Dinero

Dinero


IX

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IX

Diciembre 1981 — enero 1982

A que no saben una cosa. El otro día estuve a punto de matarme. Sí, fue por muy poco. ¿El culpable? Aciertan ustedes: el Fiasco.

Yo iba lanzado, a unos cuarenta kilómetros por hora. Pensándolo bien, tal vez no fueran más que treinta, o veinticinco. Al Fiasco no le gusta el clima frío. Al Fiasco tampoco le gusta el clima caluroso, ni el lluvioso. Si quieren que les diga la verdad, el Fiasco siempre acaba jodiéndome la marrana cada vez que tiene que llevarme a algún sitio. Pese a las innumerables virtudes que lo adornan, jamás ha sido un objeto de los que sirven para llevarte de A a B. Lo que le gusta, aquello para lo que sirve especialmente, es para quedarse parado… Las calles estaban atascadas. Era el tipo de circulación que más detestan los coches, todos en cola y forzando mil diferentes tiempos de reacción en pocos minutos. Hice una maniobra brusca, torcí a la derecha buscando un atajo experimental, me metí en una callecita secundaria que esa mañana estaba aún por estrenar, con el asfalto aparentemente húmedo, pero seguramente seco. Aceleré para lanzarme hasta el primer cruce, toqué el freno, y me encontré de repente en una caída libre de negro hielo. Durante uno o dos microsegundos sentí incluso un pálpito de gratificación, pues llegué a imaginar que el Fiasco estaba por fin demostrando cierta recuperación de su buena forma. Impulsados hacia un plano más puro del espacio, convertidos en un trineo sobre ruedas agarrotadas, nos deslizamos por el tobogán de una ciudad infantil: Yujú, pensé. Aunque, ¿cómo va a terminar esto?

Salí flotando a la calle principal que acababa de abandonar, flotando sobre un grito silencioso. ¡Y qué normal parecía la calle! Un obeso autobús soltó un ronquido de pasmo. Alguien se cayó de su bicicleta. La furgoneta del lechero se estremeció, se quedó helada. El Fiasco dio media vuelta sobre sí mismo, se desplazó lateralmente por la nieve semiderretida hacia los coches aparcados de la acera contraria. Entre los bloques coloreados de la circulación detenida, manipulé con todas mis fuerzas el inútil volante. Siguiendo su curso, como un buque que encuentra su muelle, el Fiasco continuó su camino hasta ir a dar contra la acera, en donde se quedó clavado, y se caló.

Me apeé. La calle entera miraba expectante, detenida. Metí una moneda en el parquímetro y entré directamente en el Princess Diana, pedí un scotch doble, y dejé que la barra sostuviera todo mi tonelaje mientras yo me dedicaba a curar mis heridas imaginarias. Joder. A punto estuve de matarme.

Es Navidad, en Londres. En Londres, la Navidad es una época en la que el cambio que te dan los taxistas está tan caliente como las monedas que vomitan las máquinas tragaperras, una época en la que los subnormales de las oficinas intentan hacer sus gracias en los pubs y los restaurantes baratos, una época en la que a lo largo de los días muertos que transcurren antes de la Nochevieja la gente se dedica a enseñar sus regalos a los demás en los autobuses y los metros: collares que se cierran sobre los cuellos como fríos emplastes, guantes que yacen en los regazos tan tiesos como pulpos en conserva, relojes y estilográficas que lanzan sus destellos a la luz de alquiler. Las Navidades son la época en la que todas las chicas lo encuentran todo cálido y encantador.

La primera nevada del año, como cada año, provocó desesperación, paralización general, anarquía. Me he pasado toda la semana caminando por las calles de Londres y preguntándome por su aspecto. Porque tienen un aspecto horrorosamente familiar. La gente girando como peonzas a cada patinazo. Todos vamos de compras. Todos andamos con la vista fija en las aceras, tratando de ver dónde metemos los pies, pero sin jamás conseguirlo. Durante quince minutos la nieve permaneció blanca, crujiente, maravillosamente limpia. Luego dejó de tener color; pasó al no-color, pues ni siquiera era gris. ¿Qué aspecto tiene? Fijándome bien, observando sus bordes de sucia espuma, sus alargados canales de brillos y mierda, a lo que más recuerda es a la ropa sucia metida en una lavadora, a los cielos de Londres. Las calles de Londres, en invierno, parecen los cielos de Londres en verano. Exactamente eso. Los cielos de Londres en verano. Sí. Entonces, ¿puede decirse que todo está igual?

La segunda nevada del año, como cada año, provocó desesperación, paralización general, anarquía. Esta segunda nevada permaneció blanca y dura mucho más tiempo que la primera. Era un material de calidad muy superior: más cara, sin duda. La nieve sorprendió a todo el mundo, tal como ocurre cada año. Me sorprendió a mí. Pero, claro, la nieve sorprende. ¡La nieve es sorprendente! Es el elemento de sorpresa. Durante un tiempo el mundo tuvo una apariencia lunar. Silenciosa. Nevada. A la mañana siguiente todo permaneció en silencio, hasta que por fin comenzaron a oírse, en tono de disculpa, los primeros gemidos de los coches. Todos salimos a la calle andando de puntillas, y miramos el mundo con parpadeos y guiños. Todo el mundo parece pensar que todo es por culpa suya. Pero a veces también creemos ser dignos de cierto crédito.

