D.O.M.

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Su sonrisa frenó delante de la mía.

—Cuánto tiempo sin vernos. Brasilia te extraña, te quiere allí; lo sabes, igual que el resto de los brasileños. —Despegó sus labios frente a los míos—. Igual que yo.

Entre eso y que sus labios tocasen los míos, no pasó ni un parpadeo.

Yo no pude cerrar los ojos; en cambio, ella sí dejó caer lánguidamente sus párpados mientras metía su lengua dentro de mi boca.

Le contesté tocando con la mía la suya. Su boca tenía el sabor de la uva, un aroma suave y delicado; sin embargo, su rostro olía a maquillaje y a los litros de perfume que debió de echarse encima al salir de la ducha. Una de las manos de la señora presidenta subió por mi pecho hasta mi cuello, descolocándome toda la camisa. Eso le encantaba, destrozar mi apariencia, arrugar mi ropa. Cada vez que nos veíamos era lo mismo; eso, despeinarme y que me la follara hasta que sus gritos se oyesen en Brasilia. En cambio, yo no tenía permiso para tocar su cabello o tirar de los botones de su camisa. Y tampoco me producía tanta efusividad estar con ella; bueno, al principio sí lo hacía... que una mujer tan exitosa y poderosa se fijase en mí fue como si tuviera todos los ojos del mundo entero prestándome atención. En ese momento era a ella, la presidenta, a quien poco le quedaba de mandato y yo, el futuro presidente de todos los brasileños, el más joven de toda la historia, el más sexy también.

Volviendo al tema, ese día no tenía ganas de subirle la falda, de meterme entre sus piernas; el único subir que me apetecía en ese instante era el de las escaleras o el ascensor que pudiesen llevarme de regreso a la compañía de Miranda. Estar en su presencia, ver su cabello turquesa, fijarme en su mirada, escuchar su voz era similar a ir a la playa, a ir a la playa cuando nada de eso existía, en esos años de mi vida en los que poco me importaba quién fuese el presidente, en la época en la que lo más importante para mí era poder bajar del morro para meterme en el mar, nadar un rato y ver a los surfistas.

El pelo turquesa de Miranda me recordaba el mar.

Nadie puede controlarse durante tanto tiempo, nadie puede dar la imagen perfecta siempre; tarde o temprano la fiera que llevamos dentro, esa parte que es puro instinto, sale a la luz y en ese instante intentar ponerle una correa alrededor del cuello es tarea imposible. Todos los juegos, hasta los juegos mentales, tarde o temprano se terminan y alguien siempre pierde, alguien siempre gana; también están los que se han pasado todo el juego sin tener ni idea de lo que ha sucedido. Yo deseaba comprenderlo todo, que no se me escapase detalle, y perder no era una opción.

Parte del juego era mantener la apariencia; otra parte era saber cuándo dejar suelta a la fiera.

La fiera de la señora presidenta me enseñó sus garras, que atraparon mis precisas herramientas de combate.

Márcia le dio un apretón y un tirón a todo lo que contenían mis bóxers, y no es que fuese poco, sino que la palma de su mano y sus dedos ya tenían muy claro cuánto debían expandirse para agarrar mis pelotas y mi miembro. Mi entrepierna y sus manos eran viejos conocidos, casi tanto como una pareja de ancianos.

Más allá del poco entusiasmo por mi parte, la carne es carne y Márcia me conocía muy bien, además de sobrarle experiencia con los hombres, lo cual no debía de hacer muy feliz a su esposo desde hacía cuarenta años.

Después de arrancarme desesperados y húmedos besos, Márcia alejó su boca de la mía. Su mano acabó de trepar por mi garganta, su pulgar arrastró mis labios de un lado al otro para, luego, meterse dentro de mi boca. Se lo chupé.

—¿Todavía no has desvirgado a tu asistente?

No pude evitar reírme a carcajadas ante su pregunta.

—¿Qué es lo gracioso?

—Dudo de que Mel sea virgen, Márcia.

—Lo parece, o al menos frígida. ¿Todavía no te la has tirado?

—Es mi asistente.

—Como si eso fuese impedimento. Es una mujer.

—Es mi asistente y hace muy bien su trabajo; es única, no quiero perderla.

—Debe de ser la única mujer en todo Río a la que todavía no se la has metido.

—Pues lo será, porque no, ella y yo no hemos tenido ni tendremos sexo.

—Pobre, imagino que lo espera.

Volví a reír.

—No, yo creo que no. Mel me conoce demasiado bien como para saber que no debe meterse en eso.

—¿Y qué hay de la otra?

—¿Qué otra? —le pregunté imaginando que alguien ya le habría ido con el chisme de mi escapada del viernes por la noche y de la pelirroja de la víspera. Quizá, si alguien le había comentado lo del viernes, pudiese, al menos, acercarme a lo que sucedió; sólo esperaba que ella no estuviese al tanto de todo, no me haría ningún favor que preguntase por la sangre o, peor aún, que no necesitase preguntar de dónde provenía porque ya lo sabía. Márcia me había advertido un millón de veces que debía cuidar las apariencias durante la campaña, que no podía meter la pata, que tenía que comportarme. ¿Comportarme, yo?, ¿cómo, si ella estaba allí conmigo, manoseando mis pelotas y con su dedo en mi boca? Y eso no era todo, porque ese asunto justo comenzaba... bueno, en ese momento, porque el comienzo real había sido hacía demasiados años, más de los que preferiría tener que contar. Por tantos años transcurridos entre nosotros resultaba obvio que ninguno de los dos era capaz de controlarse o que simplemente no tenía intención de hacerlo.

