D.O.M.

D.O.M.


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Cuando lo conocí, mi vida era básicamente un desastre. Nos vimos por primera vez en el Délice, en el cual yo me estrené en compañía de un chico con el que por entonces salía, una puta relación tóxica a la que me rendí como una idiota en la búsqueda de un cariño que creí que no podía obtener de otra manera más que sometiéndome a sus manejos, soportando sus engaños y sus maltratos, que no eran ni verbales ni físicos, sino de esos que van de la mano de la frialdad y el desprecio, de negar apoyo o cariño cuando sabes que el otro más los necesita, solamente para que te necesiten un poco más. Roy me hizo pasar por lo indecible, incluido el Délice, agrietándome con su comportamiento un poco más. Yo hasta entonces jamás había compartido pareja de aquel modo y, si bien no me asustó practicar sexo con otras personas compartiéndolo a él, y él compartiéndome con otros, tanto hombres como mujeres, y de hecho terminó gustándome más de lo esperado, el ir allí, lo que Roy hacía conmigo, me destrozó por completo. Él disfrutaba sobremanera marcando mi condición cada vez que podía, antecediendo mi enfermedad a mí, degradándome por mi dolencia, haciéndome sentir poca cosa frente a otras mujeres e incluso frente a hombres.

Llegué a un punto en el que, para que me quisiese un poco más (si es que alguna vez me quiso algo), comencé a ignorar mi enfermedad, como si ésta no existiera. Abandoné mi medicación, renuncié a la terapia y me alejé de todos los que intentaron hacerme entrar en razón, incluida mi familia y mis amigos.

Dejar la medicación y la terapia cuando eres bipolar, cuando estás metida de cabeza en una relación con alguien que no hace más que marcar tus debilidades, no es muy buena idea.

Piezas faltantes, piezas sobrantes... yo solamente me sentía eso, una serie de elementos que no encontraban nada que los mantuviese unidos. En mí no quedaba aglutinante; no quedaba nada de mí, aparte de los síntomas de mi enfermedad, esas piezas que no encajarían en nadie más, que ni siquiera encajaban en mí por entonces, porque hacía poco que había sido diagnosticada y para mí la bipolaridad era solamente locura, un trastorno mental con el que supuse que jamás podría tener una vida normal, menos que menos un futuro. Recuerdo que, cuando el doctor me explicó lo que padecía, imaginé que, a la larga o a la corta, acabaría perdiendo la cabeza... y entré en pánico. Tuve más miedo que la primera vez que pensé en acabar con mi vida.

Con Roy, mi existencia se convirtió en un verdadero desastre y, por consiguiente, al cabo de muchos desprecios por su parte, de los engaños y de la presión que ejercía sobre mí de un modo un tanto perverso, tanto dentro como fuera del Délice, terminé convirtiéndome en alguien que no era.

No sé cómo, Doménico, con quien habíamos compartido algunas veces sala en nuestras visitas al Délice con Roy, se percató de que algo no iba bien conmigo, pese a que apenas si hablábamos, y una noche, finalizada una reunión en una de las salas, me arrinconó en una esquina, mientras yo me calzaba, para decirme que a todas luces se notaba que Roy no hacía otra cosa que dañarme y que, con el correr de nuestros encuentros allí, notaba que me iba deshaciendo.

Doménico me explicó que él hacía de coaching personal, que ayudaba a la gente a hallar energía en su vida, dentro de sí mismos, para dar con el camino que los ayudase a ser felices, a ser mejores personas. Se propuso ayudarme así, sin más, sin ni siquiera preguntar cuál era el problema; dijo que no importaba cuál fuera éste, pues él me ayudaría a que encontrase un modo de resolverlo. Recuerdo que me reí de los nervios ante lo cercana de su mirada, si incluso me dio la impresión de que podía leerme la mente, de que sabía que mi cerebro no funcionaba bien.

Ante él y eso que él hace, eso que sale de tu interior que te fuerza a sincerarte, me entraron ganas de llorar.

Todavía tengo en mis retinas la imagen de esa noche como si fuese hoy. Doménico se giró en dirección a Roy, quien conversaba muy divertido y del modo más escandaloso con una mujer a la que acaba de follarse mirándome desafiante por todo lo que duró su encuentro. Roy volvió a fijarse en mí con esa mirada de superioridad en los ojos y de modo alguno pareció importarle que Doménico estuviese frente a mí.

—Odio a esa rata —me dijo lanzándole otra mirada a Roy por encima de su hombro—. Todos vemos lo que te hace. ¡A la mierda con él! —chilló—. A mí me importas tú.

Por unos fugaces segundos quise que Doménico me dijera que se había enamorado de mí del modo más mágico e imprevisto. Obviamente no lo hizo.

—Confía en mí, Miranda. Te mereces mucho más que esto y tú también lo sabes, en el fondo lo sabes.

No, no lo sabía, no lo creía; es más, ni siquiera me atrevía a meterlo a él en eso.

Doménico, esa noche, me pidió mi número de teléfono, que le entregué a regañadientes y muerta de miedo de empeorarlo todo, de arruinar ese fugaz instante de la noche en que alguien me había dicho que yo me merecía algo más, en el que alguien creyó en mí; prefería quedarme con eso para siempre, antes que arruinarlo todo.

Al día siguiente, Doménico había llenado mi móvil de mensajes de texto y de audio, de llamadas que no atendí, esperando que se olvidara de mí. Era mejor que me olvidase, antes de que yo lo decepcionase con mi imposibilidad de seguir adelante.

Dos días después, sus mensajes fueron gritos en mi teléfono, con los que amenazó que me encontraría costara lo que costase.

