D.O.M.

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—¿Surfeas? —me preguntó abrazando la tabla que un instante atrás había plantado de pie en la arena.

—Nací en Buenos Aires; lo he intentado un par de veces desde que llegué aquí —negué con la cabeza—, pero no se me da muy bien; mi habilidad sobre la tabla ni siquiera podría tildarse de aceptable.

—Probablemente eso es porque no has tenido un buen maestro.

Mi maestro había sido alguien que conocí en el Mirror. Lo nuestro, sin duda, era mucho mejor dentro del Mirror que en el mar.

—Quizá eso influyese un poco, pero, créeme, no soy buena.

—Pero sí lo eres con las tijeras. ¿Podríamos concertar una cita para que me cortes el pelo?, llevo más de seis meses sin hacerlo y tras el viaje...

—¡Ni se te ocurra cortarte el pelo! —le gritó Patricia desde lejos, quien por lo visto estaba atenta a lo que ambos hablábamos.

—Solamente las puntas, Paty —se carcajeó él.

—Sí, claro, cuando quieras.

—¿Puedo pagarte con unas cervezas o lo que quieras tomar?

Le sonreí. Eso estaba resultando mejor de lo esperado.

—Unas cervezas serán la paga perfecta. Creía que ninguno de vosotros bebía, aquí sois todos veganos, nadie quiere desarmonizar sus chacras y todo eso...

—Lo que sucede es que yo soy el más rebelde del grupo. No se lo digas —se me acercó un poco y colocó su mano derecha entre mi oreja y su boca, provocando que toda mi piel se erizase—, pero de vez en cuando como carne.

Me reí y él se rio conmigo.

Fue un alivio percibir que él me provocaba eso mismo que en el Mirror al conocer nueva compañía, favorecía las perspectivas de pasar una buena noche. No me quedaron dudas de que con Caetano podría pasar una buena noche, pero, además de eso, me caía bien y tampoco sonaba mal verlo de día allí en la playa, o para comer, o para tomar unas cervezas tal cual me había propuesto. Ese tipo de cosas no era de las que solía hacer con la gente que conocía en el Mirror; ese tipo de cosas conformaban el tipo de relaciones que yo no solía tener por verme en la obligación de dar explicaciones sobre mi medicación, sobre los eventuales cambios de humor, sobre los riesgos de estar a mi lado.

No me asustaba terminar rompiendo con alguien o incluso acabar con el corazón destrozado, lo que más me asustaba era arruinarle la vida a ese alguien, hacer que me odiase; la indiferencia de otro ser humano es mejor que su odio, o al menos lo era para mí.

—¿Adónde te has ido? ¿No me digas que lo he arruinado todo contigo por lo de la carne? Si así es, te juro en este mismo instante que volveré a mi dieta vegetariana.

Forcé a mis labios a esbozar una sonrisa.

—No, no ha sido eso. Provengo del país de la carne, en verdad que no me horrorizaría. No soy muy carnívora y Patricia pone cara de que vomitará el estómago las pocas veces que me preparo un poco de carne asada, pero en todo caso la consumo. A veces me escapo al McDonald's; no se lo digas o me echará de casa.

Rio con ganas.

—Mantendré el secreto.

—Gracias.

—Entonces será más sencillo invitarte a cenar después de las cervezas; conozco un restaurante estupendo en el que preparan una feijoada que es un espectáculo y siento que hace siglos que no como una. ¿Aceptas?

—Claro.

—Bien, ¿te parece bien esta noche?

—Esta noche.

—Es un poco tarde para preguntarte si tienes novio, ¿no?

Me reí.

—No te preocupes, no hay novio.

—Genial, yo tampoco tengo novia.

—Qué alivio.

—Solamente novio —entonó divertido—. Xodó, que desde que llegué está pegado a mí como una garrapata. Lo siento, pero tendrás que compartirme con él por unos días.

Sus palabras tintinearon en mi cabeza como gloriosas campanadas: días... futuro... su sonrisa... el perro... por Dios, sus labios...

—No hay problema, no soy celosa, puedo aceptar que seamos tres.

Sin perder la sonrisa, Caetano ladeó la cabeza; ceñudo y con un ojo entornado, se quedó mirándome. Adoré su mueca, adoré su poco miedo a hacer el ridículo con esa cara tan tonta.

—Bueno, yo no estoy muy seguro de querer compartirte ni con Xodó ni con nadie más.

—Puedes buscarle una novia.

—Sí, es buena idea.

Alguien del grupo, a quien Patricia le lanzó una mirada poco amistosa, nos llamó a ambos para invitarnos a acomodarnos alrededor de las neveras portátiles para que comenzara la degustación del menú.

—Adelántate, tengo que quitarme esto —me dijo haciendo referencia al traje de neopreno.

Medio a regañadientes, me alejé de él.

Caetano y los demás se hicieron a un lado después de recoger sus toallas y bañadores de entre las tantas cosas que colgaban de las sombrillas.

De espaldas a mí, Caetano pilló por la parte baja de su cintura la cinta que debía pescar para bajarse el cierre del traje y de ésta tiró. Su espina dorsal, igual de bronceada que su rostro, quedó expuesta a mí; a continuación, al moverse él para salir de dentro de la rigidez de la capa que lo protegía del frío del mar y del intenso sol, descubrí sus hombros y el resto de su espalda, cada músculo trabajado a conciencia, cincelado, marcado y duro como las curvas en sus manos.

Imaginé mis dedos recorriendo esa espalda y me alivió no sentir que el único modo que tendría para animarme a hacerlo sería dentro del Mirror; es más, me entusiasmaba la idea de descubrir su cama, así bien fuese un colchón tirado en el suelo de un muy desordenado piso. No es que no me pusiese un poco nerviosa el estar a solas con él, pero de todas maneras quería atreverme a la intimidad con él sin terceras personas presentes, lo cual ya era un avance notable en mí.