—La ridícula de pelo turquesa que has dejado arriba. Si querías un accesorio de moda, podría haberte comprado un reloj nuevo.

Su ocurrencia, por lo del reloj, me hizo reír. Lo que no me hizo tanta gracia fue que en el fondo estaba celosa de Miranda y preguntaba por ella; bueno, quizá no fuese celosa la palabra correcta, pero si desconfiada, y eso no me gustaba; no quería que la metiese en ese lío, porque precisamente me gustaba, la necesitaba, por el hecho de quedar Miranda muy fuera de ese lío.

—Es mi nueva peluquera y maquilladora, Márcia.

La presidenta subió su mano hasta mi frente, con sus dedos amenazando con entrar en mi cabellera.

—Nadie más que yo debería tener permiso para tocar tu pelo. —Y con esas palabras, internó sus dedos en el peinado que me había hecho Miranda.

—Márcia, por favor. Nos conocemos desde hace trece años. ¿En serio es esto necesario?

—¿El qué? —Su voz sonó chillona en vez de masculina.

—Es mi peluquera.

—Nunca antes habías metido a una peluquera en una fiesta.

—La verdad es que no llevo el registro de las profesiones de las mujeres a las que meto en fiestas, pero, sin duda, Miranda ni siquiera entra en la categoría de esas mujeres; la he traído porque sabía que haríamos fotos frente al hotel y que me despeinaría con la brisa del mar y que luego te vería a ti.

Márcia me dedicó una media sonrisa.

—¿Es de confianza?

—No te preocupes por ella, ni siquiera sabe dónde estoy en este momento.

—Bueno, será la única, porque todo el mundo debe de estar imaginando que estás follándome ahora.

—¿Tan poco cuidadosos somos?

—No; es que con el tiempo los rumores, aunque no sean reales, acaban pasando por verdades.

—La gente no le presta atención a esto. Y nadie sabe que estoy aquí abajo con la presidenta sosteniendo mis bolas en su mano.

Márcia rio con suavidad.

—No me gusta —entonó volviendo a la carga, al tiempo que deslizaba su mano desde lo más alto de mi cabeza hasta mi nuca para acercar nuestros rostros.

—¿En serio discutiremos sobre ella? ¿Ni siquiera has dicho nada sobre la habitación que he conseguido para ambos? Podrías, al menos, comentarme si te gusta.

—Me importa una mierda cómo sea la habitación; mientras tú estés en ella, lo mismo da.

—Qué halago —bromeé—. Deberías darme un poco de crédito por tener reservada para nosotros esta habitación que todavía nadie ha utilizado y nadie más utilizará.

—¿Y eso?

—¿No sabes que la apertura del hotel ha sido hoy?

—Sí, claro que lo sé. La de pelo turquesa y tu niña de hielo están arriba en la fiesta de inauguración.

—Pues bien, eso, que estrenaremos la habitación.

—¿Cómo la has conseguido?

—¿Recuerdas mi gira por Europa del Este?

—Cómo no recordarla, fueron quince días de insoportable sequía, en los que mi marido solamente quería pasar todo el rato pegado a mí y yo no tenía dónde escapar. —Resopló.

—En ese viaje fui a buscar inversores que quisiesen invertir en la Ciudad Maravillosa, Río, y helo aquí. Ese sujeto, al que le sobraba el dinero, creyó que era buena idea poner algunos billetes en un lugar que no fuese un puto desierto helado en medio de la nada.

—Será dinero de armas o drogas... —comenzó a decir ella, y yo la corté.

—Al fin y al cabo, la mayor parte del dinero que circula por el planeta lo es, Márcia. El dinero puesto aquí, al menos, no lo es directamente. El tipo en cuestión tiene hoteles por todo el mundo y varias industrias de distinta índole en toda Europa del Este.

—¿Lo conoces bien? No quiero que nadie monte un escándalo por ver a la presidenta o al candidato a presidente entrar en el hotel de algún capo de la mafia rusa o algo así.

—No lo he tratado en persona, jamás coincidí con él, sino con su abogado, pero, por lo que parece, he logrado convencerlo de que venga a conocer la ciudad.

—Eso no me deja más tranquila.

—Pues yo sé muy bien de algo que puede tranquilizarte, que te relajará y te hará olvidar el índice de pobreza y desempleo del país.

—¿Ah, sí? —preguntó seductora, con su boca sobre la mía.

A modo de respuesta, posé mis manos sobre sus muslos y comencé a deslizar hacia arriba su falda. A la presidenta se le escapó un gemido que levantó mi ego un par de centímetros; no porque hubiese sido una conquista difícil para mí, ni porque me costase mantener lo que había entre nosotros, fuera lo que fuese después de tanto tiempo, sino porque ella era ella: no solamente la presidenta, sino, además, una mujer muy inteligente que había recorrido todo el mundo, que conocía a personalidades de toda índole, que podía hablar y discutir con conocimiento de causa de casi cualquier tema, una mujer que había ganado el Premio Nobel de la Paz, que hablaba siete idiomas, que había estudiado dos carreras universitarias, una en el país y la otra en el extranjero, y que el año próximo empezaría a cursar la tercera en Estados Unidos; por suerte para mí, allí se mudaría con su querido esposo, dejándome en paz de una condenada vez.

Sí, era cierto que una pequeña parte de mí la extrañaría, que extrañaría eso porque era parte de mi vida, casi una rutina... pero sería un alivio poder dirigir el país solo, sin tener su respiración continuamente sobre mi hombro; además, en caso de urgencia, de necesitar un consejo, bien podía llamarla por teléfono. Por lo menos, con la distancia de por medio, el consejo que me diese no incluiría tener que facilitarle un orgasmo, o quizá sí, pero al menos no tendría que tocarla para que lo consiguiese, el cibersexo podía ser incluso algo placentero en una noche aburrida.