Los mensajes de Doménico siguieron.

Al fin de semana siguiente, Roy me propuso, el viernes, que fuésemos juntos al Délice y le dije que no; imaginaba que Doménico estaría allí y no quería enfrentarlo.

Roy, de muy malhumor, aceptó no ir.

El sábado volvió a insistir y, cuando contesté negativamente otra vez, me soltó que iría solo si yo no deseaba acompañarlo.

El miedo de perderlo fue mayor que el miedo de toparme con Doménico, con quien me encontré en cuanto puse un pie dentro del local.

Esa noche ni siquiera llegué a entrar en una de las salas. El italiano me llevó hasta una mesa en un rincón y, todavía no entiendo cómo, me sacó toda la verdad y todas las lágrimas que tenía atragantadas desde hacía tanto tiempo.

Esa misma noche y después de un escándalo de enormes proporciones, en el cual volaron un par de puñetazos (Doménico los dio, no los recibió), terminé con Roy.

Daniel, el dueño del Délice, Doménico y muchas de las otras personas con las que solía compartir mis noches allí me mostraron su apoyo y me brindaron su ayuda más allá de las paredes del local, lo cual fue algo que no imaginé posible, porque todo el mundo allí era demasiado reservado con su vida fuera de aquel establecimiento.

Doménico me ayudó a recoger mis cosas del apartamento de Roy, esa madrugada, para mudarme a un pequeño espacio habitable que tenía encima del gimnasio.

Una noche y una mañana de charla seguida con él fueron más productivas que docenas de sesiones de terapia. Empujada por su fuerza de voluntad, por su energía, por el coraje que insuflaba él en mí, regresé a terapia, volvía a la medicación, me puse otra vez en contacto con mis padres... Doménico pagó mi primer curso de maquillaje, me ayudó a encontrar trabajo y me obligó a entrenar con él; solamente necesitó hacerlo al principio, pues luego lo hice de motu proprio. Dome me abaló en el primer apartamento que alquilé. Dome me enseñó a conducir, a cocinar, a cuidarme, me ayudó a ver que podía ser feliz y con él compartí las primeras alegrías de mi vida adulta.

¿Cómo no estar feliz y sentirme aliviada de ver esa mueca suya, de escuchar su voz, de saber que, pese a la distancia, él todavía estaba allí para mí?

En mi interior aún guardaba esa esperanza un tanto infantil de que un día se enamorase de mí y yo de él, porque sabía que en este mundo no había dos como él y permanecía en mí ese miedo patente de perderlo cuando él se enamorase, cuando hiciese su vida junto a alguien más.

En ese instante, pensar en eso me desarmó.

Su rostro cambió a un gesto de preocupación.

—¿Qué sucede?

—Nada. —Ante esa palabra articulada por mis labios, Dome alzó una ceja—. Es que no estoy muy fina últimamente. Será un poco por culpa del estrés del trabajo, supongo. Mucha presión; las últimas semanas han sido un no parar.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque no puedo depender de ti siempre, todo el tiempo.

—No se trata de que dependas de mí. Sabes que debes buscar apoyo si lo necesitas. No es malo que necesites a tu amigo. No tienes que sentir vergüenza de necesitar a alguien. Yo te necesito, me faltan nuestras conversaciones cara a cara.

—Sé que no, Dome, y yo también te necesito.

Sonrió.

—Sí, es lógico, es que soy adorable —bromeó—; las personas, una vez que me conocen, ya no pueden vivir sin mí.

—Idiota —le dije riendo. La verdad es que era probable que así fuese. Me quedé en silencio, apartando la vista de la diminuta cámara en la parte frontal de mi portátil.

Doménico permitió mi mutismo durante unos segundos y luego...

—Ok —exclamó serio—. Iba a pedirte permiso para ir a visitarte en unos días, ahora no pienso pedírtelo, iré. Te conozco y no pienso quedarme aquí en Buenos Aires de brazos cruzados. ¿Estás tomando tu medicación?, ¿vas a tus sesiones?

—Sí, sabes que soy cuidadosa con eso.

—Sí, bueno, pero puede pasar que... no hace falta que te explique lo que puede suceder.

—No, y no está sucediendo, Dome —solté en un suspiro—. Es que no estoy al ciento por ciento y para colmo...

—Para colmo, ¿qué?

—Conocí a ese tipo que... es... no debería volver a acercarme a él.

—Miranda... ¿qué...?

Los impresionantes ojos celestes del italiano se fijaron en mí y con eso bastó para que me animase a contarle todo lo sucedido desde el sábado por la noche.

Doménico me permitió hablar tranquila, comentando solamente lo mínimo, manteniendo la calma. Él no era de emitir juicios apresurados sobre nadie en particular, pero no dio rodeos para decirme lo que ya sabía, que yo no estaba en condiciones de enfrentar una situación de tensión semejante, teniendo que hacer cosas como echar a mujeres de la casa de un hombre que no parecía tener por costumbre comportarse del todo bien. Sobre todo remarcó que debía cuidarme si él me provocaba toda esa incertidumbre, todo ese «revoltijo en mi interior», tal cual como se lo expuse yo.

Doménico se quedó pensativo un momento.

—¿Te pasa algo con él? Bueno, pasar, te pasa, porque te descoloca; a lo que me refiero es...

—Sí, sé a qué te refieres. Dome, es tan difícil, sabes que para mí... bueno... Aparte de ti, yo no sé si habrá alguien más capaz de quererme, de entenderme y... él, no sé, es como si lo necesitase; bueno, no es como si, es lo que es; me gustaría que él me entendiese, porque siento que de algún modo él podría... Es tan extraño, es... más allá de su aspecto y de las cosas que hace... —Resoplé—. No lo conozco. Es una tontería. Estoy intentando aferrarme a un sujeto que no tiene ni la menor idea de nada, y además es potencialmente destructivo y yo no podría resistir algo así. No entiendo qué pasa por mi cabeza estos días.