Caetano empujó un poco el traje hacia abajo, justo para que quedase trabado a la altura de sus angostas caderas y para que asomase el perfil de un trasero igual de bronceado que me arrebató una sonrisa.

Sin parar de conversar animado con los demás, Caetano se ató una toalla a la cintura e, inclinándose hacia delante, se deshizo del traje de neopreno.

Riéndome sola, deseé que la toalla se le cayese.

No sucedió.

Caetano vistió sus bermudas grises y se arrancó la toalla para terminar de acomodarla en su sitio y atar el cordón interior.

Se dio la vuelta para buscar su mochila, la cual estaba en el suelo, y para enseñarme que su torso no tenía nada que envidiarle a su espalda.

Guardó sus enseres en la mochila mientras continuaba charlando y riendo con los demás surfistas, sin que Xodó le permitiese deshacerse de él.

Tuve la suerte de que toda la movilización para que nos acomodásemos alrededor del chef y sus platos se demoró, porque así le dio a tiempo a llegar a mí otra vez, acompañado del perro.

Se puso a bromear sobre todas las ceremonias que hacia Sergio, el cocinero, antes de darnos a probar los platos. Me comentó algunas de las extrañas recetas que había probado en China, y me preguntó cuál era mi comida preferida. Le pregunté si él también hacía yoga como todos los demás; hacía yoga, corría e iba al gimnasio. Me contó que también sabía hacer acupuntura, digitopresión y tantas otras cosas más.

Curioseó sobre mi color de cabello y en respuesta le dije que el turquesa era el único color que me faltaba probar. Le pregunté sobre cuánto tiempo llevaba con el cabello largo y me respondió que desde los veinte.

Me confesó que hablaba chino bastante bien, pero que extrañamente, con el español, se le enredaba la lengua; el inglés nunca le había gustado, pero lo hablaba a la perfección porque sus padres le habían machacado hasta el cansancio la importancia de aprenderlo. Me dijo que tenía una hermana menor estudiando en Inglaterra y que sus padres también eran médicos; su madre, especialista en pediatría.

Me preguntó cómo había llegado hasta allí y se lo conté, obviando la parte de los detalles que me habían impulsado a quedarme. No le conté nada del Mirror, ni le dije que trabajaba para Daniel; tampoco le mencioné nada de mi medicación, pero, cuando quiso saber si extrañaba Buenos Aires, le contesté que, más que extrañar la ciudad, extrañaba a algunos amigos. Al final acabé mencionando a quien en realidad era mi verdadero único amigo aparte de Patricia, Dome. Por supuesto no le expliqué nada del Délice, sólo le dije que Doménico me había ayudado muchísimo en un momento crítico de mi vida. Me preguntó a qué se dedicaba Dome y le hablé de su gimnasio.

Mientras degustábamos el entrante, una ensalada que en realidad no tenía gusto a absolutamente nada, ni siquiera a pasto, nos pusimos a conversar de fútbol. Él se declaró fan y seguidor a muerte del Flamengo, aunque admitió que no era muy bueno jugando al fútbol, se le daba mejor el vóley, deporte en el que Flamengo también destacaba en el país.

El primer plato, una cebada que se me quedó atorada en la garganta y que por poco hace que me ahogue porque Caetano se puso a contarme anécdotas graciosas de su estancia en China.

La comida no me impresionó en absoluto; quizá fuese porque estaba demasiado concentrada en él, porque era divertido y despreocupado al conversar.

Durante la sobremesa, vimos fotos de su viaje en su iPhone y me explicó cientos de cosas sobre los lugares que había recorrido.

De las fotos saltamos a la música, de la música, a los libros, de los libros, a películas y a los programas que veíamos en la televisión cuando éramos niños, nuestros dibujos favoritos... Saltamos a Niemeyer porque le conté lo del desfile en el museo y él se puso a hablar de arquitectura.

De lejos ya resultaba evidente que Caetano había tenido el privilegio de recibir una educación excelente y que, además, lo había absorbido todo a su alrededor tanto en los viajes que había hecho por su cuenta —el primero a los dieciséis— como en los que había llevado a cabo con sus padres desde muy pequeño. Caetano era hijo de una familia acomodada y, por lo que me contó, debían de ser prácticamente vecinos del gobernador.

Tomamos el sol mientras alguien se puso a explicarle a todo el grupo algo sobre una nueva tendencia en alimentación; incitada por él, me animé a meterme en el mar (salí pronto, pues el agua estaba helada, pese a que eso implicó apartarme de él).

Más conversación en grupo mientras el sol caía. Un par de personas del grupo comenzaron a despedirse y partir.

Cerramos las sombrillas y volví a ponerme la camiseta negra porque tenía el cuerpo caliente y, como el sol había quedado detrás de los edificios de la ciudad, me había entrado frío.

Al final quedamos unos pocos: dos de los surfistas que acompañaban a Caetano, éste, Patricia, Lucrecia y yo, compartiendo unos quesos derretidos en las brasas que le compramos a un vendedor ambulante.

Uno de los surfistas miró la hora en su reloj por tercera vez en menos de quince minutos, creo que todos notamos que estaba inquieto. Se hizo el silencio, por lo que a nuestro alrededor sonó únicamente el mar rompiendo contra la arena.

—Ok, me parece que alguien está ansioso por marcharse.

El chico que había estado mirando la hora en su reloj sonrió.

—Tengo una cita esta noche.

—¿Alguien que conozcamos? —curioseo Patricia.