¿Crédito? Yo no tengo crédito, y es probable que jamás llegue a tenerlo. Sí, estoy en la ruina. ¿Conocen ustedes algún apartamento barato? ¿Podrían prestarme algún dinero… sólo hasta el jueves? Se lo devolveré. En serio. Martin tenía razón: yo fui el último en enterarse, como siempre, pero mis abogados han podido finalmente establecer quién financiaba todo ese psicodrama, desde las carreras de los taxis hasta las facturas del laboratorio, desde la sopa hasta los helados. Yo. El gran bobo. Joder, ¿por qué no me fijé en los papeles que Fielding me hacía firmar? Enfrentémonos a la realidad, me porté como un gilipollas. De todos modos, Fielding también engañó y estafó a mucha otra gente: tengo pruebas, porque hasta la fecha he sido demandado judicialmente por ocho o nueve de los estafados, entre los que se incluyen Lorne Guyland, Caduta Massi, Butch Beausoleil y Spunk Davis. Al final decidí telefonear a las cuatro estrellas, y me limité a contarles, sollozando, mis desdichas. Caduta retiró la demanda de inmediato, pero siguió dándome la tabarra. «Yo, que te di…, ¿por qué John, por qué? ¿Querrías decirme por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué le hiciste todo esto a tu propia…? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?». Si alguien me diese un penique por cada una de las veces que Caduta dijo «por qué», a estas alturas habría salido de este aprieto. Por otro lado, no tengo respuesta. Lo más fácil fue cuando hablé con Lorne. No hubiera podido mostrarse menos duro, ni más tranquilo. «Mira, John —me dijo—, son cosas que pasan». ¿Es cierto? «Continuamente, John». ¿En serio? ¿Continuamente? Como era de suponer, Spunk no representó ningún problema. Prehistoric estaba siendo un gran éxito de taquilla en Nueva York, y Spunk ha firmado contratos para hacer un montón de comedias románticas. Probablemente hayan ustedes oído hablar de él: ahora se llama Jeff Davis. Su ex amante, Butch Beausoleil, a diferencia de él, todavía sigue en la brecha. Horris Tolchok me atormenta diariamente por correo y por teléfono. «Tengo un vídeo en el que sales desnudo —me dijo una de las últimas veces— pegando a mi cliente. Tengo base suficiente para acusarte de violación, jovencito». Pero mi propio abogado opina que podemos pasarle la patata caliente a Fielding. Que, por cierto, está siendo sometido ahora a una serie de pruebas psiquiátricas en una institución de Palm Springs. ¿Quieren saber por qué lo hizo Fielding? ¿De verdad que quieren saberlo? Pues bien, llamen a Beryl. Telefoneen a su mamá. Les daré su número. Ella les dirá el porqué. Ella se pasará horas y horas hablando de las motivaciones de su hijo. Incluso les llamará a ustedes. Si realmente quieren saber por qué hizo Fielding lo que hizo, llamen a Beryl Goodney. Su número es el 2210-6110. Prefijo 215.

Sin dinero es como si tuvieras un día de edad y midieras un centímetro de estatura. Y, además, como si estuvieses en cueros. Pero lo maravilloso de esa situación es que, no teniendo dinero, tampoco le vale la pena a nadie meterse contigo. Podrían meterse contigo, pero si no tienes dinero no sacan ningún partido de hacerlo. Por otro lado, aparte de las demandas judiciales de tipo mercantil, ahora tengo que vérmelas también con acusaciones por violación del código penal. Han puesto en marcha intentos de conseguir mi extradición —fíjense bien, ésta sí que es buena—, porque me demandan en los Estados Unidos por Temeridad, Enriquecimiento Injusto y Grave Indiferencia. Dice mi abogado que podemos luchar contra estas acciones legales, y que tenemos todas las probabilidades de ganar, a condición de que le dé montones de dinero. Tal como están las cosas en este momento, lo mejor que puedo hacer es no ir a los Estados Unidos. Pero no tengo ganas de ir a los Estados Unidos, no puedo permitirme el lujo de ir a los Estados Unidos… Y todo este cerco a mi alrededor comienza a debilitarme de forma muy acelerada. Mi vida va perdiendo su forma. Los grandes objetivos, los pentagramas de la estructura y de los proyectos carecen de fuerza para dañarme o deleitarme.

Fat Vince me ha encontrado un empleo: encargado de un carromato de helados en Hyde Park. La campaña empieza en primavera. Dice que quizá yo tenga mucho futuro en esa industria. Algún día, es posible, quizá regrese al negocio de la publicidad. A los publicistas les encanta que hayas fracasado, y es entonces cuando más ganas tienen de demostrar lo mucho que te quieren. De momento, mi nombre suena a inmundicia. Es parte del precio que me van a cobrar por dejarme entrar de nuevo en su mundo. Al final me dejarán entrar otra vez. Pero a veces pienso: No, no quiero regresar. Cuando veo los anuncios de la tele me entran náuseas. Ahora que la TV está siempre ahí, ahora que la TV es la religión, la parte mística de los cerebros corrientes, no quiero trabajar en este campo tan sensible, no quiero venderle cosas a la tele. Si todo el mundo abandonara sus herramientas y uniera sus manos durante unos diez minutos, si todo el mundo dejase de creer en el dinero, el dinero dejaría de existir. Jamás lo haremos, por supuesto. Quizá el dinero sea la gran conspiración, la gran ficción. Y también la gran adicción: todos tenemos esa adicción, y no podemos abandonar ese hábito. Ni siquiera es una cosa muy del siglo XX, o sólo lo es desde el punto de vista de la amplitud del montaje. No se puede darle, simplemente, la patada y prescindir de él, aunque uno quiera hacerlo. No hay modo de sacarte de encima ese mono pesado que es el dinero.