Dudé de que se quejase de que estaba arrugando su falda cuando se la alcé hasta las caderas, hasta tocar con los dedos su ropa interior.

Por un fugaz segundo, el cuerpo de Márcia se aflojó, amenazando con derrumbarse al suelo.

Recobró las fuerzas cuando mis manos se metieron debajo de sus bragas para agarrar con firmeza sus nalgas. Clavándole los dedos, la apreté contra mí; mi erección presionó su mano contra su pelvis. Moví las caderas sobre ella, provocándole nuevos jadeos. Conteniendo el aliento para no ahogarme con su perfume, besé su cuello mientras mi mano derecha descendía un poco más para meterse entre sus piernas por debajo de su ropa interior. La señora presidenta separó un poco las piernas para pegarse más a mí, para darme espacio. A ella le gustaba que yo tuviese los brazos largos, los dedos largos.

La yema de mi dedo medio alcanzó la entrada de su vagina. Y sí, yo continuaba surtiendo efecto sobre ella, su cuerpo era evidencia de ello, la humedad allí era evidencia de ello.

Márcia jadeó mi nombre mientras yo la acariciaba despacio, en círculos.

—Para que se te olvide que existen otras mujeres —le susurré al oído mientras ella se estremecía bajo mi tacto—. Para que me extrañes un poco más cuando te vayas.

—No digas eso, querido —protestó en un gemido lastimero.

—Me extrañarás —canturreé sonriéndole.

—Me secaré sin ti.

En cambio, ella dejaría de ser mi responsabilidad cuando se fuese del país.

Mi dedo entró en ella un poco, al tiempo que mi erección aplastó todavía más su mano contra su pelvis. Seguro que su esposo jamás le hacía esas cosas.

Saqué mi dedo de ella y le di un tirón hacia atrás a su ropa interior.

Márcia dejó escapar un quejido de placer, echando la cabeza hacia atrás.

Retorcí sus bragas entre mis dedos y tiré un poco más. Esta vez chilló de gusto sin contenerse.

—¿Llegas a la cama o te tiro al suelo? —Mi voz sonó amenazadora, a pesar de apenas oírse. De sobra sabía que Márcia me pediría la segunda opción y por mi parte me daba igual... eso no era por mí, sino por ella. A decir verdad, me hubiese gustado estrenar la cama con alguien distinto, con alguien que estaba arriba, en la fiesta, y que no era Mel. Me pregunté qué le gustaría, qué cosas la excitarían. ¿Le gustaría yo? ¡Claro que sí! No podía no gustarle, yo era yo, además de ser el gobernador, además de ser el futuro presidente según todas las encuestas.

Imaginé que ella sabría exactamente qué hacer conmigo; deseé que lo supiese, que encajase a mi lado a la perfección y como nadie más. Deseé que fueran sus bragas las que tuviese enredadas en mi dedo medio e índice; deseé arrancárselas, deseé ponerme de rodillas frente a ella para sentir su perfume, el perfume de su piel, no uno añadido a la fuerza. Quise hacer que su deseo tuviese mi nombre, que sus pensamientos jugasen con los míos para hacerme ganar, perder, para desorientarme, para que yo ya no comprendiese nada de nada, para que el mundo dejase de ser algo para convertirse en todo, en un todo condensando en su persona.

De refilón vi el rostro de Márcia y, como esperaba ver el de Miranda, por poco mi cuerpo se fue cuesta abajo. Eso no me hubiese hecho ningún favor. Procuré olvidarme de su mirada, de la forma de sus manos, del león en su dedo medio, de sus labios, sus pechos, su trasero y piernas enfundadas en esos pantalones negros que llevaba y, por último, procuré no pensar en ella el día en que nos metimos a la fuerza con el BOPE en su apartamento; si es que esa camiseta poco podía hacer para no regalarme la curva de sus pechos, la forma de sus pezones, el contorno de su cintura, y esos shorts vaqueros deshilachados...

Con sólo pensar en eso, mi erección cobró más fuerza.

Imaginaría su cuerpo en el cuerpo de la presidenta, toda ella allí.

Con voz temblorosa, porque ya la tenía en la palma de mi mano, Márcia musitó la palabra suelo y por dentro solté una carcajada. Definitivamente nos conocíamos como si fuésemos una pareja de ancianos.

En unos movimientos un tanto aparatosos, desacompasados y nada sexys, bajamos al suelo, sobre la alfombra persa que sobraba por fuera de la circunferencia de la mesa de centro en la que estaban las orquídeas y la canasta con fruta.

Mientras ella se retorcía de placer allí, sin que yo la tocase, me quité los zapatos y los pantalones.

Márcia se abrió de piernas, apostando los pies sobre sus tacones, y comenzó a masturbarse mientras yo terminaba de desvestirme de cintura para abajo.

No di más vueltas, el asunto estaba resuelto.

Me metí entre sus piernas; ella continuó tocándose con una mano mientras que con la otra acarició mi pene, imaginé que sólo por el gusto de tocarlo, porque a mí no me hacía falta su ayuda para estar listo para la acción.

Intenté ser sutil en cortar el momento y ella no se quejó cuando aparté su ropa interior y volví a meter un dedo en su interior para moverlo en su humedad. Surtió efecto, Márcia apartó ambas manos.

Alejé la mano que tenía dentro de ella y la rocé con mi pene de arriba abajo un par de veces hasta que ella, incorporándose un poco, me agarró por el trasero.

