Dinero

Dinero


II

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II

—Venga, John. Di lo que sientes. Eres uno de los más importantes directores de spots publicitarios del país, sólo tienes treinta y cinco años, estás a punto de rodar tu primera película, trabajarás con gente como Lorne Guyland y Butch Beausoleil. Venga, John, di lo que sientes.

En realidad no sentía absolutamente nada. Sólo notaba que volvía a encontrarme en Londres, arrojado desde el cielo en un clima indiferente. No sentía absolutamente nada, pero seguía tomando sorbos de mi cerveza; dirigí una sonrisa al micrófono, y dije:

—Es una sensación fantástica, Bill, por supuesto. Nunca es fácil hacer una primera película, pero estoy animadísimo y encantado con este proyecto. Las perspectivas no pueden ser mejores.

—Desde luego. Debes de estar flotando.

—Sí, tengo un futuro brillante.

Bill es el corresponsal en Londres de Box Office, la revista de los profesionales de Hollywood, y por eso utiliza este tono tan entusiasta. Aunque he tenido la sensación de que Bill no estaba especialmente entusiasmado esta mañana. Parecía costarle un gran esfuerzo lo de celebrar mi éxito. Pero para eso le pagan.

—Danos algunos datos. ¿Escribirás tú mismo el guión?

—¿Yo? ¿Bromeas? No, la idea es mía, pero utilizaremos una escritora norteamericana, Doris Arthur, para que se encargue del guión. Al principio la historia transcurría en Londres, pero ahora la hemos trasladado a Nueva York, y necesitamos un escritor que conozca el argot norteamericano.

—Dime, ¿qué te parece la perspectiva de trabajar con Lorne Guyland, emocionante?

Era una pregunta irónica, sin duda, pero respondí:

—Muy emocionante. Estoy conmovido de verdad. Quiero que Lorne me ayude a saltar este primer obstáculo, es un hombre que tiene muchísima experiencia. Eh, espera, será mejor que no escribas eso. A ver. Mejor pon: Sí, Lorne es un auténtico profesional, de los de la vieja escuela. No, no. Será mejor que tampoco pongas eso. Di simplemente que es un buen profesional, ¿de acuerdo?

—¿Y qué me dices de Butch Beausoleil?

—Lo fantástico de Butch es que no es la típica rubia tonta. Es tan deslumbrante como un millón de dólares juntos, pero además es muy inteligente y sensible. Creo que tiene un gran futuro en nuestra industria.

—La última pregunta. El dinero.

—Bueno, ya he dicho que Fielding Goodney es un genio del dinero. Para él también será su primera película, pero tiene mucha experiencia en cosas de dinero. Hasta llegar a la fase de la distribución, no queremos tener ninguna relación con las grandes productoras. Hemos reunido un grupo de inversores. Parte del dinero vendrá de California, pero también contribuye gente de Alemania y Japón. Ya sabes que esta es la nueva tendencia en este terreno de la financiación.

—Exacto. ¿Cuál será el presupuesto? ¿Seis millones?

—Doce.

—Joder. Así se puede hacer cine, ¿no?

—Cierto.

Gracias a Dios, después de esto Bill se largó, y yo pude regresar al bar con mi jarra vacía. Once y media, domingo por la mañana, en el Shakespeare. Bajo la hilera de botellas de alcohol apoyadas en el gran espejo, Fat Vince y Fat Paul, dos generaciones de barmans, amontonaban cajas de cerveza con simiesca agilidad. Fat Paul se enderezó y yo me quedé mirando su cara incolora y sin una sola gota de sudor.

—¿Lo mismo? —dijo él.

—Sí. Y…, oye, Fat Paul, pon también un scotch.

—¿De los grandes?

—No, bastará con que sea doble.

Fat Paul dejó las bebidas sobre la barra. Cruzó los brazos y se apoyó en la madera. En actitud pensativa, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Hoy viene una chica nueva para el striptease. Verónica. Qué tía. Preciosa.

—No me iré muy lejos.

—Oye, ¿y Selina? ¿Se la estás pegando?

—A mí que me registren.

Oímos un ruido de cadenas. Nos dimos la vuelta: lentamente, una sombra pequeñita intentó abrirse paso, pero chocó contra la resistencia de las puertas de cristal que aún permanecían cerradas.

—¡Iros a tomar por el culo! —gritó la voz juvenil de Fat Paul.

—Deja, deja —dije—. Debe de ser mi guionista.

***

Cinco días en Londres, y sin noticias de Selina.

Veinticuatro horas antes le había apretado las tuercas a Alec Llewellyn, pero después perdí el rastro por completo. El mentiroso de Alec. Estaba metido en el agujero de un bloque de apartamentos amueblados, cerca de Marble Arch, una carísima pensión cutre para ejecutivos medios pertenecientes al tipo de los solitarios y los transeúntes. Todo el edificio tenía aspecto de hospital o laboratorio: cincuenta unidades de gente en declive, conservadas en condiciones de asepsia total. Alec cree ser un privilegiado, un buceador de las más insondables profundidades de la vida. Delincuencia, deudas, drogas: por esas zonas suele nadar. Su forma de coger con sus largos dedos la caja de cerillas y el paquete de tabaco armonizan con su cara de chiflado guaperas en estado de gran nerviosismo. Sí, está muy nervioso. Y es mucho más frágil que hace unos cuantos años. Entonces no se asustaba ante nada. Ahora ya no está seguro de llegar a todo lo que se propone.

—¿Dónde está Selina?

—No lo sé —dijo Alec—. Tumbada sobre alguna montaña de pollas. Meneando el trasero en algún ático de ejecutivo. Elige tú mismo.

—¿Con quién se acuesta ahora?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Dijiste que estaba con alguien a quien yo conocía muy bien. Dime quién es. Quién.

—Da igual quién sea. Piénsalo bien, tío. Lo sabes muy bien. Selina es una buscadora de oro que ha pasado de la treintena, ¿no? Dicho de otro modo, es una perezosa que se está quedando sin recursos. No puede dejar de cavar hasta que encuentre el filón. Es lo único que puede hacer. Pues bien, cásate con ella. O busca alguna chica de otro tipo: con pecas y con diplomas, una mujer de carrera, una divorciada con dos niños, una enfermera gorda…

—Qué embustero eres. Hablas y hablas, y te da igual decir una cosa que otra. ¿Qué tal llevas eso de ser un embustero?