—Ante todo, si vuelves a insinuar que, aparte de mí, nadie puede quererte, iré allí y te daré de patadas en el trasero hasta que se te quite esa idea de la cabeza.

—No sé, Dome... es que necesito... no sé, un abrazo de alguien que... Tus abrazos son... pero ya sabes, nosotros somos amigos y... —Suspiré—. Es una estupidez. El caso es que a veces me cuesta pensar que haya alguien ahí fuera para mí.

—Miranda, eres joven para pensar en esas cosas. No te pongas en plan derrotista, que tienes toda la vida por delante.

—No me pongo en plan derrotista, Dome, soy bipolar. Ya no es fácil conocer a una persona siendo normal, aún menos cuando tu vida... sabes que no es sencillo decirle a alguien con quien quieres tener algo que tienes este trastorno, e intentar ocultarlo, por lo general, hace que termine haciendo que te salga el tiro por la culata.

—Cuando encuentres a la persona indicada, no te resultará difícil decírselo.

—Tano, eres un romántico empedernido —bromeé llamándolo así como diminutivo cariñoso de italiano—. No entiendo cómo es que todavía estás soltero.

Doménico se rio de mí.

—Escucha, iré a verte en unos días, ¿de acuerdo? Nos hará bien a ambos pasar juntos un tiempo. Incluso podríamos ir al Mirror, pasear por allí. He pensado que podríamos escaparnos unos días a Búzios, ¿qué te parece? Yo invito, que necesito vacaciones.

—Me encanta la idea de que vengas de visita, pero eso de escaparnos...

—¿Necesitas dinero?

—Dome...

—Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. No tienes que trabajar para ese tipo ahora, si no lo deseas. No sé cómo es ni cómo es su vida, pero te apuntó con un arma a la cabeza. No creo que sea la clase de persona que debas tener a tu alrededor en este momento. Puedo prestarte dinero, y por el viaje a Búzios no te preocupes, que yo me haré cargo de todo; necesitas descansar, aflojar la tensión. Te lo dirá tu médico también cuando le cuentes por lo que pasas estos días. Piénsalo. Sé que sabes que lo necesitas y te estoy invitando... quiero hacer esto por ti, me hará feliz hacer esto por ti. Vamos, preciosa, que, en cuanto descanses un poco, todo se verá mejor. Además, yo estaré allí. Será como en los viejos tiempos.

Me reí.

—Nos hará bien a ambos.

—Ven y luego veremos lo de la escapada. Me sentará de maravilla tenerte aquí unos días, fastidiándome; además, Patricia quiere conocerte. Siempre que hablamos intenta asomarse a la pantalla del portátil para verte, cree que eres una belleza. Seguro que, si le cuento que al fin vienes a verme, querrá alojarte aquí, en casa. Intuyo que ella sería capaz de pagarte a ti por darte un masaje.

Dome se rio.

—No suena mal.

—También puede hacerte acupuntura.

Dome frunció la nariz.

—Mmmm, de eso no estoy seguro, no me convencen las agujas.

Fue mi turno de reír.

—Intentaré estar ahí lo antes posible, ¿de acuerdo? Mientras tanto, sabes lo que debes hacer: aléjate de cualquiera si no te hace bien; no busques cariño y apoyo de quien sabes que no te lo dará, no te quedes en casa sola, duerme suficientes horas, no bebas, aliméntate como corresponde y mantén una rutina de ejercicios.

—Suenas como mi doctor.

—Soy tu amigo e insisto con esto porque te quiero. Procura rodearte de gente que te haga bien. Ve a la playa, pasa tiempo con gente alegre que pueda traspasarte esa energía, no que te cargue de negatividad y situaciones desagradables.

—Dome, cuando te pones en plan personal coach eres... —Oí la puerta, Patricia regresaba de trabajar.

—¿Miranda, estás en casa? —preguntó todavía quitando las llaves de la cerradura; el tintineo se percibía desde mi habitación.

Doménico, al oírla, sonrió.

—Sí, aquí en mi cuarto; estoy hablando con Doménico.

La puerta principal se cerró. Vi a Patricia asomar la cabeza por el pasillo.

—Ah, qué bien —me dijo. La noté un poco ruborizada, pero bien podía ser porque acababa de llegar de la calle después de otra larga jornada laboral—. Dale recuerdos de mi parte.

Miré a Dome, a la pantalla. Él sonrió sexy; sus ojos, incluso a través de la conexión de fibra óptica que llegaba a la entrada del router, brillaron llenos de energía.

—La has oído, ¿no es así?

—Mándale muchos besos de mi parte. Ella no va al Mirror, ¿verdad?

—No, no es lo suyo; la invité a acompañarme una vez, pero no le convenció la idea y no lo hizo. Quizá si la invitases tú...

—Sí, muy graciosa.

Aparté la vista de la pantalla y le dije a Patricia que Doménico le mandaba muchos besos.

—Gracias, gracias —entonó dejando las bolsas en las que llevaba sus utensilios de trabajo en el rincón de siempre.

—Te lo digo, enloquecerá cuando le diga que vienes.

La sonrisa de Doménico se mantuvo en su sitio un momento y listo, serio otra vez.

—Prométeme que te cuidarás, que no harás tonterías. Llegaré lo antes que pueda.

—Lo haré. —Inspiré hondo—. Gracias, Dome.

