con una mano, agarré su mandíbula inferior y le di una sacudida juguetona a su cabeza.

—No cambias, tano.

—Al contrario... por suerte, todos cambiamos, al menos en cierta medida. Seguro que tú no eres la misma mujer que estreché por última vez en el aeropuerto de Ezeiza.

No, no lo era del todo. En esencia continuaba siendo la misma, pero...

Negué con la cabeza.

—¿Dónde está tu amiga? —Estiró el cuello para mirar entre la multitud—. Creí que Patricia estaría aquí contigo. —Bajó sus ojos hasta mí—. ¿Has venido sola?

—Lo que decía, no cambias —resoplé—. Te pierden las mujeres. A ver cuándo llega el día en que una evite que continúes perdiéndote. El día que te enamores... —canturreé sonriéndole.

—Mejor hablemos de cosas importantes. Desde que hemos conversado esta mañana temprano no he podido quitarme de encima la preocupación. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor; vamos saliendo —propuse, y tomé la manija de su maleta, pero él no me permitió acarrearla.

Nos apartamos un poco de la gente en dirección al pasillo principal y, de allí, a la salida del estacionamiento.

—¿Y bien? —insistió a pocos metros de las puertas—. ¿Todavía trabajas para ese sujeto? ¿En qué estado está lo que te sucede con él?

—Todavía trabajo para él. —Atravesamos las puertas, que se abrieron al calor y la humedad de Río de Janeiro; le indiqué la dirección a la que nos dirigíamos y él me siguió—. Ayer pasó la noche en mi apartamento. Yo apenas acababa de llegar de salir a cenar con un chico, un amigo de Patricia, alguien completamente diferente, y de pronto apareció en mi puerta, solo, sin ningún tipo de seguridad, vestido como... —Doménico se quedó mirándome—... no iba como normalmente va, como el gobernador; a lo que me refiero es a que estaba allí en un plan completamente distinto, no como mi jefe, y con un par de copas encima.

—¿Y ha pasado la noche contigo? ¿Saliste con alguien? No me has contado nada sobre eso.

—Sí, es alguien normal, parece un chico tranquilo. Tiene un perro, una profesión, le gusta viajar; es una de esas personas con una vida ordenada, no con una vida como la mía. Creí que podría encarar mi vida hacia ese lado y luego llegó él y...

—¿El candidato?

Tragué en seco y asentí con la cabeza.

—¿Has pasado la noche con él?

—Sí, bueno, no. No exactamente. Él quiso quedarse a dormir en mi casa, a dormir, literalmente, así como lo oyes. Me dio la impresión de que lo necesitaba. —Chasqueé la lengua—. Probablemente fueron sólo ideas mías, porque yo lo necesitaba allí.

—Antes que nada: ese otro tipo, al que llamas normal... tú también eres normal, Miranda, y puedes tener una relación con una persona que lleve una vida tranquila y ordenada, como tú dices.

—No soy normal.

—Si repites eso, te golpearé. Lo eres y, por favor, no boicotees lo que puedas tener con alguien así por creer que no lo mereces. Dijiste que te pasaban cosas con el gobernador, ¿son reales? No sé mucho del tipo en cuestión, pero te apuntó con un arma a la cabeza. Ese hombre no es lo único que puedes tener y lo sabes, no quieras pensar que es lo único que mereces.

—No es eso, Dome. Daniel, con todas sus locuras, con los problemas que imagino que acarrea, y creo que ni siquiera sospecho ni la mitad de lo que implica su vida, es una de esas cosas... —Me detuve al sentir la presión en el pecho—. No es boicot, es que él me desarma de la mejor manera y, pese a todo, estar a su lado... jamás me había sucedido nada igual. No es que tenga la necesidad patológica de relacionarme con hombres que son un desastre, es que tengo la impresión de que, simplemente, me he enamorado.

Dome dejó de parpadear.

—Completamente enamorada de un sujeto que es un desastre, un peligro andante, y te lo digo yo, que soy más o menos lo mismo.

—Miranda... —susurró.

