Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVIII

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XVIII

Aquel fue el día más glorioso de la vida de Cicerón, más bregado que la victoria que obtuvo sobre Verres, más estimulante que el cargo de cónsul, más dichoso que la derrota de Catilina, más histórico que su regreso del exilio. Todos aquellos triunfos quedaron reducidos a nada si se comparaban con la salvación de la República.

«Ese día coseché la más valiosa de las recompensas de todos mis muchos días de trabajo y noches en vela —le escribiría Cicerón a Bruto—. Toda Roma se presentó ante mi puerta y me escoltó hasta el Capitolio, para después subirme a la tribuna de oradores entre el estruendo de los aplausos».

Era un momento que no podría resultarle más dulce después de haber paladeado tantas amarguras.

—¡Esta victoria es vuestra! —exclamó desde la rostra a los millares de personas que se hacinaban en el foro.

—¡No! —opuso su público—. ¡Es tuya!

Al día siguiente, en el Senado, Cicerón propuso que Pansa, Hircio y Octaviano recibieran un reconocimiento insólito: una acción de gracias pública de cincuenta días y que se erigiese un monumento en conmemoración de los caídos.

—Breve es la vida que la naturaleza nos concede; pero la memoria de una vida entregada con nobleza permanece para siempre. —Ninguno de sus enemigos se atrevió a oponerse; o bien no asistieron a la sesión, o bien votaron con docilidad cuando el orador lo solicitó. Cada vez que salía a la calle lo vitoreaban. Se encontraba en su apogeo. Lo único que necesitaba ahora era la confirmación oficial y definitiva de que Antonio había muerto. Una semana más tarde llegó un despacho de Octaviano.

De Cayo César para su amigo Cicerón.

Te escribo estas líneas a la luz de los faroles del campamento en la noche del vigésimo primer día. Quería ser el primero en anunciarte que hemos conseguido una segunda gran victoria sobre el enemigo. Mis legiones, en estrecha alianza con las del gallardo Hircio, han dedicado la última semana a buscar los puntos débiles de la defensa del campamento de Antonio. Anoche dimos con el lugar adecuado y hemos atacado esta mañana. La lucha ha sido cruenta y obstinada; la masacre, atroz. Yo estaba en medio del tumulto. Vi caer al portaestandarte que iba junto a mí. Me eché el águila al hombro y cargué con ella. Esto reunió a nuestros hombres. Décimo, al ver que había llegado el momento decisivo, por fin pudo sacar sus tropas de Mutina y se sumó al combate. Aniquilamos a la mayor parte del ejército de Antonio. El canalla logró huir con su caballería, y a juzgar por la dirección que tomó, diría que pretende atravesar los Alpes.

Hasta aquí todo parece maravilloso. Sin embargo, he de contarte la parte más desagradable. A pesar de su deteriorada salud, Hircio avanzó con gran ánimo hacia el corazón del campamento enemigo, y justo cuando había llegado a la tienda de Antonio, recibió un espadazo en el cuello que le arrebató la vida. He recuperado su cadáver, que haré trasladar a Roma, donde estoy seguro de que tú te ocuparás de que se le concedan los honores propios de un cónsul valiente. Te escribiré de nuevo en cuanto me sea posible. Quizá puedas comunicárselo a su hermana.

Cuando hubo terminado de leer, Cicerón me pasó la misiva, cerró los puños y miró al cielo.

—Doy gracias a los dioses por haberme permitido vivir este momento.

—Es una lástima lo de Hircio —añadí, recordando las cenas que compartimos en Túsculo bajo las estrellas.

—Lo es, me apena mucho su suerte. Aun así, cuánto mejor tener una muerte rápida y gloriosa en el campo de batalla que lenta y agónica en el lecho de enfermo. Esta guerra necesitaba un héroe. Yo me encargaré de que Hircio ocupe ese lugar.

Esa mañana llevó la carta de Octaviano al Senado con la intención de leerla en voz alta, de pronunciar «el panegírico de los panegíricos» y de proponer un funeral de Estado para Hircio. El hecho de que hubiera asimilado la pérdida de un cónsul con tanta naturalidad daba una idea de su actual optimismo. Al pie de las escaleras del templo de la Concordia se encontró con el pretor urbano, que también llegaba en ese momento. Los senadores afluían hacia el interior para ocupar sus bancos justo cuando se estaban interpretando los auspicios. Cornuto sonreía.

