D.O.M.

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—El muchacho está desangrándose sobre mi suelo de baldosas.

—Por tu culpa, no la mía; no te he pedido que lo golpeases ni que le disparases.

—¿Le diste permiso para dispararme? ¿El crío sabe usar el arma?

—No es un experto, pero sí sabe usarla. Los jóvenes aprenden pronto, aunque, eso sí, son un poco más complicados de controlar.

—Todavía no me has dicho si le diste permiso para dispararme.

Nuno sonrió.

—No te quiero muerto, hermano.

—Claro que no. No todavía.

Entonces soltó una carcajada.

—Daniel, yo sólo quiero mi dinero de vuelta, según lo acordamos; eso es todo.

—Acordamos que te devolvería el dinero cuando fuese presidente. Ya te expliqué que la campaña está costando más de lo esperado.

—Me dijiste que ella te daría la pasta. Además, creo que gastas demasiado. En ocasiones hay que aprender a apretarse el cinturón.

—Conseguiré el dinero, Nuno, sabes que te devolveré cada centavo de lo que te pedí. Jamás te he fallado. Esto que haces lo haces para joderme la vida y nada más.

—Señor candidato, no me hable así, creo que acaba de pasarse de la raya. —Se le borró la sonrisa—. Todos los políticos son la misma mierda, empezando por tu amiga la señora presidenta, siguiendo por ti y...

—Nuno, por más que me pusieses de cabeza, en ese instante no se me caería ni una moneda de los bolsillos. Seré presidente y entonces te devolveré tu pasta. Sabes que lo haré. Tú me dejas vivir, yo te dejo vivir.

—Creo que todavía no has entendido que, cuando entrabas con el BOPE en mi favela, era yo quien te permitía vivir a ti, no tú a mí.

—Te he protegido y tienes que reconocerlo. Continúo protegiéndote incluso ahora y lo haré cuando sea presidente.

Nuno me apuntó con el dedo. Reconocí, en la tensión en su frente y pómulos, su enojo.

—Escúchame, Daniel, estoy hasta los huevos de tus estupideces. Quiero mi maldito dinero... el que te presté y el que me debes por todo lo que llevas consumiendo desde hace meses, por lo que tú y ella habéis consumido gracias a mí, por todo lo que has evitado que venda, por todo el dinero que no he podido generar por culpa de tus malditas incursiones en mi favela —bramó—. Tu puto BOPE, tus operativos de seguridad, tu facilidad para mirar hacia otro lado cuando tu policía dispara sin discreción contra los míos. Quedamos en que la campaña apretaría durante un tiempo mis asuntos; sin embargo, esto ya es demasiado. Estás ahorcándome y ya no me gusta, y si tú me ahorcas a mí, yo te ahorco a ti. Quiero mi dinero con cada centavo de mis intereses, que se quedan cortos a la hora de pagarme todo lo que he tenido que soportar por tu culpa. No quiero oír más excusas por tu parte Daniel, quiero mi favela de regreso, quiero mi pasta en la puerta de mi casa en una semana.

—¡¿Qué?! Ya le dije a ese idiota con el que me reuní el lunes que necesito tiempo para conseguir efectivo. No cago billetes, ¿lo sabes?

—No me importa de dónde lo saques, Daniel. Mi dinero en mi casa en una semana.

—Las elecciones son...

—Sé muy bien cuándo son las elecciones y te aseguro que tendrás mi voto, que toda la gente de la favela votará por ti, siempre y cuando le devuelvas a la comunidad lo que es de la comunidad. Es nuestra favela, Daniel. No tuya, dejó de serlo cuando te mudaste aquí, o quizá incluso antes, cuando tu madre y tú os mudasteis a la casa de ese...

—¡No te atrevas a meter a mi madre en esto! —gruñí apretando el arma en mi mano. Al mover los ojos vi que los dos hombres que acompañaban a Nuno me apuntaban.

—¿Sabe tu madre las cosas que haces, Daniel?, ¿el tipo de vida que llevas?, ¿las cosas que haces con las mujeres?, ¿que te tiras a la presidenta, que esnifas cocaína y que tienes muchos negocios conmigo?

—No metas a mi madre en esto —gruñí de nuevo, ardiendo por dentro. Si yo a él no le convenía muerto, tampoco él a mí, no dentro de mi casa, ya que no tenía modo de justificar su presencia allí más allá de que en el pasado hubiésemos sido muy buenos amigos. Pensar en su presencia allí me hizo recordar que todavía no conocía su truco, que no me había dicho cómo había logrado entrar. En ese instante quise descargar las diecinueve balas que quedaban dentro del cargador en el hijo de puta que le había permitido entrar en mi casa, porque sí, alguien tenía que haberle abierto la puerta para que se sintiese a gusto en mi propiedad, alguien que conocía la clave de la alarma, que conocía mis movimientos.

—Todos estamos en esto, Daniel. De esto no se sale nadie, no vivo, y lo sabes. —Nuno se movió, deslizando las lustrosas suelas de sus zapatos italianos, de la misma marca que unos cuantos pares que yo tenía arriba en mi vestidor, sobre el suelo encerado y limpio—. Por ahí dicen que puedes abandonar la favela, pero que la favela jamás te abandona a ti.

Resoplé conteniendo la sonrisa. Sí, claro, esos zapatos en la favela... Me entraron ganas de mandarlo a la mismísima mierda; en vez de eso, me mordí el labio inferior, pues no debía, bajo ningún concepto, agravar mis problemas.

—No me vengas con discursos idiotas, Nuno. Tú tienes una casa no muy lejos de aquí. Los dos somos parte de la favela por igual, mucho o poco, pero lo somos.

—Mi hogar continúa siendo la favela.