—Lo llevo bastante bien. ¿Qué tal llevas tú lo de ser un imbécil? ¿Dónde crees que puede estar Selina? ¿En un cursillo de verano? ¿De excursión por el distrito de los lagos?

Miré la habitación: la cama revuelta, el cepillo para el pelo, la maleta abierta, la ropa desperdigada. El flaco Alec, a sus treinta y seis años, con dos hijos, con toda su magnífica educación, con todos sus privilegios… ¿Qué coño está haciendo en este agujero? Estábamos bebiendo pernod, o paranoid, de una botella con etiqueta de Heathrow.

—Por cierto —dije—, gracias por lo que me dijiste en el aeropuerto. Me jodiste el viaje. Menudo mal rato me has hecho pasar.

—Fue sólo por precaución.

—¿Cómo?

—Selina quiere todo tu dinero.

Esto me interesó:

—¿Y qué? —dije—. Maldita sea, ¿qué tiene que ver eso contigo?

—Yo también quiero todo tu dinero. —Se rió a carcajadas, pero era una risa que no podía ocultar la mueca de dolor—. Mira, John. Este asunto es muy serio. Detesto tener que pedírtelo.

—Y yo detesto tener que oírlo. ¿Cuánto?

Dijo una cifra, una cifra que me consternó.

—Ya me debes bastante dinero —dije—. ¿Para qué lo quieres? ¿Un bisnes? ¿Deudas de juego?

—¡Pensión de alimentos! Mi ex ha logrado que los jueces se pongan de su parte. No hemos conseguido ponemos de acuerdo, y cada día me visita una pandilla de picapleitos para decirme que ella tiene razón.

—Eh, un momento. ¿No me habías dicho que seguías acostándote con ella?

—Y así es. Entre nosotros, jamás nos había ido tan bien.

—No lo entiendo.

—Las cosas están así. Esos cerdos dicen que le debo todo ese dinero. Si no tuviera ni cinco no habría problema. Pero tengo algo, en el banco. Pero es un dinero que necesito para cerrar un trato. Estoy metido en ese asunto con unos tipos de muy mala catadura, y como no cumpla con mis compromisos voy a salir muy mal parado. Me han explicado con todo detalle lo que piensan hacerme.

—¿Qué es, exactamente? —dije, muy interesado.

—Nada de golpes en la nuca. Me reventarán. Esos cerdos van muy en serio. O suelto la pasta el viernes, o acabo en la cárcel, y hecho trizas.

—Joder.

—Dame el dinero. Venga, tío… ¡dámelo! Dámelo. ¿Cuánto vas a ganar con esa película? ¿Ochenta? ¿Cien?

—De momento no he ganado nada.

—Dámelo. Si tú lo necesitaras, te lo daría.

—Siempre dices lo mismo.

—Te lo devolveré al cabo de diez días. Te lo juro. Tiene que llegarme un cheque. No es más que un préstamo-puente.

—Ya, conozco muy bien todo ese asunto de los puentes.

Y era cierto. Siempre estamos en las mismas. Alec esperaba un cobro, pero supuse que el único cobro que tenía pendiente era el de mi dinero. Parecía que yo fuese su último recurso. Y que, en cuanto le llegara ese dinero, ya no sería mío. Parecería suyo. No hay nada tan versátil como el dinero. Hay que reconocerle ese mérito al dinero.

Le expliqué algunas de estas cosas a Alec. Él no me escuchaba. Yo tampoco. Se abrió una puerta de otro cuarto del apartamento y apareció una chica muy alta y flaca, con bragas blancas. Esta chica sí que entiende de bragas, pensé. Tenía la piel de un color casi risiblemente exótico. ¿De dónde podía ser? ¿Borneo, Madagascar, Mercurio? Se tapó la cara con una mano mientras rondaba por allí, buscando a tientas su maletín. Le importaba un pimiento que le vieran aquellos pechos de caoba. Por el aspecto que tenían, se hubiera dicho que un buen montón de gente les había estado tomando las medidas. A su espalda, a través de la puerta abierta, el cubículo sin ventanas brillaba como un filamento. Conozco esa clase de baños, equipados con pilas (como si los baños no fueran ya suficientemente espantosos). Te sientes en ellos como una rata que echa una meada de rata, observada por los científicos que se encargan del control de ratas.

—No encuentro mis cosas —dijo la chica con acento cockney.

—Tómate un pernod, guapa —dijo Alec—. John… Eileen.

—Me acabo de lavar los dientes —dijo ella.

Dio media vuelta y se metió otra vez en el baño. Se movió con más naturalidad. Alec y yo contemplamos en silencio sus ágiles hombros y su regalada grupa.

—¿Dónde toman el sol estas tías? —pregunté—. ¿En una isla?

—No es más que bronceador rápido —dijo él, mirando abstraído la puerta del baño, otra vez cerrada—. A lo mejor no te lo crees, pero tiene el culo tan blanco como esas bragas. A Eileen le disgustaría que alguien pudiese creer que toma el sol completamente desnuda. Ella opina que eso es una guarrada. Curioso, ¿no?

—Me gustan esas bragas —dije animadamente—. Oye. —Estiré el índice en señal de advertencia, y di con él unos golpecitos en la botella—. Me parece que me he hartado de ti y tus asuntos de dinero. ¿Y si estuvieras mintiéndome? Me gusta saber adónde va a parar mi dinero, el que me paso la vida dándote. —Encima de la cama había un par de arrugados billetes de avión. Los cogí. París, primera clase—. ¿Qué clase de chica es esta Eileen? ¿Una enfermera gorda?

—Una mujer de carrera. Fue ella quien pagó el viaje. Se lo debo. —Alec se estremeció, e hizo un ademán desesperado con las manos—. Tengo que salir de toda esta mierda. John, no eres más que un charlatán que ha tenido un golpe de suerte. ¿Qué más te da cuáles sean mis problemas? Calla de una vez y dame el jodido dinero.