—Intuyo por tu expresión —dijo— que estás al corriente de la derrota definitiva de Antonio.

—Estoy eufórico. Ahora debemos cerciorarnos de que ese bellaco no se escape.

—Ah, hazle caso a este viejo soldado, disponemos de hombres más que suficientes para cortarle el paso. Una lástima, sin embargo, que nos costase la vida de un cónsul.

—Desde luego, es algo muy triste. —Codo con codo, subieron las escaleras en dirección a la entrada—. Había pensado en pronunciar un encomio, si te parece bien.

—Por supuesto, pero Caleno ya me ha preguntado si podría decir algo.

—¡Caleno! ¿Y en qué le incumbe esto a él?

Cornuto se detuvo y se giró hacia Cicerón. Parecía sorprendido.

—Bueno, Pansa era su yerno…

—¿De qué hablas? Estás confundido. Pansa no ha muerto, es Hircio quien cayó en combate.

—No, no. Es Pansa, te lo aseguro. Anoche recibí un mensaje de Décimo. Mira. —Le entregó el despacho al orador—. Dice que una vez que concluyó el asedio, partió hacia Bononia con la intención de hablar con Pansa sobre el mejor modo de perseguir a Antonio y de camino descubrió que había sucumbido a las heridas que sufrió durante el primer combate.

Cicerón se negaba a creerlo. Hasta que no leyó la carta de Décimo, no se convenció de que no cabía ninguna duda.

—Pero Hircio también ha fallecido, lo mataron durante el asalto al campamento de Antonio. Traigo una carta del joven César en la que este confirma que está custodiando el cadáver.

—¿Han muerto los dos cónsules?

—Es inaudito. —Cicerón se quedó tan atónito por la noticia que temí que cayera escaleras abajo—. A lo largo de la historia de la República, solo ocho cónsules han fenecido durante su año en el cargo. Ocho… ¡en casi quinientos años! ¡Y ahora perdemos a dos en la misma semana!

Algunos de los senadores que pasaban junto a ellos se detuvieron para mirarlos. Conscientes de que los estaban oyendo, Cicerón llevó aparte a Cornuto y, en voz baja y alarmada, le dijo:

—Este es un momento muy duro, pero debemos superarlo. Nada debe impedirnos dar caza y aniquilar a Antonio. Es el alfa y omega de nuestra política. Muchos de nuestros compañeros intentarán sacar partido de esta tragedia para hacer de las suyas.

—Sí, pero ¿quién comandará nuestras tropas en ausencia de los cónsules?

Cicerón articuló un ruido que sonó como una mezcla de un gruñido y un suspiro y se llevó la mano a la frente. ¡Esto desbarataba por completo sus minuciosos planes, el delicado equilibrio de poderes que había establecido!

—Creo no nos queda alternativa. Tendrá que ser Décimo. Es el más veterano, por edad y por experiencia, y además es el gobernador de la Galia Citerior.

—Y ¿qué hay de Octaviano?

—A Octaviano déjamelo a mí. Sin embargo, tendremos que votar para él el reconocimiento y los honores máximos si queremos mantenerlo en nuestro bando.

—¿Es prudente concederle tanto poder? Llegará un día en que se volverá contra nosotros, te lo aseguro.

—Tal vez. Pero ya nos ocuparemos de eso en otro momento. Se le puede ensalzar, encumbrar y enterrar.

Este era el clásico comentario cínico que a Cicerón le gustaba hacer para dar un golpe de efecto, un juego de palabras, una broma cómplice, nada más.

—Muy bueno, tengo que apuntármelo —dijo Cornuto—. «Ensalzar, encumbrar y enterrar».

Luego discutieron sobre cuál sería la mejor manera de darle la noticia al Senado, qué mociones convenía proponer y cómo se deberían realizar las votaciones. Tras esto entraron en el templo.

