D.O.M.

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Al apartarme de ellos, lo saludé con una mano; no me vio, por lo que continuó avanzando en dirección opuesta a donde yo me encontraba, hacia la barra.

No quise llamarlo alzando la voz, porque allí el ambiente era siempre muy tranquilo, con conversaciones suaves y música tipo chill out mezclada con un toque de bossa nova que combinaba tan bien con la ciudad y con el idioma que allí se hablaba.

Caetano me dio la espalda y, al alejarse de las mesas altas rodeadas de concurrencia, quedó todo para mis ojos... su cuerpo enfundado en un traje de vestir que él llevaba de modo casual, con camisa sin corbata, con su piel bronceada y el cabello recogido, muy sexy, por detrás de su nuca.

A su espalda, con sus hombros debajo de aquella chaqueta de color terroso casi siena claro, le sonreí y mi cuerpo pareció aflojarse un poco.

Después de echarle un vistazo a su trasero enfundado en aquellos pantalones que le hacían mucha justicia, di rienda suelta a mi cerebro, que aceptó colaborar con la noche. En un parpadeo imaginé su pelo suelto cayendo por los músculos de su espalda o incluso los costados de mi cabeza con él encima de mí, moviéndose dentro de mí... su cabello en mis manos, sus manos en mí.

De llamarlo desde la posición en la que me encontraba, me hubiese oído, pero decidí dejarlo avanzar, para que pudiera echarle un vistazo a todo en privacidad, para que asimilase el lugar, para que su cuerpo se acomodase al espacio y a la situación, y además para darme el placer de observarlo sin que él lo supiese, sin que me viese verlo. Sí, aquello era tomar algo de ventaja en la situación, pero la necesitaba para volver a ser yo y, de hecho, comenzaba a surtir efecto. Creo que hasta mi espalda se enderezó y mis hombros sintieron el espacio, a sus lados, un tanto más estrecho.

Empecé a crecer dentro de mí misma. Ése era mi terreno, el sitio en el que sabía controlar la situación, donde no me perdía en mi enfermedad ni en mis problemas, donde la libertad se licuaba en mi cuerpo para impregnar mis músculos y darle nueva vida a mis neuronas.

Con un paso, por poco perforo el suelo con el tacón. Un segundo paso, con el pie izquierdo, me movió hacia delante en todos los sentidos.

Hubo un primer instante en el que odié a Roy por llevarme al Délice; en ese momento se lo agradecía; la libertad que él, sin querer, me dio, pese al pánico que me causó simplemente desvestirme, es decir, que me desvistiesen manos desconocidas, en un lugar desconocido, se tornó mi herramienta para enfrentar muchos otros miedos. Mi cuerpo, allí y aquí, dejaba de ser una barrera, una coraza, para transformarse en un elemento capaz de crear libertad con cada uno de sus movimientos.

Agradecí percibir que mi piel aflojaba las tensiones, que se ponía permeable otra vez después de haberse solidificado en presencia de Daniel.

A veces puedes convertirte en un fantasma y verlo todo desde fuera y es emocionante, sobre todo cuando sabes que controlas la situación y que en cualquier momento podrás materializarte para ser, una vez más, parte de todo.

Caetano se movió en dirección a la barra y con él algunas miradas, tanto femeninas como masculinas, que de recatadas no tenían nada. Pertenecían a personas que conocía, al menos de vista, precisamente porque, como la mayoría de nosotros nos conocíamos, al ver un rostro nuevo todos nos interesábamos.

El recién llegado buscó un espacio y lo encontró entre dos hombres y una mujer que reían sosteniendo en alto sus copas de vino, así como una pareja que eran marido y mujer y que pasaban los cincuenta de largo, que eran asiduos del local; una noche había compartido una sala con ellos y lo habíamos pasado muy bien.

Lo vi mover la cabeza hacia un lado, hacia el espacio amplio de la sala, justo en dirección a donde había estado yo y en ese momento quedaba Doménico conversando con los demás.

El barman se le acercó, Caetano pidió algo.

De ser por mí, me habría quedado un par de minutos más observándolo desde la distancia; me dio pena ver que se encogía sobre sí mismo para no tocar a quienes tenía a los lados.

Mi seguridad tendría que regresar por sí sola durante el transcurso de la noche.

Me planté sobre mis zapatos y lo llamé.

—Caetano.

Él giró sobre su taburete y saltó de éste al verme.

—Hola —jadeó en un tono un tanto desesperado—. Qué alegría verte.

—Buenas noches. También me alegro de verte.

Intercambiamos un beso en cada mejilla.

—No te he visto, por eso he venido hacia aquí; no estaba muy seguro de lo que debía hacer. —Su radiante sonrisa se tornó un tanto tímida.

—Estaba allí con unos amigos, te he visto entrar y he venido a por ti. —Con un dedo apunté en dirección a Dome y los demás—. Ése de allí, el alto que se ríe, es mi mejor amigo, Doménico.

Caetano le lanzó una mirada.

—Entonces, ¿conoces a todo el mundo por aquí? —se interrumpió y apretó los párpados; su bonita mirada desapareció. Se llevó una mano a la frente. Abrió los ojos y bajó la mano; la situación lo agobiaba, no necesitaba que me lo dijese—. Perdona, estoy nervioso. No acabo de comprender cómo funciona esto. —Hizo una pausa y me miró a los ojos largo y tendido, su sonrisa regresó—. Estás muy guapa esta noche. En verdad me alegra mucho que me hayas llamado, lo que sucede es que no esperaba esto, no tenía ni idea de que este lugar existía.

Daniel tampoco había dado señales de reconocerlo cuando se lo mencioné.

A la fuerza mandé al gobernador muy lejos de allí.