—No, pero, si todo sale bien esta velada, es probable que la conozcáis en breve.

—¡Matador! —exclamó el otro surfista riendo.

—Siento interrumpir el momento, Caetano, pero ¿podemos irnos ya?, no quiero que se me haga tarde.

—Bueno, yo también debería irme, que también salgo esta noche —entonó Caetano y a continuación giró su rostro hacia mí—. Tengo que irme, que el vehículo en el que llegamos con las tablas es el mío y debo llevarlos a ellos a sus respectivos hogares antes de ir al mío a ducharme. ¿Te parece bien que pase por tu casa a eso de las ocho?, así me cortas el cabello antes de salir.

Los surfistas chiflaron y silbaron y a Patricia se le iluminó la mirada.

—Sí, claro.

—Otro que no pierde el tiempo —acotó con una sonrisa el mismo que había soltado el «¡matador!».

No me hice mayores problemas porque todos se enterasen de que saldríamos esa noche después de que le cortase el pelo.

—Cierra la boca —le soltó Caetano—. Andando, en pie.

Los muchachos se levantaron y comenzaron a sacudirse la arena de encima.

—¿Puedo llevaros? —nos preguntó a las tres.

—Nosotras vivimos a unas calles nada más.

—Ya, pero igual no me cuesta nada.

—Está bien, Caetano, no te preocupes, marchaos —me secundó Patricia, sonriendo de oreja a oreja.

—Por mí no os preocupéis, que yo he quedado en encontrarme con una amiga que vive por aquí cerca.

—Bueno —Caetano palmeó la cabeza de Xodó—, si no podemos hacer nada por vosotras, entonces nos retiramos.

Hubo reparto de besos en las dos mejillas para todos y Caetano se despidió de mí con un «hasta luego» y una gran sonrisa.

Con la sangre latiéndome a toda velocidad dentro de las venas, lo vi alejarse en compañía de sus dos amigos, cargando sus tablas, con sus mochilas sobre las espaldas y Xodó junto a ellos, olfateando la arena y reclamando más mimos.

Me alegró el corazón que él fuese mi nueva perspectiva, una alegre y ligera que me mantenía una sonrisa en los labios con el correr de las horas.

Lo bien que me había hecho ir a la playa ese día.

—Madre de Dios —soltó Lucrecia cuando ellos se alejaron lo suficiente como para no poder escuchar su voz—. ¿Puedes creer cómo ha vuelto Caetano de su viaje? —Se abanicó la cara—. Siempre ha estado tremendo, pero ahora está que... ¡Dios santo! Tienes suerte —añadió dirigiéndose a mí.

Patricia se rio.

—Sabía que vosotros dos congeniaríais al instante.

—Así que por eso insististe en que viniese.

Volvió a reír en respuesta.

Unos minutos más tarde íbamos de camino a casa.

13. Provocando sombras en la oscuridad

—Si todavía tienes aspiraciones de continuar con tu carrera, de tu boca no saldrá ni una palabra, Mel. No bromeo —le advertí recogiendo la chaqueta de cuero de encima de las cajas apiladas a mi lado. Se quedó con la boca abierta, muriéndose de ganas de soltarme lo terrible que era mi idea. Más terrible era continuar intentando contener esa situación y, sobre todo, mi estado. Tenía que salir de allí solo, tenía que buscarla, verla, estar con ella y, todo, sin que nadie más que ella y yo lo supiésemos; bien, era probable que, si su amiga estaba en casa, me viese, pero de todos modos algo me decía que Patricia Santos no suponía un problema; hasta donde había podido averiguar, ella jamás había estado en la Rocinha, no tenía antecedentes, no tenía novio, sus amigos correspondían a su mismo grupo de trabajo y las drogas más fuertes que consumía eran las flores de Bach que encargaba en una farmacia a unas calles de donde vivía. Patricia no tenía problemas de dinero ni ninguna otra razón para conocer a Nuno de ningún sitio, y me parecía que, después de la redada del BOPE en su casa cuando fui a ver a Miranda, no le quedarían ganas de hacer migas con gente como Nuno.

Sí, Nuno podía torturarla de un modo u otro para que ella le revelase alguna información sobre mí o Miranda; decidí arriesgarme.

—Señor, se lo ruego...

—Mel, no seas pesada. Cumple con lo que te pido y no te preocupes por nada más. Mi guardia tiene que continuar creyendo que me quedaré en mi oficina trabajando hasta tarde. Tú vete a casa y diles que hoy te he dispensado.

—Señor gobernador, usted conoce los riesgos a los que se expone cada vez que hace esto, cada vez que se escapa de quienes lo protegen.

—Lo sé muy bien, o al menos eso creo. ¿Tienes alguna información que compartir conmigo? —La enfrenté todavía sonriendo, mientras encogía los hombros dentro de la chaqueta.

—¿Señor?

—Pregunto por si sabes de algún plan secreto en mi contra. —Trabé el cierre y comencé a subirlo.

—¿Por qué me dice esto? Yo sólo sé lo que usted me cuenta.

—¿Y los informes que te pasan los del servicio secreto?

—Señor, esos informes le llegan a usted a sus manos en sobre cerrado, yo nunca los abriría si...

—Ahórratelo, Mel —solté medio enojado, recordando las amenazas de Nuno. Ni se me cruzaba por la cabeza que Mel estuviese jugando a mis espaldas con todo lo que había hecho y continuaba haciendo por mí; sin embargo, con alguien tenía que desquitarme y ella estaba delante de mí.

—Señor, no entiendo qué es lo que sucede, yo sólo me preocupo por usted; sabe que la oposición está deseosa de tener un motivo para saltarle a la yugular, y que la gente a veces se pone... solamente quiero evitarle un mal trago.

