Dinero

Dinero


I

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Estaba enterado de lo del tenis, y se carcajeó un buen rato de mi humillación. Supongo que pudo verme desde lo alto de la galería acristalada, tras haberme seguido hasta la pista.

—Calcetines negros —dijo—. Joder, tío, dabas pena.

¿Cuál era su tema central? Su tema central era que yo le había arruinado su vida. Que le había engañado y estafado un montón de veces. Por mucho que yo hiciese, jamás le compensaría mis putadas. La única compensación real sería mi propia ruina. No se lo discutí. No dije casi nada. Sólo deseaba que me llamase en un momento en que yo estuviera cocido de verdad: entonces sabría lo que pienso. A veces su voz sonaba altiva; otras, empequeñecida. Y siempre dolida. Una vez puestos, ¿quién sabe? Con unos cuantos brandies en el estómago me sentía capaz de manejarle, gracias a mi breve pero maligno repertorio de trucos callejeros. Pero con los locos no se sabe nunca. Una vez me destrozó un loco que no tenía ni media torta de las mías; pero en aquel estado era cualitativamente superior, estaba imbuido de una rectitud feroz, ilimitada. Llevan los motores super acelerados. Son capaces de levantar autobuses y cosas peores cuando la locura les pone a todo gas.

Fielding también me llamó varias veces. Se mostró amable y solícito, y reconoció haberse pasado conmigo en la pista. Pero la culpa había sido mía, y así se lo dije. No estuvo jugando conmigo, se limitó a usar sus conocimientos y su técnica de siempre. Si ni siquiera tuvo que esforzarse…

—Oye una cosa —le dije—. Dime, ¿quiénes eran todos esos tíos que miraban desde arriba?

—Pues, la verdad, Slick, no lo sé. Creo que dejan entrar a todo el mundo. Quizá sean amigos de los jugadores, no tengo ni idea. ¿Por qué lo preguntas?

—Uno de ellos me ha telefoneado —dije, sin concretar.

—¿Quién era? ¿Un cazatalentos?

—Seguro —dije, y alargué el brazo para coger mi scotch.

Fielding se ofreció a enviarme su médico personal para que me atendiera, pero me pareció que no había motivos para hacer que el pobre médico sufriera una experiencia tan brutal.

También me llamó otra persona. Me llamó alguien más, desde aquí mismo, desde Nueva York. En mitad de mi fiebre, en mitad de mis balbuceos, un día oí una voz humana.

A estas alturas ya había comprendido que el teléfono es un objeto malicioso e histérico, un muñeco de ventrílocuo, cargado de amenazas, de mimos. Haz eso, piensa lo otro, finge lo de más allá.

Hasta que llegó la voz humana.

Estaba en la cama, me sentía enorme, varonil, en braslip. Menudo tío soy yo. Estaba sudando, maldiciendo, tratando de dormirme. Hasta que, de repente, el teléfono me montó su número. Una de mis quejas más graves contra Selina era que, con su desaparición, me obligaba a descolgar el teléfono cada vez que sonaba. También podía ser Fielding, supuse, anunciándome nuevas remesas de dinero dirigidas a mi cuenta.

—Hola —dijo la voz conocida—. ¿John?

—¡… Selina! Ah, fantástico, mala puta. Haz el jodido favor de decirme dónde cojones…

—Lo siento. Soy Martina. Martina Twain.

Sentí…, sentí varias cosas a la vez. Sentí el hundimiento de mi escandaloso desconcierto. Sonreí, y sentí que mi cara abandonaba su viejo molde de dolor. Sentí, durante un segundo, la hinchazón de la muela, despertada por la leve contorsión de la mejilla. Sentí que se apaciguaba la corriente estática que me zumba en la cabeza. Y sentí también que, la verdad, no estaba a la altura de las circunstancias, que ni lo estaba en ese momento ni lo estaría jamás.

Mi silencio le hizo reír. La risa me colocó en la posición del gilipollas, del despistado, pero con amabilidad, pensé. En esos momentos ya me encontraba sentado, fumando, bebiendo, tratando de recomponerme. Porque debo explicar ahora mismo que Martina Twain es una tía de categoría, una de las que cualquier presidente de multinacional elegiría como pareja, una tía con clase vista desde todos los ángulos que se quiera, incluso desde los de ustedes, desde sus criterios de valor y sus patrones de conducta, sean lo que sean y sean ustedes quienes sean, oh desconocidos terrícolas. Menuda clase tiene esa chica, y qué educación, aparte de un cuerpo de primera, porque es una de esas niñas que de jovencitas han sido altas y flacuchas, pero que, sea como fuere, acaban teniendo unas tetas considerables y un buen culo. Posee, por si todo eso fuera poco, una lengua vivaz y bien salpimentada. Es norteamericana, pero se crió en Inglaterra. Siempre he sentido por ella una cosa remota y desesperada, desde los tiempos de la escuela de cine.