Era justamente lo que yo estaba esperando. Era justamente lo que yo necesitaba ver y oír, su saludo atemorizado al cruzarnos por casualidad. Yo, hacia la cumbre. Él, cuesta abajo. Quizá fuese esto lo que estaba pagándole.

—Bien —le dije—. Veremos qué se puede hacer.

Sonó un timbre muy fuerte, seguido por tres golpes sombríos en la puerta del rellano. Alec se puso instantáneamente en pie y, con presteza de hombre experimentado en estas situaciones, retrocedió hacia el baño diciéndome por señas que él no estaba. Me indicó con furiosos gestos que abriese yo, y se esfumó.

Con el vaso y el pitillo en una mano, abrí el cerrojo y tiré de la puerta hacia mí. Un tipo fortachón de pelo desordenado estaba apoyado, como si se encontrara exhausto, contra la jamba. Se frotaba los ojos con ambos puños. Tenía una sonrisa temible y cansada, pero en la que aún quedaba un resto de diversión. Sí, era enorme, de mi mismo peso aproximadamente. Su ancho traje brillante reflejaba la luz real procedente de la ventana de la escalera.

—Diga.

—¿Mr. Llewellyn? —dijo, estirando el cuello.

No esperaba encontrarse conmigo, con alguien como yo. Carezco del aspecto elegante de Alec, no soy ningún dandy, ni poseo tampoco la agudeza mental del truhán desesperado. No esperaba encontrarse conmigo, con alguien de su misma ralea.

—¿Quién quiere verle?

—¿Está por casualidad Mr. Llewellyn? ¿Le he pillado en casa? ¿Le importa que eche una ojeada?

—No dé un solo paso.

—No es más que una tontería —dijo—. Una gran tontería. Su amigo es bastante tonto. Nosotros, en cambio, somos gente seria. Y nos sentimos agraviados cuando la gente empieza a hacer tonterías. —Adelantó un paso—. Vamos a ver.

—Alto —dije, y también adelanté un paso—. Conozco muy bien a la gente como ustedes. Compran cheques incobrables a mitad de precio, y luego pretenden sacarle el jugo al primer infeliz. —No era el clásico matón de los que pueden romperte un brazo o dejarte la cara nueva. Se trataba solamente de un soldado raso del ejército del dinero, un simple rastreador. No pretendía arrancarme una pista a palos. Sólo hablar y hablar hasta lograr que, de puro aburrimiento, soltara lo que él quería—. Carece de fuerza legal —le dije—. Un vaquero no tiene nada que hacer aquí. Lárguese.

El fortachón dejó caer la cabeza y dio media vuelta. Por un instante le vi sentado al volante de su Culprit o su 666, colado y enrojecido de vergüenza, tratando de imaginar la manera de salir con bien de ésta. Pero luego lanzó un escupitajo al suelo y me miró con el gesto torcido.

—Dígale a su amigo que volveremos a vemos. Y lo mismo le digo a usted.

—Qué miedo —dije. Este tipo no tenía ningún futuro en el negocio del miedo. Simplemente, no asustaba.

—Muy pronto —dijo, y se fue pasillo abajo, haciendo tintinear sus llaves.

Me sentí reconfortado, cerré la puerta y regresé dando brincos al interior del apartamento.

—Se ha ido —dije, entreabriendo la puerta del baño.

… Ah, la pornografía. Eileen se había subido al borde de la bañera. Estaba desnuda. No, llevaba bragas blancas. No, estaba desnuda: esa franja blanca no era más que el fantasma de su bikini. Esta chica (pensé de repente) hace verdaderos esfuerzos por ser verosímil. Aunque, ¿cuánto han de esforzarse los bailarines cuando imitan a las marionetas? Las piernas de la chica colgaban sobre los hombros de Alec bajo la grosera luz blanca. Él se volvió hacia mí con una expresión vejada, tensa. También ella se volvió. Su mirada era chata y perezosa, como si estuviese mirándose a un espejo y supiera que no iba a gustarle lo que vería. Sus labios dibujaban un gesto más extraño incluso. De ahí colgaban las bragas. Sus bordes de encaje caían enroscados de aquellos labios como un ramo estrujado.

Dejé el cheque en la cama. Cuando avanzaba por el rellano, camino de las escaleras, oí algo, un ruido excepcionalmente claro y rítmico, el sonido que imita el dolor consentido, el sonido de un crío que se pasea al borde de un estornudo, y lo que oí me bastó para saber que Eileen era una experta en ruidos a la que le había fallado el truco.

***

Fat Paul se agachó y comenzó a abrir los gruesos cerrojos negros. Y Doris Arthur entró en el Shakespeare, preguntándose hacia dónde debía dirigir su agradecida sonrisa. Pero Fat Paul mantuvo la cabeza gacha, al igual que todos los porteros del infierno, que todos los matones de bar… Fielding Goodney me había dicho que Doris era «una feminista de mucho talento». Yo imaginé que la frase no era más que una expresión estandarizada que ocultaba una simple referencia a las habilidades de la chica en la cama, pero en este momento ya no me sentí tan seguro de que fuese así. Seguí tomando sorbos de mi copa, y dejé que siguiera buscándome en la cegadora penumbra. Al fin y al cabo, Doris era beneficiaría de una educación universitaria. Detesto a la gente con títulos, matrículas, sobresalientes, diplomas de taquigrafía… Y ustedes me odian a mí, ¿verdad? Sí, me odian. Porque pertenezco al nuevo tipo, el tipo de la gente con dinero pero que sólo disfruta con la fealdad. A lo cual yo respondo: jamás nos habían dejado ustedes un hueco, ni uno solo. Quizá creían que nos estaban franqueando la entrada, pero no era así. Se limitaban ustedes a darnos un poco de dinero.

Y nos decían, largaos… En cuanto al feminismo en general, bueno, mi actitud en este terreno era la del inabordable jefe mafioso que, irritado por ciertas molestas incursiones que amenazan con fastidiarle el conjunto de sus negocios, llama a las Señoras y les dice con toda la calma del mundo: Muy bien, así que queréis un pedazo del pastel. ¿Y por qué no lo habéis cogido? Nosotros creíamos que os lo pasabais en grande haciendo todas esas otras cosas. Os habéis callado durante un millón de años, y ahora venís con las quejas. De todos modos, soy un hombre razonable. Dentro de poco habrá un sector libre en uno de nuestros negocios de las afueras de la ciudad. Si todo va bien y no armáis jaleo, quizá pudiéramos…

—¿John Self?