—No eres mi madre, Mel, no necesitas protegerme.

—Al menos podría decirme dónde... por si... —Sonrojándose, se detuvo.

—¿Quieres saber adónde voy? —El rubor de sus mejillas me provocó un arranque de ternura. La cogí por los hombros sin darle tiempo a responder. Planté un beso en cada una de sus mejillas—. Prefieres no saberlo, Mel. —Estaba casi seguro de que preferiría no tener la certeza de que iba a ver a Miranda, porque eso daría rienda suelta a los celos que imaginaba que ya sentía. Si es que esa mañana, cuando me puse como loco porque ella me obligó a tomar la decisión de no esperar a que Miranda llegase para peinarme, le grité que dejase de dirigir mi vida, que no gastase tanta energía en acercar o alejar de mi lado a las personas que creía convenientes para mí o no, que ella no era mi novia, y su reacción no fue únicamente ponerse incluso más roja de lo que estaba en ese instante, sino que, además, se le habían llenado los ojos de lágrimas. Por lo visto esa mañana yo estaba más irritable de lo normal y ella, más sensible de lo normal.

—Se equivoca, sí prefiero saber dónde está y, aunque intuyo que será mucho pedir que me llame cuando regrese a su casa, de cualquier manera me gustaría que...

—¿Y si no vuelvo a casa a dormir?, ¿y si duermo fuera?

La vi tragar con dificultad, su cuello se ensanchó.

—Pues avíseme de dónde pasará la noche; enviaré a un grupo para que lo proteja en cuanto me facilite la dirección.

—Mel, deberías buscarte un novio. —Le di un apretón a sus hombros—. No te preocupes por mí, estaré bien.

—Señor gobernador, no mezcle las cosas; hablamos de su seguridad y ni siquiera ha aceptado ponerse el chaleco antibalas.

—¿De verdad esperabas que aceptase ponérmelo? —Le sonreí y la solté—. Mel, te adoro, eres la hermana pequeña que jamás tendré, por suerte. Vete, lárgate a beber unas copas de algo bien fuerte por ahí, a conseguir alguien que te pueda dar un buen rato de diversión, que necesitas despejarte un poco.

—Señor gobernador...

—Mel, éste que te habla ahora mismo es Daniel, no el gobernador ni el candidato: hazme el grandísimo favor de olvidarte de mí durante las próximas doce horas.

Mi joven asistente se quedó mirándome sin parpadear.

—Prometo no llamarte en toda la noche, de modo que puedes apagar tu móvil y beberte un par de copas de más.

—Pero...

—Nos vemos mañana, Mel —me despedí encasquetándome el gorro tejido en la cabeza; tanto éste como el resto de la ropa que vestía se la había pedido a ella, quien, a mediodía, se escapó hasta mi casa a por la bolsa que trajo cuando fue a buscar mis cosas a la tintorería para luego llevarlas a casa, la excusa perfecta para que nadie sospechase de su salida de la oficina hacia Tijuca.

Lo nuestro había sido la operación secreta perfecta: nadie me vio llegar a ese depósito perdido en la parte trasera del edificio y ella apareció unos minutos después que yo, con mi ropa de camuflaje.

—Señor...

Mel llevaba su camisa sastre remangada, por lo que vi que en sus antebrazos se le ponía la piel de gallina.

—Piérdete, bonita, que yo ya estoy fuera de aquí. —La oí tomar aliento para añadir algo más con la intención de detenerme; no di tiempo a sus palabras a emerger de su garganta. Giré la llave en la cerradura, tecleé el código de seguridad y salí del edificio de la gobernación caminando como cualquier persona normal que sale de su casa o de su trabajo, sin mayor preocupación. Me coloqué las gafas oscuras y del bolsillo trasero de mis pantalones saqué una cajetilla de cigarrillos y el encendedor. Al llegar a la esquina ya fumaba despreocupadamente, echándole un vistazo a la pantalla de mi móvil; en realidad no miraba nada en particular, era un gesto articulado únicamente para disimular mi andar, para pasar a ser una más de las tantas personas que salen a la calle a esas horas, de esa mezcla de gente que sale cansada del trabajo deseando llegar a casa pronto y esos que salen de casa pronto para empezar a disfrutar de la noche.

Una patrulla de la Policía Militar pasó por detrás de mí cuando terminaba de cruzar la calle. Vestido así, con el cabello escondido debajo de la gorra negra que me llegaba a la parte inferior de la nuca, un cigarrillo entre los labios y la penumbra, ni siquiera parecía yo; bien, en realidad no el yo al que ellos debían reconocer como el gobernador.

Andando sin fijarme en nada en concreto, recorrí unas cuantas calles más hasta que acabé mi cigarrillo y me alejé lo suficiente de aquel lugar que me identificaba.

Como al poco ya estaba mucho más oscuro, me quité las gafas y, entonces sí, me dispuse a buscar un taxi que me llevase hasta casa de Miranda.