—Martina, ¿qué tal estás? Ni siquiera sabía que estabas enterada de mi venida aquí.

—Me lo dijo mi marido.

—Ah —dije, entristecido.

—Él está en Londres. Acaba de llamarme ahora mismo. Bien, ¿cómo es que has venido?

—Oh, suelo pasarme por aquí a menudo, últimamente. Por fin he conseguido poner en marcha una película.

—Ya, me lo ha dicho Ossie. Esta noche vienen a cenar unos amigos. ¿Quieres pasarte tú también?

—Oh, sí. ¿Quién habrá?

—Siento decirte que la mayoría serán escritores.

—¿Escritores? —dije. Hay un escritor que vive cerca de mi casa, en Londres. Cuando me ve por la calle me mira de una forma muy rara. Me pone los pelos de punta, el muy jodido.

—Eso he dicho. Escritores. Una mujer que escribe crítica en el Tribeca Times. Y Fenton Akimbo, un novelista nigeriano. Y también estará Stanwyck Mills, el crítico.

—Esta noche no podrá ser —dije—. Tengo que ir a un rollo de fiesta, con…, Butch Beausoleil y Spunk Davis.

Pareció impresionada. O eso me dio a entender su silencio.

—Ya me temía que estuvieras ocupado.

—Oye, espera un poco. ¿Y mañana, a la hora de desayunar? Tengo muchas cosas que hacer, pero creo que para el desayuno conseguiré arreglármelas.

Acordamos vernos a la mañana siguiente en el Bartleby de Central Park oeste. A las nueve en punto. Puse en marcha de inmediato mi sistema para curarme las gripes por la vía rápida. Te metes en cama, te envuelves con muchas mantas, y te bebes una botella entera de scotch. Técnicamente suele bastar con media botella, pero quería asegurar el resultado. Suspendí todas las llamadas, puse el cartel de No molesten en la puerta, y antes de las diez ya estaba durmiendo como un angelito.

El reloj marcaba las ocho y cuarto. Salté de la cama sintiéndome peleón, verdaderamente en forma aparte de los sudores, los estremecimientos, los temblores y un pronunciado mareo, más otra cosa, difícil de describir y más difícil aún de sobrellevar, algo así como si me hubiera saltado mi parada del transbordador espacial y hubiese faltado ayer a una cita que tenía en el planeta que ya he dejado atrás. Inspeccioné desde la ventana trasera la palidez matutina… Me llegó el café cuando estaba fumando en la bañera, con una temblorosa pierna apoyada en el frío borde blanco. Me corté al afeitarme, y luego tuve un buen altercado con mi felpudo. Me gusta que quede todo hacia atrás, pero las mechas gris apizarrado se empeñaron en seguir haciendo reverencias que cubrían mi despejada frente en zigzag. Mojé el cepillo y aplasté la rebelión por la fuerza. Luego me bebí el café a grandes sorbos jadeantes. Ocho y cuarenta. La mejor ropa: americana larga y acampanada, pantalones pitillo, zapatillas negras de chulo. No tomé ninguna copa, pero al cerrar la puerta ensayé un par de veces el saludo que le dirigiría a Martina, y el modo en que, riendo, pediría champagne.

Me encaminé hacia el este primero, luego al norte. Fíu, qué día tan raro: mucha luz, pero lívida, biliosa, como si en los pulmones del nuevo amanecer quedara todavía algún nudo de porquería anti ecológica. Anda, escúpelo de una vez. Y las tiendas aún dormían… ¿Dónde está el ruido? ¿Dónde está la gente ruidosa? Apenas unos cuantos coches, con ojos de resaca de gimlet. Sintiéndome extrañísimo, abordé a un poli uniformado.

—¿Qué pasa, tío? —dije animadamente, y me parece que incluso le cogí del brazo—. ¿Dónde está la gente? ¿Es fiesta? Joder, qué oscuro está todo. ¿Hay eclipse o algo así?

—¿Qué hora tiene usted? Son las nueve.