—Sí, claro, por eso vistes de ese modo y llevas el mismo reloj que yo en la muñeca. No me sueltes un charla que sabes que no se la tragan ni estúpidos como éste. —Apunté al chico con el arma.

—¿Sabes una cosa, Daniel?, no deberías desmerecer el valor de la sangre derramada — declaró aproximándoseme. Se detuvo a un paso de mí, con su mentón en alto y los ojos fijos en mí. Nuno olía a perfume francés, su camisa de cuello desabotonado, a nueva, y su traje apestaba a dinero. Se quedó observándome con una mirada de suficiencia que me dijo que escondía más de un truco debajo de la manga.

«La sangre en el asiento de mi automóvil», fue lo único que conseguí entonar dentro de mi cabeza.

No pude volver a parpadear y tuve la sensación de que los músculos de mi rostro se derretían. Comencé a ahogarme dentro de mi cuerpo.

Apreté los dientes.

Quise matarlo.

Nuno articuló en sus labios una media sonrisa.

—Tienes muy buen gusto para las mujeres, Dani.

—Nuno —gruñí.

—Me he enterado de que tuviste un problemita con tu coche. ¿Estará en el taller hasta el fin de semana, no es así?

—¿Qué más sabes? Nuno, no sé qué hiciste, pero espero que tengas muy claro que, si yo caigo, tú te vas a pique conmigo.

Nuno se carcajeó.

—¿Tienes miedo, Daniel? ¿Tienes miedo de aquello de lo que el arma que empuñas no puede defenderte?

—Podría volarte la cabeza con el arma antes de que esos dos tuvieran tiempo de reaccionar.

—¿Quieres hacer la prueba? Yo que tú no me arriesgaría, y no porque esté diciendo que esos dos estén mejor entrenados que tú, nada de eso, Daniel, siempre fuiste mi héroe en ese sentido; eres fuerte, veloz, tienes una puntería envidiable y mucha sangre fría. ¿Recuerdas que, cuando peleábamos, siempre ganabas tú? Yo sí lo recuerdo, pero esta vez la lucha no implica puños ni armas, sino ingenio, instinto de supervivencia, algo que yo desarrollé muy bien.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que quiero decir es que no te conviene que me suceda nada, porque así seas tú o alguien distinto quien me vuele los sesos, así tenga un desafortunado accidente de tráfico, muera por una sobredosis o lo que sea, el peso de mi muerte recaerá sobre ti.

—Hazme el puto favor de hablar claro, Nuno —gruñí.

—Si algo me sucede, tú te quedas en pelotas ante todos. ¿Es eso lo suficientemente gráfico y explícito para ti? Tú conoces mis secretos y yo conozco los tuyos.

—Yo no tengo secretos.

—¿No? —Nuno se dio el gusto de partirse de risa ante mí, si hasta se le saltaban las lágrimas de tanto reír—. Mierda, Daniel, si incluso podría hacer una lista de todos esos pequeños secretitos que tanto te esfuerzas por mantener bajo la superficie. Tengo entendido que apenas un puñado de personas saben de tu pequeño problemita mental.

—Eres un desgraciado.

—Y tú; a ver, que las cosas que les haces a las mujeres... —frunció el ceño—... nunca he entendido esa obsesión tuya de sacarles sangre a todas esas mujeres tan hermosas. ¿Es que las marcas como si fuesen ganado o qué?

La contención se me fue a la mismísima mierda y, echándome hacia atrás al tiempo que adoptaba una posición segura y firme, con los pies bien plantados sobre el suelo, alcé los brazos y apunté directo a su cabeza.

—¿De verdad, Daniel?

Mi pulso quiso echarse a temblar, pero no se lo permití. Tenía tantas ganas de matarlo, tantas ganas de emprenderla a golpes con él... ¿Cómo había podido ser tan idiota de acudir a él por dinero? Bien, la respuesta a eso en realidad era sencilla: iba a él por dinero, por drogas y para pedirle favores para resolver asuntos que no podían corregirse por medios convencionales. Así de simple, había recurrido a él hasta entonces porque me convenía, porque continuaba siendo lo mismo que él, porque lo sería siempre, sin importar si iba con el uniforme de policía militar, el del BOPE, si me aferraba a mi cargo de gobernador del estado... y era probable que continuase unido a mi pasado incluso con la banda presidencial atravesando mi pecho.

—¿Qué ocurrió el viernes por la noche? —Las palabras salieron de mi boca con odio.

Nuno sonrió.

—¿No lo recuerdas?

No pretendía admitirlo en voz alta.

—Deberías parar un poco con el alcohol y las drogas, Daniel. Bien, mejor no pares con ciertas drogas, creo que deberías volver a ver a tu psiquiatra y seguir sus indicaciones. No querrás sufrir una crisis, ¿verdad? Tú mismo me contaste un día que los bipolares, cuando se deprimen...

—¡Cierra la boca! —le grité abalanzándome sobre él para pegar el arma a su frente. Nuno no llegó ni a reaccionar echándose atrás. Sus dos perros falderos se me vinieron encima, vociferando que soltase el arma, que me apartase.

—Calma. Todo está bien —ordenó Nuno como si no tuviese el cañón del arma pegado entre ceja y ceja. Tenía las manos en alto y las bajó al pedirles que bajasen las suyas.

Me percaté de que fuera ya estaba oscuro y de que el chico desparramado en mi suelo ya no lloraba.

—Daniel, creo que no comprendes la gravedad de la situación —soltó sin ni siquiera parpadear.

Mi mano sudaba sobre el arma, en el gatillo, y por mi espalda corría un río.

—No tengo el maldito dinero, Nuno, y estoy en la recta final de la campaña, no puedo permitir que la situación en la favela se descontrole.

—No se descontrolará, estará controlada por mí, como siempre ha sido.

—No puedo hacer eso, yo no soy dueño de todas las decisiones.