Bien, terminaríamos rápido.

Entré un poco en ella, salí. Gimió. Volví a entrar y me aparté un poco sin dejar su cuerpo. Empujé hacia dentro una vez más y entonces ya no paramos hasta que ella gritó de satisfacción sin que le importase una mierda que fuera estuviesen sus guardaespaldas, los mismos que la acompañaban cuando estaba con su marido o cuando iba de gira por el mundo.

Ella lo disfrutó; yo solamente calmé mi calentura.

Fuera como fuese, estaba hecho. Lo mismo de siempre, lo que pronto acabaría.

Antes de tumbarme a su lado, porque sabía que eso le gustaba, fui a por un puro, un mechero y un cenicero. A Márcia le encantaba que, después de tirármela, me fumase un puro a su lado y, de vez en cuando, me lo arrebataba de las manos para llevárselo a sus labios. En fin, que más de una vez mis puros recién encendidos también habían sido utilizados para otras cosas entre nosotros dos; en esa ocasión sólo le dio un par de caladas y me lo devolvió. Cuando lo recuperé en mi mano, ella, con la suya, agarró mi pene.

—Eres tan bueno... —me dijo.

¿Bueno? Eso era suficiente como para que no me volviese a empalmar el resto del día.

Su mano se quedó allí, acariciándome.

—De verdad que te extrañaré.

—No mientas, Márcia; encontrarás a uno más joven.

—La edad no es lo esencial —contestó, y lo dejé estar; no tenía razón de ser discutir—. Tú eres tú y nunca hubo ni habrá otro igual.

—No te pongas sentimental.

—No es sentimentalismo, querido. Es eso que haces.

—Gracias. —Reí para luego darle una calada a mi cigarro.

—Es real, por eso toda mujer en edad adulta, o medianamente adulta, de esta ciudad quisiera tener algo contigo.

—No creo que mi fama dé para tanto.

—Todos los hombres te odian.

—Gracias por eso también.

—Mi marido te odia.

—Sí, bien, creo que eso ya lo sabía.

—Y todos en el partido —continuó diciendo.

—Sí, y por más de un motivo, no sólo porque las mujeres de Río mueran por meterse en mi cama.

—Eso es cierto; no te preocupes, todo va muy bien con la campaña, la gente te adora y eso es lo importante. Eres tú, Dom, el gran Daniel Oliveira Melo, el joven candidato que nació y creció en la Rocinha, el expolicía militar, el exintegrante del BOPE, el brillante abogado, el hijo ejemplar.

Eso de hijo ejemplar me hizo reír.

—¿Has estado hablando mucho con mi madre?

Márcia me soltó para volver a arrebatarme el cigarro.

De entre sus labios salieron aros de humo.

Ahora que entre nosotros olía al tabaco del cigarro, se estaba mucho mejor allí.

—Tu madre te adora. Está orgullosa de ti, y debe estarlo. Has conseguido mucho, Daniel. Yo también estoy orgullosa de ti, has crecido mucho en todos los sentidos —dijo en tono seductor, devolviéndome el puro.

—Ya sé que mi madre me adora, pero ella no me llama Dom ni me masturba mientras conversamos —repliqué mientras su mano seguía moviéndose sobre mí—. Mi madre ni siquiera sabe que puedo ser Dom, y mejor que así sea.

Márcia rio suavemente.

—Si tu madre supiese todo lo que esto me ha hecho... —dijo refiriéndose a mi pene, todavía en su mano—. Creo que ninguna de las dos alcanzamos a imaginar todos los lugares en los que esto se ha metido.

—No creo que mi madre quiera saberlo.

—Ni yo. Será porque yo te di ese nombre.

Sí, supuse que sí; mi madre me había dado mi nombre cristiano; Márcia, ese sobrenombre sacado de las iniciales de mi nombre y apellidos que identificaba al hombre que, detrás de su fachada, era todo lo que podía ser... el candidato, el expolicía, el mujeriego, el que en algunas épocas necesitaba demasiado algunas sustancias ilegales, el hombre que iba al psiquiatra, el hombre que tenía arrebatos de energía y se sentía todopoderoso, el mismo que casi en un parpadeo podía caerse al pozo más oscuro. Dom, Dom, Dom... Márcia decía que sonaba a dominador, a alguien que es dueño de todo, o que al menos se cree con el derecho de serlo. Dom... eso sonaba rotundo incluso para mí muchas veces. ¿Podría con todo? Al menos simulaba poder. Nadie se enteraría jamás, si no era así.

Tragué saliva.

Al verme allí, en esa habitación, en ese hotel tan particular, por motivos tan particulares, por tantos motivos, con la presidenta de todos los brasileños tirada a mi lado con la falda por la cintura, un tanto despeinada, conmigo desnudo de la cintura para abajo, con tantos planes en la cabeza, con tanto por hacer, con tantas preocupaciones de las cuales debía ocuparme, con un futuro que apenas podía imaginar... Se suponía que ése era mi momento más fuerte, más glorioso; no lo sentía así. Mi cabeza estaba demasiado revuelta, cada dos por tres se me hacía un nudo en la garganta y en mi estómago se instalaba una sensación de vacío que amenazaba con devorarme.

Mi vida estaba plagada de agujeros negros, demasiados como para tener paz, y encima estaba ella... porque no podía parar de pensar en Miranda. Si yo tuviese cualquier otro trabajo, si fuese cualquier otra persona, ya la habría invitado a tomar algo por ahí, a cenar o incluso a caminar por el calçadão, el paseo marítimo.

Márcia me soltó y del bolsillo de su chaqueta Channel sacó una pequeña bolsita. Sacudió el polvo blanco delante de mí.