—Ten cuidado con ese tipo. Si necesitas ayuda para deshacerte de él, me avisas; le diré a Daniel que me ponga en contacto con alguien allí, seguro que conoce a alguna persona que pueda echarnos una mano para mantener a ese sujeto lejos de ti. Daniel conoce a medio mundo.

—Gracias, pero de momento procuraré controlar esto yo sola. Y ya te lo he dicho, ni siquiera sé si volverán a llamarme para trabajar; cuando me han dejado aquí en la puerta de casa no han mencionado nada de...

—Si no estás bien ahí...

—No volveré a Buenos Aires con el rabo entre las piernas.

—El señor gobernador no parece cosa sencilla, Miranda, no es que estés huyendo de nada. El tipo está mal de la cabeza, o al menos eso aparenta. Eso o es muy hijo de puta.

—Yo también estoy mal de la cabeza.

—No hables así y, sobre todo, no te compares con él. Lo digo en serio, si se te va de las manos...

—Te pediré ayuda.

—Bien, preciosa, recuerda que aquí estoy.

—Lo recuerdo.

—Te llamaré mañana.

—Gracias, Dome, por todo; no sé qué sería de mí sin ti.

—No digas tonterías y cuídate mucho, ¿sí? Descansa.

—Lo haré. Te quiero.

—Es recíproco.

—Lo sé —le contesté sintiéndome aliviada, cálida por dentro.

—Anda, ve a anunciarle a Patricia que tendrá la gracia y el gran honor de conocerme en persona.

—Idiota. —Reí.

—Ve haciéndote a la idea de que tendrás que organizar alguna buena nochecita para mí en el Mirror. Espero que puedas presentarme buena compañía.

—Sí, claro, eso es lo único que te interesa.

Ambos reímos y después nos despedimos.

Doménico jamás fallaba en hacerme sentir mejor.

Como era de esperarse, Patricia se puso muy contenta y también muy nerviosa por la noticia de que tendríamos a Doménico de visita y, por supuesto, me dijo que lo invitase a quedarse con nosotras, que sería bienvenido, que teníamos espacio de sobra en casa y que nada justificaba que pagase un hotel; se pasó más o menos diez minutos así, insistiendo con el tema, lo que me hizo gracia.

Pese a las recomendaciones de Doménico y a lo que me pedía mi propio cerebro, esa noche, tendida en la cama, después de cenar y de darme una ducha, no pude hacer otra cosa que pensar en Daniel Oliveira Melo hasta que me quedé dormida.

9. Si tú ladras, yo muerdo

Solté el humo al cielo de Copacabana, estirando el cuello y alzando la frente hacia el infinito por encima de mí, desafiándolo con todas las de la ley. Me hubiese gustado gritarle lo que tenía atravesado en la garganta, insultar. No podía, no debía, a menos que quisiese dar un espectáculo.

La brisa marina se llevó el humo; sin embargo, la rabia continuaba atragantándome, asfixiándome hasta el punto de sentir que estaba a un paso de salir del agua tibia de dentro del jacuzzi para aproximarme a la baranda y saltar.

Estaba harto, furioso conmigo mismo, con todo lo que me rodeaba, con la vida, con el universo, con la puta divina creación y el Big Bang.

Con el correr de las horas de la noche anterior no había hecho más que acumular dentro de mí pensamientos destructivos. Condensé negatividad en el interior de mi piel, así como comenzaban a condesarse gotas dentro de la botella de whisky que me acompañaba a un lado del jacuzzi.

La botella tenía más condensación que whisky. En mi caso era al contrario.

No es que en realidad quisiese morirme, es que solamente deseaba matar esa parte de mí que hacía que me sintiese así. Acerqué a mis labios el vaso de cristal y bebí un sorbo, imaginando que la muy hija de puta de esa parte de mí sobreviviría sin problemas al estrellarse contra el pavimento de allí abajo; mi cuerpo no lo conseguiría, apenas si lograba sobrevivir entonces.

Márcia había tenido el detalle de preguntarme por mi terapia; dijo que le preocupaba el estado mental del próximo presidente de todos los brasileños. Yo intuía que lo único que le preocupaba a ella era que alguien se enterase de mi verdadero trastorno para que la campaña no se fuese a la mierda, para que la imagen del partido político no se diluyese por la cloaca.

Por supuesto que no le dije que había suspendido mis últimas tres sesiones y que no llevaba ningún control con la medicación desde hacía algunas semanas, que lo único que hacía era tomar pastillas para dormir y que de vez en cuando, si me acordaba, si sentía que la soga se apretaba contra mi cuello, tragaba un par de pastillas con un poco de alcohol.

Si en verdad le hubiese importado al menos un poco mi salud mental, no habría traído cocaína consigo, y no se hubiese empecinado en fastidiarme por cada palabra que salía o que no salía de mi boca.

La señora presidenta no hacía otra cosa que joderme la vida y yo jodía la de ella; ambos sabíamos que eso nos arruinaba por igual y, sin embargo, insistíamos en continuar haciendo sentir al otro lo más miserable posible, como si tuviésemos un acuerdo tácito con el que nos hubiésemos prometido manosear del modo más asqueroso nuestros cerebros hasta la locura, hasta que no quedase nada, hasta que al fin estuviese terminado.

Quizá ella no lo notase o tal vez simplemente no quisiese verlo, porque así sería más fácil, pero lo cierto era que yo estaba aproximándome peligrosamente a mi punto de ruptura.

Cuando había despertado esa mañana temprano, con el sol apenas amenazando con destronar a la luna, me vi en la cama que compartíamos y me la quedé mirando sin comprender qué sucedía conmigo. ¿Qué hacía con ella?, ¿qué hacía lamentándome por estar con ella?, ¿y por qué dudaba de cada uno de los pasos que había dado hasta ese momento?