Sigo llorando y balbuceando y aullando muchísimo, pero es lo que he estado haciendo toda mi vida. Bebo, y me meto en peleas, y voy de matón por la calle. Sigo siendo una zona de alerta roja, de alto riesgo. La peor zona de la ciudad.

En cuanto a mi intento de suicidio, bueno, aquello fue un desastre total, como ustedes ya se habrán imaginado. Me terminé botella y media de scotch y me tragué mis noventa pastillas. Durante un rato me sentí de puta madre. Esto de suicidarse da gusto, pensé. Me senté a esperar. Hasta que me entró el miedo. Fue como un encogimiento, como si, mientras yo iba empequeñeciendo, empalideciendo, el mundo creciese y se ennegreciese. Chico, me dije a mí mismo, ahora sí que necesitas un trago, un tranquilizante. De repente me reanimé otra vez, empecé a ver de nuevo el lado bueno de las cosas. Hundí mi bota en la pantalla del televisor, pisoteé el hi-fi y el vídeo. Pensaba bajar corriendo las escaleras para emprenderla también con el Fiasco, pero a esas alturas ya comenzaba a tambalearme y, además, recordaba a medias que había abandonado el coche en Maida Vale. Fue entonces cuando volví a pensármelo bien. Mira, no iba en serio, empecé a gritar. Ya sabéis lo que pasa. Me he tomado unas cuantas copas, y se me ha ido todo de las manos. Me he precipitado. ¿Es que no puede uno cometer una equivocación? Me puse inmediatamente a hacer un poco de jogging, y hasta hice un par de flexiones, pero caí. Me bebí en la cocina un tarro entero de mostaza francesa.

Me metí los dedos hasta las amígdalas, sin alegría, sin la menor alegría. Pensé que ya tocaba la muerte con mis manos, pero la muerte comenzaba a pegar brincos y hacer fintas en mi cabeza, escabulléndose lejos de mi alcance, buscando el camino, la vía directa. De modo que me puse a andar y andar, dispuesto a seguir andando de un lado para otro del apartamento hasta que… A media mañana, mientras el día caminaba a paso lento al otro lado de mi ventana, me sentía tan jodido que pensé que lo mejor sería tumbarme en la cama. Daba igual. Después de toda esa excitación, me serví una copa. Ya estaba tan rendido que casi no me enteraba de nada. Ni siquiera podemos descartar la posibilidad que durante esos momentos intentase hacerme una paja. En fin, fuera como fuese, la cuestión es que al cabo de unas horas me despertó un trío formado por un poli y dos ambulancieros. Estoy muerto, iba pensando yo. Quizá lo he conseguido, quizá consiste en esto, y la muerte es igual que la vida, lo mismo de siempre, pero peor. Más tarde trataron de sonsacarme, pero yo no pensaba aguantarlo. Me porté como un hombre, le pedí prestadas diez libras a la asistenta, y me pasé el resto del día entrando y saliendo de pubs. ¿Saben qué fue lo que me salvó? Los tranquilizantes de Martina, sospecho, no eran más que placebos. Recuerdo que una vez, en Nueva York, disolví un par de pastillas de ésas y pensé que tenían el mismo aspecto y el mismo sabor que las aspirinas. También siento un escepticismo cada vez más acentuado respecto al contenido de mi tarro de pastillas… He aquí, pues, la receta exacta de mi intento de suicidio: un litro de scotch, cincuenta aspirinas, una dosis de antibióticos para una semana entera, y doce píldoras de levadura. No es de extrañar que me encontrase tan mal. Pasó casi una semana antes de sentirme capaz de decir sin vacilación alguna: Sí, vuelvo a estar vivo.

Ahora comprenderán ustedes por qué no recuerdo gran cosa de esa noche y esa oscura mañana, a pesar de que durante esas horas me dediqué sobre todo a recordar. Pícaros recuerdos que a menudo había tratado de alejar comenzaron a sobrevenirme, de uno en uno, haciéndome señas con los brazos en alto. Imagino que es porque estaba caminando por el pasadizo negro y tenía acceso a las cosas ocultas. Tomé nota por escrito. De otro modo no los hubiera recordado. No recuerdo haberlos recordado. No recuerdo haberlos escrito. La letra no parecía mía, me salió mucho más recta, mucho mejor, lo cual demuestra lo lejos que había ido.