—¿Qué me dices? —canturreo divertida.

—No puedo, tengo una reunión importante luego.

—No seas aguafiestas, Dom; además, ¿qué reunión puede ser más importante que la que tienes ahora con la presidenta? Es temprano, tenemos todo el día.

—No, yo no. Te lo repito, tengo una reunión por la tarde. —No sé qué fue lo que me molestó tanto, pero me puse de muy malhumor; quizá fuese su presunción, o más bien su seguridad, de que yo aceptaría una raya de cocaína con ella. Ok, no hubiese sido la primera ni la última vez que haríamos algo así juntos, pero... no sé, tal vez fuese por lo que había sucedido el viernes. El caso es que no quería eso, no quería ponerme perdido; ya ni siquiera quería estar allí con ella o ir a la reunión, y me agotaba pensar en todas las otras obligaciones que tenía por delante.

—Vamos, querido, es excelente.

—Quizá tú tampoco deberías. ¿No tienes otros compromisos más tarde?

—No, la verdad es que no, y no esperaba que tú los tuvieses. Todavía quiero que estrenemos la cama. No me conformaré con una vez y que salgas corriendo para metérsela a alguna otra por ahí.

Apoyé el puro en el cenicero y la enfrenté.

—No iré a metérsela a ninguna otra, Márcia. Esto comienza a parecerse demasiado a la relación que tienes con tu esposo. —Ok, en cuanto terminé de articular aquello me di cuenta de que me había ido de la lengua. Sus rasgos se agriaron. Reuní valor e inspiré hondo, no podía tener problemas con ella en ese momento—. Escucha, no puedo faltar a mi cita. De verdad que tengo que ir; no es que te folle una vez y me largue. Puedo volver más tarde, si te parece, pero en serio que ahora no puedo meterme una raya aquí contigo, por más que me apetezca.

Los dos estábamos sobre nuestros codos; ella volvió a recostarse para ponerse ambas manos sobre el pecho, cubriendo la bolsita.

—¿Te quedarás a pasar toda la noche conmigo?

Hice de tripas corazón.

—De acuerdo, te lo prometo, regresaré para pasar la noche contigo. Guarda eso, que luego lo disfrutaremos juntos —dije haciendo referencia al sobrecito. Intuí que esa noche sí lo necesitaría, por más que no me gustase la idea de volver a consumir.

A la puta mierda con todo y que ese último mes de campaña terminase de pasar de una condenada vez o mi cabeza se recalentaría hasta el punto de volverme loco por completo.

No podía volverme loco entonces, no podía perder el juego antes de que se terminase.

—Bien, aquí te esperaré, muerta de ganas.

—Junta ganas, eso lo hará más divertido.

—Eres un maldito cabrón, no es divertido para mí tenerte tan lejos.

—Al menos ahora estamos en el mismo estado.

—No por mucho tiempo, me voy mañana.

Dentro de mí salté de felicidad, al menos no sería tan malo. Esa noche y listo. Procuré convencerme de que, si ponía un poco de buena voluntad, incluso podría divertirme; tan sólo esperaba que la reunión fuera bien, para que mi ánimo no se fuese a la mierda, porque, si no, tener que volver a ir allí sería completamente desastroso y entonces Mel tendría que hacer por mí bastante más que llevar mi coche al taller o averiguar el nombre de una mujer que no recordaba, de una mujer cuya sangre temía que fuese la que había empapado el asiento de mi coche.

—Tranquila, no pienses en eso ahora. Escucha, tengo que subir un rato más a la fiesta, después iré a la reunión y, en cuanto termine, te llamaré para avisarte de que ya estoy libre, así pasaremos el resto del día juntos.

—¿Y te quedarás a dormir aquí?

—Claro, Márcia. Seré todo tuyo hasta que te vayas.

—Y luego correrás tras alguna otra.

Le cerré la boca con un beso, porque ya no soportaba que dijese más tonterías de ese estilo. Ese tipo de proceder no iba con nosotros, tampoco con el tipo de relación que manteníamos. ¿Cuándo se había vuelto tan pesada o yo tan intolerante? La besé con fuerza, agarrándola por la cabeza, despeinándola, soltando todo el peso de mi cuerpo sobre el suyo, moviéndome sobre ella del modo más descarado posible... si es que el rol de actor porno se me daba genial; básicamente me froté contra ella cual perro en celo hasta que su melena quedó convertida en un nido de buitre. Bien, en realidad, el buitre negro sobrevolando la carne que esperaba que muriese para devorar, era yo.

Sentí asco de mí mismo, pero no le permití a ese sentimiento permanecer demasiado en mí.

Pensé otra vez en Miranda y, con los ojos cerrados, me aparté de la boca de la presidenta para bajar con besos por su cuello. Me moví por su torso hasta llegar a su pecho derecho; por encima de su camisa blanca, pesqué su pezón, chupando la tela, succionando. Con un poco de suerte, eso aplacaría sus ánimos. Mi mano derecha bajó hasta su entrepierna y se coló por la cinturilla de sus bragas; fui directo a darle un orgasmo acariciando su clítoris.

La presidenta tembló de placer bajo el contacto.

Así, cuando ella todavía estaba perdida en esa nebulosa de placer, me vestí, recogí mi puro y me largué de la habitación llevándome conmigo las dos botellitas de whisky que no había llegado a beber. Bajé las dos por mi garganta mientras ascendía despacio la escalera de camino a la fiesta en la azotea.