—Eso y que creo que se tira a cuanta mujer pasa junto a él y que dormimos juntos sin más y fue estupendo. Eso y que por la mañana entré en el lavabo cuando él se daba un baño de espuma y terminé... —me estremecí de gusto ante el recuerdo—, terminé con sus dedos dentro de mí, y todo se acabó abruptamente porque llegó su asistente a recogernos y Patricia llamó a la puerta y entonces él, al salir de allí, cambió por completo. La historia no acaba ahí. Hace un rato lo he acompañado a la inauguración de unos senderos en un parque de Tijuca y, estando sola en el camino, los guardaespaldas de Daniel desaparecieron y ante mí se plantó un tipo que dijo que era amigo de Daniel, un tal Nuno, con una apariencia de mafioso que ni te explico y, de manera muy poco velada, me mandó a amenazar a Daniel de que cumpliese con su palabra, porque evidentemente ellos dos tiene un trato, uno que no parece ser algo del todo legal, si bien no tengo ni la menor idea de qué se trata.

Los ojos de Doménico se abrieron todavía más.

—Daniel me vio con Nuno y creo que no le hizo mucha gracia.

—Tienes que alejarte de él, de ambos.

—Daniel dijo que no me lo permitiría, que cuidaría de mí, que me protegería de Nuno.

—¿Protegerte de él? Eso suena cada vez peor, Miranda. Esos dos hombres...

—Y cuando le propuse que olvidásemos lo que había sucedido por la mañana en el baño, él me contestó que se arrepentía de haberme dejado partir de allí. No sé, Dome —nerviosa, estrujé las llaves del coche entre mis dos manos—, no tengo claro si fue el modo en que dijo lo que dijo, incluido aquello de que no permitiría que Nuno me tocase un solo cabello, o que... no sé... incluso si él... si por alguna extraña razón le pasa algo conmigo...

—No hace ni una semana que lo conoces. No digo que no puedas enamorarte, digo que quizá ese tipo no sea lo mejor para ti; bueno, quizá ni para ti ni para nadie. Odio generalizar, pero ya sabes cómo son los políticos y, si ese hombre tenía apariencia de mafioso, si os amenazó... Es probable que lo mejor sea que te lleve hoy mismo de regreso a Buenos Aires conmigo.

—No puedo abandonarlo aquí.

—¿Abandonarlo? Miranda, apenas lo conoces, no tienes idea de quién es.

—Entonces, ¿por qué tengo esa inquietante y maravillosa sensación de que él puede entender exactamente cómo...?

—Detente, alto. —Alzó las manos—. ¿Te das cuenta de que es como tu ex?

—No es como él, Dome. Ni punto de comparación; esto es como si alguien me pusiese del revés, él le da la vuelta a mi piel como si fuese una camiseta y así quedo completamente expuesta ante él.

—¿Recuerdas cuando me juraste que Roy era el amor de tu vida?

—No es igual, Dome —gemí angustiada. No quería que fuese así, no quería que lo que sentía por Daniel fuese producto de mi enfermedad; quería que fuese real porque lo sentía demasiado real, porque me llenaba el alma, esa que nunca creí tener, al punto de hacerla estallar en cientos de pesados pedazos para volver a tomar forma una vez más hasta estallar de nuevo y, así, hasta el infinito. Se me llenaron los ojos de lágrimas y comencé a sentirme más loca que nunca.

No sé en qué momento Dome soltó su maleta para enmarcar mi rostro con ambas manos.

—Escúchame.

—Te digo que no es lo mismo, Dome.

—Escúchame, Miranda, préstame atención por un momento.

Mi respiración acelerada apenas si me permitía oírlo. Tenía la impresión de que perdía el control de mí misma, una vez más, después de haber pasado tanto. Y yo que soñaba con que eso no sucediese nunca más.

—¡Escúchame! —me ordenó dándome una sacudida—. Tranquila. Está bien, lo siento, no debí compararlo con aquel momento. Es que creo que no... no digo que no puedas amarlo. Me preocupas, me preocupa que ese hombre sea incapaz de darte lo que te mereces y no me gusta nada saber que, además, puede traerte problemas en los que tú no tienes nada que ver.

Pasando por sus manos, me limpié con las mías las lágrimas que se me habían escapado.