Me acordé de aquella vez en el Berkeley Club, donde siempre sospeché que había ocurrido alguna cosa horrible. Y, en efecto, fue horrible. Fielding me llevó al lavabo para enfriarme. Luego se volvió desde el meadero con la polla en la mano. «Completamente bebido, ¿eh, Slick?», me dijo y me lanzó un chorro encima… Me acordé de aquella vez en la calle Noventa y cinco, cuando Doris Arthur, en respuesta a mi invitación de regresar al hotel, posó sus labios en mi mejilla y murmuró: «Tonto del culo. Todo es un chiste. Fielding está tomándote el pelo. Todo es un juego. Salta del tren en marcha. ¡Salta!». Me acordé de aquella vez en el bar irlandés que está enfrente del Zelda’s (Cena y baile. ¿El peor momento? Quizá), cuando me estuvo besando y metiendo mano aquella pelirroja que tenía los mismos ojos que Fielding. «¿Sabes quién soy? —susurró—. Soy yo. Yo. Tu productor». Y, mientras ocurría todo eso, yo me quedaba sentado, sonriendo, atontado, estupidizado, cretinizado, forzado a mover una de mis piezas en la partida… Y me acordé de Martin, aquí, en mi apartamento, mientras yo yacía tumbado, murmurando entre dientes: «No sabes cuánto lo siento». Lo dijo una y otra vez. «No sabes cuánto lo siento. No sabes cuánto lo siento».

Toda esa mañana en la que noté la muerte tan cerca, y en la que la vida parecía tan agradable, no llegué a pedir socorro. Me he preguntado por qué. Sólo puedo explicármelo de este modo. Sopórtenlo conmigo, por favor. Mi vida ha sido un combate entre la vergüenza y el miedo. En el suicidio, gana la vergüenza. La vergüenza es más fuerte que el miedo pero sigues temiendo la vergüenza. Y sigues temiendo al miedo, al menos en mi caso, y de repente te entran ganas de suspender la función. En el suicidio no frustrado, vence la vergüenza, pero les aseguro que ninguno de ustedes disfrutaría contemplando su victoria. El suicidio es una vergüenza. Me hubiese resultado odioso que alguien me viese cuando estaba suicidándome. En la vida hubiese soportado que alguien me viese en el dormitorio, cuando estaba suicidándome.

Tengo una nueva amiga, gracias a Dios. Se llama Georgina. Trabaja de secretaria en una empresa de áridos, en White City. Es una enorme, algo así como una enfermera gorda, que es lo que me recomendó el médico. Les gustaría Georgina, lo sé. Le estoy muy agradecido… La conocí en el Blind Pig, ¿o quizá fue en el Butcher’s Arms? Me encontraba boca abajo en aquel momento, después de haber sido vapuleado por un australiano hipersensible, fortísimo e increíblemente sobrio. Ella se me llevó a su piso, y, con sus propias manos, me aplicó el bistec sobre el ojo. Estuve cortejándola durante una semana. Pesa más o menos igual yo, y nos va de puta madre. Georgina es una mujer de gran… Esta Georgina es una mujer de gran corazón.

Escribo a Martina unas dos veces por semana. Y cada mañana voy a ver si aparece ese sobre con rayitas rojas, blancas y azules. De momento, nada. No pierdo las esperanzas. Es posible que mis cartas de amor no sean grandes obras de arte, pero son jodidamente sinceras, eso se lo garantizo a ustedes. Y, si las quieres tanto, las tías tienen que aceptarte otra vez, ¿no les parece? Si abres de par en par tus puertas y las quieres mucho, tienen que aceptarte. ¿O no? Por fuerza. Al principio estuve demasiado ocupado como para pasármelo mal por ella. Ahora es diario, un dolor puntual, tan puntual como Martina. Es la mejor de todas. Es lo mejor de lo mejor, y yo quiero lo mejor… ¿O no? ¿Alguna vez he querido lo mejor? Quizá no tuve jamás lo que hay que tener para querer lo mejor. Cultura y todo eso: el problema no es, o no se reduce a, que algunos de nosotros no estemos hechos para esas cosas. El problema es que, encima, las odiamos. Yo estoy intentándolo. Estoy leyendo bastante. Es la única diversión que todavía puedo permitirme. La lectura es barata, lo reconozco. He leído todas las novelas de intriga sobre temas erótico-financieros que hay en los estantes de Georgina. Paso por la biblioteca pública. La biblioteca pública es un sitio fantástico para los que estamos en paro. Es gratis y tiene calefacción. Te ofrece cobijo.

También le he escrito cartas a Selina. Éste podría ser un final más realista. Selina acabará teniendo unos ingresos, una casa. Una casa no es un hogar, ya lo sé. Pero, como mínimo, es una casa. Ossie no vivirá con ella. Si le queda algún resto de sentido común, y si ella le acepta, Ossie volverá con su esposa, de rodillas. Confío en que Martina encuentre a su Sombra… Le escribí a Selina utilizando las señas de su ginecólogo. Pienso educar a ese hijo que va a tener Selina como si fuera hijo mío, a pesar de que será de clase bastante más alta que yo. También la princesa Di va a tener descendencia. El mundo prolifera. A ver quién consigue impedirlo. En su carta de respuesta, una carta locuaz (matasellos de Londres, sin remite), Selina me cuenta que bautizará a su hijo con el mismo nombre que le pongan al hijo de Charles y Diana, suponiendo que ambos sean del mismo sexo. Imagino que será algo así como Mary o Elizabeth, o George o James. Doy mi aprobación. Pero no volveré a ver a Selina hasta que tenga dinero otra vez.