—Gracias. —Reí—. Tranquilo, relájate. Somos gente, dentro de todo, normal, nadie te comerá. Por cierto, tú también estás increíblemente bien. Estoy muy contenta de que hayas venido; en serio, me gusta mucho tenerte aquí, ojalá quieras quedarte.

Sin perder la sonrisa, suspiró.

—Escucha, me encantaría que te quedases a pasar la noche con nosotros.

—Bueno, para serte sincero he venido porque... porque quiero estar contigo, creo que quedó claro que me gustas... mucho. Quiero pasar una noche contigo, pero... es decir... no solamente una noche. No quiero sonar pesado, no es que tenga prejuicios, quiero divertirme contigo... pero no sólo aquí, ni siquiera sé si resultará aquí, nunca he hecho nada semejante. Lo que quiero decir es que... no sé... yo quiero estar contigo.

—Y yo contigo y no solamente aquí —le contesté, y, a pesar de Daniel, era verdad. Con Caetano podía imaginarme largos y tranquilos días de playa que acabarían en atardeceres idílicos con arrumacos, con su perro a nuestro lado, con conversaciones relajadas como las que habíamos mantenido. Ese tipo de felicidad que siempre me pareció imposible y tan fuera del alcance de mis manos. ¿Me aburriría esa vida o, peor aún, me ahogaría? No tenía por costumbre llevar una vida tranquila. Supuse que una vida en compañía de Daniel también podría enloquecerme, sólo que por distintos motivos.

El barman nos interrumpió al llegar con su cerveza.

—Yo invito —le dije, y pasé por su lado para pagar. Ni siquiera le di oportunidad de reaccionar, creo que Caetano todavía intentaba comprender en qué se había metido—. Por nosotros, por esta noche —brindé chocando mi vaso contra su botella. Que bebiese un buen trago, lo necesitaba.

Más que un buen trago, por poco vació toda la botella en su garganta.

—¿Mejor? —bromeé sonriente cuando la bajó.

—No lo sé —contestó también con una sonrisa, sólo que la suya fue un tanto tímida—. Supongo que no estaría mal advertirte de que jamás he hecho un trío, ni siquiera con dos chicas.

—No ha debido de ser porque más de una mujer no lo desease.

Todavía con esa sonrisa joven y dulce, Caetano bajó la vista.

—No sé cómo me sentiré con otros hombres allí, con más gente alrededor. Incluso con alguien más tocándote a ti, sin importarme de qué sexo sea.

—¿No quieres intentar descubrir qué se experimenta? No me gustaría que estuvieses aquí sólo por mí; no quiero forzarte a esto, podemos vernos mañana.

—Quiero estar contigo y, bueno, es que quizá no tenga tu coraje.

—Al coraje se lo templa. Y, en todo caso, me ha parecido correcto que sepas que esto también es parte de mí, de mi vida.

Caetano rio suave.

—¿Qué hay de tu amigo Doménico?

—¿Qué quieres saber de él?

—Bueno, no sé... entiendo lo del sexo... sin embargo, no logro hacerlo conectar con una amistad o menos con... con el hecho de tener una pareja y compartirla así con...

Me acerqué hasta casi tocar el lóbulo de su oreja con mis labios.

—¿Ves a la pareja a mi derecha? Llevan más de treinta años casados y tienen una hermosa familia, nietos... —terminé de convertirme en quien era allí dentro y, así, posé mi mano sobre su cuello. Las puntas de mis dedos se hundieron por debajo del moño en el que tenía recogido el cabello. Adrede, rocé mis labios contra su mejilla. Debía de haberse afeitado antes de salir de casa, porque olía a loción y su piel estaba increíblemente suave—. Son cosas distintas. Puedes disfrutar de ambas, Caetano, de ambas... conmigo. Si participas, si entras conmigo en una de las salas, yo disfrutaré contigo todo lo que te hagan o hagas y espero que tú puedas disfrutar conmigo de todo lo que yo haga, todo el placer que otros me den.

Caetano volvió a reír suave sobre mi oído.

—¿Y los celos?

—Es aquí dentro, Caetano; fuera de aquí no me acuesto con cualquiera simplemente porque sí. Es aquí... o incluso en algunas de las fiestas que organizan los que aquí concurren, lo verás si alguna vez llegas a venir conmigo, porque se hace incluso yendo en pareja. No haría nada a tus espaldas.

—¿Eso quiere decir que no lo harás si yo no quiero?

Me aparté de él y lo miré a los ojos.

—Tú no estás en condiciones de pedirme eso en este momento y yo no te lo pediría a ti porque apenas nos conocemos. No puedo obligarte a hacer esto y tú no puedes obligarme a no hacerlo. Esto es parte de lo que soy y te lo he dicho porque me parece justo enseñártelo, pues me gustaría volver a verte. Quiero ser clara contigo, sincera. Me gusta venir aquí; es más que eso, este lugar me sienta bien.

—En este instante me cuesta comprender eso.

—Si no lo comprendes después de probarlo, lo aceptaré y no volveré a llamarte. Y lo entenderé si no quieres volver a verme. Es lo que es, Caetano. Somos adultos y si no congeniamos pues... igual habrá sido un placer haberte conocido y me gustaría volver a verte en la playa, o en alguna otra parte, como amigos.

Caetano resopló sin perder la sonrisa, en un gesto con el que me dio a entender que eso era mucho para él. ¿Lo sería para Daniel? Probablemente yo me sentiría como Caetano en ese instante, si Daniel estuviese conmigo allí; me daría terror que se me fuese de las manos, que encontrase a alguien más interesante o sexy que yo.

Caetano parpadeó algunas veces.