Se quedó plantada delante de mí, escrutándome. Por muy bravuconas que lleguen a ser, las chicas no pierden jamás ese aire de estar a la expectativa. O yo espero al menos que no lo pierdan. Llevaba un mono holgadísimo y una cazadora de aviador con remiendos por todas partes: ropa antiviolación, ropa de macero. No le sirvió de nada. He aquí a una persona, pensé para mí, he aquí a una persona a la que valdría la pena violar. Con un buen abogado, apenas si te caen un par de años. Y tampoco se está tan mal en el talego últimamente. Hay tele y ping-pong y celdas individuales.

—Siéntate, Doris —le dije, frío como el hielo—. Te invito a una jarra. ¡Fat Paul!

—No. Sólo agua.

—¿Agua de alta costura…, o te arreglas con la del grifo?

—La del grifo me basta.

Me enderecé un poco y me acerqué a la barra. Me volví. Doris estudiaba el local con ojos de antropóloga… Algunos meses antes Fielding me había remitido un ejemplar del primer libro de esta nena, un delgado volumen de cuentos. A la joven Doris le había ido bien en los Estados Unidos. Las frases subrayadas de los recortes de prensa que la oficina de Fielding en Los Ángeles me incluyó en el paquete hablaban con entusiasmo de su originalidad y de su desacostumbrada fuerza erótica. El libro se titulaba Elocuencia ironizada, por alguna razón. Por alguna razón, también, aunque debía de ser otra, uno de los cuentos llevaba asimismo ese título. Bostecé y parpadeé a duras penas, bien entrada la noche, a través de las páginas de los cuentos, tratando de encontrar esa fuerza erótica. Leí el cuento titulado «Elocuencia ironizada». Era la historia de un vagabundo que cuando hablaba lo hacía exclusivamente con citas de Shakespeare. Se limitaba a pedir limosna, chulear algunas putas, vivir de gorra, pero siempre con frases de Shakespeare. Este viejo vagabundo…, en fin, no se imaginan ustedes la clase de imbécil que era. Sea como fuere, hasta yo pude ver que los diálogos de Doris tenían mucho ritmo, y por eso la habíamos contratado. Fielding me dijo que era una princesa judía. Su aspecto era ciertamente milagroso, algo así como el de una abeja reina norteafricana, con la tez de tinte satánico, cálidos ojos negros, unos labios ardientes, tremendos… Qué tía. No era de extrañar que ocultase sus encantos con aquel disfraz. Pero, probablemente, cuando una persona es tan despampanante, la cosa no tiene disimulo posible. No hay quien lo controle. Y aquella maravilla me dio de lleno en las narices a través de las oleadas de calor que me producía la resaca que yo llevaba encima. Era como si se estuviera quitando los siete velos de uno en uno.

Al igual que el periodista de Box Office, Doris sacó un cuaderno y me dirigió una mirada que pretendía estimularme.

—Veamos la idea original —dijo—. ¿Quieres darme algunos detalles? Quiero decir, por ejemplo: ¿dónde ocurre?

—¿Cómo?

—Digo que dónde ocurre.

—Aquí —dije, encogiéndome de hombros.

Miramos los dos de forma harto triste aquella bodega reconvertida a medias: la madera oscura, el húmedo terciopelo, las cortinas fláccidas que ocultaban parcialmente las vidrieras de colores, los bandidos mancos, los pálidos ojos de Fat Paul, su cara de pub, el gesto decaído de sus labios mientras miraba el reloj, cerca ya de las doce.

—Aquí. Yo nací arriba. El local es de mi padre.

—No estoy para bromas. —La frase hecha parecía extraña en aquellos opulentos labios oliva oscuro. Tiene los dientes como perlas, perlas en la ostra de Shakespeare. Inspiré ruidosamente y le dije:

—La cosa es como sigue. Hay un Padre, una Madre, un Hijo y una Amante. La Amante es compartida por el Padre y el Hijo. Al principio era del Padre, pero luego el Hijo también metió la nariz en el asunto. El Hijo está enterado de lo del Padre, pero el Padre no sabe nada de lo del Hijo. ¿De acuerdo? ¿Me sigues? Verás, el Padre…

—Ya lo entiendo.

—… lleva años tirándosela, y ahora también se la tira el Hijo, en secreto. Ah, sí, y la Amante está relacionada con la mafia, había hecho striptease en un pub frecuentado por gángsters. En fin, un día, en el restaurante, porque todos trabajan en un restaurante, o un pub, o un bar, o un club. Eso no lo hemos decidido todavía. La Amante también trabaja ahí. En fin, un día, la Madre y el Hijo tienen muy buenas relaciones, amistosas, y la Madre siente cierto interés, algo de tipo maternal, por la Amante. La Madre no sabe nada. En fin, un día, en el restaurante, el sitio en donde todos ellos trabajan, o en el pub o el bar o el club, llega el repartidor diario de la panadería. El Padre y el Hijo abren una caja de harina. Pero no es harina, es heroína. Porque el Padre está relacionado con la mafia.

Él quiere devolver el material. Pero el Hijo…

He pronunciado este discurso un montón de veces. Si no me falta combustible, y me dejan que lo suelte sin interrupciones, a mi ritmo, no me cuesta el menor esfuerzo. De modo que, entretanto, mis pensamientos se dedicaron a divagar desagradablemente, que es como divagan en estos últimos tiempos, cuando no les entretiene el placer o la tensión. Mis pensamientos bailan. ¿Cómo llamarlo? Una danza de ansiedad y de súplica a la vez, de fútil vigilia. Creo que debo de haber contraído alguna nueva enfermedad de las vacas, un síndrome que hace que estés todo el rato preguntándote si eres real, que hace que tu vida te parezca un truco, un número de variedades, un chiste. Me siento muerto. Cerca de mi casa vive un tipo que me pone los pelos de punta. También él es escritor… Una cosa sé con toda certeza: no puedo seguir durmiendo solo. Necesito calor humano. Al paso que vamos, pronto tendré que bajar a la calle y ofrecer dinero, a ver si sube alguien. Me despierto al amanecer, y no hay nada. Y cuando me despierto por la noche… Mejor será que no me pregunten nada, que no diga nada.