No me costó mucho encontrar uno y el taxista se alegró cuando le dije a dónde iba, puesto que era una carrera lo suficientemente larga. Pretendió darme charla, pero lo ignoré y entonces le subió el volumen a la radio, la cual me dediqué a ignorar también, porque mi cabeza no estaba para música... sólo deseaba oír el sonido de su voz y por eso hice emerger mi móvil otra vez. Sopesé llamarla, avisarla de que iba de camino para verla, para estar con ella porque esas últimas veinticuatro horas sin su presencia habían sido enloquecedoras... es que, cada vez que había habido el más breve impasse en el trabajo, me había puesto a pensar en ella, a temer por ella después de las cosas que me dijo Nuno. De ser por mí, la hubiera llamado en ese instante y le hubiese dicho que preparara una bolsa con algunas cosas básicas para largarse conmigo a alguna playa escondida en un rincón perdido del norte del país, allí donde no existe ni el invierno ni el tiempo, donde no es preciso tener un nombre que te identifique, ni una historia, solamente horas que vivir. Busqué su número en mi móvil y me quedé observando la pantalla como un estúpido. Apagué el móvil y a los diez segundos lo alcé una vez más, hasta tener su nombre y su número frente a mí. La pantalla se fue oscureciendo hasta ponerse negra a la espera de que mi dedo se decidiese a tocar sobre el icono de llamada, lo cual obviamente no sucedió, ni sucedería, porque me daba pánico que me dijese que no fuera, que me rechazase. «Mejor no ponerla sobre aviso», pensé. Si aparecía en su casa por sorpresa, quizá no le diese tiempo a reaccionar, o tal vez aquella acción hablase por mí, evitando que me viese en la necesidad de explicarle lo mucho que deseaba tenerla a mi lado sin tener una idea real de por qué me apetecía tanto escuchar su voz o tener sus dedos entre mi pelo. Obviamente que deseaba de ella mucho más que eso, lo quería todo, incluido no desearla lejos de mí por la mañana; la quería por las noches conmigo, por las mañanas conmigo, en esos mediodías lentos, después del almuerzo, cuando el día parece interminable; la quería a mi lado mientras el sol caía, cuando la calidez del día comienza a acusar la llegada de la noche, cuando lo único que parece poder ayudarte a entrar en calor es otro cuerpo, pero no cualquier cuerpo. En ese momento, el único cuerpo, la única presencia que podía ayudarme a sentirme vivo, era el suyo. Sin ella no podría seguir; sin ella provocaba sombras incluso en la oscuridad más cerrada de la noche; sin ella no era más que un vehículo perdido en el tráfico infernal de Río de Janeiro, un taxi sin destino.

Me guardé el maldito teléfono en el bolsillo y, por soltar un poco de mi frustración, más que por no reconocer la ruta que seguíamos, le pregunté al taxista si faltaba mucho para llegar.

El hombre me contestó que estábamos a mitad de trayecto y que ése era el camino más corto. Eso yo ya lo sabía.

Resoplando, me encogí en el asiento, descendiendo por el cuero sintético para que las luces de los coches diesen en mis ojos, encandilándome, cegándome del resto del mundo, retrotrayéndome a los recuerdos de su rostro, de sus sonrisas, de las miradas que me dedicó mientras comíamos en la fundación, de su perfume.

Deseé gozar de mucho más tiempo para atesorar recuerdos de momentos a su lado; lo que daría por que ella experimentase y padeciese mi misma necesidad.

Moví la vista del tráfico hacia las calles, a la gente andando por las aceras en su propio universo, en universos compartidos con quienes tenían al lado; los envidié. Envidié cada momento de normalidad del condenado universo.

—Casi hemos llegado —anunció el taxista al rato llamando mi atención.

Trepé con la espalda por encima del asiento y procuré identificar en qué calle nos encontrábamos; es que, si bien le había dado su dirección exacta al chófer, no quería que me dejase en la puerta de su casa, necesitaba al menos poder dar un par de pasos por la calle para reunir valor para pulsar el timbre del portero automático de su apartamento y decirle que era yo, que la invitaba a tomar algo, a cenar o a lo que se le antojase hacer, así no fuese más que quedarnos en su casa tirados en un sofá o en su cama; de hecho, ese plan sonaba mejor que ningún otro.

—Deténgase en la siguiente esquina —le pedí al ubicarme.

—Pero la dirección que me ha facilitado es en la siguiente calle, señor.

—Sí, lo sé; le pagaré como si me hubiese llevado hasta allí.

El taxista me lanzó una mirada de incomprensión por el espejo retrovisor.

—Deténgase.

—Como usted diga.

El sonido del intermitente repiqueteó en mi trasero. El taxista se arrimó a la derecha en el espacio entre dos automóviles estacionados justo antes de la esquina. Apagó el taxímetro.

Busqué un par de billetes y se los tendí, indicándole que se quedase con el cambio.

Bajé del coche reconociendo todo lo que me rodeaba de mi anterior visita allí con el BOPE; en mi entrenamiento con el batallón había desarrollado, entre tantas otras habilidades, una capacidad excelente para retener en mi cabeza los escenarios que visitaba, ejecutando una radiografía mental detallada que me pudiese ser de utilidad después.

Subí a la acera y cerré los ojos: la farmacia, en la esquina, en diagonal a la que yo estaba; la entrada del moderno edificio a mi derecha, uno de los pocos —por no decir el único— con menos de diez años en esas dos calles; la pizzería, en la acera de enfrente; el puesto de periódicos y revistas a la vuelta, justo en la entrada de la cafetería que en su entrada promocionaba jugos y sándwiches.

Abrí los ojos y me decidí a seguir por esa acera para cruzar la calle antes de enfrentar, en la manzana siguiente, el portal de su edificio.

El semáforo me retuvo; dos chicas jovencitas se detuvieron a mi lado, hablando hasta por los codos. Frente a nosotros tres, en la otra esquina, una pareja de unos sesenta años conversaba. Ninguno de ellos reparó en mí más de lo que se puede reparar en cualquier otro sujeto que va por la calle; nadie vio en mí al gobernador.

El semáforo peatonal nos devolvió el paso.