No me sentía como yo, no me sentía como nadie, no me sentía más que como una fachada, una pancarta alzada en dirección a la muchedumbre, una sombra que desparecería en cuanto cayese la noche otra vez.

Otro trago de whisky y otra calada profunda a mi cigarro.

Oí que dentro, en el salón, allí donde lo había puesto a cargar, sonaba mi teléfono.

Una vez más, no le hice caso; sabía que era Mel, quizá para recordarme que debía levantarme para ir a aquel hogar de niños, tal vez para avisarme de que ella venía en camino para peinarme y prepararme, o que mi atuendo para ese día venía a bordo de mi coche.

Me llevé otra vez el cigarro a los labios, pensando en ella para no faltar a la costumbre de esos últimos días.

Cuando le contaba de mis aventuras con el género femenino, mi psiquiatra me recordaba una y otra vez que yo era completamente capaz de tener una relación normal con alguien sano.

Qué derecho tenía yo de obligar a alguien a padecer eso sin previo aviso, y sin duda que, si se lo soltaba a Miranda, ella no volvería a arrimarse a mí ni aunque fuese bajo amenaza de muerte. En pocos días, suficientes motivos le había dado ya para despreciarme; lo había hecho a propósito, pero sin querer... lo había hecho pretendiendo advertirla de lo que tenía enfrente, para probar si, aun así, se quedaría a mi lado. Ella se quedó a mi lado, por eso la noche anterior le confirmó a Mel que iría hasta allí esa mañana para prepararme para el evento de ese día.

Lo que hice no fue suficiente para alejarla, para bien o para mal no lo fue, y ya no sabía qué hacer. No tenía ni la más puta idea de qué hacer.

Mis ojos volvieron a encontrarse con la barandilla...

«Anda, corre, salta, termínalo de una vez», gruñó una voz amarga dentro de mi cabeza.

Horas atrás, al levantarme de la cama para alejarme lo máximo posible de Márcia, el mismo pensamiento había empapado mi materia gris.

Márcia parecía oler mi distancia siempre que abandonaba la cama, así lo hiciese en el mayor de los silencios; incluso si ella roncaba a pierna suelta mientras yo me alejaba, a los pocos minutos se despertaba e iba tras de mí.

Quizá fuese que la correa con la que me tenía sujeto tiraba de su mano en cuanto ponía demasiada distancia y por eso se despertaba.

Al menos esa mañana había tenido la suerte de que ella debía partir más temprano de lo esperado porque había surgido un problema; su secretaria la llamó justo cuando ella metía su mano debajo del cinturón de mi bata para apartar los lados y agarrarme. No le quedó más remedio que soltarme y contestar. En ese instante no imaginé que me libraría de tener que introducirme en ella otra vez; el alivio llegó cosa de unos cinco minutos más tarde, cuando, después de mucho discutir con su pobre secretaria, accedió a regresar a Brasilia antes de tiempo.

Ni a desayunar pudo quedarse.

De eso hacía una hora y media, de la que yo llevaba gran parte allí, dentro del agua, que ya comenzaba a enfriarse.

No tardaría mucho en salir, porque el servicio de habitaciones, con mi desayuno, debía de estar por llamar a la puerta de un momento a otro. No es que me apeteciese mucho comer, pero, entre el mal dormir, lo mal que administraba mi medicación y la tensión, mi ser era un completo desastre. Al menos procuraría alimentarme bien.

Me costaría pasar algo por la garganta después de la noche pasada.

Alcé el vaso de whisky y me lo bebí del tirón.

Era mi último trago de la mañana, me lo juré a mí mismo.

Mantendría mi promesa.

Coloqué el vaso a un lado, sobre los listones de madera que rodeaban el jacuzzi, apoyé el puro encima y solté el aire que tenía en los pulmones sin perder de vista la línea del horizonte. El mar estaba tranquilo esa mañana, se movía suave, casi con pereza, como yo.

Imaginando que estaba allí, con el gusto salado rodeándome, me hundí lentamente en el agua hasta que la línea líquida quedó a escasos milímetros por debajo de mis ojos.

¿Cuánto aguantaría sin respirar?

Oí la puerta abrirse.

—¿Señor gobernador? —llamó una voz masculina—. Señor gobernador, soy del servicio de habitaciones, le traigo su desayuno.

Cuando llamé para encargarlo, les había pedido que por favor entrasen porque ya tenía el jacuzzi llenándose y no pensaba salir de allí en un buen rato.

Alcé el mentón para sacar del agua la mitad de mi cabeza sumergida.

—Fuera, en la terraza, por favor.

—Claro, señor.

Oí la puerta cerrarse.

—Yo también estoy aquí.

Una chispa de esperanza me hizo renacer.

—¿Quién? —Mi voz casi sonó alegre.

—Soy yo, señor gobernador, Miranda. Mel... su asistente, ayer me pidió que viniese a peinarlo para sus compromisos de hoy; dijo que...

Noté su voz un tanto tímida. ¿Habría venido obligada?, ¿por gusto?, ¿por dinero? ¿Cabía la posibilidad de que, en el fondo, hubiese venido por mí, solamente para verme, para saber si aún continuaba con vida, para preguntar por qué había pasado la noche allí y con quién, para intentar descubrir por qué la noche anterior la había dejado dos horas esperando en el estacionamiento de un edificio de oficinas en el centro de Río?