Doménico acarició mis mejillas. Una vez más agradecí que estuviese allí.

—Lo siento, lo que menos deseaba era angustiarte. Si quieres presentármelo...

Me limpié las mejillas de nuevo.

—Le hablé de ti, le solté algo; creo que fue en defensa propia. Fue anoche; es que tenerlo a mi lado... Necesité poner distancia, por las dudas, para que entendiese que yo no soy como esas otras mujeres que él... —Relamí las lágrimas de mis labios—. También mencioné el Mirror, no pareció reconocerlo.

—Bien, mejor así; que ése siga siendo un lugar para ti.

—Para nosotros —entoné buscando un poco de estabilidad y también por el simple hecho de fingir frente a Dome que, fuera como fuese, podía volver a ser yo otra vez, si bien no me sentía tan segura de ello. No quería que su visita fuese para rescatarme de mí misma una vez más, quería que fuésemos simplemente nosotros, los de siempre.

—¿Y qué hay de ese otro chico que has mencionado?

—Pensaba invitarlo al Mirror, si te parece, si te cae bien.

—¿Qué hay de Daniel?

—Son cosas distintas y lo sabes.

—Lo son para mí, pero...

—También lo son para mí —zanje.

Doménico me echó una mirada de soslayo.

—Miranda...

—Estás aquí —jadeé—; seamos nosotros, los de siempre.

Dome se echó un poco hacia atrás; mi idea no le gustaba ni un poco, él no era del tipo de personas que intentan tapar el sol con un dedo, sabía que eso no sirve, incluso, en muchos casos, siquiera a corto paso.

Con una mirada le rogué que lo dejase pasar, al menos por unas horas; necesitaba desahogarme, soltarme, eliminar de encima de mis hombros el peso de todo. Quitar a Daniel, mi enfermedad y todo lo demás de mi mente, al menos por una noche, para recuperar energía, para ser yo otra vez en un intento de, así, descubrir qué era lo que en realidad sentía y quería. Podía no ser la idea más inteligente; en mi estado no sabía por dónde más seguir y tenía la impresión de que, si continuaba pensando en mi situación, perdería por completo el control de mi cabeza y no habría pastilla que me ayudase a recuperarlo, y mucho menos me apetecía acabar internada.

—Por favor, Dome.

—Regresemos a Argentina.

Negué con la cabeza.

—No lo dejaré, Dome. Tú no me dejaste a mí sin importar qué sucediese.

—No es lo mismo.

—No lo dejaré hasta que entienda qué es lo que me sucede con él, hasta que dejarlo sea lo que me traiga paz, no lo que me haga sentir miserable y vacía, que sería lo que me ocurriría si me largase ahora.

Doménico apartó sus ojos de mí, su vista, por encima de mi cabeza y la perdió en algún punto al fondo del estacionamiento. Lo vi apretar los dientes. Ese ser humano tan magnífico estaba acabando de ganarse su entrada al cielo gracias a mi estupidez, a mi incapacidad de vivir una vida lejos de los problemas.

Suspiró.

—Estoy aquí porque soy tu amigo, porque te acompañaré y ayudaré en lo que necesites, incluso si eso implica enfrentarse a mafiosos.

Le sonreí en respuesta. Ese hombre no tenía ni idea de lo mucho que lo quería.

—Pero no es broma, Miranda; tu candidato podría estar metido en problemas serios y si te arrastrara con él...

Según las palabras de Nuno, Daniel, queriendo o sin querer, ya me había metido en sus problemas.

—Dame tiempo para averiguar qué es lo que sucede. Unos días, al menos.

—No puedo prometerte nada. Si esto, sea lo que sea, se nos va de las manos, llamaré a tus padres.

—¡Doménico!

—Lo siento, pero tu bienestar es lo único que me importa. —Hizo una pausa durante la que inspiró hondo—. Anda, salgamos de aquí.

No hizo falta que nos dijésemos nada más. Lo abracé, me abrazó y, en silencio, avanzamos hasta el coche de Patricia.