—La nación ha conocido un triunfo y una tragedia al mismo tiempo —anunció Cicerón ante un Senado mudo—. Nos hemos librado de una amenaza mortal, pero hemos tenido que pagar con una vida. Acaba de llegar la noticia de que hemos obtenido una segunda y decisiva victoria en Mutina. Antonio ha huido con los escasos seguidores que le quedan hacia un destino que desconocemos, al norte, en dirección a las montañas, ¡hacia las puertas del mismo infierno, por lo que a nosotros respecta! —Según mis notas, esta observación provocó algunos vítores—. No obstante debo deciros que Hircio y Pansa han muerto. —Aquí se oyeron varios jadeos, gritos y protestas—. Los dioses exigían un sacrificio como expiación por la debilidad y la necedad que hemos demostrado durante estos últimos meses y años, y nuestros dos gallardos cónsules lo han pagado con creces. A su debido tiempo, sus restos mortales serán traídos a la ciudad. Les daremos sepultura con honores solemnes. Erigiremos un gran monumento en memoria de su valentía para que los hombres lo admiren durante mil años. Pero la mejor manera de honrarlos es concluyendo la tarea que ellos estuvieron a punto de completar, acabando con Antonio de una vez por todas. —Aplausos.

»Propongo que, en vista de la pérdida de nuestros cónsules en Mutina y teniendo en cuenta la necesidad de prolongar esta guerra hasta que termine, designemos a Décimo Junio Albino comandante en jefe de los ejércitos del Senado en el campo y que Cayo Julio César Octaviano lo asista como su lugarteniente a todos los efectos; y que, en reconocimiento de las brillantes dotes de mando que ambos han demostrado, así como por su heroísmo y sus éxitos, el nombre de Décimo Junio Albino sea añadido al calendario romano a fin de señalar su nacimiento para la eternidad, y que a Cayo Julio César Octaviano se le conceda el honor de una ovación en cuanto pueda acudir a Roma para recibirla.

Durante el consiguiente debate los miembros de la cámara no dudaron en dar rienda suelta a su animadversión. «Aquel día comprendí que la gratitud obtiene muchos menos votos en el Senado que el rencor», escribió Cicerón a Bruto. Isáurico, que tenía tanta envidia de Octaviano como la tuvo de Antonio, se opuso a que lo premiaran con una ovación, aduciendo que esto le permitiría desfilar por Roma con sus legiones. Finalmente Cicerón solo pudo aprobar la propuesta de concederle a Décimo el honor, aún mayor, de un triunfo. Se formó una comisión de diez miembros para fijar la remuneración, en efectivo y en tierras, de los soldados; la idea era alejar a estos de Octaviano, para lo que se determinó reducir su recompensa y adjudicarles una paga del Senado. Por si no bastara con este agravio, ni Octaviano ni Décimo fueron invitados a unirse a la comisión. Caleno, vestido de luto, exigió además que Glyco, el médico de su yerno, fuese arrestado e interrogado, bajo tortura si era preciso, para determinar si la muerte de Pansa había sido un asesinato.

—Recordad que en un principio nos aseguraron que no había sufrido heridas graves, pero ahora vemos que algunos pretenden beneficiarse de su desaparición —dijo, refiriéndose obviamente a Octaviano.

En general, las cosas no salieron como Cicerón esperaba, y aquella noche tuvo que sentarse y contarle a Octaviano lo que había ocurrido.

Te remito por medio del mismo emisario las resoluciones que ha tomado hoy el Senado. Confío en que aceptes la lógica que nos ha llevado a poneros a ti y a tus soldados bajo el mando de Décimo, del mismo modo que antes actuabais a las órdenes de los cónsules. La Comisión de los Diez es un disparate que procuraré disolver, dame un poco de tiempo. Tendrías que haber estado allí, mi querido amigo, ¡si hubieras oído las alabanzas que se te dedicaron! Las paredes del edificio no dejaban de temblar con los elogios que se pronunciaron al conocer tu audacia y tu lealtad, y me complace decirte que vas a ser el comandante más joven de la historia de la República al que se le distinga con una ovación. Sigue adelante con la persecución de Antonio, y reserva para mí en tu corazón el mismo lugar que para ti guardo yo en el mío.

Después solo hubo silencio.

Pasó mucho tiempo sin que Cicerón recibiera noticia alguna del teatro de operaciones. No era de extrañar. Era un territorio remoto e inhóspito. Se consolaba imaginando a Antonio y a su diezmado hatajo de seguidores recorriendo a duras penas los inaccesibles y angostos pasos de montaña mientras Décimo avanzaba al galope decidido a capturarlo. Hasta el décimo tercer día de mayo no llegaron nuevas de Décimo, momento en que, como suele ocurrir en estos casos, no llegó solo un despacho, sino tres al mismo tiempo. Se los llevé directamente a Cicerón, que estaba en el estudio; abrió con avidez el estuche de los documentos y los leyó en voz alta por orden cronológico. El primero, con fecha del veintinueve de abril, alarmó al orador enseguida: «Intentaré asegurarme de que Antonio no pueda permanecer en Italia. Partiré tras él de inmediato».