—Tú decides qué hacer, tanto si quieres irte como si entras en una sala con nosotros. Bien puedes escoger que nadie te toque excepto yo. Te aseguro que no querrás quedarte solamente conmigo al entrar.

Caetano se sonrojó un poco.

—¿No te molestará que otra mujer...? No estoy seguro de querer que un hombre me...

—Los límites los pones tú, y no, lo único que me molestaría sería que alguien te hiciese algo que tú hubieses pedido que no te hicieran.

—Sí, claro. —Rio.

—Sí, así es, y yo, que tú, no le diría que no a Doménico.

—¡¿A tu amigo?! No me gustan los hombres. ¿Es gay?

—No tiene que ver con eso, Caetano; es placer.

—Lo haces ver tan simple.

—Lo es, Caetano, solamente tienes que darle la oportunidad a tu cerebro de aceptarlo para que tu cuerpo pueda disfrutarlo.

—No dejas de sorprenderme.

—Debes estar dispuesto a continuar sorprendiéndote.

Caetano, en respuesta, me dedicó una sonrisa ladeada adorable.

—Creerás que soy un idiota, pero... esto me entusiasma y al mismo tiempo me da un poco de miedo.

—Tienes el control, Caetano. Relájate, será divertido si te das la oportunidad de hacer todo lo que te entren ganas de hacer. Aquí puedes olvidarte de los prejuicios, se trata de personas disfrutando de su sexualidad, del placer; nadie te juzgará así desees hacer todo lo que se te proponga o nada en absoluto. Nadie cuestionará tus motivos. Aquí ser diferente es el común denominador; somos distintos, todos lo somos unos de otros. Nos respetamos, convivimos en paz de forma educada. No somos un grupo de salvajes en celo. —Sonrió—. Te lo digo por si te quedaban dudas.

Rio con ganas y por un segundo apartó sus ojos de mí.

—Te lo prometo, aquí manda el respeto, y con eso cubres todas las áreas que te puedas imaginar, desde la higiene hasta la salud.

—Entiendo —me contestó con timidez—. ¿Y si nosotros dos... digo, si lo intentamos fuera de aquí...?

—Me gustaría que pudiésemos venir.

—Ok. —Arrugó el entrecejo—. No sé si puedo prometerte nada; lo intentaré.

—No puedes prometerme que te gustará, no pienso obligarte a hacer que te guste, a que lo disfrutes.

—No, claro que no.

—¿Si coincidimos en esto...?

—Si no coincidimos...

Me encogí de hombros; no creía querer dejarlo por él, no al menos por el momento.

—Si no coincidimos, quizá lo nuestro no funcione, ¿es eso?

—Supongo. —Tomé aire—. ¿Por qué, mejor, no te presento al grupo?

—Sí, por supuesto.

Todavía riendo abiertamente, distendido como siempre y dispuesto a pasar una buena noche, Doménico se volvió en dirección a uno de los hombres que formaba parte del grupo con el que habíamos estado compartiendo el rato hasta unos minutos atrás; fue al moverse cuando me vio aproximarme acompañada. La mirada que me dedicó reafirmó aquel apoyo con el que yo sabía que podía contar siempre.

Dome nos hizo sitio. Uno por uno, les presenté a Caetano, dejando por último al italiano.

—Y helo aquí, Caetano, éste es Doménico. —Palmeé el hombro de mi amigo.

—Es un placer conocerte, Caetano. —Dome le tendió su mano.

—El placer es mío.

—Por lo que me ha contado Miranda, es tu primera vez aquí.

Caetano asintió con la cabeza y bebió un sorbo de su cerveza moviendo los ojos ligeramente, casi con disimulo, por aquellos que nos acompañaban. Supuse que estaría intentando tantear el terreno al que podía salir si se animaba.

—Es normal que, en tu primera vez, te dé un poco de ansiedad. Recuerdo que en mi estreno, antes de entrar en una de las salas, sentí puro terror. Quería experimentar en carne propia qué se sentía al hacerlo, pero tenía mis reservas así como imagino que las tienes tú ahora.

—Has dado el primer paso —le dijo Ivonne uniéndose a la conversación—. Si ni remotamente quisieses probarlo, no estarías aquí. Al menos un poco de lo que somos nosotros vive en ti; si no, ni siquiera hubieses entrado, o quizá sí, pero ya estarías huyendo. Para que te quedes tranquilo, Miranda nos ha hablado de ti y a todos nos ha entusiasmado la idea de conocerte. Si aceptas entrar, a todo el grupo le gustará que te nos unas.

Fue un gesto apenas perceptible, pero Caetano abrió un poco más los ojos... en un parpadeó debió de contar a los seis que lo rodeábamos. Si decidía entrar con nosotros, sería su bautismo de fuego, porque ése era un grupo de gente experimentada; íbamos quizá más lejos que otros grupos que solían reunirse allí, porque nos conocíamos de sobra y sobraba la confianza entre nosotros. Eso implicaba una situación mucho más intensa de manejar para alguien que recién comenzaba con eso y, al mismo tiempo, le garantizaba a Caetano seguridad absoluta en cualquier decisión que tomase de hacer o no hacer dentro de la sala.

Nuestro grupo, cuando se reunía al completo, no solía aceptar otros integrantes.

Con la vista fija en su botella de cerveza, Caetano rio divertido. Alzó su rostro en mi dirección para sonreírme con ganas.

—Supongo que tiene razón —me contestó a mí.

Todos reímos.

Ivonne propuso un brindis por todos nosotros y entonces la charla recuperó su ritmo normal.

