Dinero

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VIII

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Ahora comenzaba a percibirse cierta maniobra en el flanco de ese avance lento y pesado de los peones. Supongo que los dos teníamos ganas de que hubiese una carnicería, porque, cuando finalmente se produjo, el baño de sangre en la zona central del tablero fue de tremenda brutalidad. Los peoncillos blancos despertaron y sacaron fuerzas de flaqueza. Tuve que contemplar cómo iban haciendo su trabajo, me llevé por delante lo que pude, y me retiré gimoteando hacia mis propias líneas. Los partes de guerra me informaban de que sólo me había quedado con un peón de desventaja, pero tenía dos piezas amenazadas, y, además, una de sus torres había asomado su gorda cabezota por mi retaguardia. Ojalá logre al menos sobrevivir, pensé, me conformo con sobrevivir. No me quedan esperanzas de derrotar a este muchacho.

Pero tampoco permitiré que me derrote él. No soportaría otra derrota.

—¿Recuerdas —me preguntó—, recuerdas qué fue lo que te dijo Fielding en el callejón, después de la pelea? Te dijo una frase. ¿La recuerdas?

—No sé. Algo así como perro inhumado. No lo entendí bien.

—¿No sería perro inhumano? Fascinante. Pura transferencia. Ah, condenado lago. Te diré una cosa. Juegas mejor de lo que yo esperaba, pero nos estamos apostando un buen dinero. Si ganas, pagaré lo que hemos apostado. Si hacemos tablas, ganas tú: pagaré como si me hubieses ganado. Y si gano yo…, simplemente tendré derecho a que me des una cosa tuya. Lo que yo te pida, pero sólo una cosa. —Señaló los dados—. A estas alturas el dinero no es más que un chiste. O un símbolo. Un símbolo sexual, o de posición social, o un símbolo fálico. ¿Me he dejado alguno de sus simbolismos?

El muy cabrón, el muy ingenioso, pensé. Sí, había pescado la referencia, la trampa. Lo que este chico quiere es mi Fiasco.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Y sobreviví, más o menos. En efecto, salí perdiendo en el intercambio —un caballo por una torre—, pero recuperé el peón perdido y avancé de puntillas hasta el final de la partida como un perro callejero volviendo a casa tras una reyerta, como un perro que vuelve en busca de comida, de calor, de cobijo. Fue de la siguiente forma. Blancas: rey, peón, torre; negras: rey, peón, caballo. Los peones enfrentados en la fila del alfil de reina. Desde un punto de vista teórico él tenía probabilidades de victoria. Pero yo contaba con un tanto a mi favor: el reloj. Martin se había pasado el rato hablando, y había hablado durante su tiempo. En mi reloj quedaban todavía diecinueve minutos, y en el suyo menos de siete… Nuestros peones se encontraron cara a cara, escoltados por sus reyes. Su torre hizo amplios barridos, se acercó, pero sólo para retroceder de nuevo. Mi caballo siguió vigilando su territorio, sin retroceder. Yo logré cerrarle el paso, impedir que me atacara por los atajos, atascar la partida: todos sus movimientos parecían dejarle expuesto a una maniobra de horquilla de mi rey y mi caballo. El tiempo avanzaba. Incluso me aventuré a realizar una salida al descubierto con mi caballo, forzando una inocua separación de su peón y su torre.

—Exquisito —dijo Martin, e hizo un movimiento de espera con su rey.

Miré codiciosamente el tablero. Podía cargarme su torre. Un intercambio de piezas, y luego sólo los peones frente a frente: tablas. Fin. Creo que hasta tuve una pequeña erección cuando me incliné sobre el tablero para decirle:

—Espero que dijeras en serio lo de antes, amigo, porque ahora ya no puedes echarte atrás. Doblo.

—Doblo.

—Doblo.

—Doblo.

Me hundí en mi asiento y saboreé mi copa. Ah, qué lujo en mi rostro aporreado, en mi apartamento de alquiler, en mi horrible situación. Tenía ganas de que Martin viera venir mi maniobra. Yo mataría su torre con mi caballo. Y él mataría mi caballo, o se daría por vencido. En fin, quedaría sólo el cuarteto de peones y reyes: su rey a la izquierda de mi peón, y mi rey a la derecha del suyo. Cuando tuviera su cheque en mis manos, lo rompería en pedazos y se lo arrojaría a la cara. «Toma, ya has cobrado», le diría, y señalaría la puerta con un tieso índice.

—Sesenta y cuatro mil libras —dijo Martin—. Creo que no tendrás suficiente dinero para pagarme. Pero ya sé lo que voy a llevarme, y me lo llevaré. No vas a echarlo de menos, tranquilo. Jamás llegaste a saber que lo tenías.

—¿Qué es lo que pretendías quedarte? El Fiasco, ¿verdad?