8. Piezas faltantes, piezas sobrantes

Cuando reapareció en la fiesta, desaliñado y con mala cara, creí que había llegado la hora de irnos, y es que permanecer allí, entre toda esta gente que no conocía de nada, gente que a decir verdad tampoco me interesaba conocer, me parecía ridículo. Dos hombres se me habían aproximado; ambos se ofrecieron a traerme una copa, me dieron charla, hablaron sobre ellos... uno se dedicaba a la industria naviera (fabricante de grandes y lujosos yates) y el otro resultó ser dueño de un canal de televisión; los dos hicieron mención a mi cabello, los dos sonrieron, los dos insinuaron que les gustaría verme más tarde y, cuando ambos preguntaron —sí, ambos lo hicieron— si había llegado allí con alguien o cómo había sido invitada a la fiesta, mi respuesta fue una, y la reacción de ambos también fue una: les contesté que había ido allí con el gobernador y los dos pusieron similares caras de espanto y optaron, no muy disimuladamente, por largarse de mi lado poniendo burdas excusas.

Tenía muy claro que no había sido sincera con ellos; sí, había llegado allí, al hotel, con el gobernador, pero no «con él», en el estricto sentido de la expresión, no como pretendí darles a entender.

O soy muy buena mentirosa o quizá ellos simplemente prefirieron no meterse con alguien conocido del gobernador, fuera cual fuese la relación que me uniese a él.

No me molestó que se largaran, la idea al decirles a ambos que había llegado con él era exactamente ésa, que me dejasen tranquila, porque estaba inquieta, porque me hervía la sangre y me molestaba la piel por no tenerlo a mi alrededor, por no tener ni la menor pista de dónde estaba o si regresaría a por mí, aunque sólo fuera para que lo peinase otra vez.

En resumen, cuando volvió en ese estado, no me pareció que hubiese tenido ninguna reunión de negocios ni nada similar, porque su ropa estaba demasiado manoseada y su cabello, despeinado como si hubiese estado dándose de tirones.

Me dije, ante mi creciente malhumor —y celos, sí, celos—, que no podía haber estado con una mujer, no para quedar con esa cara, ¿o sí? Pero, si no era así, ¿por qué llevaba su corbata en la mano?, ¿por que vestía la camisa fuera de los pantalones? Daba toda la impresión de quien ha salido toda la noche de juerga.

Quise ir hasta él para gritarle por abandonarme allí en medio de la nada sin tener nada que hacer (Mel se había pasado el rato dándole a la pantalla de su móvil en la otra punta de la terraza y ni siquiera había espiado en mi dirección).

Definitivamente mi presencia allí no tenía ninguna razón de ser. Él podía peinarse solo, podía seguir adelante con su vida prescindiendo de mí.

Mi presencia en esa fiesta era un mero capricho suyo, uno del cual se aburriría pronto; admitir eso me puso todavía de peor malhumor.

El gobernador comenzó a moverse entre los invitados, dedicando aquí y allá sonrisas y alguna que otra palabra. Una camarera pasó por su lado ofreciendo whisky, él dejó sobre su bandeja dos botellitas vacías de la misma bebida y le pidió un vaso, que la chica llenó con una medida; él, con un dedo, le indicó que vertiese un poco más, más y más, hasta llenarlo más de la mitad. La camarera tenía el gesto contrito de quien no sabe si ha hecho bien o mal, Daniel Oliveira Melo tampoco sonreía.

La chica se apartó y él se dedicó a beber solo, de pie en mitad de la terraza llena de gente, pero nadie estaba haciéndole caso y él no parecía interesado en nada excepto en su bebida.

Preferí no hacerme cargo de aquellas palabras suyas con las que él le había dicho a Mel que yo lo cuidaría para que al día siguiente no tuviese aliento a alcohol cuando fuese a visitar a no sé qué niños.

De todas formas, me incomodó no tener el valor de ir hasta él y arrancarle el vaso de las manos, porque en verdad, no estaba muy segura de por qué, no lo quería bebiendo, y sobre todo me molestó no tener el valor de ir a plantarle cara, de mandarlo a la mierda y sacar esa fantasmal presencia suya de mi vida, que suficientes problemas tenía yo.

Allí estaba él, con su nariz sumergida en el whisky, y yo en el otro lado, con la angustia llegándome al cuello.

Como si hubiese oído mis pensamientos, el gobernador alzó la cabeza y me miró. Juro que no fue coincidencia que su mirada y la mía se cruzaran; fue una mirada certera, precisa, como si estuviese observándome por la mirilla de su fusil. La bala que salió de sus ojos azules atravesó mi carne y continuó mutilando cuerpos detrás de mí hasta quedar incrustada en la pared a mi espalda a muchos metros.

Tragué en seco con la respiración agitada y miedo, mucho miedo, porque, además de no parecer feliz, como si hubiese discutido con alguien, estaba allí, en la profundidad de sus ojos, eso otro que me desconcertaba, sólo que entonces se percibía más fuerte, potenciado quizá por el alcohol, por lo que fuese que había estado haciendo hasta ese momento o tal vez simplemente por el hecho de que me pescó con mi atención puesta en su instante de soledad, en aquel instante detenido en mitad del movimiento de todos los que nos rodeaban, el cual me dio la impresión de ser un instante de guardia baja, de sinceridad cruda, aunque yo no captase ni su significado ni sus secretos.

Me sostuvo la mirada durante un par de segundos sin beber, cuadrando los hombros completamente, con el pecho expandido en mi dirección, con los faldones de su camisa por encima de su pantalón claro y su cabello alborotándose todavía más por culpa de la brisa marina y la altura a la que nos encontrábamos. Su cabello despeinado se veía sexy; el mío, a esas alturas, debía de parecer algodón de azúcar turquesa, desgreñado, enmarañado.