Cada quien le contó algo de sí mismo, en la medida en que quisieron compartir con el recién llegado un poco de su intimidad, de su vida fuera de esas cuatro paredes. Todos se mostraron muy agradables, confiando en Caetano un poco más de lo que normalmente harían —la concesión se debió a que ellos me conocían—; suerte para él, pues había gente en el Mirror, con la que había compartido sala en diversas ocasiones, de la cual ni siquiera conocía su verdadero nombre.

Corrió otra ronda de bebida a la que invitó Doménico, quien, siendo muy él, supo ganarse casi de inmediato la oportunidad de entrar en complicidad con Caetano. El italiano tenía un increíble don para conocer a las personas, para dar con sus puntos fuertes, con sus flaquezas, para captar sus gustos y necesidades.

Al poco rato, conversaban como si se conociesen de toda la vida.

No era mi mejor noche, porque mi cabeza se había quedado en parte fuera de allí, pensando en el candidato, en Daniel, en lo bien que me hubiese sentado una caricia suya, un abrazo o una palabra de esperanza para lo que sentía por él, probablemente mucho mejor que esa noche allí con Dome y Caetano.

Procuré cubrir las imperfecciones de esa velada con risas que normalmente no hubiese manifestado. Incluso fui mucho más locuaz y participativa en la conversación de lo que solía ser; eso en gran parte para hacer sentir a Caetano más cómodo y, así, evitar que se fuera cuando llegase la hora de entrar en la sala.

Sin duda que esa noche no era del todo yo y Doménico debió de notarlo, porque en más de una ocasión me lanzó una mirada de las suyas, de esas con las que me decía que yo, a él, no lo engañaba.

Uno de los empleados del Mirror vino a avisarnos de que la sala que habíamos reservado al reunirnos ya estaba lista para nosotros. Todos festejaron el momento.

—Entonces... ¿nos acompañas? —le pregunté inclinándome hacia él para que, si quería, pudiese contestarme que no al oído.

Durante un par de segundos me miró a los ojos. Al final, se le escapó una sonrisa.

—Sí. Me has convencido, me habéis convencido. Espero no hacerte pasar vergüenza.

—No digas tonterías, sólo deseo que lo disfrutes, sean cuales sean tus límites. Cuando entremos, te propondrán cosas; no tienes que aceptar nada que no quieras, recuérdalo. No tienes que decir que sí a nada que no quieras hacer por ser aceptado o por algún otro ridículo motivo.

—Sí, tranquila, no lo haré.

—¿Vamos? —nos preguntó Doménico, y al girar la cabeza hacia él vi que los demás se ponían en movimiento.

—Sí —le contestó Caetano.

Los otros se nos adelantaron después de que les comunicásemos que Caetano participaría.

Los tres nos retrasamos un poco más, porque, en la voz de su experiencia de hombre, dentro de la sala, el italiano le habló más que claro sobre lo que podía suceder cuando atravesásemos la puerta plateada del espacio que nos daría intimidad y libertad.

Como Doménico se ofreció a ser, en parte, la voz de Caetano dentro de la sala, de dirigir lo que fuese a suceder, al menos dentro de lo que medianamente podía ser organizado, porque allí dentro podías saber dónde comenzaba todo pero no dónde terminaba, me relajé un poco, esforzándome por intentar disfrutar la velada.

Cerraron la puerta y me aferré a los trozos de mí que quedaban de aquella que solía ser estando allí dentro.

La situación fluyó mejor de lo esperado.

Mis labios tocaron los de Caetano. Besé su boca, acaricié su rostro, lo desvestí recorriendo con mi lengua su piel mientras lo hacía, a la vez que Doménico me despojaba a mí de mi ropa.

Las manos de Caetano me recorrieron a medida que mi cuerpo iba quedando al desnudo. Sus manos chocaron con las de Doménico y con las de Ivonne, que me acariciaban a mí y a él.

Ivonne comenzó a besar la nuca de Caetano, se entretuvo captando el olor de su cabello; pegó su torso a la espalda de él y lo empujó un poco hacia mí. Los cuatro quedamos casi pegados, separados solamente por la distancia de nuestros dedos entre piel y piel, entre caricias y la búsqueda de dar placer.

Una de mis manos bajó por el vientre de Caetano.

Con las yemas de los dedos, me gané su aliento en mi boca, su primer jadeo. Mi mano llegó a su pene mientras una de las de Ivonne cogía sus testículos.

Mi otra mano buscó la erección de Doménico, la cual ya sentía sobre la parte baja de mi espalda.

Excitado, Doménico comenzó a resoplar sobre mi oreja derecha; los párpados de Caetano cayeron ante mis caricias y las de Ivonne. Para mí, la sala y los cuerpos que me rodeaban empezaron a desdibujarse para convertirse en una neblina clara que le ganó al negro y al plateado de la sala.

El olor de los cuerpos que solamente eran sentidos y piel, mi cabeza lo cambió por aire puro y fresco que olía como un pico alto en primavera, perdiendo los últimos manchones de nieve. Imaginé la vegetación renaciendo a mi alrededor, las rocas frescas que, al sol, despedían un tinte mineral. Me imaginé en lo más alto de aquella montaña sin percibir los efectos de la presión por la altura; me sentí ligera, transparente, permeable a mi entorno, tan liviana que el viento que circulaba a mi alrededor me llevaría volando de allí sin que me diese miedo a los peligrosos abismos cercanos.

Olvidé el vértigo, el temor.

Sonreí y me vi a mí misma alzando la vista hacia la inmensidad del cielo; un cielo tan puro, tan limpio y profundo que, al mezclarse con el azul del universo y los rayos del sol, cobraba un tono turquesa poderoso, tan intenso que más que un color daba la impresión de ser una sustancia con vida propia, una que me llevaría consigo a un lugar donde todo sería por siempre paz, donde mi cabeza, mi cerebro, estarían tranquilos, libres de necesitar medicamentos o terapia, a ese lugar en el que nadie podría decir jamás que padecía una enfermedad.