—No lo entiendes. Tu coche es un mal chiste. Creo que ya he averiguado cómo se las arregló Fielding para meterte en ese brete. ¿Cuánto habrás quedado a deber después de todo el jaleo?

—No lo sé. Tampoco creo que sea gran cosa. Fielding lo pagaba casi todo.

—Te equivocas. Por fin lo he comprendido. Y resulta maravilloso, una maniobra bellísima. Creo que firmaste todos los papeles dos veces. Una vez como consignatario, y otra vez como Self. Era tu nombre. La empresa no se llamaba Goodney and Self. Sino Self and Self. Los hoteles, los billetes de avión, las limusinas, los salarios, el alquiler del estudio, todo, todo lo pagabas tú. Con tu nombre.

Me encogí de hombros, como si nada de todo aquello me afectara personalmente, y dije, simplemente:

—Juguemos.

Maté su torre. Él mató mi caballo. Las cuatro piezas restantes permanecían agarrotadas en su posición. Nos pusimos en pie, nos desperezamos mirándonos el uno al otro por encima de la mesa cuadrada. Le tendí la mano y le dije:

—Tablas.

—No. Lo siento, pero pierdes tú.

—Venga, hombre, sabes muy bien que no hay forma de resolver este atasco —le dije, señalando con despreocupación el tablero. Yo sólo podía mover el rey, y cualquier movimiento era un suicidio.

—Zugzwang.

—¿Cómo?

—Que estás obligado a mover. Es un Zugzwang. Es decir, que en esta posición, el que tiene que jugar, pierde. Si me correspondiese jugar a mí, ganarías tú. Pero te corresponde jugar a ti. Tú pierdes.

—Menudo churro. Ganas de puro churro.

—En absoluto —dijo él—. La oposición en sí misma es una estructura forzada en la que la interrelación de los reyes asume unas pautas fijas. Pero también existe lo que se llama la oposición heterodoxa. En posiciones complejas, que suelen llamarse estudios conjugados…

Me tapé las orejas con las manos. Martin siguió hablando, confusamente, cerúleamente, como si su rostro estuviese iluminado por una vela parpadeante. Y no sé si mi extraña voz nueva llegó a alcanzarle cuando dije:

—El chiste soy yo. ¡Yo! Fuiste tú. Fuiste tú.

No llegué a ver venir mi primera arremetida, pero él sí se dio cuenta a tiempo. Se agachó, o esquivó lateralmente la andanada, de manera que mi puño se estrelló contra el interruptor de la luz que estaba justo detrás de su cabeza. Giré lateralmente con el brazo extendido, a fin de darle un buen revés, pero me caí, tropecé con la silla y apenas si le rocé el hombro. Me levanté agitando los brazos como un molino de viento. Me lancé por toda la habitación como si fuese un enorme gorila metido en una jaula diminuta. Pero ni una sola vez logré conectar mis golpes. Joder con el tío, es como si no estuviera aquí, es como si no estuviera aquí. Mi último mazazo me proyectó contra el sofá de cuero de rinoceronte, que me propinó una coz en plena cara con su afilado pie de acero. En ese momento estalló mi cabeza. La habitación se inclinó peligrosamente, se transformó en un largo túnel y huyó aullando hacia la noche.

Cuando desperté, Martin seguía en la habitación, seguía hablando.

Cuando desperté, Martin ya no estaba en la habitación, y no se oía nada por ningún lado.

***

Poco después de que amaneciese salí por última vez a la calle. Después regresé. ¿Qué puedo decir? El policía que estornudaba, el trágico guardia de circulación, el cartero calvo y negro con zapatillas deportivas. Y la gente que, solitaria, abandonaba la noche y se colaba en el día para hacer sus recados cotidianos. Después regresé. ¿Qué puedo decir? ¿Hay algo que decir?

Puse en fila las botellas de scotch, los tranquilizantes que me dio Martina, y otras cuarenta pastillas que saqué del tarro de la cocina en donde suelo guardar todas las que me sobran. Escribí una nota de suicidio, esta vez muy corta. Decía simplemente: «Querida Antonia: No entre en el dormitorio. Vuelva a su casa y llame a la policía. Siento haberle dejado algún dinero a deber. Siento que el apartamento esté hecho un lío». Me tragué las píldoras a puñados. Les sorprendería comprobar qué rápido es. Al principio la niebla parecía amor, en serio, parecía amor, eso que no hay modo de encontrar en el mundo, y me puse a llorar mientras iba diciendo: «Venga, lleváosme. Deprisa. Venga». Pero luego noté que empezaba a sobrevenirme la vergüenza final. Sí. Mi vida era un chiste. Pero mi muerte será una cosa seria. Quizá es por eso que tengo miedo… Amigo, no hagas como yo. Hermana, busca otro método. Pronto, ni tú ni yo existiremos. Anda, sintamos un poco de miedo los dos, juntos. Dame la mano. Estréchamela…

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