El Fiasco sigue funcionando, aunque en este momento se encuentre en paro. El Fiasco es mi gran chifladura. El Fiasco es mi orgullo y mi alegría. Entre nosotros, no sé si hubiera sido capaz de sobrevivir a todo esto de no ser porque tenía mi Fiasco. Ahora lo limpio a menudo, en la misma calle, con el balde, el trapo, la gamuza. Ese motor volverá a ir por esas carreteras de Dios, no se preocupen ustedes. Le seré fiel al Fiasco. Me muero por mi Fiasco. Hemos vivido juntos muchísimas cosas. Y mi Fiasco y yo todavía hemos de vivir juntos muchísimas más.

En cuanto a la otra demanda judicial —esa que me cayó encima por conducir bebido, o, más bien, por posesión embriagada de un vehículo no estacionario—, mi abogado está intentando aplazarla indefinidamente. Lo cual me sale caro a mí, y le permite a él ganarse un dinero. Es la misma técnica que utilizan los demás abogados que me pasan sus minutas. Mi principal fuente de ingresos es mi apartamento. Me he mudado, ahora vivo en una cajita de mierda situada en una planta baja de Ladbroke Grove, y he realquilado mi apartamento de alquiler a un jeque polígamo y a su caravana de criaturas. Fue muy fácil: pegué un anuncio en el escaparate de una tienda de maricas, junto a esos otros anuncios que decían: DOY LECCIONES DE FRANCES Y DE TURCO, y ¿SE ATREVE A TELEFONEAR A LA PERRA DE BAYSWATER? Tengo poquísimas ganas de averiguar en qué consiste el turco, sobre todo después de haber visto el estado en que se encuentra mi apartamento. Paso por allí todos los jueves, a cobrar el alquiler. Impasible, envuelto en su batín, el coloso me entrega la pasta. Y, por encima de su hombro, llego a entrever un ambiente insondable de abuelas silenciadas, esposas escocidas e hijas azotadas. Sólo hay un chico: y jamás en la vida habrá niño mejor tratado que él. El apartamento está en ruinas, pero cobro en dólares, y así tengo contentos a mis abogados. Por otro lado, Papá me pasa de vez en cuando algún billete de diez, cuando le van bien los negocios.

Fui un fumador millonario, pero ahora se acabó. Todo eso forma parte del pasado. Me conformo con dos cajetillas diarias. No puedo permitirme otra cosa. Yo mismo tengo que liarme los pitillos, maldita sea. Y ya casi no bebo: apenas un whisky, un par de jarras de cerveza, un bourbon y unas cuantas aguas azucaradas. O bien una botella de jerez de Chipre o de oporto búlgaro, para ayudarme a descender hacia la noche. Es todo lo que me puedo permitir. También ahorro en pornografía. Se acabaron las revistas de desnudos y las duchas con ayudante. Salen muy caras. Todavía me hago alguna que otra paja, una y otra vez. ¿Y quién no se la casca? Ustedes podrán decir de las pajas lo que les dé la gana, pero a mí me parece evidente que más baratas, y más a mano, imposible. Al final hay que conformarse con las pajas. Que son absolutamente democráticas.

Ya no veo a Terry Linex porque me debe dinero. Ya no veo a Alec Llewellyn porque me debe dinero. Ya no veo a Barry Self porque me debe dinero. Ya no veo a Martin Amis porque yo le debo dinero, en cierto sentido. Dinero, siempre el dinero. Llegué a imaginar que Martin y yo llegaríamos a ser amigos. Pero, ahora que ya no hay dinero entre nosotros, ya no hay nada entre nosotros.

Le vi una vez. Yo había bajado al abrevadero, el London Apprentice o el Jesus Christ, y estaba tomando cerveza y echando pacientemente el resto de mi subsidio del paro en la ranura de la tragaperras de las frutas. Nuestras miradas se cruzaron cuando él entró: me miró de la misma forma en que me miraba cuando no nos conocíamos más que de vista: como si mi imagen fuese una afrenta, como si le produjese un pinchazo en el cogote. Conseguí un par de kiwis y los cambié por un doble o nada apretando el botón del automático. Salieron tres fresas, equivalentes a un bote de dos pavos. Volví a jugármela, puse en movimiento la frutería por medio del mecanismo manual, en homenaje a los viejos tiempos, a la verdadera artesanía, pero fallé y al final me salieron dos cerezas a la izquierda. Veinte peniques. Fue en ese momento cuando noté el campo de fuerzas de Martin a mis espaldas. No me volví. «Eh, ¿qué haces aquí?», me dijo. Y añadió: «¿No tendrías que haber desaparecido?». Me limité a echarle una ojeada por encima del hombro, y le dije —no sé por qué: algún extraño gene debió de empujarme—: «Vete a tomar por el culo». A través del espejo combado que hay detrás de la barra, le vi salir a la calle, envarado, herido, jodido. Me jugué mis ganancias y fui subiéndolas a treinta peniques, cincuenta, una libra y cuarenta peniques. Volví a jugármelas. El robot se quedó paralizado, se atontó, y escupió una moneda de diez peniques. Borracho, me confundí y metí la moneda en donde no debía, tras lo cual me cabreé con la máquina, que se negaba a devolverme mi dinero, y me echaron a la calle, como siempre. No les gusta que les peguen a sus máquinas… Seguro que ustedes creen que los ingresos que uno cobra por estar en el paro resultan extraordinariamente maravillosos. Pues se equivocan. Más que un clavo ardiendo al que agarrarse, son en realidad simple basura, porquería. Nada.