Sonreí cerrando los ojos, liberándome a las caricias sin que me importase de quién eran las manos que entraban en mí o las que acariciaban mis pechos haciendo temblar de gusto mi cuerpo. Lo que me rodeaba no eran personas, sino una experiencia guardada en lo más profundo, en lo más arraigado de toda la humanidad.

Alguien me penetró por detrás. Oí jadeos, sentí el placer que me daban; sin embargo, mi cabeza saltó lejos, se fue por completo a ese pico de esa montaña tan alejada de todo, tan idílica y tan mía, mi lugar privado, único, mi lugar seguro al que me escapaba cuando los pensamientos amenazaban con aturdirme.

Allí siempre estaba sola, porque necesitaba estarlo, lo necesitaba tanto como deseaba sentirme querida, sentirme necesitada. Muchas veces, también, había deseado poder llevar a alguien allí.

Bocas, manos, caricias... todo lo físico me rodeaba y me llevaba al placer, mientras que mi cabeza, muy lejos de allí, rememoró una mirada que no tenía que ver con lo físico, que trascendía toda índole sexual. Una de esas miradas que te tocan más allá de la piel, echando raíces en tu pecho, grabándose en tu conciencia, en todo eso que, según Paty, es lo único que en realidad somos, en lo único que nos llevamos con nosotros al morir, lo que nos acompaña durante toda la eternidad.

En el pico de esa montaña abrí los ojos y, sobre mi lado izquierdo, lo sentí a mi lado. Su calor me envolvió, su perfume hizo estallar una sonrisa en mis labios.

Alcé la vista para ver la mirada de Daniel sonriéndome entre los cabellos, los cuales llevaba libres, sin rastro de gel, alrededor de su rostro.

Su mano derecha cogió mi mano izquierda, su pulgar acarició el dorso de mi mano; su hombro me ofreció espacio para reclinar allí mi cabeza.

Fue lo que él irradió en mi dirección lo que hizo que mis pies se despegasen del suelo y no el viento.

Daniel me rodeó con sus brazos y con eso me dijo todo lo que yo necesitaba oír, lo que nunca creí que escucharía de nadie porque los «te quiero» o «te amo» en voz alta, muchas veces, pueden mentir; no ese abrazo... no el silencio, no los latidos del corazón, no la sangre corriendo por mis venas, así estuviese ligeramente contaminada de medicamentos. Nada de eso podía mentir en ese momento.

Los ojos se me llenaron de lágrimas de felicidad, tanto en el interior de mi cabeza como realmente en mi cuerpo. Sentí lo que necesitaba dejar ir, lo que necesitaba guardar, mezclarse allí sin demasiado orden.

Quise decirle que no me dejase, pero no conseguí hablar.

El viento comenzó a rugir cada vez más fuerte. La temperatura a mi alrededor descendió primero un poco, y acto seguido abruptamente. Los brazos que me rodeaban me soltaron.

Oí gritos; los gritos de Doménico, los de las otras mujeres con las que compartía la sala. Abrí los ojos, vi forcejeos en los brazos de hombres de negro con sus caras cubiertas, con sus armas apuntándonos.

Por encima de mi hombro, vi a Doménico procurando cubrirme con su cuerpo.

Lo arrancaron de mi lado. De hecho, nos separaron a todos, los unos de los otros, esos hombres que lucían el mismo uniforme que aquellos que entraron en mi hogar.

Eran demasiados y no tenían nada que hacer allí, no al menos algo legal.

Resultaba más que obvio que estaban allí por un solo motivo, y no es que yo me diese aires de ser tan importante, sino que imaginé que el gobernador, si no había hecho su tarea averiguando qué era el Mirror, al menos me había seguido desde casa.

Tres hombres me rodearon.

A puñetazos y patadas, intenté quitármelos de encima; de nada sirvió, porque todos eran tan altos y con el mismo aspecto fuerte que Daniel.

Alguien arrojó sobre mí una toalla cuando lograron inmovilizarme.

A la fuerza me empujaron hacia la salida.

—¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡Daniel, si estás detrás de esto, mejor vas dándote por muerto! Te desollaré vivo, ¿me oyes? —les grité a todos y a nadie en especial, porque debajo de los pasamontañas negros y de las máscaras espejadas, incluso con las manos escondidas debajo de los guantes, cualquiera de ellos podía ser Daniel.

Uno de los soldados del BOPE que se encontraba a mi derecha ladeó la cabeza en mi dirección. Mi rostro furioso se reflejó en sus gafas espejadas. Lo imaginé muy divertido y me entraron ganas de partirle todos los dientes.

Sin tener la certeza de que fuese él, le lancé una patada a las rodillas mientras nos arrastraban a todos hacia fuera.

Al salir al amplio espacio del bar y salón del Mirror, fui testigo de un despliegue policial que no había modo de que pasara desapercibido: los tenían a todos contra el suelo, con las manos detrás de la nuca. En grupos llegaban los que habían estado en las otras salas.

Me fue imposible contar la cantidad de efectivos que fueron movilizados.

¿Qué justificativo habría puesto para tamaño despliegue de fuerzas policiales?

Los tres hombres que me empujaban no se detuvieron al llegar al salón. Nuestro destino era la salida, lo supe al instante.

Intenté mirar hacia atrás, llamé a Doménico. Él gritó mi nombre; debieron de silenciarlo con un golpe, porque lo oí quejarse.

Mataría a Daniel. Lo mataría.

Apreté los dientes, furiosa.