—¿Bromeas?

—Tendrás que esperar.

—No me apetece esperar, Daniel. —Su mano derecha se posó sobre la mía—. Harás lo que yo te diga. —Empujó mi mano hacia abajo, pero no le permití moverla a más de unos centímetros de su frente—. ¿De qué crees que te servirá hacer que Mel remueva cielo y tierra para conseguir el nombre de la chica con la que te fuiste de la fiesta el viernes?

—No me amenaces.

—Ya lo he hecho, Daniel. Por cierto... no te pareció un poquito exagerado ese acto de llevar al batallón a casa de Miranda. Siempre supe que tus maniobras de conquista eran un tanto extrañas, pero eso... —Nuno resopló—. Sigo creyendo que un buen ramo de flores, un bonito bolso, incluso un buen par de zapatos de tacón surten mejor efecto en las mujeres que apuntarles a la cabeza.

Su mano empujó la mía hacia abajo y ya no conseguí resistirme; no quise hacerlo, porque Nuno conocía con todo lujo de detalles lo sucedido el domingo en casa de Miranda.

Sentí miedo.

—Es una chica bonita. No me gusta su cabello, no va con ese rostro hermoso y dulce que tiene. Por cierto, imagino que ya te has dado cuenta del cuerpo que tiene. ¿Ya te la has tirado o todavía no? ¿Qué pasó cuando llegó y se topó con la pelirroja?

Me aparté con el corazón palpitando enloquecido en mis oídos.

«¡No metas a Miranda en esto, hijo de puta!», le grité mentalmente. No pensaba articular el nombre de Miranda delante de él, porque ése era un modo muy ingenuo de admitir que Miranda me importaba mucho más que la chica del viernes, que la pelirroja o que cualquiera de las otras mujeres que hubiesen podido pasar por mi vida en el pasado, así las recordase o no.

—Esto es entre tú y yo.

Nuno negó con la cabeza y se apartó de mí con un andar despreocupado, como si ésa fuese su casa, no la mía.

—Haced el favor de quitar esto de en medio —le dijo a sus hombres señalando al chico desparramado en el suelo sobre un charco de sangre.

Éstos se guardaron las armas y, como si se tratase de un saco de patatas, levantaron al muchacho y se lo llevaron en dirección a la cocina; supuse que saldrían por allí a un lado de la casa, donde había una puerta de servicio que se utilizaba más que nada para sacar la basura a los contenedores ubicados en la angosta calle lateral. Ni me molesté en preguntarles cómo se lo harían para salir, era probable que incluso tuviesen una copia de la llave.

Me sentí tocado por todas partes, manoseado y completamente desprotegido y expuesto.

Nunca fui susceptible a la sangre, pero al ver aquel charco allí me dieron arcadas.

—No juego, Daniel. Tú sabes que estoy contigo, que no me gusta haber llegado a esta situación, pero la has forzado tú; me has traído hasta aquí pretendiendo que yo no exista y sí existo, y te seguiré donde sea, sin importar la distancia que pongas entre la favela y tú. No puedes escapar de mí, te conozco y puede que seas poderoso, sin embargo no olvides que yo también lo soy y que tengo dinero y contactos a mi disposición y que, a diferencia de ti, no necesito medirme al utilizarlos y mucho menos mantener las apariencias. Si continúas jodiéndome, destrozaré tu maldita existencia hasta que de ti no quede absolutamente nada, hasta que quedes reducido a menos de lo que eras cuando vivías en la Rocinha. —Hizo una pausa en la que se quedó mirándome—. Tienes demasiados puntos débiles, Dom, y yo los tengo todos al alcance de mi mano. Eres tú el que decide cuánta sangre más permitirás que se derrame con tal de salirte con la tuya.

—No intento salirme con la mía —repliqué con los dientes apretados de tanto odio y furia contenidos.

—Eres un niño caprichoso que no quiere ceder nada y yo estoy dispuesto a jugar tu mismo juego. Si aflojas la soga de alrededor de mi cuello, aflojaré la que rodea el tuyo; sabes muy bien que soy un experto en hacer desaparecer cadáveres.

Tragué en seco. La chica del viernes debía de estar muerta o, si no lo estaba aún, era probable que lo estuviese en un futuro próximo si me negaba a colaborar con él. Imaginar que al resto de las personas de mi vida podía sucederles lo mismo hizo que se me pusiese la piel de gallina. No quería a nadie más herido, no al menos a ninguno de mis seres queridos, no quería que Nuno tuviese oportunidad de ponerle ni una mano encima a Miranda y tampoco me apetecía que, a nada de las elecciones, apareciese sobre mí la sombra de un cadáver.

—Puedes quedártela, si gustas. —Con un dedo que se movió alegre, apuntó el arma que sostenía en mi mano—. Era nueva, la has estrenado tú disparándole al crío. Te la regalo en señal de buena voluntad.

Tragué saliva.

—No te preocupes por él —apuntó con la cabeza en dirección a la puerta por la cual sus hombres habían desaparecido cargando al chico, quien fue dejando un camino de gotas de sangre en su salida—, nadie lo buscará.

—Eres un hijo de puta.

—Igual que tú, hermano, igual que tú —canturreó Nuno—. Tienes mi número y sabes dónde encontrarme. Quiero mi dinero, Daniel. Mira, te diré una cosa: si me dices que puedes conseguirlo para el viernes de la otra semana, o para el sábado, te esperaré. Ahí lo tienes, yo sí soy buen hermano. Pídeselo a tu padre, pídeselo a la vieja que nos gobierna.

—Nogueira no es mi padre.

—Como si lo fuera, Daniel. El tipo prácticamente te crió; te salvó y daría un brazo por ti.