Sin apartar ni un segundo de los míos sus diabólicos ojos, Doris se quitó la cazadora y se llevó un pañuelo a su brillante frente. Su camisa blanca de hombre también brillaba. Era de seda. La miré fijamente y seguí hablando. Hasta donde yo podía averiguarlo, tenía poco pecho. Pero también su delgadez era vagamente excitante, sobre todo cuando le miraba su atlética y complicada garganta. La de Selina era más gruesa, más volátil, más inflamable, al igual que sus tetas. ¿Qué coño pasa con las tetas? No hacen ninguna falta, ¿no? A Doris no… Se abrieron las puertas del pub, para no volverse a cerrar. Ahora ya no entran tantos clientes fijos como antes, no entran tantos cuarentones con sus trajes horteras y sus periódicos populares bajo el brazo. No, entran los jóvenes, con los pelos teñidos a mano y una salud animal, envueltos en ruido urbano, cargados de ropa especial, de tetas, de dinero.

—De modo que al final —dije— llegamos al gran enfrentamiento entre el Padre y el Hijo. Oh, sí, y el…

—Dime una cosa —dijo Doris—. ¿Cuáles son las motivaciones del personaje de Butch Beausoleil?

—¿Cómo dices?

—La Amante. ¿Cuáles son sus motivaciones?

—¿Cómo?

—¿Por qué se acuesta con esos dos tíos? El Padre le da dinero. Vale. Pero ¿y el Hijo? ¿Por qué? ¿No es un gran riesgo para ella? Además, el Hijo no es más que una masa de carne.

—Lo que es yo, no tengo ni idea —dije—. Quizá lo tiene salvaje.

—¿Cómo?

—Que quizá tiene un polvo salvaje.

—Eso no es una motivación. No es una cosa que podamos mostrar de forma dramática. Lo principal de la Amante, si no lo he entendido mal, es que no se trata de la clásica rubia tonta. Entonces, ¿por qué se comporta como si lo fuese? Creo que el público no lo aceptará. ¿Cómo va a aceptar que una mujer de considerable inteligencia esté dispuesta a echar su vida a perder, y sólo por el disfrute sexual? Creo que hará falta que le proporcionemos algún motivo que la induzca a actuar como lo hace.

Fat Paul pasó presuroso junto a nosotros.

—Verónica va a empezar —dijo, e hizo la señal de tetas grandes: las dos palmas ahuecadas, elevadas, tensas. Doris alzó una dulce mirada.

—Vaya con las chicas. Vaya con los escritores —dije yo—. Ven conmigo.

La tomé de su mano fría y nudosa. Cruzamos el polvo frío de una cortina de terciopelo para introducirnos en una zona más ruidosa, con mucho más humo, con bebidas más fuertes. Veinte personas vociferantes miraban a una mujer alta y grande que actuaba en el pequeño escenario. Era oscura como una araña, enorme, y una maestra de su oficio. El rostro completamente vacío, como tiene que ser. Durante unos minutos estuvo bailando lentamente, y luego se reclinó parcialmente sobre la silla de respaldo recto que había sacado al escenario. Fundió con una mano sus grandes pechos y con la otra buscó las lentejuelas de sus bragas, y la metió debajo, y comenzó a moverla, moverla. Me incliné para susurrar a la tracería del oído de Doris:

—¿Lo ves bien, o prefieres sentarte en mi cara? Dime una cosa, ¿cuáles son las motivaciones de ésa? ¿Y las de esta gente? Mira, tengo mi Fiasco ahí afuera. Vamos a comer a tu hotel. Luego te acompañaré a tu habitación y te daré una larguísima lección sobre motivaciones.

Me miró como para valorarme. Hizo un gesto de asentimiento, sonrió, y salió por la cortina, acelerada por un sonoro cachete en aquel culo suyo, duro como una roca. Yo la seguí, murmurando, la vista fija en el escenario. Fantástico, sí, que todas sean iguales, Dios las bendiga. Basta con tener el cuerpo grande…, el cuerpo grande y mucha jeta.

Con la chaqueta echada sobre los hombros, Doris había empezado a recoger sus cosas apresuradamente. Joder, tía, pensé. ¿Conque tienes prisa, eh? Bueno, pues dejamos lo de comer y subimos directamente al catre. Hasta que vi que le saltaban lágrimas, abundantes como gotas de sudor.

—Gracias —me dijo cuando me acerqué—. Es uno de los peores momentos de mi vida.

—Venga, nena, sabes que te encanta.

Se tranquilizó. Habló con esfuerzo, pero logró decirlo todo.

—Tonto del culo —dijo—. No sabía que aún andabas a la caza. Crees que las mujeres como yo nos sentimos, pese a nosotras mismas, atraídas por hombres como tú. Pues resulta que yo no quiero acostarme con hombres de tu estilo. Me gustaría que los hombres de tu estilo dejaran de existir.

Giró en redondo. Corrí tras ella, pero no logré interceptarla. Lo que hice fue caerme sobre una mesa. Esta maniobra, unida a la docena de jarras y vasos vacíos entre los que aterricé, comenzaron a convencerme de una cosa. Yo había creído que la resaca se me estaba pasando. De hecho, mi embriaguez se había esfumado sin dejar rastro bajo otra tonelada de alcohol. Cuando me enderezaba a duras penas y empezaba a sacudirme los pedacitos de cristal que se me habían pegado al traje, vi a mi padre, que estaba mirándome por el hueco que dejaba una cortina. Le miré confuso, expectante. Pero él sonrió despectivamente, olvidándome, y retrocedió hacia las sombras con su copa.

Diez minutos más tarde seguía tratando de aliviar el dolor que sentía en la frente contra la fría piedra de los urinarios del Shakespeare. Luego levanté la cabeza, fruncí gradualmente el ceño, y leí el graffiti de los alicatados color verde lima: MATAD A TODOS LOS NEGRATAS. LA VIOLACIÓN NO MOLA. JÓDETE.