El dinero, el dinero apesta. En serio. Y cómo apesta. Agarren un montón de billetes usados, y abaníquense la cara con él. En serio, pásense unos billetes bien usados por las narices.

Calcetines de niño y resaca porno, esperma reseco, pura basca, manteca, mocos, polvillo del que se mete en los billeteros, sudor manual y mierda de las uñas de la gente que ha tocado ese dinero durante todo el día. Ah, cómo apesta.

Fui a ver a Mrs. McGilchrist para ver qué le pasa ahora a esa agonizante muela que me ha estado dando la tabarra. Me senté envuelto en el batín de plomo mientras ella me sacaba fotos de rayos X. Dijo que la muela estaba muerta, pero que aún era viable. Sé exactamente a qué se refiere. Me trabajó con sus taladros, me vació de mierda e hizo todo lo que tenía que hacer. Más tarde me pasó la factura, pero yo reaccioné con un truco nuevo e inesperado: no pagué. ¿Qué puede hacer para evitarlo? ¿Qué puede hacer? Ahora ya no me duele. Es como si tuviese ahí un agujero, una cosa carente de sustancia. El otro día mastiqué con mi muela muerta una tostada, y descubrí que todavía tiene mucho que ofrecer. Perdí otro diente el mes pasado, un diente frontal, justo en el barrio más céntrico, en Central Park South. Se lo llevó por delante un árabe en el One Off the Wrist, el nuevo bar de combinados que han abierto en Queensway. ¿Quién fue el que me dijo que los árabes no sabían pelear? Como pille algún día al que me lo dijo… De hecho, esta circunstancia me hizo pensar. Después de ese percance ya no aguantaría más que una sola pelea. La última. Reconozco que ya no voy a aguantar más que una pelea, como máximo. Luego, se acabó. Voy a dejar de pelear antes de que las peleas me dejen para el arrastre. Una noche, malogrado por la bebida y la rabia, intenté forzar a Georgina. La peor idea de mi vida. Verán, esa Georgina es muy grandota. No es de esas pequeñitas que se ponen a chillar, a pedirte compasión en cuanto cierras los puños. Qué va, Georgina, si no les importa a ustedes, devolvió golpe por golpe. Desperté con una oreja hinchada y otro ojo amoratado. Georgina me entró el té y me preguntó si tenía intención de repetir lo de la noche anterior. No señor, en absoluto, le dije. A mi edad eso de las peleas resulta fatal. A mi edad, cuando uno lo necesita todo, cuando nada se renueva. Y, además, se acabaron las visitas a Mrs. McGilchrist, de modo que ahora no me queda más remedio que recurrir a los de la seguridad social. Esa muela ennegrecida sigue muerta, pero yo aún estoy con vida. Ese diente frontal ha desaparecido, pero yo todavía puedo contarlo.

Hoy, al abrir los ojos, he pensado, fíu, jamás en la vida me había sentido tan viejo. Y, sin embargo, es exactamente así: nunca había sido tan viejo. Y lo mismo se irá repitiendo cada mañana, a lo largo de toda nuestra vida. A ti también te ocurrirá, hermano. Y a ti también, hermana. ¿Cómo os va la vida? ¿Estáis bien…? Muy pronto, cuando me mire al espejo descubriré que me ha estallado la nariz. El liquen cubrirá mi rostro dándole un tono verdigris. Las cosas de por dentro comenzarán a pudrirse. Mi gordo amigo Fat Paul me dijo una vez que el dinero no vale nada si no tienes buena salud. Cierto, pero ¿qué ocurre si no tienes buena salud, pero tampoco tienes dinero? Es justamente cuando tienes mala salud que te irían la mar de bien unos cuantos pavos.

De todos modos, no puedo quejarme. Gracias a Georgina, estoy más en forma que antes. El otro día fui a ver a mi médico, no al de la dentadura ni al de la polla, sino a mi médico de cabecera, mi doctor del tiempo. La maquinita del tictac aguanta bastante bien. En conjunto, las acciones todavía flotan en la superficie, aguantan bien, al menos las de Felpudo, Huevos y Encías, S. L. Me preguntó por el tabaco y la bebida y todo eso. Mentí a través del hueco dejado por el diente que voló, y a pesar de eso se mostró pasmado: pasmado por lo mal que estoy, por lo mucho que aguanto.

Esta tarde me he presentado en casa de Georgina con una botella de Desdemona Cream. Una velada típica: spaghetti, parloteo sobre la vida cotidiana, un poquito de tele, un rato consolador en la apretujada cama. Había llegado temprano, porque el Fiasco se había decidido a arrancar, contra todo pronóstico. Georgina no estaba aún en casa, y yo siempre pierdo las llaves que ella me va dando una y otra vez. Tiene uno de esos pisos de habitación con cocina, justo encima de una tienda de apuestas hípicas, en una calle estrecha y muy frecuentada. Hacía frío, pero se podía aguantar. La segunda nevada aún ensucia las aceras. Me he sentado en un banco, cerca del chamuscado puente, cerca de la boca del metro. Llevaba puesto mi chaquetón de pelo de burra: lo encontré en un rincón del armario, y de hecho me parece que abriga más que el de cachemir, por el que un ropavejero de Portobello Road me dio doscientas quince libras.