—Yo también tengo las nueve.

—Nueve de la noche, hijo mío. Aquí siempre oscurece a esta hora en esta época. Y todo el mundo se ha ido a casa.

No pude soportarlo, ignoro por qué razón. Me puse a llorar, sin hacerlo ni siquiera a gusto, sino con esfuerzo, haciendo trabajar las bombas del pecho. Con extraordinaria tolerancia, el tipo aguantó, me puso las manos en los hombros, y me dijo:

—Tienes que soportarlo, chico. Y creo que llevas toda la razón. De verdad. Pero se arreglará. Tranquilo, hombre. Mañana será otro día.

***

Y el tipo tenía razón. A la tercera mañana, cuando desperté, vi que las sábanas estaban secas. Abrí cautelosamente los ojos y me senté. Sí, había acabado, se me había pasado, aquel tormento se había ido de paseo, a por otro. Y pensé: vete a casa, a casa.

Me bajé de la cama y llamé al servicio de habitaciones. Durante más de un minuto hice jogging en el cuarto. Así debería ser siempre el despertar. ¿Me engañaba, o había perdido algún que otro kilo? Me di champú al felpudo. Encontré un frasco de desinfectante y le pegué un buen trago. Hice reflexiones. Llamé a la compañía aérea.

A mitad de mis dos primeros litros de café encendí un pitillo. Mmm, qué bien sabía. El tabaco y la fiebre no combinan nada bien. Me reprocho a mí mismo por ser incapaz de disciplinarme un poco, pero en lo del tabaco no me gana nadie. Comprendí que durante mi enfermedad había conseguido controlar mi ritmo de esputos gracias a la pura fuerza de voluntad. Cuando empecé el segundo cartón hasta descendió un poco la curva estadística, pero me sentía de nuevo capaz de arreglarlo. Si hacía falta, ahora podía fumar a dos manos.

Me toqué los dedos gordos de los pies. Me serví más café y abrí otra cajetilla. Bostecé con satisfacción. Y bien, muchacho, me pregunté, ¿qué tal una paja ahora?

Saqué un par de revistas de desnudos que llevaba en la maleta y volví a meterme en la cama para echarles una ojeada. Veamos que hay por aquí… La idea misma constituía una grave equivocación. No era nada divertido y acabé con un terrible dolor de nuca. Además, la pornografía crea hábito, no sé si lo saben ustedes. Desde luego que sí. Por ejemplo, yo soy adicto a la pornografía, y tengo que mantener unos hábitos de tres revistas y una película a la semana, por lo menos. Mientras me frotaba pensativo la nuca delante del espejo del baño, y soportaba como podía la mirada de mi maldita cara, tuve un recuerdo de mis desastrosas noches de fiebre en este caluroso Nueva York. Alguien había recorrido hasta el final el largo pasillo que conduce a la habitación 101, una vez, dos, quizá más veces, alguien que se había puesto a sacudir mi puerta, y no porque sintiera necesidad de entrar sino de pura furia, a modo de advertencia. ¿Ocurrió de verdad, o no era más que una nueva clase de sueño? Últimamente me vienen nuevos sueños de todos los tipos imaginables, sueños de tristeza, sueños de borrachera, sueños de aburrimiento que no se acaban nunca, y sueños que sólo soy capaz de comparar con la tensión de la búsqueda que me imagino deben tener que soportar los poetas en espera de que sus versos adquieran forma. Lo digo de forma tentativa simplemente. No tengo ni idea de qué pueda ser eso de escribir poemas. Ni tampoco de qué pueda ser lo de leerlos… Por lo que se refiere a mis relaciones con la lectura (en realidad, no sé por qué les digo esto: ¿lee mucho alguno de ustedes?): soy incapaz de leer, me duele la vista. Y no puedo llevar gafas, me duele la nariz. Ni puedo ponerme lentillas, me pone nervioso. De modo que, ya lo ven, no me quedó más remedio que elegir entre el dolor o dejar de leer. Decidí dejar de leer. No leer: una gran inversión para mi dinero.

Telefoneé al Carraway y pregunté por Fielding.

—Lorne quiere que le demos garantías —me dijo.

—Pues, bueno, dale garantías tú un rato. Yo me voy a casa.

—¡Tan pronto!

—Regresaré. Tengo que resolver algunos asuntos.

—¿Qué clase de asuntos? ¿Dinero o mujeres?

—De las dos clases.

—Son el mismo problema. ¿Cuándo sale tu vuelo?