De camino a casa no volvimos a hablar de Daniel ni de mí, la conversación la llenó Río, su vuelo, los mensajes que traía para mí de nuestros conocidos en Buenos Aires, las últimas novedades del Délice y otras cosas tanto más superfluas que agradecí que él mencionase para hacerme olvidar todo lo que daba vueltas por mi cabeza.

—¡Paty, ya hemos llegado! —anuncié empujando la puerta—. He traído al tano conmigo y esta noche planeamos ir al Mirror. —Me aparté un poco para permitirle la entrada a Doménico, quien, al pasar frente a mí, me miró con mala cara—. ¿Qué? —le pregunté en voz baja.

—¿Ni siquiera nos presentas?

—Vamos, Dome. ¿Ahora te da vergüenza?

—No, es que es tu amiga.

—Y tú, mi amigo. No pasa nada. ¿Paty? —la llamé una vez más alzando la voz—. No le hará daño probar de ir al menos una vez, y tú le gustas.

—No digas tonterías, que no me conoce.

—Te ha visto un montón de veces vía videollamadas y habéis hablado por teléfono.

—Nunca nos hemos dicho mucho más que «hola» y «chao».

Resoplé.

—Pasa. Éste es mi hogar.

Doménico entró y cerré la puerta. Me di la vuelta, lista para llamar a Patricia de nuevo; no lo hice, ella salía del pasillo de distribución de las habitaciones. Llevaba unos pantalones violeta, sus preferidos, que combinaba con una camiseta blanca de tirantes que tenía un gran mandala en tonos violetas y lilas. No vestía así un rato antes, al salir de casa.

Hubo un pequeño intercambio de miradas entre Patricia y Doménico. Ella sonrió un poco. Le guiñé un ojo, intuía lo que pasaba dentro de su cabeza en ese momento; por más que fuese mi amigo, era innegable que Dome era muy apuesto y sexy, y que tenerlo enfrente no era lo mismo que ver su imagen en la pantalla de un ordenador; ser testigo de toda su humanidad implicaba mucho que procesar, si incluso la sonrisa que le dedicó él a ella en ese instante era algo similar a un complicadísimo problema matemático que, cuando el cerebro intentaba descifrar, se convertía en un hervidero de neuronas que no podían decidir qué hacer en primer lugar; Patricia no podía decidir qué hacer primero. ¿Estaría debatiéndose entre tocarlo o desmayarse?

Se me escapó una risa suave. Patricia me dio pena; si tan sólo probase de ir al Mirror al menos una vez...

—Paty, éste es Doménico. Dome, ella es Patricia —los presenté en español; Patricia lo entendía y hablaba bastante bien; eso sí, con un acento muy carioca.

—Bienvenido —lo saludó avanzando hacia nosotros.

Dome también se adelantó, y yo con él.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca el uno del otro fue una confusión de saludos de distintas nacionalidades: que un beso en cada mejilla, que uno solo, que portugués, que italiano y español.

Al final Dome le dio un beso en cada mejilla y se apartó un poco.

—Gracias por acogerme.

—No es problema. Es un placer tenerte aquí.

—Siento que estoy invadiéndoos el hogar.

—No digas tonterías, Dome.

—Puedo ir a un hotel.

—Tenemos espacio de sobra aquí —medio balbuceó Patricia, con la vista alzada a los ojos del italiano.

—Bueno, de hecho no tenemos una cama extra, sin embargo la mía tiene espacio de sobra — solté muerta de risa al ser testigo del efecto que causaba Dome en Patricia. ¿También miraría yo a Daniel con esa cara de tonta? Porque me sentía así de tonta cuando me encontraba a solas con él—. La verdad es que no lo habíamos planeado aún.

Dome me sonrió.

—No hay problema, pero si molesto...

—Puedes dormir conmigo, Miranda, y le dejas tu habitación a Doménico.

—No, no pasa nada, no quiero molestarte; además está acostumbrado a soportarme. ¿Verdad que sí, italiano?

—Sí, claro. De cualquier modo... —le lanzó una mirada a Patricia, una de esas que de dulce podían derretir el cemento—... no quiero complicar vuestras vidas.

—Es un placer tenerte aquí, no nos complicas nada.