Si hasta unos minutos atrás lo había amado y necesitado con toda libertad, en ese instante me sentía completamente capaz de acabar con su vida con mis propias manos.

—¡Por lo visto, Daniel, éste es el único modo en el que puedes conseguir que una mujer te haga caso! —grité tan fuerte como pude, para que todos sus compañeros lo oyesen.

—No una mujer —susurró el hombre a mi derecha, sin duda aquel que me había mirado a la cara—, tú.

Imaginé su sonrisa debajo del pasamontañas.

—¡Hijo de puta!

Forcejé, intenté golpearlo una vez más.

Nada pude hacer. Me sacaron de allí a la noche iluminada por las luces en lo alto de las camionetas del BOPE y de los coches policiales.

En la calle, el revuelo era de proporciones inolvidables.

Frente a mí se abrió la puerta de un automóvil negro.

Me empujaron dentro. Medio perdí la toalla y eso no me importó; mi objetivo, más que cubrirme, era hacer que Daniel se arrepintiese de eso.

Él, escondido debajo de su uniforme del BOPE, entró detrás de mí para cerrar la puerta y pedirle al chófer que arrancara.

—¡Loco! ¡Estás completamente desquiciado! ¡Eres un abusón, una bestia! ¡Debería caérsete la cara de vergüenza por las cosas que haces! ¡Eres despreciable! —rugí y medio me lancé sobre él, poniendo toda mi fuerza y mi rabia, la rabia que metió en mí por tornar tan ridículo ese momento que había imaginado con él en lo alto de mi montaña. Lo odié y así mi amor creció incluso un poco más. Me sentí estúpida, lo cual hizo que le imprimiese todavía más energía a los golpes que lancé en su dirección, los cuales dieron en el blanco del modo más doloroso, porque Daniel llevaba casco, chaleco antibalas y protecciones hasta en los brazos.

Lloré, grité. Lo insulté y él no hizo más que entonar mi nombre, que soportar mi embate sin contestar.

—¡Loco! ¡Tarado! ¡Estás enfermo, todavía mucho más enfermo que yo! —Me lancé a un nuevo embate contra su persona, pero, esta vez, él debió de cansarse de padecerme y, atrapándome por los brazos, me empujó hacia atrás.

La dureza de su armadura y de sus armas cayó sobre mí y yo, sobre el asiento sin que el automóvil detuviese su avance por las calles de Río.

Daniel me inmovilizó con su cuerpo, no meramente por el peso del mismo, sino por las tácticas que conocía y dominaba.

Aquella máscara espejada quedó justo sobre mis ojos, tocando mi nariz. Pese al pasamontañas, pude sentir el aroma de su aliento, el de su piel.

—Estoy enfermo, imagino que padezco de unas cuantas cosas. ¿Loco? No me queda la menor duda, pero tú eres la enfermedad que ha acabado de hacerme perder la cabeza. Te quiero solamente para mí. No podía permitir que nadie más te tocase. No puedo parar de pensar en ti, Miranda. No he podido quitarte de mi cabeza desde la primera vez que te vi. —Alejó una de sus manos de mí y con ésta arrancó de su cabeza, a tirones, el casco, que luego arrojó a un lado; lo siguieron la máscara y el pasamontañas. Su cabello, húmedo y despeinado, su rostro encendido, transpirado y cubierto de una mueca de desespero y miedo, sus ojos llenos de eso mismo que sentí en lo alto de la montaña... Todo su aspecto, sus agotados jadeos, el temblor en sus labios, en la mano con la que sostenía mis muñecas, sus dedos inquietos y asustados sobre mí... si él no estaba tanto o más perdido que yo, muy lejos de eso no estaba—. Dime que te sucede lo mismo que a mí. Por favor, dímelo. No quiero estar solo en esta enfermedad, en esta locura. Por favor, Miranda, dime que no estoy loco por no poder parar de pensar en ti, por necesitarte para continuar con mi vida, porque mi vida solamente es tal desde que tú llegaste. Dime que lo que veo en ti no miente, dime que no estoy tan chiflado, te lo ruego.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, igual que los míos.

Su mano bajó hasta mi rostro para acariciarme, sus piernas soltaron las mías para acariciarlas en la necesidad. Su otra mano dejó de aferrarme en la obligación, en el no querer dejar escapar, para pedirle a la mía que le hiciese sitio en mi palma. Mi mano no conseguiría mentirle jamás: mis dedos se apartaron para hacer sitio a los suyos, para enredarse en éstos.

—Cuando estoy sola contigo, la locura tiene sentido, Daniel.

Le costó dos segundos, quizá tres, procesar lo que acaba de decirle. Al conseguirlo, sonrió, y sonrió un poco más un momento después. Sonrió y acarició mi rostro. Bajó su frente a la mía.

—Perdón. Es que no quería perder la cabeza sin ti, no quería perderme en ese infierno de locura yo solo. Lo siento, perdóname.

Mi perdón llegó a su boca en el tacto de mis labios sobre los suyos cuando alcé un poco la cabeza.

Daniel inspiró hondo y me devolvió el gesto.

Su nariz rozó mi mejilla; mi mano rodeó su espalda y la otra, su cabeza. Me apoderé de su cabello, de sus músculos, de su boca con la mía, de su respiración con mi pecho, de su chaleco antibalas con mi piel. Con mi lengua, le contagié mi locura. En la mordida de sus dientes sobre mi mentón y en mi cuello, pasó a mí su falta de límites, lo desdibujado de sus modos impulsados por pasión, por sentimientos que creía comprender, por la intensidad absoluta de lo que yo, incluso bajo los efectos de la medicación, muchas veces no podía contener.