—A las diez.

—Entonces, te vas hacia el aeropuerto a las ocho cuarenta y cinco.

—No. Tengo que estar en el aeropuerto a las ocho y cuarenta y cinco. Vuelo con la Airtrack.

—¿Airtrack? ¿Qué ganas yendo con Airtrack, Slick? ¿Ensalada, marihuana, números de variedades?

—Da igual. Pero voy con la Airtrack.

—Mira… Antes de que te vayas quiero que hables con Butch Beausoleil. ¿Puedes estar en mi club a eso de las siete? Es el Berkeley. Cuarenta y cuatro oeste. Deja las maletas en la entrada y pasa al bar.

Y también Llamé a Martina, que aceptó mis disculpas. Al principio, todas las aceptan. De hecho, simpatizó con mi situación. Quedamos a las seis, para tomar una copa en el Gustave, de la Quinta Avenida. Me las arreglé muy bien con ella, le conté lo enfermo y solo y jodido que había estado.

***

La jornada comenzaba a ser atareadísima. A mediodía me encontré haciendo cola en la Sexta Avenida, haciendo cola con sementales y leñadores que también querían comprarse un billete para ocupar uno de los asientos más baratos del avión grande e inseguro en el que yo iba a volar. Todas las compañías han rebajado sus precios, y actualmente sólo los abyectos volamos en Airtrack. Es la compañía aérea del pueblo: y nosotros somos el pueblo. Una chica uniformada con el pelo teñido color tomate y una increíble boca de tragona desapareció durante varios ominosos minutos en los que estuvo comprobando los números de mi tarjeta Approach americana. Luego regresó, con la dentadura brillante de satisfacción ante el magnífico crédito de mi tarjeta.

—¿Qué película echan? —le pregunté.

Tecleó con sus uñas rojas el ordenador, fastidiada por la pregunta.

Pookie Hits the Trail —dijo.

—¿En serio? ¿Quién sale?

La máquina también tenía la respuesta.

—Cash Jones y Lorne Guyland.

—Ande, dígamelo. ¿Cuál de los dos le gusta más?

—No lo sé —dijo—. Son un par de mamones.

Entré a echar una ojeada en un bar de aspecto crepuscular pero sin gogos, en la calle Cincuenta. Estuve leyendo mi billete durante un rato. En el taburete de al lado, un tembloroso ejecutivo se tragó a toda prisa tres combinados oscuros, soltó un espantoso suspiro y salió corriendo… Yo tomé vino blanco: quería mantenerme en forma. Era el primer alcohol que ingería en, no sé, quizá dos días. Después de toda esa lacrimógena confusión, después de haberme sentido la noche anterior, cuando salí a la calle, como un niño de meses, fui incapaz de tragar nada. Pero lo intenté. Sabía a veneno, a cicuta. De modo que me largué. Tenía un puñado de caramelos. La verdad, si no hubiese visto al pobre tipo aquel, tan trajeado, no sé qué hubiera hecho. Mientras masticaba pensativamente un caramelo, algo brincó contra mi peleona muela. El conocimiento es doloroso, y en aquellos momentos yo sabía muy bien que Selina tenía algún nuevo ligue en su agenda. Pues claro que sí. Es lista. Es práctica. Se habrá liado con algún agente inmobiliario, con algún hijo de papá, alguien de dinero. A lo mejor ni siquiera ha empezado a tirárselo, es posible que se esté limitando a dejarle boquiabierto, permitiéndole vislumbrar apenas el encaje de su ropa interior, dejándole pasar un instante al baño: sí, eso, y alguna que otra paja, seguro. Al fin y al cabo, así fue como me procesó a mí al principio, cuando todavía andaba con aquel ejecutivo de publicidad, y mantenía en la reserva a aquel veinteañero especialista en la búsqueda de localizaciones. Selina sabe muy bien qué tiene que hacer para llamarles, para desviarles cuando le conviene, para que no se le metan en el hangar hasta que ella quiera: tiene gran experiencia en eso del control aéreo. Hasta que, un día, te lo da todo… ¿Dónde puede estar metida? Aquí son las seis, empieza a oscurecer. Estará vistiéndose para la noche, y estará preocupada. Está preocupada. La noche es joven aquí, pero Selina ha dejado de ser joven, ya no lo es. ¿Saben una cosa? Tengo que casarme con ella, tengo que casarme con Selina Street. Si no lo hago yo, no lo hará nadie, y habré arruinado otra vida.