Cuatro de enero de 1982. El mundo ha empezado a funcionar de nuevo. Por la aromática trampa del metro (cuyo aliento está a mitad de camino entre el eructo caliente de un puesto de hamburguesas y el acre aroma especioso de un restaurante indio) salen masas de gente a intervalos de cinco minutos, todos ellos muy serios, con su cara de invierno, encaminándose decididamente hacia el calor y la comida. Georgina tenía que salir tarde o temprano en uno de estos grupos, para encaminarse hacia las mismas cosas que los demás, y que en su caso caben en una sola habitación.

La vida en Inglaterra está bastante bien, pero este planeta es duro para sus habitantes, y no me convencerán ustedes de lo contrario. En las mejores, más ricas y libres latitudes, sigue siendo un planeta muy duro. Si alguna vez viajan ustedes a la Tierra, ¡ándense con cuidado! Probablemente habrán oído contar que los polacos han fracasado. Es cierto. Dictadura militar. Ley marcial. Un tipo con nombre de médico, de los que te hacen curas antialcohólicas, se ha puesto al mando de la situación. Lo primero que ha hecho es triplicar todos los precios, ese ojos de besugo, ese condenado hijo de puta. Ya no se oye hablar apenas de Lech Walesa, ese hombre firme de pelo en pecho. Danuta tuvo su bebé, todo salió bien, pero ahora se ha quedado sola, y tiene que cuidar ella misma de todos los críos.

¿Dónde está esa tía? A veces Georgina tiene que quedarse trabajando un buen rato más, aunque no le pagan las horas extras.

Escandaloso, estoy de acuerdo: pero hoy en día le pasa a todo el mundo. Viene la recesión, los patronos se aprovechan de los miedos, También ellos sudan lo suyo, supongo, y tienen más que perder.

Quiero tener dinero otra vez, pero me siento mejor ahora que no tengo ni cinco. Tiene sus ventajas. Nadie puede hacerte nada cuando estás sin blanca. No puedes ganar dinero por mucho que se metan contigo. Así que te dejan en paz. He sido rico y he sido pobre. Ser pobre es peor, pero ser rico también puede resultar muy jodido. Saben, durante esas horas de las pastillas y el alcohol, durante esas horas de mi suicidio, pasó ante mis ojos todo mi futuro. Y, a que no lo adivinan: era un futuro pesadísimo, una lata. Como mínimo, mi pasado era… ¿Qué? Un pasado rico. Y ahora mi vida carece de forma. Mi vida no es más que presente y más presente, un presente constante.

Bien, me gustaría, antes de terminar, darles a ustedes algún que otro consejo sabio y prudente. Creo que estoy más cerca de ustedes de lo que jamás llegó a estarlo él, John el rico. Pero si tuviese algún buen consejo que darles, les aseguro que me lo guardaría todo para mí. ¿Quieren saber qué sentido tiene la vida? La vida es acumulación, una acumulación de todas las vidas que han sido vividas en el planeta Tierra. Ese es el significado de la vida.

Sí, creo que me he librado de mi problema da la edad, de mi problema del tiempo: no lo he resuelto, pero lo he dejado a un lado. Siendo producto de los años sesenta, me hicieron creer que ser joven era todo un logro. Todo el mundo parecía empujarme a creerlo, sobre todo los viejos. Siendo un iconoclasta, no tuve tiempo para la mortalidad. Me pasaba los días denunciando a todo el mundo —a ustedes, jodidos viejatas—, y todo el mundo se limitaba a sonreír y asentir. Parecían estar todos convencidos de que yo era maravilloso… Pensándolo bien, en aque¬llos tiempos mi aspecto no estaba nada mal. Tenía un felpudo crespo, pero eléctrico y fuerte. Mi tripa era plana, mis dientes eran blancos. Era, efectivamente, mucho mejor en aquel entonces. Pero me dijeron que yo lo era todo, y mentían, aquellos jodidos viejales estaban mintiendo.

Otra cuestión. Esto tampoco posee gran interés ni tiene aplicaciones generales, pero es lo único acerca de lo cual estoy seguro de tener razón. Si en alguna ocasión se encuentran ustedes metidos en algún jaleo de paternidad o maternidad, si alguna vez tuvieran ustedes un hijo que en realidad no es da él, o en realidad no es da ella, díganselo al niño. Díganselo cuanto antes. Háganlo. Si eres niña, eres tu mamá, y tu mamá es tú. Si eres niño, eres tu papá, y tu papé es tú. ¿Y cómo va uno a vivir seriamente si no sabe quién es?

Pocos padres han maltratado a sus hijos en la misma medida en que Barry Self me ha maltratado a mi. Pero Barry Self no es mi padre. Mi padre es Fat Vince. En cierto sentido, así pues, mi vida ha sido un chis¬te desde el mismísimo primer momento, desde el mismo útero, desde el primer centelleo en los ojos de Fat Vince. Yo creía ser capaz de aceptar una broma pasada. Pero ¿podré encajar este chiste?