Todo mi cuerpo se echó a temblar. Que Nuno se fuese pronto o daría frente a él un espectáculo que no me apetecía permitirle disfrutar. Me encontraba a punto del colapso.

—Crees que sería factible que tú, yo y tu bonita peluquera pudiésemos organizar una pequeña fiesta.

Negué con la cabeza.

—Al menos podríamos salir a cenar una de estas noches; podría ofrecerle un trabajo mucho mejor remunerado del que tú le estás dando.

—Olvídalo.

Nuno sonrió lleno de satisfacción.

—Lo imaginaba.

—¿Qué imaginabas?

—Eres transparente, Dom, al menos lo eres para mí. —Se rio—. Suerte con ella, hermano. Ojalá puedas salir de ésta para disfrutarla; no te preocupes, si las cosas se descontrolan, ahí estaré yo para consolarla.

Y como una represa que explota al mejor estilo Hollywood, me lancé sobre él para golpearlo con el arma. Nuno intentó defenderse, pero no le sirvió de mucho. Caí sobre él, derribándolo. Lo golpeé una vez más en la cabeza, sin demasiada fuerza porque no deseaba dejarlo inconsciente. Le di golpes en los costados del cuerpo, golpes que le quitaron el aliento y que arruinaron su cuidado aspecto.

Me quedé con las ganas de desquitarme todavía un poco más, pero me detuve. Pegué el arma al espacio entre sus ojos.

—Nuno, ya sabes lo que dicen de los locos... yo no tengo límites, mi moral es dudosa y puedo perder la cabeza en nada. No me provoques, porque podría decidir mandarlo todo a la mierda.

—¡Tú no harás eso! —soltó escupiendo sangre sobre mis pantalones.

—¡¿Cómo lo sabes?! Después de todo, no estoy tomando mi medicación; mi temperamento, por ende, está muy inestable. —Con todas mis fuerzas, apreté el cañón contra su cráneo y éste contra el suelo hasta que la piel y la carne alrededor del orificio se pusieron blancas y Nuno se quejó de dolor todavía un poco más—.

Nos iremos juntos a la mierda, Nuno, tú y yo juntos, como siempre.

—No lo harías —medio lloriqueó.

—¿Quieres probar lo que se siente cuando te disparan con una de éstas? —Mi mano izquierda apretó su cuello contra el suelo, ahorcándolo; mi mano derecha, empuñando el arma, se movió hacia atrás y pegué el cañón a su muslo—. Podemos probarla en varios sitios para comprobar en qué zona duele más.

—¡Suéltame! —bramó escupiendo todavía más sangre sobre mí. Uno de mis golpes le había partido el labio inferior.

—También conozco la favela, Nuno, también sé dónde encontrarte, sé dónde vive tu familia, sé dónde queda el apartamento que le pusiste a tu novia y sé dónde viven la madre de tu hijo y tu hijo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Nuno no respondió.

—Jódeme y te devolveré con la misma moneda. Sabes que no dudaré; esta mano —presioné mi mano derecha y el arma contra su pierna— ha matado antes.

—¿Me demostrarás una vez más que los del BOPE te convirtieron en un salvaje capaz de matar niños a sangre fría?

Le sonreí meneando la cabeza. Ambos sabíamos que no había sido el batallón.

—Eso lo aprendimos juntos; como bien has dicho antes, somos hombres de muchos trucos y los dos los aprendimos en el mismo lugar... que yo también he sido testigo de tu sangre fría, Nuno.

Sin dejar de apuntarlo, salté de encima de él.

—Lárgate ahora y no vuelvas. Y, por cierto, dile al desgraciado que te facilitó la entrada que, en cuanto descubra quién es, lo lamentará por él y por su familia durante el resto de sus días. Recomiéndale que lo mejor que puede hacer es renunciar a su posición en mi guardia e irse lo más lejos que pueda. Si no se larga, los tuyos lo pagarán.

Nuno se puso en pie.

—Te arrepentirás de esto, Daniel.

—Y tú, Nuno. ¡Lárgate!

Nuno no se movió de su sitio y por eso me saqué las ganas de disparar el arma una vez más. Lo lamenté por el sillón. Nuno se marchó a toda prisa.

12. Una mejor vista

Cruzamos la avenida y nos detuvimos al borde de la senda peatonal para dejar pasar a una chica en patines y a un hombre muy bronceando que corría con auriculares en las orejas, muy concentrado en su ritmo. Con el camino libre, apresuramos el paso para que no nos llevase por delante el grupo que venía en bicicleta en sentido contrario y saltamos al calçadão, el paseo marítimo. Por ser entre semana por la mañana, cuando todavía no había empezado del todo la temporada alta de turistas, la playa no se veía muy concurrida, apenas unas personas aquí y allá.

En cuanto pisamos la arena, me quité las Havaianas; necesitaba sentir su tacto, su calor, necesitaba soltarle a la playa todo lo que cargaba en mí.

Agradecí de todo corazón que Mel me llamara mientras yo todavía estaba desayunando para avisarme de que había habido un cambio de planes y que el gobernador no me necesitaría ese día; bien, no era que no me necesitase, sino que habían surgido un par de reuniones de urgencia y no le daba tiempo a esperarme; se las arreglaría sin mí. Mejor así.

Entonces me tocaba a mí intentar arreglármelas el resto del día sin él, lo cual hasta ese momento no me había resultado del todo sencillo. En cuanto terminé de desayunar empecé a sentirme vacía, un tanto perdida. En ocasiones, lo peor que puedes hacer es ponerte a pensar y exactamente eso hice mientras de fondo sonaba la música que Patricia utilizaba para meditar y hacer yoga; como no tenía clases a primera hora, me invitó a acompañarla, pero mi cabeza no estaba para eso, tenía más bien el ánimo para darle golpes a un saco de boxeo en un gimnasio o incluso para correr hasta entumecer mis músculos y quedarme sin aliento.