Terminé el vino y me bajé del taburete, sorprendentemente alto, por cierto. Era como si me hubiese tomado seis vasos, o jarras, de aquel amistoso vino californiano. Regresé al hotel por entre la muchedumbre (ya están aquí otra vez) de extras y aspirantes, de actores de una frase y de ninguna, de terrícolas desconocidos que pueblan las calles de Manhattan. Furiosos taxis maldecían, deprimidos. Luego me fijé en unas pancartas: BRITÁNICOS FUERA DE BELFAST y AMO EL IRA y ¿QUIÉN MATÓ A BOBBY SANDS? Bobby Sands, muerto tras su huelga de hambre. Hacer huelga de hambre debe de resultarle especialmente atractivo a esos manifestantes, que suelen tener un cuello grueso como el de un buey.

—¿Habla usted conmigo? —le grité a uno de ellos.

—Lárgate ya. Qué sabrás .

Y entonces recordé que el príncipe de Gales también estaba en Nueva York. Probablemente la manifestación fuese por él. De hecho, eso fue lo que pude comprobar en ese momento leyendo otra de las pancartas. Pues bien, aguanta, príncipe, pensé. No hagas caso de estos gansos. Tú eres el que tiene razón, seguro.

De nuevo en el hotel, hice un trato con el tipo que estaba detrás del mostrador. A cambio de diez pavos y una conversación de otros tantos minutos acerca de Lorne Guyland y Caduta Massi, me dejó conservar mi habitación hasta la seis de la tarde sin cobrarme ni un céntimo más. Era un fan de Caduta, de los de toda la vida, y también estaba encantado con el viejo Lorne.

—Ha aguantado en la cresta durante treinta y cinco años —me explicó—. Así es como se ha ganado mi respeto.

La poco apreciada habitación soportó calladamente el martirio mientras yo hacía el equipaje. Como recordaba mi cita con Martina, y quería seguir portándome tan bien como durante los dos últimos días, me había reservado una botella de Chablis para no quedarme sin combustible durante la tarde. Pero la habitación estaba llena de scotch y gin y brandy, y deploro el despilfarro. Toda una familia africana podría pasarse un mes borracha con todo lo que iba a dejarme allí. No probé de localizar a Selina. Quería darle una bonita sorpresa.

Aunque al principio lo hacía con orden, acabé haciendo el equipaje de forma brutal y caótica. Encontré bajo el colchón una botella de ron sin abrir; seguramente la había escondido Félix. También me puse a darle tragos. Pegué unos cuantos botes encima de la maleta después de haberme hecho mucho daño en el pulgar con la cerradura. En no sé qué momento debí desplomarme sobre la cama y estuve dormido unos cuantos minutos. Me despertó el teléfono. Tomé un trago de ron y encendí lentamente un pitillo.

—Joder, tú otra vez.

—So cabrón —dijo la voz—. Te vas a casa. A joder unas cuantas vidas más. ¿Qué ha pasado? ¿Otro día de los tuyos? Te he visto en la calle, gritando. Estás acabado, tío.

Era mi oportunidad. Me había pillado en forma. En un caso como éste hay que recurrir a todas las posibilidades del idioma. Y siempre tengo cerca esas posibilidades. Sobre todo si estoy bebido. Agarré el teléfono por la garganta, me adelanté un poco y dije:

—Vale, chupapollas, ahora te toca escuchar a ti. Necesitas que te ayuden, ¿de acuerdo? Vete al asistente social de tu barrio, busca al que se encarga del programa de desintoxicación para drogotas, o al especialista en psicóticos, o a la patrulla de barrenderos, y apúntate en lo primero que encuentres. Estás enfermo, tío. La culpa no es tuya. La culpa es de tu química corporal, que no te funciona. La culpa es del dinero. Ya verás como te dan unas cuantas pastillas gratis. Durante un ratito te sentirás mejor.

—Sigue —dijo él—. Me gusta tu estilo. Plan macho… Algún día nos veremos las caras.

—Eso espero. Y para cuando haya acabado contigo, guaperas, no quedará más que un mechón de pelo y un par de dientes.

—Nos veremos…

—Nos veremos las caras. Y cuando llegue ese día te mato, tío, te mato.