Lo besé y me besó. Me besó y lo besé todavía más, y entonces el calor se alejó, no el suyo, sino el del mundo frenético y sin sentido, para percibir una vez más el fresco aire de mi montana cuando él me abrazó, cuando nos acurrucamos uno junto al otro en el interior del vehículo.

19. Perdiendo la cabeza, conteniendo el aliento

En la lista de cosas estúpidas que había hecho en mi vida —una lista larga y muy nutrida—, irrumpir en el Mirror para buscarla era la única que valía la pena.

De camino hacia allí, me repetí infinidad de veces que estaba perdiendo la cabeza.

Cuando me besó, terminé de perderla por completo y me di cuenta de que, hasta ese instante, había estado conteniendo el aliento, limitándome a inspirar y exhalar a medias por miedo a recibir demasiado, a soltar demasiado de mí al exterior.

Al abrazarla, al tener su mirada mientras le decía lo que cargaba dentro de mí, mi trastorno mental se estrelló a toda prisa contra todo lo que más temía.

A mi alrededor no eran más que destrozos, destrozos y ella acurrucada a mi lado, vistiendo la chaqueta de mi uniforme, la cual me había quitado para reemplazar la ropa que en cierto modo le arrebaté.

Sabía que debía estar cabreada conmigo, furiosa, con sus golpes me lo había demostrado. No podía culparla por querer matarme y me provocaba mucho sentimiento de culpa el saber que, pese a eso, estaba allí conmigo, con mi brazo izquierdo rodeándola, con su mano derecha sobre mi muslo, enredada con la mía.

Había demasiado por decir, pero yo no quería hacerlo dentro del vehículo y preferí no obligarla a decir nada más, en la posición de vulnerabilidad en la que la había forzado a estar.

La sorpresa de que me aceptase, que continuase a mi lado, no se me iba. Yo no me habría quedado conmigo, no habría soportado nada de mí ni por dos horas. ¿Qué le daba a cambio de su tolerancia? Un montón de problemas, ponerla en ridículo, hacerla pasar vergüenza, robarle su intimidad.

La verdad es que no supe si interpretar como algo bueno o no el silencio entre nosotros; lo dejé estar porque ese momento a su lado no tenía precio.

El portón se hizo a un lado para permitirnos la entrada a mi casa. Miranda giró la cabeza en mi dirección. Sus ojos buscaron los míos. En un parpadeo le pedí perdón mil veces por hacerle eso; tenerla allí era terminar de admitir frente a Nuno que ella me importaba, y mucho, más que cualquier otra cosa en mi vida que hubiese podido elegir o aceptar a mi lado, o necesitar.

Con ella allí, el peligro marcaba un sello indeleble en su piel. Ignorarla no hubiese resultado nada, y fingir que no la amaba tampoco, porque, así importase todo o nada para mí, Nuno ya la había elegido como uno de sus blancos a atacar y eso era suficiente como para que, si le apetecía, la borrase del mapa sin el menor reparo.

Al menos allí en casa podría cuidarla de cerca, podría dar mi vida por ella si era preciso. Tenerla lejos del alcance de la mano me ponía frenético.

Sí, es cierto que me enloqueció descubrir qué era el Mirror, que quedé completamente fuera de mí al saber que había ido allí con ese hombre que fue a buscar al aeropuerto y con el melenudo con el que había ido a cenar la otra noche.

Celos; por un instante fue puramente eso, al verla rodeada de todas aquellas personas, al comprobar que ellos tenían el derecho de tocarla, de besarla. Unos pasos dentro de la sala me bastaron para saber que lo que yo quería con ella no era una situación como ésa, no al menos exclusivamente una situación como ésa; yo necesitaba saber que no sólo lo de fuera podía quedar a mi alcance, sino también lo de dentro, porque la carne es débil y se rinde fácil, eso muy bien lo sabía, pero lo interior no se gana con una caricia bien dada, ni siquiera con un beso profundo o una noche de muy buen sexo. Lo de dentro ni siquiera se saca con un corte dado o recibido, que te arranque o gane para ti un par de gotas de sangre, en un momento de excitación llevado al extremo; aquella burda arma con la cual procuraba conseguir eso que no tendría por la fuerza, a nadie le arrebatas su interior por la fuerza, por eso todas las estupideces que le había hecho a Miranda no fueron las que la habían traído allí y, por lo visto, tampoco pesaron tanto como para ahuyentarla de mi lado.

Supongo que el interior es así de sordo y ciego, corto de entendederas, quizá. Tal vez sea demasiado tolerante y bueno.

Ella lo era conmigo.

El automóvil remontó el camino levemente inclinado hacia mi casa.

Las luces estaban encendidas, pero no porque hubiese alguien dentro, sino por el sistema automático, aquella cosa programada para hacerme sentir menos solo al finalizar mis días de trabajo o incluso a esa hora de la madrugada en que noches frenéticas de descontrol me empujaban a notar, cada vez con más contundencia, el vacío que solamente unos minutos atrás había podido llenar.

—Hasta la casa —le indiqué al chófer, a quien no solía dejar subir hasta arriba del todo del camino en un burdo intento de guardarme un poco de privacidad para mí. En ese instante cualquier intento de privacidad era ridículo, no sólo por la escena que acababa de darle al meter a Miranda allí medio desnuda, y todo lo que vino después, sino porque, además, ya no tenía dudas de que Nuno tenía ojos y oídos metidos en mi casa.

Miranda todavía no había atravesado mi puerta y, sin embargo, apostaría todo lo que tenía a que él ya sabía que ella estaba aquí.

El coche se detuvo.

No le di tiempo al conductor de rodear el vehículo para abrir la puerta para mí. Recogí el chaleco antibalas, el casco y el resto de las cosas que me había quitado para darle a Miranda mi chaqueta y empujé la puerta. La entrada de mi casa estaba nada más a unos pasos de nosotros.