Pensé en mi vida, en lo que hacía de mis días y, sobre todo, pensé en el futuro; había llegado allí, me había quedado aunque sin tener reales expectativas de nada, sin esperar mucho más que pasar el día a día, probar de vivir un tiempo en un país distinto, con una cultura diferente, aprovechando para visitarlo, para disfrutar de la playa, quizá para conocer gente diferente (eso había resultado muy bien, porque tenía amigos de un círculo muy distinto al tipo de gente con la que solía entablar amistad y notaba la diferencia en cómo me sentía y en el modo en que convivía con mi enfermedad sin que ésta me controlase), aprender y experimentar cosas nuevas en mi profesión (eso también había salido bien); sin embargo, hasta ahí llegaban mis expectativas, hasta ahí había llegado yo el sábado por la noche.

En ese momento, esa vida que en cierto modo había sido un tanto despreocupada y dulce, en ese semiestado de vacaciones, de extranjera, ya no existía. La ciudad ya no me era extraña, su gente tampoco; mis días tenían una rutina y mi trabajo se quedaba un tanto corto a la hora de brindarme alguna satisfacción, pues parecía sólo una excusa, una que por aquel entonces únicamente mantenía en alto por estar cerca de él, o al menos por tener la oportunidad de volver a verlo. Y como en ese instante ni siquiera podía disfrutar de oírlo hablar, sonreír, de oler su perfume o estar a la expectativa de alguna nueva locura suya, me daba la impresión de que a mi vida le faltaba algo.

En mi vida me había caracterizado por ser romántica o por tener demasiadas expectativas en ese sentido, supongo que por eso había continuado visitando el Délice y que por eso, cuando me instalé en Río, comencé a pasar muchas de mis noches del fin de semana en el Mirror; por todos esos motivos en la actualidad se me hacía muy difícil encontrarle algún sentido a la ansiedad causada por la distancia entre él y yo, a mis ganas de dormir abrazada a él, a ser yo el motivo de sus sonrisas, e incluso quería y esperaba poder ser quien fomentaba todas sus reacciones, sus acciones desquiciadas, sus miradas y sus sonrisas a medias. Si incluso, desde que él lo mencionó el día anterior en la fundación, me entraron unas ganas locas de conocer a su madre, de oír hablar de ella, anécdotas de su infancia, detalles de su vida antes de que hubiese irrumpido de improviso en mi existencia, porque sí, si bien Daniel Oliveira Melo no era mi vida, yo lo quería en la mía. «¡Mierda, que ahora mismo lo necesito aquí conmigo!»

Mi única esperanza en ese momento era que la distancia entre él y yo, veinticuatro horas de mantenerme alejada del efecto encantador de su persona, me ayudasen a poner en perspectiva todo lo que daba vueltas dentro de mí como si fuese una sustancia que reemplazara mi sistema sanguíneo. En ese instante, por mi cuerpo, corría él y no sangre.

«Tienes que buscar una mejor perspectiva», me dije a mí misma después de aceptar la propuesta de Patricia de ir con ella a la playa a encontrarnos con unos amigos suyos, también profesores de yoga, expertos en ayurveda, veganos, médicos expertos en medicina china, escritores de libros de autoayuda y superación personal, y otros con profesiones afines que no seguían horarios de oficina como la mayoría de la población de Río y que podían, por lo tanto, hacerse un espacio un miércoles por la mañana para ir a la playa a practicar surf, hacer yoga, meditar y almorzar el nuevo menú que, si tenía nuestro visto bueno, se implementaría en un restaurante emplazado a pocas calles de allí.

Cuando Patricia mencionó los nombres de los amigos con los cuales nos veríamos sobre la arena, reconocí a algunos de ellos; unos solamente me sonaban de oídas y otros porque ya habían estado en casa o porque, por una razón u otra, ya nos habíamos encontrado por ahí. A otros directamente no los conocía de nada y la verdad era que eso me echaba un poco para atrás, porque no tenía muchas ganas de presentarme, y aún menos de tener que hablar de mí, de mi vida; quería tirarme sobre mi toalla a vegetar bajo el sol, a no pensar, a concentrarme en el sonido de las olas rompiendo en la orilla.

—¡Allí! —soltó Patricia alzando un brazo. Su dedo índice apuntó hacia la izquierda, en dirección a un grupo de personas reunidas debajo de algunas sombrillas, acomodados en sillitas bajas y toallas. Había unas neveras portátiles entre los palos de las tres parasoles, colchonetas de yoga enroscadas, un labrador dorado durmiendo en el centro de todo, chancletas, camisetas colgadas de los tensores de las sombrillas, una tabla de surf a un lado... Dimos algunos pasos más y vi asomar por detrás de ellos a dos mujeres de cuerpos bronceados que eran pura fibra, pero sin un volumen exagerado, haciendo yoga; ambas estaban en la postura del guerrero, apuntando con sus brazos izquierdos hacia el mar, con sus pechos entregados a éste.

Seguí la dirección en la que sus manos señalaban y vislumbré a unos cuantos sufistas sentados sobre sus tablas, dejando pasar olas insignificantes que apenas si ondeaban el océano debajo de ellos.

Pacíficos y sin demasiada prisa por montarse sobre sus tablas, subían y bajaban con el ritmo del mar, bajo el sol de la mañana, enfundados en sus trajes de neopreno, con las piernas en el agua, conversando, ocasionalmente remando con las manos para corregir su posición sobre la superficie.

El océano nunca había sido mi medio ideal, pero de cualquier modo los envidié; estar allí, tan lejos, con una vista tan distinta de todo, rodeados de nada y con el mundo al alcance de la mano, debía de ser magnífico.