Colgué violentamente y me quedé sentado en la cama, jadeando. Sentí necesidad de escupir. Uf cómo detesto tener que hacer esta clase de amenazas telefónicas. Miré la hora… Cristo. Debía de haberme quedado dormido una hora o más, aunque quizá dormir no sea la palabra adecuada. Dormir es una exageración, porque lo que yo hago últimamente apenas se le parece. Lo mío son apagones, tío. Apuré la botella de ron, terminé de hacer el equipaje a la luz ácida del final del día, reuní mi documentación de viajero, y pulsé el timbre del botones.

***

Al final tuve tiempo de sobra para despedirme de Nueva York. Para empezar, le di a Félix un billete de cincuenta. Me pareció que el chico estaba extrañamente excitado o preocupado, y, no sé por qué, se empeñaba en conseguir que me tendiera en la cama. Pero la pasta le tranquilizó, supongo. Me encanta dar dinero. Si alguno de ustedes se encontrara ahora aquí, probablemente le daría algo de dinero, veinte, treinta, quizá más. ¿Cuánto quieren? ¿Qué van a tomar? ¿Qué me darías tú, hermano? ¿Y tú, hermana? ¿Habría alguien dispuesto a ponerme el brazo sobre los hombros y decirme que soy la clase de tipo que más le gusta? Pagaría por eso. Le daría un buen dinero a quien Riese.

Tras dejar la maleta en la recepción salí directamente camino de la House of the Big One, en donde me comí siete fastfurters. Estaban tan deliciosas que, mientras las devoraba, se me saltaron las lágrimas. Después le compré un canuto, una píldora estimulante, un poco de cocaína y otro poco de opio a un camello listo que me abordó en Times Square, y me metí en los lavabos de un bar de gogos para tomármelo todo de golpe. Dicen que esto es un grave error pues, según parece, se te pueden cruzar los cables si combinas la hierba con cosas como la heroína. Aunque, me gustaría saber cuál es el principio económico en el que se basa esa suposición. Lo que suele hacer la gente es combinar la hierba con cosas flojas, de manera que en realidad lo único que hacen es mezclar aspirinas con cagarrutas de perro. En fin, que lo que yo hice, como iba diciendo, fue tragármelo todo, y de inmediato noté un acelerón y salí del váter hecho una fiera.

Crucé la calle empujado por los coches y su orquesta de viento, y entré en el emporio del porno que hay en la esquina de Broadway y la Cuarenta y tres. ¿Cómo describir ese local? Es un lavabo de caballeros. Sus cubículos a veinticinco centavos son en realidad váteres: metes la moneda, te introduces en el pequeño recinto, te sientas y haces tus necesidades. Hay graffiti escritos con rotuladores fosforescentes de color negro en tarjetas amarillas, con fotos de las tías más extrañas. El coño de esa puta es enorme. Aquí estuvo una pandilla de cerdos jodiendo entre torrentes de semen. A Juanita de Pablo le dan por el culo. ¿Quién escribe estas cosas? Es evidente que se trata de alguien que tiene muy buenas relaciones con el otro sexo. Mientras, los encargados, todos negros, pasean con su bolsa de tintineantes monedas… Primero me metí en el reservado 4A para probar un número sadomasoca. Tenían a la chica doblada en tres y le metieron un bate de béisbol por entre las piernas. Luego le daban corrientes. Todo en plan muy realista. Ahora bien, ¿era real? Se veía una línea blanca de zigzagueante corriente estática, y la chica se retorcía y chillaba, sin duda. Me largué cuando iban a meterle una lavativa, tal como estaba anunciado en el escabroso programa sujeto con una chincheta en la puerta. Si la chica hubiese sido un poco más guapa, un poco más de mi tipo, me habría quedado un rato más. En el siguiente reservado vi una película de veinticinco centavos y ambiente selvático: el foco de interés romántico radicaba en los amores entre una chica y un asno. Ella sonreía tranquila, dispuesta a cargar con aquella bestia de carga. El asno no parecía especialmente emocionado.

—Espero que te paguen bien por eso, nena —murmuré cuando salí. No estaba mal… Finalmente, dediqué otra parte importante de mi tiempo a un número bastante ortodoxo en el que un vaquero de mandíbula cuadrada le sacaba todo el partido posible y desde todos los ángulos posibles a la tal Juanita de Pablo. Justo antes de que el buen mozo alcanzara la culminación, la pareja se separó bruscamente, con muchas prisas. Entonces ella se arrodilló delante de él. Y había una cosa que quedaba clarísima: que el vaquero debía de haber soportado una abstinencia de seis meses por lo menos, a dieta de yogur y helado y mantequilla exclusivamente, con prohibición explícita de la paja por si fuera poco. Para cuando el tío acabó, Juanita estaba cubierta de una granja entera de leche. La cámara se acercó orgullosamente a su rostro para mostrar a la pobre escupiendo, atragantándose, parpadeando… No es fácil decir, la verdad, quién es el que sale perdiendo en esta curiosa transacción: ella, él, ellos, yo.