Su mirada me desafió, sus labios no me sonrieron, no intentó desplegar todo su encanto sobre mí... nada de aquel hombre despampanante quedaba en él en ese instante, solamente su aspecto, y el exterior no cuenta para mucho, por más que sea el más hermoso, cuando no tiene un sustento, cuando el interior se ha tornado oscuro.

Se mantuvo sin parpadear demasiado rato, tanto que supuse que los ojos debían de escocerle así como los míos me escocían, porque yo tampoco parpadeaba; el caso es que, fuera lo que fuese eso, no deseaba perdérmelo.

Al final él parpadeó primero.

Me di cuenta, entonces, de que había estado conteniendo la respiración, por lo que tomé una gran bocanada de aire.

Daniel Oliveira Melo alzó el vaso y, todavía con sus ojos puestos en mí, escanció el resto del contenido en su garganta, vaciando el recipiente por completo. Sin un gesto de por medio, sin parpadear siquiera, se dio media vuelta y se alejó para meterse otra vez en la fiesta.

Lo vi pedir otro vaso, otro más, conversar con alguno de los invitados... Debieron de transcurrir al menos unos cuarenta minutos, en los que no pude hacer otra cosa que removerme en mi sitio sin ir a encararlo, a decirle que me largaba o, al menos, largarme sin más, puesto que eso no tenía ningún sentido.

Como no podía ser de otro modo, porque a pesar de todo él continuaba controlando la situación, fue él quien dispuso nuestra partida al aproximarse a Mel. Con ella no debió de cruzar más de tres palabras y, después de hacerlo, atravesó toda la fiesta de regreso a la puerta y se largó. Vi que los hombres de seguridad se movían tras él. Mel vino hacia mí y me avisó de que nos marchábamos. No me dio tiempo a decirle nada, otra que se dio la vuelta y echó a andar como si no tuviese obligación alguna de dar explicaciones.

De un salto, me puse en movimiento para apresurar el paso hasta alcanzarla justo en la salida.

Cuando llegamos al pasillo, me encontré con el gobernador cruzado de brazos frente a los ascensores, rodeado de un par de sus escoltas; otros dos llegaron por las escaleras desde el piso superior en ese instante.

Noté que ya había pulsado el botón de llamada del ascensor.

Mel se detuvo a unos dos metros de él sin decir nada.

Todos estaban en silencio, por lo que la música y las conversaciones de la fiesta allí fuera resultaban un tanto melancólicas desde dentro.

—Necesitaré que me arregles el pelo antes de mi siguiente reunión —soltó con la vista fija en la pantalla que indicaba el piso por el que iba el ascenso del elevador—. ¿Podrás hacerlo en el automóvil de camino allí?

—Sí —le contesté después de atorarme con saliva. Él no vio mi gesto ahogado, porque no me prestaba atención.

—Bien.

Así fue todo. En el mismo silencio bajamos en el ascensor, nos montamos en su coche y, durante el trayecto, le arreglé un poco el cabello con gel y un peine, entre el tráfico que avanzaba caótico por la ciudad y sus constantes resoplidos, además de los para nada intencionados tirones que le di a su pelo debido a las frenadas del coche en el que íbamos. En realidad no le tiré casi nada, pero, entre el mousse que ya tenía de antes, el viento que lo había despeinado y aquello otro que lo había dejado en ese estado después de su fuga de la fiesta, su cabello estaba un tanto enredado e intentar pasar el peine por su melena no resultó tarea sencilla.

Al final conseguí dejarlo presentable.

Se anudó la corbata al cuello otra vez y, desabrochándose el cinturón y los pantalones, volvió a meterse la camisa dentro de los mismos.

El gobernador no me dirigió la palabra, ni tampoco a Mel. Decir que estaba taciturno no terminaba de hacerle honor al malhumor que rezumaba hasta por los poros de su piel.

Estaba tan angustiada, tan endeble, que su malhumor se me pegó. Me dolió su distancia pese a que aquello era ridículo, porque entre él y yo apenas si existía una débil relación laboral, cuya evidencia más notable era la suma que había sido depositada esa misma mañana en mi cuenta corriente. Un cifra que era demasiado a cuenta de lo que podía hacer por él como su maquilladora y peluquera, y que en ese momento era mucho, mucho más de lo que había hecho por él.

Quise largarme a casa, precisaba largarme a casa. Necesitaba llamar a Doménico, conversar un rato con él, recuperar mi normalidad, quizá ducharme y vestirme para salir esa noche, para olvidarme de todo en la abundancia de placer, para sentirme nadie y, al mismo tiempo, más yo misma. Deseé perderme en el Mirror para encontrarme. Por un fugaz instante pasó por mi cabeza lo que experimentaría de tenerlo allí; bien, en realidad no estaba muy segura de querer tenerlo allí, no porque no quisiese estar con él, todo lo contrario, precisamente quería hacerlo, pero sin nadie más de por medio... me bastaba con él y quería que a él le bastase conmigo.

Mi cabeza me dijo que tener solamente sexo con él no haría otra cosa que empeorarlo todo; así se haría todavía más patente que su presencia hacía tambalear mi mundo, mi mente.

Viendo su glorioso perfil, lo odie un poco más por la pelirroja y por su ausencia, y por llevarme de acá para allá como si fuese una estúpida cometa.

«Jodido idiota», le gruñí dentro de mi cráneo y él, sin mover la cabeza, me espió por el rabillo del ojo.

No me preguntó por qué lo observaba, no dijo nada; mantuvo su mirada en la mía quizá durante dos segundos y, a continuación, volvió la vista al frente.

Después de sortear un tráfico infernal, llegamos al centro de la ciudad.