Lo único que no envidié de su estado era el frío del agua; las playas de Río son cálidas y hermosas, pero, bajo mi punto de vista, y en comparación con las playas del norte, el agua allí, al menos a mí, me parecía helada.

—Parece que somos las últimas en llegar —añadió mientras torcíamos nuestro rumbo para dirigirnos hacia ellos.

Hice una mueca que en realidad no significaba nada y seguí andando.

—Vamos, anímate, pasaremos un buen rato. Además, no te hubiese hecho ningún bien quedarte en casa. —Sonrió para darme ánimos—. Nos broncearemos un poco, comeremos rico. Anda, que no es tan mal plan para variar de tener que ir tras el gobernador.

—No, no lo es.

—Después de lo que contaste de él, de lo sucedido ayer, me cae un poco menos mal de lo que me caía.

Patricia escuchó boquiabierta mi relato de lo sucedido el día anterior, del modo en que Daniel había jugado con esos niños, del modo en que reía con ellos, de su simplicidad al sentarse a la mesa para sencillamente compartir su tiempo, de lo que me pareció ver a mí en sus ojos cuando le entregaron los dibujos que habían realizado para regalarle. También le hablé del hombre que allí conocimos, el esposo de su madre, y le comenté que el gobernador había vivido en la Rocinha. De cualquier modo, Patricia no terminaba de encontrarle un sentido a la irrupción de Daniel, seguido por todo el Batallón de Operaciones Policiales Especiales, en nuestro apartamento. Ella continuaba insistiendo en que debía tener mucho cuidado con él, y tenía toda la razón del mundo, por eso evité explicarle lo de la pelirroja, porque ya suficiente había hecho Daniel por su cuenta para ponerse a Patricia en su contra y yo no quería que él le cayese mal, porque, pese a todo, a mí no me caía nada mal.

—Si bajase un poco el nivel de sus excentricidades... —canturreó—. ¿Te ha devuelto el dinero? Sabes que yo no soy materialista, pero ese tipo de manipulaciones determinan a una persona...

No le permití seguir.

—No todavía, pero lo hará.

—Que suponga que tú no necesitas ese dinero...

Otra vez la interrumpí.

—No es eso, Paty. ¡Si depositó un dineral en mi cuenta a modo de sueldo! Dudo de que ni siquiera piense en manipularme con ochenta reales.

—No te manipula con ochenta reales, te manipula con lo que depositó en tu cuenta y con todo ese juego de poder. No me caen muy en gracia los políticos.

—Es algo más que un político, Paty. Las cosas que hizo ayer con esos críos... no había cámaras presentes y no tenía nada que demostrarle a nadie.

Ella hizo una mueca.

—Bien, le daré el beneficio de la duda en cuanto no vuelva a cometer ninguna locura.

Sonreí; me pareció difícil concebir al gobernador sin sus locuras, incluso a Daniel sin sus locuras.

—No es gracioso cómo se comporta ese hombre, Miranda. Alguien que necesita imponerse así ante la gente...

—No todos somos almas tan evolucionadas como ellos o tú —le dije sin perder la sonrisa, apuntando con el mentón hacia el grupo situado más adelante.

—No es vosotros dos o nosotros, Miranda, es un punto intermedio, y me preocupa que tengas a tu lado a una persona potencialmente tóxica.

—También soy tóxica, que mi sangre está repleta de químicos —me reí.

—No hagas esa clase de bromas, eres una luchadora —replicó entre enfadada y ofendida—. Tú tienes cosas maravillosas en ti y lo sabes; no eres como él, puedes tener tus problemas, pero no eres tus problemas. Ese hombre, a diferencia de ti, parece serlo, a lo sumo se tomará cuatro horas al día para intentar sacar algo bueno de sí mismo.

—No todos tenemos buenos amigos.

—Hablando de buenos amigos, ¿has vuelto a hablar con Doménico? Si decide venir, debería quedarse en casa; tenemos espacio de sobra y no sería una molestia alojarlo.

Los ojos celestes de Patricia brillaron al pronunciar el nombre de Doménico, más que su cabello rubio al sol.

Me carcajeé.

—No estoy segura de invitarlo a que se quede en nuestro hogar, temo por su integridad física contigo allí —solté todavía entre risas.

—No digas tonterías —se fingió enojada—. No es mi tipo; no es que tenga algo contra el sexo, es una actividad muy normal, pero eso que vosotros dos hacéis... a mí no me va ese asunto de ir al Mirror. Creo que mi elevación mental no da para tanto. No es que me maten los celos, pero ya sabes...

—Sí, ya sé, estás loca por el italiano y perderías tu paz interior si lo vieses besar a otra mujer, como mínimo.

Patricia resopló.

—Te conté infinidad de veces que al Mirror incluso van muchas parejas que llevan años de casados, que tienen familia y...

—No es lo mío, Miranda; no me convencerás.

—Si Dome viene, podrías ir con él; estoy segura de que él te convencerá, tiene sus métodos.

Roja como un tomate maduro, y no por culpa del sol o el calor, Patricia se detuvo y se giró en mi dirección.

—Yo creo que a todos nos sentaría bien lo que él te propuso, podríamos viajar. Mis padres nos han ofrecido muchas veces la casa de Búzios, sería buena idea ir allí un par de días...

—Lo quieres para ti sola —reí divertida. Si Dome se enteraba, jamás pondría un pie allí, que para él tener novia era algo así como contagiarse de una grave enfermedad para la cual no se conoce cura. El italiano podía ser el mejor amigo, el mejor compañero, el mejor amante, pero de «novio» no tenía una molécula en el cuerpo, o al menos eso decía él.

Los imaginé a los dos juntos y se me alegró el corazón; los conocía de sobra a ambos, eran unos de los mejores seres humanos que poblaban esta Tierra y de eso podía dar fe; ¿qué mejor que verlos juntos y felices? De todas formas, de mis intenciones a la realidad...