Destapé el Desdemona Cream y le pegué un festivo trago. Bueno, es Año Nuevo, ¿no? Me puse a silbar y cantar, y a parlotear acerca de Fielding, Lorne, Caduta, Butch y Spunk, de todo lo que pasó, de toda esa historia, de toda esa conspiración… Ya he resuelto el problema de la motivación. Fui yo el que proporcionó toda la motivación necesaria. El timo hubiera concluido en cinco minutos de no haber sido por John Self. Yo fui la clave. Yo era el artista necesitado, al artista dolido. El artista deseante. Yo quería creer. Yo quería dinero. Quería dinero por encima de todo. El timo, el abuso de confianza, falló por mi culpa. Para mí, la «confianza» es un estado psicopático. La confianza es un grito de socorro. Me refiero a que, bueno, basta con que saquen ustedes la cabeza por la ventana y echen una ojeada a lo que está pasando en la calle. ¿Qué opinión las merece ahora eso de la «confianza»?

Fat Vince y yo ya nos hemos enfrentado: tuvimos nuestra llorera con¬junta en la trastienda del bar da billares. «Hubieses debido decírmelo Vince», le dije. «No era yo quien tenía que decirtelo, hijo». «Pero, cuando viste que ninguno de los demás pensaba decírmelo, hubieses debido decírmelo». Le miré cara a cara, miré su cara obesa, su cara da mesa da snooker. «No te confundas respecto a mis sentimientos —le dije, y me acabé la botella—. Me siento orgulloso de poder llamarte padre». Y es verdad. A su modo, Fat Vince es un gran hombre. Amaba a mi madre, cosa que Barry jamás llegó a hacer. Yo diría que con Vince he mejorado mucho.

Y Georgina me ama. Me lo ha dicho. Esta noche voy a contarle con la mayor claridad hasta qué punto le estoy agradecido. Sin Georgina yo sería hombre muerto. Si me porto como debo portarme, Georgina resplandecerá de placer. Selina resplandecía con el dinero, Martina con la pintura pero, sobre todo, con las flores… Georgina resplandecerá probablemente con las flores, y hasta con el dinero, pensándolo bien. No puedo permitirme el lujo de darle dinero. Y cuando pueda permitírmelo, me digo a mi mismo, Georgina dejará de ser suficiente para mí. Me largaré con alguien como Martina (No. No. Eso no volverá a ocurrir jamás) o con Selina o con alguna Tina o Lina o Nina.

Durante toda la tarde el cielo ha tenido aspecto de huevera vacía, o casi completamente vacía, con un huevo aquí, otro allí. Luego ha aparecido el tocino entreverado de grasa, el crepúsculo. Y ahora, en el lejano oeste, las nubes nocturnas son delgadas y equinas, como llaves vistas de canto o locomotoras españolas. Pero las nubes obedecen a sus funciones naturales y no saben lo bellas que son ni les importa un bledo esa circunstancia. ¿Qué es lo que sabe su propia belleza, lo que se preocupa ser su propia belleza? Sólo las mujeres bellas… ah, sí, y también los artistas, supongo, los verdaderos artistas, y no los artistas de la cama, de la meada, los artistas de pega, las diversas variedades de falsos artistas entre los que se ha ido desenvolviendo mi vida. Yo soy un artista, un artista de la huida.

¿Saben qué me dijo la pequeña Selina aquella vez en el Welcome-In, junto a la Guardia, en medio de la oscuridad, de las chicas de alquiler, de los aviones que huían velozmente? Me dijo: «Quizá te parezca cruel por mi parte, pero siempre supe que no ganarías dinero. Desde el principio. Nunca me pareció que tu olor fuera el adecuado para atraer dinero Nunca oliste como hay que oler…» Ahora hace más frío. Lo noto, y noto también que necesito cobijo. Denme un poco de cobijo. ¿De dónde viene el viento? ¿Por qué sopla? ¿Es por las estrellas, por los mitos? ¿Quién sabe? Si sigo siendo pobre, Georgina podrá considerarse afortunada. ¿Se trata de fortuna?, ¿es esa la palabra que necesito? Soy bueno con ella. No puedo permitirme el lujo de no serlo. Ella me ama. Me lo ha dicho. Me parece que esa Georgina debe de haber tenido una pandilla de amigos bastante brutos.

Me quité la gorra e hice una leve inclinación a modo de saludo. Mi gorra, mi gorra de tela tiene como objetivo el mantener mi pelo en cierto orden. No puedo seguir yendo a que me hagan esos replanteamientos capilares a veinte pavos cada uno. Ahora me corta el pelo Georgina, tarareando como un jardinero sobre mi figura acolchada, meditabunda. Bebo, canto, balbuceo a través del agujero dejado por el diente perdido. La gente sale apresurada del metro, y la noto muy mortal: los jóvenes semisanos, los viejos semiastutos; una cuarta parte de belleza, otra cuarta parte de sabiduría. Seres humanos, os rindo mis honores.

Hasta que, de repente, he notado un ruido seco en la tapadera de mis pensamientos. Al bajar la vista me encuentro, entre los manchados prismas del forro de la gorra, una moneda de diez peniques. Alzo la mirada: una señora muy compacta pasa junto a mí, con una breve y estimulante sonrisa. Bueno, es para reírse. No hay más remedio que reír. No tengo otra elección. No tengo orgullo. Por mí, pueden reírse ustedes a gusto. Por fin aparece Georgina, que se separa del gentío; su sonrisa es conmovedora y deliciosa —una sonrisa divertida pero austera, y plena de confianza— cuando avanza taconeando hacia mí.

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