Di un par de zancadas y de un edificio salió un hombre joven con un perro pequeño, todo arrugado, que parecía una oruga. El animal se cruzó en mi camino, apurado para aproximarse al árbol para orinar u olfatear o probablemente las dos cosas. Hubo pasos titubeantes, medio que me enredé con su correa, el chico que lo paseaba me pidió disculpas, el perro cambió de rumbo, entre los tres nos enredamos, más gente quedó en medio, entre ellos una señora que saludó al chucho por su nombre, su dueño lo alzó en brazos con un gesto un tanto temeroso, imagino que se percató de mi mala cara, me pidió disculpas de nuevo, la mujer acarició al animal. Me aparté de ellos fastidiado y cuando me di la vuelta...

Cuando me di la vuelta vi que un melenudo rubio esperaba en el portal del edificio de Miranda. Reparé en que iba bien vestido, procurando aparentar confianza en sí mismo, confianza que no sentía porque se movía de aquí para allá en los treinta centímetros a su alrededor, poniendo y sacando los dedos de los bolsillos de sus pantalones, buscando nada en particular en los de su chaqueta, acomodándose el cuello de la camisa para luego pasarse las manos por el cráneo y después por el cabello recogido detrás de la nuca en un nudo muy informal que en realidad debía de ser un peinado fríamente calculado para lucir así. ¿Tendría una cita? ¿Tendría una primera cita? Supuse que se trataba de lo último, por sus nervios.

Pobre de la dama en cuestión; con la espera, a ese tipo debían de estar encogiéndosele los huevos del miedo y probablemente su pene debía de estar como estaría si lo lanzasen desnudo en medio del Círculo Polar Ártico.

Me reí solo.

—Pobre desgraciado —murmuré en voz baja, y eché un vistazo hacia atrás para verificar si venía tráfico y así cruzar la calle. No pensaba aguardar a que él enfrentase a su chica para enfrentar yo a la que quería para mí. Que me viese actuar, que aprendiese cómo se conduce un verdadero hombre.

Venía un coche, por lo que me detuve entre los vehículos estacionados.

Al dirigir la vista hacia delante otra vez, tuve que parpadear tres veces para convencerme de que mis ojos no me engañaban; allí estaba ella, detrás del cristal de la puerta, tan hermosa como siempre, sonriéndole al idiota del melenudo, que, si mis cálculos no fallaban, se cagaría en sus pantalones en cuanto ella abriese la puerta.

Miranda abrió y le sonrió con ganas. Iba arreglada, guapísima, con su cabello dispuesto de un modo exuberante que hizo que todos mis músculos se tensasen y que, en la parte baja de mi abdomen, mis abdominales se hiciesen un nudo, un nudo que comenzó a apretarse tirando del resto de las fibras de mi humanidad hacia su centro, absorbiéndome, consumiéndome. Ella estaba lista para salir y lo esperaba a él.

—No hagas esto, Miranda, no lo hagas; regresa a tu apartamento, sube, enciérrate y espérame allí. No le abras la puerta a nadie más; no quieras estar con nadie más que conmigo —le rogué en voz baja desde la distancia.

El melenudo puso una mano en su cadera y besó sus dos mejillas, y a mí me entraron ganas de cruzar la calzada y estampar su frente contra la puerta de cristal hasta que ésta quedase convertida en astillas imposibles de barrer de tan pequeñas, hasta que la puerta no fuese más que polvo.

Miranda, con una seña, lo invitó a entrar y en mi garganta quedó atorado un «¡no!» tan infinito que lo abarcó todo.

Él no se cagó, él no dudó. Ella se hizo a un lado y él entró.

—Desgraciado hijo de puta, pedazo de mierda —gruñí saltando de regreso a la acera que había dejado un instante atrás.

Estaba furioso, enajenado; la sangre en mis venas era como ríos de lava que me quemaba por dentro; el nudo en la parte baja de mi abdomen se convirtió en un torbellino que me tragaba a gigantescos bocados, al tiempo que escupía, desde su raíz, agujas de ácido capaces de corroerlo todo, así de tóxico y dañino era yo para mí mismo.

Bajé el bordillo otra vez; cruzaría la calle y llamaría a su puerta, enfrentaría a ese pedazo de mierda que no la merecía, a ese poca cosa que ni siquiera sabía qué hacer al esperarla en el portal.

El semáforo acababa de cambiar, por lo que se me vino encima una ráfaga de automóviles a toda velocidad. Tuve que quedarme plantado sobre el asfalto entre vehículos estacionados a mi derecha e izquierda para que no me aplastasen.

Desesperado y sin poder estarme quieto, di la vuelta una vez más y subí a la acera de nuevo.

Mis ojos repiquetearon entre los portales a mi alrededor, los locales comerciales que comenzaban a cerrar sus puertas y la gente que iba y venía.

Con la respiración corta y rápida resonando en mis oídos, procuré pensar en qué decir al llamar a su portero automático.

Saqué mi móvil, pero no para llamarla a ella, sino para encontrar a alguno de mis conocidos del BOPE; quería que se llevasen a ese poca cosa muy lejos de Miranda.

Pese a que las manos me temblaban, di con el primer número, pero no me atreví a llamar. Devolví el móvil al bolsillo. Dándome la vuelta, fui hasta el bordillo otra vez; no venían vehículos, de modo que crucé. Apresuré el paso hasta su edificio; sin embargo, no tuve el coraje de subir el primer escalón del portal... me detuve en seco, como si frente a mí hubiese un campo de fuerza invisible que no me permitiera pasar.

Retrocedí un paso y alcé la vista recorriendo la fachada del edificio recortada entre la oscuridad de la noche y las luces del alumbrado público.

¿Y si gritaba su nombre desde allí? ¿Comprendería ella lo mucho que la necesitaba?

Di otro paso atrás...

Los pisos del edificio se me confundieron unos con otros y no pude dar con su ventana.

Me mareé.