La comitiva del gobernador entró en un edifico de oficinas como muchos de los tantos que había en esa zona. El automóvil en el que viajábamos entró directo por el acceso de vehículos hacia el garaje. Nadie nos detuvo ante la barrera, nadie preguntó nada, simplemente nos cedieron el paso.

Nuestro coche y las dos camionetas que nos escoltaban avanzaron hasta un área de estacionamiento en la cual no había nadie; estaba delimitada por conos naranjas con cintas fluorescentes, y uno de los guardaespaldas se bajó para apartarlos, para que allí se detuviesen los tres vehículos.

Mel se hizo a un lado para dejar pasar al gobernador sin comentar nada.

Daniel Oliveira Melo caminó hacia los ascensores seguido por dos de sus escoltas. Desapareció detrás de las puertas metálicas del elevador para solamente reaparecer dos aburridas, eternas e increíblemente fastidiosas horas después, en las que ni siquiera me animé a preguntarle a Mel para qué mierda seguía yo allí, esperando en un coche, bajo una espantosa luz fluorescente, al gobernador, si ya no tenía que volver a peinarlo porque se suponía que no tenía otros compromisos.

Aunque me hubiesen liberado de mis responsabilidades, imagino que no me hubiese ido muy lejos, porque, no entiendo a razón de qué, me inquietaba haberlo visto desaparecer por aquellas puertas y necesitaba volver a verlo sano y salvo otra vez.

Pasadas esas dos horas, el gobernador emergió de los ascensores y le indicó a Mel que nos dirigiéramos a mi casa para dejarme allí.

Si antes ya tenía mala cara, en ese momento parecía tener el peor día de su vida.

Abrí la boca para decir que no era preciso, no quería aparecer en mi edificio dando un nuevo espectáculo, en ese caso con forma de comitiva de camionetas negras y demás; a mis vecinos les había sobrado con lo del día anterior.

En cuanto mencioné la palabra taxi —porque era cierto, podía coger un taxi, o incluso el metro, para regresar a casa—, él me fulminó con la mirada.

—De ningún modo —soltó rotundo, y le ordenó al chófer que se pusiese en movimiento pasándole mi dirección, recordándole que era donde había estado la víspera.

El conductor espió por el espejo retrovisor en mi dirección.

Nadie dijo una palabra más hasta que llegamos a casa, e incluso entonces.

A las puertas de mi hogar y frente a la carencia de órdenes o explicaciones, me quedé sin saber qué hacer hasta que Mel rescató la situación comentándome que más tarde se pondría en contacto conmigo.

«Quizá para despedirme», pensé al notar que el gobernador me ignoraba alevosamente.

Los tres vehículos negros se largaron antes de que tuviese tiempo de buscar, dentro de mi bolso, las llaves de la puerta de la calle del edificio después de dejar mi maletín de trabajo en el suelo.

Cuando llegué a mi apartamento, me encontré en soledad entre esas paredes y con la desolación de no tener ni la más remota idea de qué sucedía a mi alrededor.

* * *

—¡Pero mira quién se digna aparecer! Ciao, cara. Come stai? Prefiero creer que has tenido mucho trabajo y que por eso no me has llamado durante días, y no que tu fin de semana de juerga recién acaba de terminar. Le diré a Daniel que prohíba a sus empleados que te dejen entrar en el Mirror.

Al oír ese hombre, mi cuerpo se estremeció y se me puso la piel de gallina. El Daniel al que se refería Doménico era el Daniel dueño del Délice de Buenos Aires, el dueño del Mirror allí en Río, y propietario de muchos otros locales alrededor del mundo, en los que personas como yo, como Doménico, nos reuníamos para practicar sexo; un hombre de cincuenta y tantos años, canoso, con un cuerpo magnífico del que él sabía hacer un uso increíble y que más de una vez me había llevado al delirio... pero su nombre no me trajo a la mente recuerdos de los momentos vividos en las salas del Délice con él y los demás, sino que me recordó al hombre cuyo cabello había estado en mis manos, cuya mirada se había fijado tantas veces en la mía sin que yo fuese capaz de comprender lo que quería decirme.

—No he ido al Mirror este fin de semana, Dome; sin embargo, algo me dice que tú debes de haber ido al Délice, pues tampoco me llamaste en todo el fin de semana.

La pantalla de mi portátil me mostró una adorable mueca suya, en la que se fingía entre dolido y sorprendido. No podía no querer a ese personaje. Además de haber tenido con él un sexo fantástico en repetidas ocasiones, Doménico, sobre todo, era un amigo fiel, la única persona en mi vida que, hasta la fecha, había sabido llegar a lo más profundo de mí sin esfuerzo, sin dolor o incomodidad. Doménico tenía un poco de eso que muy pocos seres humanos tienen en este mundo: humanidad; una sensibilidad destacable, una energía inigualable que no escatimaba en repartir, con los que lo rodeaban, un carácter amable y divertido. Desde que lo conocí, ese italiano dueño de un gimnasio, en el que sobre todo se practicaba y enseñaba parkour, se había convertido en un peñón sólido en el que sabía que podía apoyarme sin dudar, en cualquier circunstancia. Con él la sinceridad se me escapaba de las manos, con él me resultaba imposible tener secretos. Cerca de Doménico el mundo parecía un lugar mucho mejor y, si bien entre nosotros no fluían sentimientos románticos, lo que tenía con él era sólido e impagable. Él odiaba que yo lo hiciera; sin embargo, siempre que podía le daba las gracias por permitirme meterme en su vida y por tener el valor de meterse en la mía a sabiendas de todo lo que eso conllevaba.

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