Así pues, llego tambaleante y tembloroso hasta la recepción del club de Fielding, tras haberme parado por el camino para tomar un par de copas. Seguro que creen ustedes que a estas alturas ya soy un caso terminal, con todo el ron, la coca y todo el acompañamiento de orquesta. Pues no. No señor: este chico aguanta lo que le echen. Seguro que ahora ya se han hecho una idea de quién soy. Hay gente a la que le entra el sueño en cuanto bebe un poquito.

Yo pertenezco al otro tipo. Al tipo de los que cuando beben se sienten fuertes y con ganas de hacer cosas… No hagas nada es la máxima que yo sigo cuando me emborracho. Pero siempre hago montones de cosas. Estoy borracho. «No hagas nada», una buena norma. El mundo sería mucho mejor, y mucho más seguro para mí, si nadie hiciera nunca nada. En fin, como iba diciendo, me encontraba de excelente humor cuando me metí en la puerta giratoria, y fui empujado por ella al interior de la recepción. Y allí debía encontrarme con Fielding y con Butch Beausoleil, Butch Beausoleil en persona.

Había un viejo robot de pelo cano en el mostrador, y estuvimos manoteando el aire los dos un buen rato mientras él trataba de anunciar mi llegada por la megafonía. Por cierto, le conté un chiste. ¿Cómo va el chiste ese? Ah, sí, hay un tipo que va en coche y se le avería, y entonces… No, alto ahí, empecemos de nuevo… En fin, que nos reímos lo nuestro con el chiste cuando lo terminé, o lo dejé a mitad, y él me dijo adónde debía dirigirme. A continuación me perdí. Entré en una sala donde un montón de gente vestida en plan fiesta de lujo jugaba a naipes y al backgammon. Salí presurosamente y de paso derribé la lámpara que estaba junto a la puerta. A quién se le ocurre colocar una lámpara ahí, con ese pie tan ancho y sobresaliente. Me pasé unos cuantos momentos peleándome en el interior de un armario, pero terminé encontrando la salida. Bajé otra vez las escaleras, pero tropecé y me caí de espaldas. Un buen golpe que, curiosamente, apenas me dolió, de modo que aparté a manotazos al apesadumbrado lacayo que intentó ayudarme. Luego le canté las cuarenta al subnormal de la recepción. Esta vez se aseguró de que llegaba a mi destino encargándose personalmente de acompañarme hasta la puerta de la Sala Pintón, lugar en donde, tras hacerme una profunda reverencia, me dijo:

—¿De acuerdo, señor?

—Fabuloso —dije yo—. Oiga, tome esto, hombre.

—Gracias, pero no, señor.

—Venga ya, que son cinco dólares.

—En este club no aceptamos propinas, señor.

—Por una sola vez, no creo que vayamos a perjudicar a nadie. No nos miran, aproveche… ¿No? Váyase a la mierda.

Bueno, con eso quedó zanjado el asunto. Me colé en la Sala Pintón. Me aflojé el nudo de la corbata y estiré el cuello. Qué sitio tan oscuro, y qué calor hacía allí. La larga barra se alejaba hacia el fondo, con mujeres de espalda encorvada y hombres de actitud atenta hasta el final. Me compliqué la vida con un taburete alto y acabé saliendo lanzado, con la cara por delante, contra una pilastra, pero, a tropezones, recobré el equilibrio y conseguí llegar hasta el sitio en donde se encontraba Fielding, al otro extremo de la barra. Llevaba un smoking blanco y hablaba en susurros junto al aura dorada que se expandía en torno a una chica de extraordinario glamour. Ella iba vestida con un vestido gris de seda, muy escotado, que ondeaba como la televisión. Su ferozmente azabachada melena caía en sólidas curvas sobre las válvulas vulnerables de su garganta y su deslumbrante piel. Sin dar tiempo a que Fielding me interceptara, me lancé directamente hacia la tía y le di un suave beso en el cuello.

—Hola, Butch —dije—. ¿Qué tal?

—Eh, hola, John Self. Es un honor —dijo Butch Beausoleil.