No, ella no debía de tener ni la menor idea de que por momentos me entraban ganas de saltar al vacío; era probable que, después de la pelirroja, le diese igual o esperase que cada noche, por mi lado, pasase una mujer distinta. Supuse que debía darle lo mismo con quién había estado reunido. Mis problemas no eran sus problemas; ella no tenía ni la menor idea de cuáles eran mis verdaderos problemas.

Pensé que, por su bienestar, lo mejor era que no adivinase jamás con quién me había acostado la noche anterior y con quién me había reunido por la tarde. Así debía ser, ¿no? Cuando aprecias algo, cuando crees que tienes entre manos algo de valor, procuras cuidarlo, protegerlo, evitar que salga dañado de modo alguno.

Inspiré hondo y aparté lo máximo posible todos mis problemas de mi mente.

—Estoy aquí fuera, en la terraza. Pasad los dos, por favor —entoné alzando la voz.

Imaginé a Miranda poniendo mala cara por culpa de mi petición. Si resopló, no la oí hacerlo; la visualicé en esa tesitura y eso me hizo sonreír.

—En seguida —contestó el empleado del hotel.

Tomé el cigarro una vez más de encima del vaso, no porque me apeteciese continuar fumándolo, sino porque, frente a ella, necesitaba mantener la pantalla. Si para colmo de males le demostraba mayores debilidades de las ya presentadas ante sus ojos, saldría corriendo.

Percibí movimiento a mi espalda, pasos que me llegaban por la puerta acristalada abierta de par en par.

—¿Señor gobernador? —volvió a llamar la voz masculina.

—Sí, aquí fuera, adelante. Hace una mañana estupenda, desayunaré aquí.

Giré la cabeza para ver al hombre empujando un gran carro cubierto con un mantel blanco. Encima del mantel, varias campanas de plata, jarras de metal y cristal que contenían el café, el jugo y la leche que había pedido; había fruta fresca, pan tostado, huevos revueltos, pudin de coco, pastel de chocolate, cruasanes, jamón, queso, mermeladas, mantequilla, yogur, cereales... incluso se me había subido a la cabeza la locura por mantener al menos alguna costumbre saludable y había encargado pudin de chía y panqueques de quinoa. Cuando ordené toda aquella comida ni siquiera me detuve a pensar dónde la metería, si ni hambre tenía. En ese instante, con ella allí, con su rostro asomando por encima del hombro del camarero, la comida tenía más sentido, incluso el sol de la mañana tenía más razón de ser.

El carrito dio un salto al entrar en la terraza debido al desnivel entre el suelo del interior y el suelo de madera del exterior.

Las tazas, vasos, jarras y cubiertos tintinearon por el brinco.

—Adelante, adelante —le dije al empleado, invitándolo a entrar cuando lo que en realidad quería y necesitaba era que se apartara para liberar mis ojos a ella sin molestias de por medio.

—Claro, señor. ¿Quiere que lo deje junto a la mesa?

—Sí, por favor —le contesté mientras él ya se movía en esa dirección—. Buenos días —la saludé lleno de entusiasmo, en cuanto mis ojos y los suyos se juntaron. Ella todavía no había salido a la terraza. De su hombro colgaba su bolso y de su mano izquierda, el maletín de trabajo.

Vestía de negro, igual que el día anterior y que el sábado por la noche. La prefería con una camiseta colorida y vaqueros cortados, como el domingo cuando irrumpí en su hogar, descalza y con el cabello turquesa un tanto revuelto, pero de cualquier modo se veía guapa. Muy guapa, debo admitir.

Su pelo brillaba. Lo llevaba peinado en unas ondas grandes que hacían que en ese momento pareciese el mar. Si se había aplicado maquillaje antes de salir, era una cantidad mínima.

Escaneé el león en su dedo, sus manos nerviosas —una moviéndose sobre la tira de su bolso, la otra en el asa del maletín—, sus ojos inquietos sobre mí. Era tan joven, tan ajena a todo eso, tan perfecta y tan poco mía...

Imaginé lo que sentiría con sus manos acariciando mi rostro, mientras, con mis ojos cerrados, escuchaba su voz susurrando palabras tranquilas en la inmunidad de sábanas cálidas al amanecer.

Un domingo, ella en camiseta de tirantes y descalza, rondando por mi casa.

Hasta ese momento no creía haber oído su risa, pero supuse que debería de ser serena y, al mismo tiempo, enérgica, igual que ella. Me dije que sería exactamente igual a aquello que mi psiquiatra insistía en que yo podía tener si me lo proponía. Una vida normal que avanzase como todas las demás hacia eso que muchos tienen y no valoran: una existencia común y corriente.

Ojalá la parte sana de mi cabeza pudiese saltar de mi cuerpo hacia otro, dejando allí todo lo que era demasiado vulnerable e inestable.

En ese instante regresaron a mi mente miles de situaciones distintas en las que tanto había complicado la existencia de mi madre y de las pocas personas que se atrevieron a meterse en mi vida. Los gritos, el llanto, las amenazas, los ataques de euforia, las borracheras, las locuras producto de esa sensación de invencibilidad que me atacaba cuando todavía no sabía que lo que no iba bien en mí tenía una razón más profunda que mi carácter, que exacerbaba mi carácter.

¡Mierda!, me entraron ganas de hundir la cabeza en el agua y no salir al verla mirarme así, fijamente, con sus ojos pidiendo algo a lo que yo no sabía responder, porque no tenía ni idea de qué era. ¿Y mi psiquiatra pensaba que podía tener una vida normal?

Eso no era normal, mi vida no era normal ni podía serlo por sí sola, porque mi cerebro necesitaba de agentes externos para funcionar al menos medianamente bien.

Es muy cruel perder la cabeza a medias, saber que en un momento puedes ser tú y, al siguiente, una entidad que apenas si logras controlar.