Dentro de mi cabeza la llamé con gritos desesperados, sintiéndome cada vez más pequeño, más desamparado y perdido en un mundo que me era completamente ajeno.

No quería alcohol, no quería drogas, no quería a otras mujeres y no podía regresar a casa ni a mi vida, y lo peor de todo era que el poco oxígeno que entraba en mis pulmones no era suficiente como para mantenerme con vida.

Ella y nada más que ella.

—Miranda... —Su nombre emergió de mis labios como la última palabra de un moribundo que espera que exista algo después de esta vida, pues no consigue convencerse de que sea esto y nada más.

No quería morir sin ella.

Retrocedí un paso más y, con la vista completamente en blanco, apreté los párpados y me llevé una mano a la frente. Mi piel estaba helada y empapada en sudor.

Tomar conciencia de mi patético estado me puso furioso.

Sin mirar antes si venía algún automóvil o no, me lancé a cruzar la calle.

Oí el estruendo de las bocinas, las frenadas y, cuando quise darme cuenta, estaba de frente a un coche rojo compacto que conducía una mujer; ella, todavía aferrada al volante, comenzó a insultarme.

No pude moverme de mi sitio, pese a que el vehículo, y toda la fila que lo seguía, tocaba el claxon a un escaso metro de mí —o quizá fuese bastante menos; no me había atropellado de milagro—. Me quedé mirándola sin comprender absolutamente nada.

La chica bajó la ventanilla y comenzó a gritarme de todo.

El chófer del bus que quedó atravesado en la bocacalle directamente sacó medio cuerpo por la ventanilla para hacerme saber lo que opinaba de mí.

—¿Estás bien? —me preguntó un hombre que debía de tener más o menos mi edad, que transitaba, acompañado de una mujer, por la acera donde estaba el edificio de Miranda.

Le contesté que sí con la cabeza y acabé de cruzar la calle.

En cuanto liberé la vía de mi carne, el tráfico volvió a fluir.

En ese momento, directamente no tenía pulso, y por eso me costó una eternidad sacar un cigarrillo y encenderlo.

Por un par de minutos, mientras el pitillo se consumía por estar entre mis dedos más que por las aspiraciones que le propinaba mi boca, la gente se quedó observándome. El eco de esa situación en la que casi resulto atropellado se perdió en los demás sonidos de la ciudad, en los que cambiaban a su versión nocturna.

Encendí un cigarrillo más y esta vez sí pude fumarlo; lo hice a conciencia, observando fijamente la entrada del edificio, y saltando con la vista hasta las ventanas de su piso.

Los minutos continuaron pasando.

¿Quizá iban a quedarse allí, en su casa? ¿Habría cocinado para él, cocinarían justos? ¿Estaría Patricia en el apartamento? Me entraron ganas de llamar al móvil de esta última para comprobarlo.

¿Por qué no salían?

La verdad es que me importaba una mierda si alguien sospechaba de mí por quedarme aquí parado, observando aquella puerta con el gesto más maniático posible en el rostro. Que viniese la policía, que se atreviesen siquiera a preguntarme mi nombre y para qué hablar de cuestionarme los motivos de mi presencia allí, que las ganas que tenía de matar a alguien eran demasiadas como para contenerlas bajo mi piel y ya empezaba a sudarlas.

No sé cuantos cigarrillos fumé; desde el bolsillo tiraba de mí hacia abajo el peso de la cajetilla casi vacía.

Me llevé el pitillo a los labios y le di una profunda calada; contuve el aire un instante y después solté el humo en una fina hebra que se disolvió en la noche ya menos concurrida.

Si era preciso, me quedaría allí hasta que el hijo de puta del melenudo saliese; lo seguiría hasta su casa y entonces arreglaríamos cuentas él y yo.

Bajé el pitillo y le di un golpe al filtro para liberar la ceniza y entonces, de refilón, la vi. Miranda salía de su portal abrigada con una chaqueta de cuero del estilo de la mía y llevaba colgando en bandolera sobre su pecho un pequeño bolso.

Reía.

Él la siguió inmediatamente después; entonces llevaba el pelo suelto; se lo veía feliz, relajado, demasiado relajado y a gusto con la situación; tal era así que, en cuanto bajaron el escalón, él se pegó a ella y rodeó su cintura con uno de sus brazos.

Miranda no ofreció ninguna resistencia al abrazo del melenudo.

—¿Qué mierda haces, Miranda? —le pregunté girando alrededor del árbol más próximo para ocultarme sin perderlos de vista. No los perdería de vista.

Se alejaron, caminando tranquilos y sin prisa, en dirección a la esquina por la cual yo había llegado. No siguieron derecho, pues doblaron en la primera calle en dirección al mar.

Solté el cigarrillo a la mierda y me lancé tras ellos cruzando la calle una vez más.

Por un par de segundos quedaron fuera de mi vista; doblé la esquina y volví a verlos.

Él tenía el rostro vuelto hacia ella, le sonreía, le hablaba, y en determinado momento alzó su mano derecha —la izquierda todavía estaba sobre la cadera de Miranda— y le acarició el puente de la nariz, que solamente entonces reparé que estaba bronceado. Los dos estaban morenos, él mucho más que ella, como si viviese toda su puta vida en la playa, sin tener mayor responsabilidad que mantener el color cobrizo de su piel. ¿Habría pasado Miranda el día en la playa con él? ¿Lo habría conocido allí? Jamás debí dispensarla de sus servicios; fue un error, debí haber hecho oídos sordos a las palabras de Mel. ¿Qué cosa tan terrible podía suceder si se me hacía media hora tarde para mis reuniones?, el mundo no se hubiese ido al infierno, ¿no? Ése era el infierno: ella caminando con él, los dos animados, juntos y demasiado en confianza.