Le di un empujoncito con el hombro a Dome.

—Ves, te lo dije, estaremos bien. Entonces, Paty, ¿vienes con nosotros esta noche al Mirror? Pensaba que podríamos ir antes a cenar. Estoy esperando a que Caetano me contesté, también lo he invitado.

Los ojos de Patricia se abrieron de par en par.

—No, no lo sé, no creo. ¿Caetano? ¿Qué ha pasado con...? ¿Cómo te ha ido hoy en el trabajo?

—No quiero hablar de eso ahora —les contesté a ambos, porque Dome, otra vez, me puso mala cara—. ¿Podemos, al menos por esta noche, festejar que estamos juntos por fin? —le dije a Dome mirándolo directamente a los ojos.

Mi móvil comenzó a sonar. Lo saqué de mi bolso. Caetano.

—Es Caetano. Ven, Dome. Te mostraré mi cuarto para que puedas instalarte.

Doménico me siguió mientras yo contestaba la llamada.

No fue sencillo explicarle a Caetano dónde quería que me acompañase esa misma noche, y aún menos que entendiese que no iríamos solos, sino que nos acompañaría mi mejor amigo y, si lograba convencerla, Patricia también; le aclaré que, viniendo ella o no, iríamos de cualquier manera; incluso lo invité a que nos acompañase a cenar después de preguntarle a Dome si le importaba, tapando el auricular. Intuí que Doménico contestó que no un tanto a regañadientes, pero aceptó a contar con un tercero en nuestra cena de reencuentro. De cualquier modo, por la mañana no me libraría de una charla seria con él, de eso estaba segura; él no me lo dejaría pasar. Fuera como fuese, al menos tendría esa noche con un poco de normalidad.

A Caetano le costó digerir mi invitación, incluso cuando le aseguré que, si no le gustaba el ambiente, después de tomar unas copas en el Mirror podría irse, que yo no me enfadaría ni me ofendería, pero que en realidad deseaba mucho tenerlo allí, porque guardaba en mi interior —eso no se lo dije— la secreta esperanza de que mi cabeza y mi corazón decidiesen cambiar su rumbo de Daniel hacia él.

* * *

Incluso en el Mirror, con una copa en la mano, conversando con los conocidos de siempre, presentándoles a Doménico a la espera de que llegase Caetano (porque al final quedamos en encontrarnos allí) y mientras comenzaba a planear nuestra noche, mi cabeza no se apartó mucho de Daniel. Comencé preguntándome qué estaría haciendo en ese momento y si habría pensado en mí por un segundo. No me costó imaginarlo olvidando lo que había sucedido esa mañana, en compañía de alguna otra mujer, tragándose las palabras que me dijo, que bien podrían haber sido un sarta de mentiras. O quizá estuviese intentando resolver lo que tenía con Nuno... ¿podría solo?, ¿correría peligro?

Bebí un sorbo de mi copa y mientras tanto, como si fuese testigo de lo que sucedía a mi alrededor, como visionándolo en la pantalla de un cine, vi a Dome sonreírle a Ivonne, una paulista casi tan alta como él y el tipo de mujer que parece haber nacido con la genética necesaria para ser Miss Universo. Ivonne era una de las chicas con las que formábamos grupo y, si bien con ella en la sala la diversión estaba asegurada, mi mente se negaba a entrar en el clima del Mirror.

Como era de esperar, a Doménico no le costó nada integrarse en el grupo; su don para relacionarse con los demás siempre me había resultado envidiable.

Distraída, paseé mis ojos por la sala y, al llegar a la altura de la puerta, lo vi. Caetano parecía tan fuera de lugar como yo me sentía en ese instante. La seguridad de la que lo había visto hacer gala en la playa y luego cuando estuvimos juntos, debió de perderla al atravesar las puertas del local.

Toda su experiencia, todos sus viajes y su mente abierta, evidentemente no le valían allí dentro.

No quería que se fuera; tenía la impresión de que, si lo hacía, volvería a sentirme sola y un tanto fuera de lugar allí, y no deseaba eso.

Me disculpé con Doménico y me aparté de nuestros acompañantes para ir a recibirlo.

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