Le sonreí cuando en realidad quería gritarle que me ayudase.

«Claro, seguro, eso sería una idea genial, confesarle la verdad, toda la verdad.» Resoplé mentalmente. Si le dijese algo, si insinuase el más mínimo detalle sobre ese asunto, ella se largaría de regreso a su país o quizá todavía más lejos; se cambiaría el nombre para que no volviese a encontrarla, para que no tuviese que soportarme otra vez rogándole cariño y aceptación; las mujeres no quieren eso de un hombre, no necesitan eso de un hombre; eso no es ser un hombre.

—Buenos días, gobernador.

—Me alegra verte aquí. —Ella no contestó, tampoco se movió de su sitio. No diría que me pareció que tuviese miedo, sino más bien que no acababa de tomar la decisión de salir a la terraza, como si dar ese último paso hacia el exterior resultase determinante; lo era, ella no tenía ni idea de cuánto.

—Esperaré aquí a que termine de desayunar. Mel me dijo que debía estar listo para las diez; no es que pretenda meterle prisa, pero...

—Apenas pasan de las siete treinta, ¿no es así? —Eso suponía.

Mel me había dicho que a esa hora la citaría aquí y, como había dejado mi móvil dentro cargando y mi reloj sobre la mesilla de noche junto a la cama, estaba completamente perdido respecto al tiempo.

—Son las ocho menos veinte —comentó después de echarle una mirada a su reloj de muñeca—. Se me ha hecho un poco tarde.

—No pasa nada, tranquila. ¿Has desayunado ya? —le pregunté devolviendo el puro al borde del vaso.

El agua del jacuzzi se removió a mi alrededor cuando me estiré para coger el albornoz.

—No se preocupe por mí. Usted desayune, yo lo esperaré aquí.

—¿Has desayunado o no? —insistí poniéndome firme al tiempo que me alzaba sobre las plantas de mis pies.

Miranda se percató de que iba desnudo y apartó la mirada girándose un poco hacia el interior de la habitación.

Me puse el albornoz. Vi que el camarero sonreía mientras se alejaba del carro que ya había colocado junto a la mesa. Debía de estar esperando su propina.

—Tenemos trabajo que hacer. —Amagó con mirarme; vio que ya estaba cubierto y entonces sí se dirigió a mí con su mirada en la mía—. Mel me insistió en que no debía hacérsele tarde y no quiero ser yo la responsable de que nos retrasemos.

Bajé los escalones del jacuzzi y caminé hacia ella.

—No haremos ningún trabajo si no desayunas antes. —Mis pies mojados se detuvieron frente a los suyos—. ¿Tienes algunos reales?

Confundida, alzó sus ojos castaños hasta los míos.

—Espera su propina —añadí en voz baja lanzando una mirada de soslayo en dirección al camarero, quien fingía colocar no sé qué cosa sobre la mesa—. No tengo efectivo en estos momentos.

—¿Qué?

—Te los devolveré en cuanto llegue Mel a recogernos. Anoche pedí muchas cosas al servicio de habitaciones y me quedé sin efectivo.

Los ojos de Miranda se movieron hacia el interior de la suite, imaginé que buscando la evidencia de lo que acaba de decirle; no la encontraría allí, sino en el dormitorio.

—Usted... —se quedó mirándome—. A veces me pregunto si usted es real, pues no lo parece.

—Sí, sé que soy demasiado perfecto para ser real.

—No, no me refería eso; es que su comportamiento no es el de alguien que viva en este mundo.

—¿No? Bueno, quizá el mundo sea el que está errado y no yo. Te juro que te lo devolveré, Miranda; además, Mel me dijo que ya había ingresado tu sueldo en la cuenta corriente que le facilitaste, tal cual yo se lo pedí.

—No crea que, por haberme pagado ya mi sueldo, usted tiene el derecho de...

—Te lo devolveré con intereses, si quieres. Dudas demasiado de mí y eso no me gusta.

—Como si no tuviese motivos. Usted me apuntó a la cabeza con un arma cargada.

—En este instante voy desarmado y medio desnudo.

—Eso último parece ser frecuente en usted.

—El camarero espera, Miranda.

Ella resopló, abrió su bolso y se dispuso a buscar su billetera. Era una pieza de cuero sencilla, turquesa al igual que su cabello. De refilón, porque sus manos se movieron muy rápido, vi que en ésta llevaba unas tarjetas de crédito a un lado y fotografías en el otro. No alcancé a ver los rostros, ni siquiera a distinguir si eran masculinos o femeninos.

Miranda comenzó a mover sus dedos sobre un par de billetes de diez. No debía de tener ni idea de cuánto se le daba de propina al personal del servicio en un hotel así.

Le arrebaté la billetera.

—¿Qué cree que hace? ¡Gobernador! —Sus manos intentaron quitármela.

La alcé sobre mi cabeza y me incliné sobre su oreja derecha.

—Después de la visita al hogar iremos al Village Mall, el centro comercial de Tijuca; allí hay un establecimiento de Louis Vuitton; te compraré un nuevo bolso y una billetera y te la llenaré de dinero.

—No necesito que haga nada de eso y no pienso volver a acercarme a Tijuca en su compañía. Simplemente necesito... —Se detuvo—. No es que yo necesite, es que usted debiera comportarse como una persona normal. No todo se arregla con dinero y nosotros no tenemos confianza como para me que arrebate la billetera y...

Le sonreí.