—Tú deberías buscarte a alguien para ti, una persona que te acompañe, alguien a quien querer y que te quiera.

Se me escapó un suspiro.

—Una persona de buen corazón.

—¿Crees que, si se lo pido a Yemanyá, ella me lo traerá?

—Bueno, por ahí en el agua hay un par de buenos sujetos —apuntó con una mano en dirección a los surfistas—. Si no me equivoco, esos de allí son el resto de los del grupo.

Como ya nos habíamos acercado a nuestro destino, teníamos también el mar más cerca y, por ende, a los surfistas; reparé en uno de ellos en particular, que parecía un modelo de publicidad: melenudo, cabello recogido por detrás de la nuca, de un rubio oscuro, barba, unas cejas muy marcadas que acentuaban todavía más sus rasgos; un cuerpo que tenía muy buena apariencia a pesar del traje de neopreno.

Desde allí era difícil saber si tenía buen corazón —me sonreí al pensar en lo dicho por Paty—, pero lo que sí tenía el surfista en cuestión era ese aire despreocupado, arrebatador, de ese tipo de hombre a los que todas idealizamos como el chico surfista que va por la vida descalzo, con el cuerpo cubierto de arena, fibroso y fuerte, que carga su tabla de aquí para allá, provocando a su paso una interminable cantidad de suspiros de deseo.

Dimos un par de zancadas más y se hizo más notoria la diferencia entre los componentes del grupo de Patricia y yo; mis shorts vaqueros cortados, mi camiseta negra con un pentagrama en el centro rodeado de símbolos, mis gruesas gafas de sol negras, mi cabeza de un color tan anormal, mis uñas oscuras... Los amigos de Paty iban todos de colores terrosos y orgánicos, sus ropas eran ligeras y luminosas, sus cabellos no habían padecido una larga lista de productos químicos. Por un segundo me sentí como un demonio soltado en medio de ángeles, me sentí más cerca del gobernador que de la gente con la cual estaba a punto de pasar el día.

Mis pies dudaron sobre la arena; los obligué a seguir; quizá se me contagiase un poco de ellos y lo que cargaban en sus evolucionados interiores.

—¡Paty, Miranda! —exclamó Lucrecia, una de las amigas de Patricia, al vernos llegar, entonces todo el grupo se giró en nuestra dirección, incluido el labrador que en un principio se limitó a abrir los ojos. Bastó que diésemos dos pasos más en dirección a las sombrillas para que se levantara de su sitio en la arena para venir a saludarnos sacudiendo la cola de un modo frenético, lloriqueando de la emoción.

Mientras saludábamos a los demás y me presentaban a quienes todavía no conocía, le hice cariños y se pegó a mí como si nadie más le prestara atención; apenas si me permitía caminar, sentándose siempre delante de donde estaban mis pies para alisar y barrer la arena de un lado al otro con su cola.

Tenía el pelo duro debido a la arena y la sal seca del mar, olía a algas y, por ende, a pescado, pero a él no parecía molestarle su apariencia.

Al cuello llevaba una correa roja y una badana del mismo color. Del collar colgaba una chapa con un número de teléfono. Mientras los demás nos hacían las preguntas de cortesía y hablábamos del clima, giré su chapa identificativa para ver si tenía un nombre.

Xodó.

Eso ponía en la placa. Es una de esas tantas palabras del portugués brasileño que no tiene una traducción exacta al español, así como saudades o cafuné. El término xodó es una palabra cariñosa empleada para demostrar afecto, cariño o estima, y no sólo para los seres vivos (personas, animales), sino también para objetos inanimados. Por ejemplo, hay quien llama a su coche su xodó.

—Hola, Xodó —lo saludé rascándole el cuello después de soltar la placa—. Parece que te quieren mucho.

El perro refregó el costado de su cabeza en mi mano sacudiendo la cola todavía más. Voló arena sobre las toallas que nos rodeaban. La cola del animal movió sus cuartos traseros y a continuación el resto del cuerpo, quien en un segundo se alzó sobre sus dos patas traseras para poner las delanteras en mi pecho y dar saltitos con la intención de lamerme la cara. Su lengua no llegó a rozarme. Me reí.

Xodó, no molestes —le dijo uno de los chicos presentes; era uno de los amigos de Paty que ya conocía y, por lo que sabía, puesto que había estado en su casa, él no tenía perro.

—Está bien, no me molesta.

—A veces se pone un poco pesado —se disculpó.

—Tranquilo. —Reí procurando atajar los saltos del perro.

—¡Eh, Xodó, ven aquí! —le ordenó una voz masculina cuyo origen me volví a buscar para descubrir al hombre que avanzaba desde la línea de la costa con su tabla de surf debajo del brazo. Se me escapó una sonrisa al ver que no era otro que el surfista melenudo. ¿Cómo no, si el perro cerraba a la perfección el icono que representaba?

Xodó se olvidó de mí y corrió hasta su dueño.

—Buen chico —le dijo acariciando su cabeza por un segundo, porque evidentemente el animal no entendía de quedarse quieto y se puso a dar vueltas a su alrededor levantando arena en todas direcciones, mientras él continuaba avanzando hacia nosotros, seguido del resto del grupito que había estado en el mar hasta hacía un momento nada más—. Perdón, Xodó se toma demasiadas confianzas, quizá es demasiado sociable.

—¡Igual que su dueño! —soltó uno de los surfistas que lo seguían desde el mar, y todos rieron.

—Está bien, no pasa nada —le contesté. Así, de cerca, me percaté de que era todavía más guapo de lo que podía notarse a la distancia. Tenía unos ojos increíbles y una mirada incluso más espectacular, tranquila y mansa, así como la sonrisa que me dedicó.