Nos aproximamos a la siguiente intersección, por lo que aminoré la marcha para que el semáforo no nos detuviese a los tres en la esquina.

El semáforo los hizo parar; me quedé remoloneando algunos metros por detrás de ellos. Ninguno de los dos ni siquiera parecía tener intención de reparar en mí o reconocer al resto de la humanidad que los rodeaba.

Sin despegarse uno del lado del otro, volvieron sus rostros hacia ellos y conversaron mirándose a los ojos, algo que yo no me veía haciendo con nadie más que con ella.

Al idiota se le caía la baba por Miranda y era imposible no notar, incluso desde mi posición, que se moría por besarla.

—Si la besas, te romperé todos los huesos hasta que quedes tan deforme que puedas tocarte el trasero con la lengua. Y después de eso te lanzaré al océano con una roca atada al cuello —lo amenacé.

No sé si oyó mis palabras o no, pero no se aminó a besarla.

El semáforo peatonal cambió para abrirnos el paso.

Una calle más y allí detrás, el mar, a esa hora casi invisible, confundiéndose con la noche.

A mitad de manzana, el melenudo la llevó hasta el bordillo de la acera y de allí cruzaron en diagonal hacia la siguiente esquina, en la que había un restaurante con mesas en la calle, muchas de ellas ocupadas por los primeros comensales de la velada.

Miranda y el melenudo rodearon las mesas y los seguí para caminar por la Avenida Atlántica en dirección norte.

Ellos esquivaron turistas, yo esquivé turistas; ellos se detuvieron a ver una vidriera, yo me detuve para ver las manos de él subir y bajar un par de centímetros por el costado de ella, entre su cadera y sus costillas; en un momento dado, sus dedos se perdieron de vista y me entraron ganas de molerle a palos.

Él se movió un poco hacia la calle otra vez, apartándose de ella, y le señaló hacia delante. Miranda le contestó algo que no alcancé a oír y lo siguió.

Un móvil sonó. Era el de él. Para contestarlo, soltó a Miranda. Continuaron caminando mientras él le echaba una mirada a la pantalla de su aparato para luego, sin hablar, sin teclear nada, volver a guardarlo en el bolsillo trasero de sus pantalones.

Anduvimos tres calles más hasta que, a unos pocos metros de pasada la esquina, el tipo se detuvo frente a los jardines exteriores y la entrada de un restaurante que no era nada en comparación a donde yo hubiese podido llevarla.

Estuvieron allí detenidos un rato, supongo que deliberando si escogían una mesa fuera o dentro. Al final entraron.

Conté un par de segundos mentalmente y después avancé hasta la puerta.

Una mujer ocupaba el mostrador de recepción; estaba al teléfono, pero de cualquier manera alzó la vista y me miró. La ignoré y espié hacia el interior del restaurante, sin poder dar con Miranda y el melenudo; dentro estaba jodidamente oscuro, probablemente para ocultar una decoración pasada de moda y platos no demasiado suculentos y de una calidad dudosa. En verdad me importaba una mierda si el lugar no tenía ni media puta estrella Michelin, el caso no era descubrir los motivos por los cuales la iluminación era tan pobre, y sí sus consecuencias: intimidad.

Sopesé, al entrar, invadir su mesa como si nos hubiésemos encontrado allí por casualidad.

No daría resultado, ella sabía que, siendo el gobernador, iba con mi escolta a todas partes y que hubiese llegado allí, a un lugar tan alejado de mi casa, solo no tenía una buena explicación.

—¿Señor, puedo ayudarlo? —ofreció la recepcionista bajando el teléfono.

—No, gracias; creo que no me gusta el aspecto del local por dentro.

Las cejas de la recepcionista treparon por su frente de pura sorpresa.

Pasé de largo, pero no fui muy lejos: justo al lado del restaurante había un bar con mucha mejor apariencia y una decoración más moderna, y también estaba ocupado por personas con un estilo mucho mejor.

Las mesas del exterior, colocadas debajo de enormes parasoles cuadrados de tela casi negra, resultaban un escondite íntimo perfecto, ya que apenas si estaban iluminadas por un par de velas flotantes dentro de unos cuencos de cristal.

Escogí una mesa junto a la pared de setos y me senté de cara al restaurante donde ellos habían entrado para poder verlos cuando salieran.

Saqué la cajetilla de cigarrillos y encendí uno.

—Buenas noches, señor —me saludó el camarero, tendiéndome una carta de piel.

Alcé las manos, frenándolo.

—Un whisky doble, por favor.

—En seguida, señor. —Dio media vuelta y se marchó.

Le di una calada a mi pitillo y me dispuse a esperar. No permitiría que el melenudo volviese a poder con mi paciencia y, sobre todo, estaba dispuesto a no permitirle, de ninguna manera, quedarse a pasar la noche en casa de Miranda.

Bebí mi whisky, uno más, otro más. Se me acabaron los cigarrillos y, entre medio, recibí un mensaje de Mel para preguntarme si iba todo bien.

Le contesté que sí, que no se preocupase por mí y que atendiese su propia existencia.

Repiqueteé los pies contra el suelo, los dedos contra la mesa, la cajetilla vacía contra el cenicero; conté las olas del mar y procuré hacerme una idea de cuánto podían tardar en cenar.

El camarero vino en mi dirección y, antes de que llegase a mi mesa, le ordené una cerveza.

La bebí.

Esperé.

Un rato más tarde me entraron ganas de orinar; no pensaba levantarme de la mesa entonces, pues seguro que ya no debían tardar mucho más en salir, no después de tanto esperar.

El camarero regresó y le pedí la cuenta, que pagué añadiendo propina suficiente como para que no volviese a molestarme.

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