—Jódete tú, mamón —musité para mí—. Da igual. Que se joda todo el mundo.

***

Después de la siesta me encontré algo mejor y, mansamente, pasé del asiento trasero al delantero, sin detenerme más que el momento que necesité para desatascar la pernera del pantalón, que se me hizo un lío con el freno de mano. Luego conduje hasta mi casa: desde Pimlico hasta Portobello en mi Fiasco cárdeno. Mi Fiasco es una preciosidad, un cupé estilo años cuarenta, con montones de cromados y brillos. El Fiasco es mi orgullo y mi alegría. Como soy amigo de mis amigos, se lo dejé a Alec Llewellyn cuando me fui a Nueva York, como siempre. ¿Y qué me encuentro a mi regreso? Un auténtico iglú de papeles de multas y cagadas de pájaro, el neumático de repuesto inutilizado, un extraño ruido a molienda en el motor, y todos los indicadores lanzando intermitentes llamadas de socorro. ¿Qué habrá estado haciendo el tío con mi fantástico, con mi incomparable Fiasco? Se diría que ha vivido en él. Hay gente que no tiene clase. Si vieran ustedes cómo esconden la cara de pura envidia y admiración los chicos del garaje cada vez que entro al volante de mi Fiasco —conduciéndolo o dejando que me remolquen, y hasta una vez colgado de un helicóptero— en su sucio taller. Mi Fiasco es muy temperamental, como los mejores caballos de carreras, o poetas, o chefs. Nadie puede esperar que se comporte como un Mistral o un Alibi. Lo compré el año pasado, y me costó una enorme suma de dinero. Hay quienes —entre los que, con toda probabilidad, se encuentra Alec— creen que el Fiasco es un poco exageradamente ostentoso, que es un coche de gusto discutible. Qué sabrán ésos.

Soltando maldiciones, mi coche y yo subimos por la calle hasta mi casa. En esta zona ya no hay modo de aparcar. Ni siquiera los domingos por la tarde. Puedes aparcar en doble fila: los demás también te lo hacen a ti. Se está duplicando el número de coches, y reduciendo el de casas a la mitad. Las casas se van dividiendo, en dos, en cuatro, en dieciséis apartamentos. Cada vez que un propietario o un constructor agarra una de esas casas, la convierte en un laberinto, en un rompecabezas chino. Los cuadros en los que van montados los timbres del portero automático se parecen cada vez más al salpicadero de una nave espacial de las antiguas. Las habitaciones se van dividiendo, multiplicando. Las casas se van fragmentando. Casas aparcadas en triple fila. También la gente se redobla, se divide, se fragmenta. Al multiplicarse los problemas subdividimos las pérdidas. No es de extrañar que salgamos rebotados por las paredes.

… Me gusta pensar que mi apartamento del oeste de Londres es la casa de un playboy. Lo cual no produce efecto alguno en mi apartamento, que sigue siendo una madriguera, un colgadizo, un calcetín. Huele a soltero, a solterón: hasta yo lo noto (no permitan ustedes que la solteronería se les meta en la vida, en los huesos). Como un adolescente, tembloroso, agitado, mi pobre apartamento suspira por una presencia femenina. Y yo igual. Tiene el ánimo destrozado, y yo igual. (El salto de cama, las cremas humedecedoras, el baúl del tesoro que era su cajón de las bragas: todo se echa en falta, todo ha desaparecido). Mi apartamento tiene moqueta rizada de color vainilla, un sofá de piel de rinoceronte, y una cama ovalada con una colcha de satén negro. Nada de esto es mío. Ni las paredes son mías. Todo es alquilado. Alquilo el agua, el calor, la luz. Alquilo el té a bolsas. Llevo viviendo aquí desde hace diez años, y nada es mío. Mi apartamento es pequeño y también me cuesta un montón de dinero.