—¡Caetano! —exclamó Patricia.

Al girar la cabeza, me la encontré de pie a mi izquierda.

Ésta me guiñó un ojo.

—Paty, qué alegría verte. —El tal Caetano le dio un abrazo de un solo brazo, puesto que cargaba su tabla en el otro.

—Lo mismo digo. Ya era hora de que regresaras —le dijo ella mientras continuaban camino hacia nosotros.

—Verás, es que China te atrapa —rio él.

—Sí, yo ya creía que tendría que adoptar a Xodó; pensé que no volvería —bromeó el amigo de Patricia que antes había intentado quitarme al perro de encima.

—Ya lo creo, seis meses fuera... —Le dio unas palmadas en el pecho sobre el traje de neopreno todavía repleto de gotas de agua salada—. ¿Extrañabas el mar?

—Más de lo que te imaginas. El mundo es increíble, pero Río es Río.

—Sí, claro, qué terrible es viajar por el planeta —le soltó Paty en tono socarrón—. En fin, me alegra mucho verte. ¿Te ha ido bien?

—Muy bien. Tenemos mucho que hablar. Ni te imaginas las cosas que he visto, lo que he aprendido. Tendrías que ir; he regresado con la cabeza... —Con una mano se rodeó el cráneo por encima del cabello a unos diez centímetros, poniendo cara de alucinar—. Ha sido una experiencia que ha vuelto a cambiarme, te lo juro. Tengo mucho que contarte.

—Bueno, antes de que nos lancemos al tema, permíteme presentarte a alguien. —Patricia hizo que el tal Caetano se detuviese frente a mí—. Caetano, ella es Miranda, la amiga de la que te hablé; es con quien comparto el apartamento. Miranda, éste es Caetano, en gran parte el responsable de que me dedique a lo que hago; él me inyectó el bicho de la curiosidad por todo esto un día no muy distinto a éste, es más, nos conocimos aquí mismo en Copacabana. Miranda, Caetano, además de ser muy buen surfista, es doctor en medicina occidental y especialista en medicina oriental; acaba de llegar de China, ayer mismo, después de abandonarnos a todos durante una eternidad, en busca de conocimiento.

—Hola, es un placer conocerte, Caetano. Espero que hayas regresado iluminado —bromeé tendiéndole una mano que él aceptó, pero en vez de quedarse en el formal apretón de manos que me salió a mí de no sé dónde, tiró un poco de mi mano y se aproximó para plantarme un beso en cada mejilla, como hacen la mayoría de los brasileños. Olía a playa, esa mezcla entre sudor, arena y mar que para nada me resultó desagradable, sino todo lo contrario.

Caetano tenía las manos ásperas, callosas, por lo que deduje que su viaje a China no habían sido una de esas vacaciones a hoteles de cinco estrellas y confortables vuelos de avión de aquí para allá.

—Creo que he aprendido algunas cosas... eso de la iluminación... he quedado lejos. Cuanto más aprendo, más me doy cuenta de lo poco que sé. Se torna abrumador, por eso he vuelto, imagino que por un tiempo necesitaba dejar de ser el aprendiz, el médico, para ser solamente el surfista con la cabeza llena de arena que puede estar en la playa un día entre semana en horario laboral.

—No digas eso, Cae, que eres uno de los que más sabe de medicinas alternativas en el grupo —lo reprendió Patricia, quien jamás le perdonaba a nadie que se echase tierra encima, en este caso arena.

Caetano le sonrió e inmediatamente regresó su mirada a mí. Con el correr de los segundos me gustaba más y más.

—Bueno, yo también estoy aquí en horario laboral y no sé ni una décima parte de lo que vosotros sabéis.

—Caetano, Miranda es una artista del maquillaje y del peinado.

—Sí, ya me lo comentaste —le contestó él sin mirarla—. Se nota en tu cabello. Me gusta —su sonrisa se amplió—, es divertido y te queda muy bien. También tengo una camiseta parecida —me apuntó con un dedo—, o tenía, en realidad creo que la perdí durante el viaje. Me fui con poca ropa y volví casi sin nada.

—Lo único que debías traer de regreso es lo que cargas dentro.

—Ahí tienes a la poeta —me soltó sonriendo después del comentario de Paty—. Yo no soy así; ella es más espiritual, a mí me puede un poco más la parte física, es como si tuviese un pie de cada lado.

Se movió un poco y el labrador se tiró a sus pies, panza arriba, para comenzar a revolcarse en la arena.

Xodó necesita una sesión de acupuntura o reiki, creo que anoche ni siquiera durmió de la ansiedad. —Rio—. Yo tampoco pegué un ojo, el cambio de horario. Y bien, ¿cuál es tu excusa para estar aquí?

Por el rabillo del ojo vi a Patricia alejarse mostrando una mirada pícara. Me guiñó un ojo cuando me vio espiando en su dirección.

—Se suponía que iba a trabajar, pero me suspendieron la cita —resumí. No quería ponerme a hablar de Daniel delante de él, porque temía que se me escapase la sinceridad en algún comentario y mi intención era pedirle que volviésemos a vernos para tomar algo sin toda la gente que nos rodeaba en ese momento.

—Bueno, espero que te paguen igual por tu trabajo, que no pueden ni deben dejarte plantada. Yo no te dejaría plantada.

—Sí, no te preocupes, me pagaron por adelantado. Gracias por eso último, me alegra saberlo, sobre todo porque viene de alguien que ha visto mucho mundo —solté con el propósito de flirtear con él. ¡Dios, qué penoso intento el mío! Tan oxidada estaba para eso...

El perro ladró y Caetano alzó un pie cubierto de arena húmeda y comenzó a rascarle la barriga. No pareció notar lo estúpido de mi última frase.

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