—Cómo vamos, muchacho —dijo Fielding—. Oye, Slick, estás encantador. Antes de que se me olvide, toma, un regalo.

Y me dio un sobre. Contenía un billete de avión, Nueva York-Londres, primera clase.

—Sale a las nueve —dijo Fielding—, pero te garantizo que llegarás a tiempo. Bien, John, yo diría que una copa te sentará muy bien.

Ellos tomaban champagne, y enseguida me puse a pedir a gritos otra botella. Derramé buena parte de su contenido y volví a gritar para que renovasen el suministro. Butch era un millón de carcajadas, y una chica marchosa. Tendrían que haber visto cómo me ayudó a frotarle el regazo con una servilleta, y con qué sentido del humor iba sacándose del escote los cubitos de hielo que yo le iba metiendo. Menuda electricidad desprendía aquella zorra en celo, sobre todo después de haber recargado mis baterías con la pornografía. Calor, dinero, sexo y fiebre: esto es Nueva York, esto es clase, esto es la cresta de la ola. Ahí, en la Sala Plutón, fui feliz, y luego apareció otra botella, y la nariz me cosquilleaba todo el rato, y había luego otra sala, una enorme confusión, y alguien me cogió del hombro, y me sentí todo mojado, y vi que la cara de Fielding me decía…

***

El taxi amarillo se abrió paso a empujones por entre el tránsito de las calles de Nueva York. Era la ambulancia con rejas que llevaba a este perro loco a su casa. Con una sola mano, flexionado el moreno brazo en la ventanilla, el taxista comenzó a saltarse todos los ámbar y nos llevó como una bala. No hagas nada. No hagas nada. Estuve fijándome en ese brazo moreno, con su piel salpicada de puntitos y de erizados pelos negros. Estuve fijándome en las extensas zonas desconocidas de la ciudad que iban deslizándose a mi lado. Hasta que los carteles y las luces blancas del aeropuerto comenzaron a volar junto a mi rostro.

—¿Qué compañía? —preguntó el taxista, y se lo dije.

Mentí. Hasta donde yo podía saber —a partir de los datos de mi reloj, y de los dos billetes— ambos vuelos habían despegado ya. Pero me aguardaba una buena dosis de sorpresas en la terminal. La partida del avión de las nueve había sido retrasada, gracias a una oportuna falsa alarma de bomba. Acababan de comenzar la operación de cargar de nuevo el equipaje, y suponían que el despegue sería a las once. Me dirigí al mostrador de primera clase. Qué bien te tratan en primera.

—¿Cuántas maletas, señor? —me preguntó la chica.

—Sólo esto —dije, señalándome a mí mismo con un elegante ademán.

—¿Perdón, señor?

—Nada de maletas. Sólo yo —dije con una sonrisa horrible.

Telefoneé a Félix, al Ashbery. Él me guardaría el equipaje. Pronto tendría que regresar… Bajo los calientes focos de dentista, crucé el edificio en busca de algún bar, pues se me había ocurrido la idea de brindar por mi despedida de Nueva York. Cuánto tuve que andar.

—Apenas son las diez, ¿y ya están cerrando? —me oí aullar—. ¿Y esto es el aeropuerto JFK?

En este momento tenía agarradas en mis puños un par de solapas de sarga azul marino. El tipo volvió a abrir el mostrador libre de impuestos y me vendió una jarra. Me senté a bebérmela en la sala de espera. Nos hicieron subir al avión, los de primera delante. Me levanté y me metí en el tubo.

Y continué viajando hacia el fondo de la entubada noche, viajando por la noche a medida que la noche se acercaba desde el otro lado, barriendo violentamente la tierra. Bebí champagne en el ancho trono rojo, sin amigos, en el ojo del avión, cortésmente separado por unas cortinas de las toses, ronquidos, gritos, llantos y chillidos de parto de las clases Negocios, Turista y Tarifa Especial. Cómo detesto la vida que llevo. Pedí que me dieran las cartas para apinar mi porvenir. He dejado de ser joven. ¿Por qué? Me está matando, lo de ser joven me está matando. Me tomé la cena. Vi la película: me dejaron elegir y preferí Pookie: era espantosa, el viejo Lorne estaba fatal. ¿Qué ha pasado allí, con Fielding y Butch? Oh, no, alejaos de mí. No quiero ni tocaros. No puedo ceder. Tengo que hacerme mayor. Ha llegado la hora.

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