—Ven —le dije a Miranda cogiéndola de la mano con la mano libre. Ella me siguió. Le di las gracias al chófer y le indiqué que podía marcharse.

Descalza y con su cabello turquesa a la brisa de la noche que auguraba tormenta, me siguió pegándose a mi lado. Me pegué al suyo e inspiré su perfume una vez más. Ella no era una droga y, sin embargo, surtía en mí un efecto mucho más eficaz que cualquier otra medicación que hubiese podido tomar para calmar mi mente; lo único malo eran los efectos colaterales que le provocaba a mi corazón, el cual se encontraba a punto de estallar.

Abrí la puerta y lo solté todo a un lado en el suelo. Más tarde, cuando ella no estuviese mirándome, regresaría a por el fusil para tenerlo a mano en caso de necesidad.

Marqué el código de la alarma y cerré la puerta.

Nos quedamos en silencio. Intenté, por un momento, no mirarla para reunir fuerzas y comenzar a soltar la verdad; mis ojos no pudieron escapar de los suyos.

—Perdón —entoné una vez más.

—Imagino que comprenderás que lo de esta noche no me hace feliz. Sin importar lo del automóvil, nada resuelves de ese modo, Daniel.

—Al menos no has vuelto a llamarme gobernador.

—Es un poco tarde para eso. —Inspiró hondo—. Doménico... las personas que estaban conmigo, ¿dónde están? No te perdonaré si les has hecho daño, sin importar lo mucho que yo... — Se detuvo, su mirada tembló sobre mí—. No puedes apartar a la gente así de mí, tampoco arrebatarme de mi vida para que esté contigo. No funcionará.

—Lo sé, lo entiendo, no es eso. No es como la primera vez, como cuando entré en tu hogar, digo. Allí fue porque... me impuse a ti porque necesitaba tenerte en mi vida.

—No fue el modo correcto. Tampoco el de esta noche.

—Lo de esta noche no ha sido por eso... bueno, ha sido un poco por celos, porque, después de que nos separamos, me dediqué a averiguar qué lugar era el Mirror y por poco me estallaron los sesos cuando lo descubrí, más aún cuando me dijeron que hacia allí habías ido con ese amigo tuyo, el italiano, y con el melenudo ese con el que saliste el otro día.

Me miró mal.

—¿Qué quieres?, ¡estoy loco por ti!

En su rostro hubo un amago de sonrisa que contuvo. Vistiendo mi chaqueta del BOPE, la cual se tragaba sus manos de tan larga que le quedaban las mangas, se cruzó de brazos.

—Sí, no es excusa. Nada en mi vida parece una buena excusa para tenerte aquí ahora, porque todos mis motivos son resultado de todos mis errores. Nada de lo que pueda explicarte es honroso. No tengo motivos nobles, solamente excusas egoístas; lo son incluso aquellas que se dan como resultado de lo que siento por ti, son el egocentrismo de querer tenerte a mi lado porque te quiero y te necesito. No te preocupes por tu amigo Doménico y por los demás. Ya deben de estar de regreso en sus casas. Nadie ha salido herido y el Mirror abrirá sus puertas mañana por la noche como siempre.

—Crees que, con tu modo de irrumpir allí, todo será igual para el dueño de aquí en adelante. El propietario es amigo mío. Yo empecé yendo a un local que él tiene en Buenos Aires.

—Si me lo presentas, le pediré disculpas.

Volvió a ponerme mala cara.

—Necesitaba tenerte conmigo.

—Podrías haber esperado a que saliese de allí.

Negué con la cabeza.

—¿Cómo podría? Es que te quiero demasiado.

—¿Y por eso me encierras en tu casa?

—No, no es por eso por lo que te he traído aquí. Y lo del Mirror... sacarte de allí, impedir que esas personas continuasen tocándote ha sido lo único que se me ha ocurrido, porque yo ni siquiera imaginaba que tú y yo pudiésemos llegar a ser algo más que eso... pensaba que no podría desear más que sexo contigo y, si tú lo tienes con esas personas como si... como eso, solamente sexo, también lo tendrías así conmigo... y yo necesito más que eso de ti. ¿Qué me quedará de ti si ellos también te tienen?

Miranda se quedó observándome en silencio.

—¿Sabes que tienes un modo muy enredado de pensar, de darle cuerpo a lo que te rodea?

—Sí, es probable. Es como soy. No sé cómo, me he enamorado de ti, y lo poco racional que quedaba en mí ha desaparecido.

Sonrió y sentí como si acabase de ganarme el cielo.

Se relamió los labios, su sonrisa se amplió.

—Quizá me haya sucedido lo mismo. —Suspiró—. ¿Me dirás por qué me has traído aquí si no ha sido meramente por celos? Es un buen momento para que pongamos las cosas en claro. Yo también debería decirte...

—Nuno —solté interrumpiéndola.

—¿Nuno? ¿Es por ese asunto que tienes que resolver con él?

—No me ganaré tu respeto cuando te diga lo que...

—Suéltalo. Saqué a una mujer de tu cama y me has apuntado a la cabeza con un arma y lo de esta noche...

—Lo ves, son demasiadas cosas.

—No me quedaré aquí ni cinco minutos más si no comienzas a contarme la verdad ahora.

Fue mi turno de suspirar después de tomar una bocanada de aire.

—¿No quieres sentarte antes, darte una ducha, beber algo?

—Luego. Habla, Daniel. Será mejor que lo hagas, porque cada segundo que pasa imagino peores cosas. Ese Nuno no me gusta ni un poco, no me importa si es tu amigo o no.

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