Desde el reducto nórdico de la cocina alcanzo a ver los delgados miembros de la gente que baja haciendo jogging hacia el parque. Las cosas están aquí casi tan mal como en Nueva York. Algunos de estos locos jadeantes, de estos artistas tardíos, ponen la misma cara que si estuvieran subiendo por una tremenda cuesta, una horrible subida. Fue mi generación la que puso en marcha todo esto. Antes, todo el mundo estaba más o menos conforme con sentirse casi siempre muerto. Ahora todos quieren sentirse maravillosamente bien a cada momento. Soy un producto de los años sesenta —un producto obediente, serio, no sabe/no contesta de los sesenta—, pero en esta cuestión mis simpatías se remontan mucho más atrás, a aquellos tiempos de antaño en los que a nadie le importaba sentirse siempre como si estuviera muerto. A través de las espectrales, contaminadas ventanas con manchas de nicotina de mi calcetín contemplo a estos niños viejos disfrazados de mozalbete. Volved a casa, les digo. Volved, tendeos, comed muchas patatas. Ayer me hice tres pajas. Las tres me costaron lo mío. A veces no te queda otro remedio que acabar retorciéndote para conseguir tu propósito, al igual que en cualquier otro tipo de ejercicio. Se trata simplemente de fuerza de voluntad. El que sea capaz de venir a decirme que una paja no es un ejercicio, la verdad, no sabe lo que se dice. Durante la tercera a punto estuve de tener un ataque al corazón. También hago muchas otras clases de ejercicio. Subo y bajo andando la escalera. Me meto en taxis y reservados de restaurantes. Voy a pie hasta el Butcher’s Arms y el London Apprentice. Toso muchísimo. Vomito con frecuencia, y éste es un ejercicio que te limpia de verdad. Estornudo, subo al metro. Entro y salgo de la cama, con frecuencia varias veces al día… En fin, ya me han visto ustedes en Nueva York, en plena forma, disciplinadísimo, decidido, dinámico. Cuanto estoy aquí me noto cierta tendencia a deslizarme pendiente abajo. No tengo nada que hacer ni a nadie con quien hacer algo. Ojalá encontrase a alguien con quien serle infiel a Selina. La pequeña Doris, por ejemplo, parecía tener muchísimas ganas. ¡Mujeres! ¡Bebida! Beber mucho te pone en desventaja en relación con las mujeres, sobre todo si te pasas el día borracho. Aunque el otro día me sorprendió que Fielding afirmara lo impresionada que se había quedado Butch Beausoleil conmigo. Sí, ya me han visto ustedes en mi mejor forma, los momentos en los que estoy fino y resulto super atractivo, allí, en Nueva York. Ah, ¡qué daría por recobrar parte de esos ánimos neoyorquinos! Allí puedes andar por el mundo jodido y ojeroso y todos siguen pensando simplemente que eres un europeo con mucho talento. He cometido errores, lo admito, como nos pasa a todos cuando nos vamos allí a ver qué tal nos salen las cosas. Errores como el de pedir una copa a berridos cuando ya eran las dos y cuarto y todo el mundo se había ido del restaurante. Como animar a los demás parroquianos del bar a cantar en voz alta, o pasarme las noches tropezando y cayendo en clubs y discotecas. Una mañana, hace dos viajes, tuve un desayuno de trabajo con Fielding y tres financieros en potencia. Era en la suite de un aterciopelado hotel de Sutton Place. A mitad de mi sinopsis, el tapón de la náusea estalló bruscamente en mi garganta. Llegué por los pelos al váter, que era enorme y acústico: mi imitación del estallido de un hipopótamo se coló a través de la puerta cerrada como si lo hubiesen grabado en sistema cuadrafónico (según me explicó Fielding posteriormente). A mi regreso recibí un par de miradas extrañas, pero conseguí terminar mi exposición y creo que no me gané enemigos. Si yo hubiera estado en su lugar, habría disfrutado del espectáculo. A mi corazón le sienta muy bien ver a alguien hecho trizas, sobre todo si es culpa suya. Las víctimas de la naturaleza o la desgracia, en cambio, sólo me atemorizan. Pero en los Estados Unidos la gente es bastante puritana, de ahí las miradas solícitas pero incrédulas de las que fui objeto aquella mañana, desde el otro lado de los platos con huevos revueltos y las tazas de plata cargadas de café, cuando intenté retomar el hilo. Primero emití un ruido extraordinario; el mismo, por cierto, que oí el otro día cuando trataba de sacar por la fuerza las últimas gotas de ketchup que contenía aquel tomate de plástico. No fue nada. Sólo que tosí hasta reventar, lloré como un niño, y tuve finalmente que ser llevado en volandas hasta el Autocrat. Como si hubiese estado muriéndome. Detesto ver a mujeres en ese estado. No es frecuente verlas así, lo cual me alegra. Aunque de vez en cuando me tropiezo con casos de esos, rubias muertas en cicatrizados pubs… ¿Qué ocurrió esa noche, la noche del Berkeley? ¿Qué ocurrió? Fue… He resuelto un pequeño misterio. Ahora ya me acuerdo de cómo me las arreglé para tomar mi vuelo en Nueva York. Fielding telefoneó al JFK e informó a la TransAmerican que había una bomba en mi vuelo.

—No tiene importancia, Slick —me dijo Fielding por teléfono—. Lo hago siempre que temo perder un vuelo. A los que llegan tarde ya no les dejan subir, pero si vas en primera, pasas. De lo contrario, perderían prestigio.

Luego está el segundo de los misterios, el que sigue vigente.

Es domingo por la tarde y regreso al dormitorio desde la cocina. Abro las puertas blancas del armario empotrado y saco el traje que llevaba puesto aquella última noche de Nueva York. Tiro de los pantalones y los extiendo sobre la cama. No es la primera vez que lo hago. En las arrugas laterales de la entrepierna hay una gran mancha en forma de salpicadura, que desciende en forma de goteo por ambas perneras. Al tocar la tela manchada, se perciben claramente ciertos crujidos. ¿Qué puede ser? ¿Agua del grifo? No. Champagne, o tal vez orina. Creo que sé la verdad. En algún rincón me espera el recuerdo. El recuerdo vive aún, pero me repugna tocarlo. ¡Ay, no permitan que lo roce siquiera! Aléjenlo de mí… De modo que vuelvo a meter el traje en el armario, vuelvo a encerrarlo con sus compinches en otros actos de delincuencia, lo alejo de mí y de mi noche, de mi tacto.

***

También en el presente echo en falta alguna cosa. Creo que estarán todos ustedes de acuerdo conmigo si afirmo que el movido, fiero y brillante discurrir de mis días tiene buen aspecto, al menos sobre el papel, pero también sé que todos estamos de acuerdo en que tengo un problema. ¿De acuerdo? Vamos a ver, pues, ¿cuál era? Venga, hermano, y tú, hermana, ayudadme en esto. Decídmelo. Dicen ustedes que es la bebida… La bebida no sienta muy bien, lo admito, pero la bebida no es nada nuevo para mí. Hay otra cosa que sí lo es. Me siento invadido, engañado, porculeado. Oigo extrañas voces y hablo extrañas lenguas. Me vienen ideas que no salen de mi cabeza. Me siento violado… La otra mañana, al abrir mi periódico, un diario popular, claro, comprobé que durante mi ausencia toda Inglaterra ha sido sacudida por tumultos y amotinamientos, por un resquebrajamiento social en los chamuscados barrios bajos. El paro, averigüé, era la causa de que todo el mundo hubiera enloquecido de ese modo. Sé muy bien cómo os sentís, me dije a mí mismo. Siento lo mismo que vosotros. Tampoco yo tengo casi nada que hacer en todo el día. Me quedo aquí sentado, indefenso, con la cabeza reducida a dolor de oídos y disturbios. ¿Por qué? Ahora lo digo. Las ciudades interiores crepitan en el caos económico…, pero yo tengo dinero, mucho dinero, y voy a ganar muchísimo más. ¿Qué me falta? ¿Van a decirme que existe alguna otra cosa?