—¿Tienes miedo de que te robe? ¿Que te robe dinero, que te robe a ti... de alguien, que me quede contigo? —solté bajando la voz cada vez más. Nos quedamos mirándonos a los ojos. Olía muy bien, suave; su aliento era fresco, pero su mirada para nada, y con ella me decía que yo no le agradaba. Me entraron ganas de besarla, despacio, degustando cada segundo para después llevarla hasta la cama sin prisas.

—Señor... ¿necesita algo más? —intervino el camarero, interrumpiéndonos.

Miranda, que no acababa de reaccionar, se quedó con sus ojos fijos en los míos sin parpadear.

—No, gracias. —De la billetera de Miranda extraje unos cuantos billetes, dejándola prácticamente vacía. Le tendí el dinero al camarero, quien me dedicó una amplia sonrisa de agradecimiento.

—Gracias a usted, señor; que tenga un buen día —articuló de lo más feliz por su propina.

—Igualmente —le contesté. Miranda continuaba inmóvil. Lo único que se movía era su pecho agitado; debía de estar furiosa conmigo y por eso respiraba así, cual toro a punto de lanzarse contra el capote rojo. Puse otra vez la billetera en sus manos.

El empleado del hotel pasó por detrás de mí para largarse.

—Toma asiento, bébete una taza de café y sírvete lo que te apetezca comer. Hay de todo porque no sabía qué pedir, así que, básicamente, ordené casi todo lo que había disponible en el menú de desayuno.

—No quiero su comida.

—Técnicamente no es mi comida, sino del hotel, porque no pagaré por ella, de modo que relájate y disfruta. En seguida regreso.

Allí la dejé, de pie, sin entender cómo funcionaba mi mundo o siquiera mi cabeza.

Apresuré el paso y entré en la habitación para ver salir al camarero. Raudo, me metí en el dormitorio; no quería que se me escapase, que huyese de mí, y al mismo tiempo quería dejar en sus manos una prueba de que no pretendía robarle, de que podía confiar en mí y de que el dinero, en realidad, en comparación a ella, no importaba demasiado. Sí, sorprendentemente el dinero en ese instante no tenía demasiado valor y todavía no conseguía comprender a qué se debía ese súbito cambio. Ella había dicho que no todo se arreglaba con dinero y cuánta razón tenía; hubiese dado hasta mi último centavo por cambiar aquello que tenía tanto miedo que supiera, aquello que quería que supiera para que entendiese quién era yo.

Empujé la puerta del dormitorio; había almohadones por todas partes, el cubrecama caído a un lado, las sábanas al otro, botellas vacías, copas, platos, cubiertos, bandejas, toallas húmedas olvidadas, uno de mis zapatos, mi camisa... ¿Dónde había quedado mi reloj? Apurado y pateando las cosas de un lado al otro para no pisar nada que pudiese provocarme un corte en el pie, alcancé la mesilla de noche. Allí, sobre ésta, entre copas y una bolsa que todavía tenía pegado en el interior parte de su contenido blanco, vi brillar el oro rosa de mi reloj; el negro del resto del metal que lo componía también brilló al entrar un reflejo por la ventana que daba a la terraza.

Lo pillé y salí pitando de regreso junto a Miranda, dando saltos y zancadas desacompasadas que amenazaron con volver a desnudarme.

Al entrar en el salón de la suite, la vi de pie en el mismo lugar.

—Señor gobernador...

—Ya podrías comenzar a llamarme Daniel.

—No haré eso.

Noté que hablaba con dificultad. Su bolso todavía colgaba de su hombro y en su mano aferraba su maletín de trabajo. Debía de haber guardado ya su billetera.

—Lo mejor será que me largue. Esto no resultará, no puedo trabajar con usted, no sé cómo trabajar con usted. Le pido por favor que busque a otra persona. Esto no...

—Claro que resultará, sé muy bien que sí. Nosotros tenemos una conexión especial.

—No...

—Que sí —insistí sonriéndole. Le quité el maletín de la mano. Ella opuso resistencia, pero no demasiada.

—Escuche, eso es... —El aire se le escapó de los pulmones; la noté atribulada, no parecía la misma Miranda del día anterior, pero yo tampoco era el mismo Daniel de entonces, de modo que...

Dejé el maletín en el suelo, pero su muñeca izquierda me la guardé para mí.

—¿Qué hace? —soltó con un quejido cuando comencé a quitarle su sencillo Swatch blanco y negro. Intentó detener mis manos, otra vez sin demasiada convicción. Abrí su bolso y arrojé su reloj dentro.

Alcé su mano un poco más hacia mí.

Planté el dorso de mi reloj sobre el exterior de su muñeca.

—Es un reloj Louis Vuitton que está confeccionado en oro rosa y acero Black Force, que es cuatro veces más resistente que el acero inoxidable. Casi no está usado, porque me lo compré hace poco menos de un mes y no es el único reloj que tengo —le expliqué abrochándolo alrededor de su muñeca. El reloj era enorme para ella y, sin embargo, verlo allí sobre su piel, en su brazo, junto a su hermosa mano, me resultó una imagen increíblemente sexy. Mi reloj en su muñeca... mi sangre se calentó—. Cuesta ochenta y dos mil quinientos reales.

—¡¿Qué?! —chilló intentando apartar el brazo. Forcejeamos.

—Sí, nada, que luego te devolveré el dinero; mientras tanto te lo quedarás a modo de prenda.

—Esto es ridículo. No es necesario...

La cogí de la mano y tiré de ella en dirección a la mesa.

—Desayunemos o se nos hará tarde de verdad y entonces Mel se pondrá como loca y se enfadará con ambos.

—¿No escucha nada de lo que le digo? No creo que pueda seguir trabajando para usted y no quiero su reloj.

Miranda se frenó en seco y por poco le arranco el brazo.

—¡Suélteme!

No la solté.

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