Impulsado por el azar (y ésta es la única clase de impulsos que tengo últimamente: todas mis motivaciones son casuales), pasé al cuarto contiguo y le eché una ojeada a mi colección de libros: Cómo pagar los impuestos, La isla del tesoro, Los usureros, Timón de Atenas, Multinacionales, Nuestro amigo mutuo, Compre, compre, compre, Silas Marner, ¡Éxito!, El cuento del vendedor de indulgencias, Confesiones de un alguacil, Un diamante tan grande como el Ritz, La herencia de amatistas, y esto es prácticamente todo. (La mayor parte de los libros serios son restos abandonados aquí por las predecesoras de Selina, excepto Los usureros, que recuerdo haber comprado yo). Contemplé mi equipo de sonido de la era espacial. Hace ya muchos años que me hice demasiado mayor para el rock, pero desde entonces no he crecido lo suficiente para disfrutar de ninguna otra clase de música. Estuve esperando a que ocurriese, pero no ocurrió nada. La televisión matutina no es todavía más que un sueño, un rumor. También seguiré esperando a que llegue. Tal vez sí, tal vez no. Ver televisión es una de las actividades que más me interesan, una de mis principales actividades. Los vídeos son otro de mis logros: demonismo, carnicerías, porno. Me doy cuenta, cuando tengo arrestos suficientes para pensar en ello, que todos mis pasatiempos son de tendencia pornográfica. La gratificación solitaria es el común denominador. Comida rápida, striptease, juegos espaciales, tragaperras, pornovídeo, revistas de desnudos, bebida, pubs, reyertas, televisión, pajas. Tengo un presentimiento al respecto. Me refiero a las pajas, o a su agotadora presencia. Necesito ese toque humano. No hay ningún ser humano más aquí, de modo que me lo doy yo mismo. Como mínimo, las pajas son gratuitas, de favor, sin dinero de por medio.

Sobre la mesa, junto al servicio de café, la cordillera de correo sin abrir es barrida descuidadamente por el viento. ¿Cuánto tiempo hace que todo el correo que me llega trata solamente de un tema? Cuando miro las cartas de ese montón, cuando finalmente rasgo los sobres y me abro paso a través de todas esas tramposas ofertas y demandas, estas cartas de súplica, me entran ganas de decir, Oye, ¿no podríamos cambiar de tema? Aunque sólo sea por una vez, después de tantísimos años. ¿No puedes pensar en ninguna otra cosa?… ¿Cuándo recibí la última carta de amor, por todos los dioses? ¿Cuándo escribí mi última carta de amor?

Son las seis y media. La hora del arrepentimiento. Telefoneé al hotel de Doris Arthur y le ofrecí miles de disculpas. ¿Cuántas disculpas puede contener una persona dentro de sí? Voy a necesitar mucho más material de éste cuando regrese a Nueva York, para ofrecérselo a Martina. Doris no estuvo muy exigente. Al principio, todas hacen lo mismo. Además, esa nena se lleva sus buenos cien mil dólares por el contrato, y no me extraña que no haya perdido el interés. Luego encontré un bolígrafo, un bloc, unos cuantos sobres, sellos. Abrí mi talonario de cheques. Mientras trabajaba, me hablé en susurros: me hablé a mí y le hablé a mi dinero.

La última de las cartas llevaba las señas escritas con estilográfica, y me daba un tratamiento señorial. Tras haberme librado de todas las cartas de sobre pardo el día de mi regreso de Nueva York (sentado, en Londres, a mediodía, en el apartamento vacío y con una copa en mi puño: es decir un gin tonic a las seis de la mañana, y estoy seguro de que esto tiene que ser una buena noticia tanto para el cuerpo como para el alma), y esperaba ver una mano dispuesta a ayudarme, una mano amistosa, ya le había echado una ojeada a esta caligrafía torpe, y hasta había acariciado el sobre esperando que contuviese uno de esos nomeolvides que suelen remitirte los especialistas en desviaciones de columna, los gurús de la calvicie, o los expertos en estimulantes, que tan a menudo tengo que visitar… Suelen contratar a chicas extranjeras para que les escriban a mano los sobres: así parece todo mucho más personal. Pero de repente me pareció que esta carta era personalísima. Le rajé la garganta y mi corazón se enloqueció. Y cito su contenido:

John querido:

Déjame regresar. No puedo creer que dijeras en serio todas esas cosas horribles que me dijiste. Que hayas podido pensar cosas tan espantosas de mí. Envía a alguien a recogerme, no sé qué hacer ni te tengo a mi lado para cuidarme.

Te quiere tu Selina XXXXXX

P. S. Estoy sin un céntimo.

Peligrosamente excitado, cursivizado de lujuria infalible, me serví un trago y escruté la carta tratando de encontrar alguna clave. El matasellos decía Stratford-upon-Avon. La fecha era de diez días atrás. Dentro, el membrete decía Hotel-Casino Cymbeline, con un teléfono de siete cifras en formación de dos-cinco… ¿Qué significaba toda esa historia del Déjame regresar? ¿Cuáles eran esas cosas horribles que yo le había dicho? Retrocedí, y no era la primera vez, a la víspera de mi partida hacia Nueva York. ¿Qué había ocurrido? Llevé a Selina a cenar a un sitio caro. Tuvimos una pelea por dinero. Muy mala leche por ambas partes. De regreso en casa libramos, a varios asaltos, un combate erótico de despedida, en el que Selina se mostró tan dócil y sufriente como de costumbre, y yo tan efusivamente carnal como siempre. Luego me tomé unos cuantos tragos en espera del sueño, y me preparé para dormir. En otras palabras, una velada absolutamente normal. Quizá le di un poco la bronca en el último momento, pero esto también es corriente. Cuando desperté al mediodía siguiente, Selina se había ido, y hacía mucho rato. Ni siquiera me paré a pensar en ese detalle. Me tomé un café irlandés, hice las maletas, y dejé mi número de teléfono en la pared de la cocina.

Contestó una voz de hombre, y, tranquilamente, accedió a hacer lo que yo le había solicitado.

—Sabía que serías tú —dijo ella, con una entonación apremiante, roncamente contenida, en su voz estropajosa.

—Ven a casa —dije, en el mismo tono—. Quiero tenerte conmigo. Ahora mismo.

—Ah, mi hombre. ¿Cómo he podido seguir viviendo?

—Toma un taxi.

—¡Un taxi!

—Haz lo que te digo.

—Lo haré.

—Y enseguida.

—De acuerdo.

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