—¿De inmediato? —repitió Cicerón, que volvió a consultar la fecha que encabezaba la misiva—. ¿De qué habla? Si escribió estas líneas ocho días después de que Antonio huyese de Mutina…

El siguiente despacho había sido redactado una semana más tarde, con Décimo ya en plena persecución.

Las razones, mi querido Cicerón, por las que me fue imposible salir tras Antonio en el acto son estas: no disponía de caballerías ni de bestias de carga, no sabía que Hircio había muerto, no confiaba en César hasta que pude reunirme y hablar con él. Así pasó el primer día. Llegada la mañana siguiente recibí un mensaje de Pansa, quien me solicitaba que acudiese a Bononia. Por el camino se me informó de su muerte. Regresé aprisa con mi descalabrado ejército. Ha quedado tristemente reducido y se encuentra en un estado lamentable a causa de las penurias. Antonio me llevaba dos días de ventaja y, como perseguido, corría mucho más rápido que yo como perseguidor. Él avanzaba en atropellada carrera y yo, en marcha ordenada. Allí por donde pasaba, abría los barracones de los esclavos y se llevaba consigo a los hombres, sin detenerse en ningún sitio hasta Vada. Al parecer ha reunido una tropa considerable. Puede que vaya a reunirse con Lépido.

Si César me hubiera escuchado y hubiese cruzado los Apeninos, yo habría podido acorralar a Antonio. Hubiera acabado con él sin necesidad de empuñar el frío acero, ya que se hubiera visto falto de suministros. Pero de nada sirve darle órdenes a César, ni que este se las dé a su ejército, lo cual es muy alarmante. Lo que más me preocupa es cómo enmendar esta situación. Ya ni siquiera puedo alimentar a mis hombres.

La tercera carta fue escrita un día después de la segunda y enviada desde las estribaciones de los Alpes. «Antonio continúa la marcha. Va al encuentro de Lépido. Por favor, permanece atento a lo que pueda ocurrir en Roma. Defiéndeme de las mezquindades del mundo si te es posible».

—Lo ha dejado escapar —gruñó Cicerón, apoyando la cabeza en la mano para releer las cartas—. ¡Lo ha dejado escapar! Y ahora dice que Octaviano no puede o no quiere obedecer a su comandante en jefe. Cielos, ¡esto es un maldito desastre!

Redactó una carta de inmediato para que el mensajero se la llevara a Décimo.

A juzgar por tus informes, las llamas de la guerra, lejos de haberse extinguido, parecen agitarse con más violencia si cabe. Dábamos por hecho que Antonio había emprendido una huida desesperada con un puñado de seguidores desarmados y desmoralizados. Si en realidad se halla en un estado tal que un enfrentamiento contra él podría entrañar un grave peligro, yo no pensaría en absoluto que ha huido de Mutina, sino tan solo que ha desplazado la lucha a un escenario distinto.

Al día siguiente, el cortejo fúnebre de Hircio y Pansa llegó a Roma, escoltado por una guardia de honor compuesta por los jinetes enviados por Octaviano. Recorrió las calles del foro al caer el crepúsculo, observado por la multitud enmudecida y apesadumbrada. Al pie de la rostra los miembros del Senado, todos con una toga negra, esperaban bajo la luz de las antorchas para recibirlo. Después de que Cornuto pronunciase el panegírico que Cicerón había escrito por él, la inmensa asamblea se encaminó tras las andas hacia el Campo de Marte, donde aguardaban las piras. En un gesto de respeto patriótico, los sepultureros, los actores y los músicos rehusaron cobrar sus honorarios; Cicerón comentó en tono jocoso que cuando un sepulturero rechaza su estipendio, puedes estar seguro de que eres un héroe. Pero, pese a la actitud bravucona que mostraba en público, en privado lo atormentaba una profunda angustia. Cuando arrimaron las antorchas a la base de las piras y las hambrientas llamas brotaron, el resplandor del fuego hizo que su rostro pareciera más arrugado y hundido por la preocupación.

Casi tan alarmante como el hecho de que Antonio hubiera escapado, era que Octaviano no hubiese querido o podido obedecer la orden de Décimo. Cicerón le escribió para rogarle que se atuviera al decreto del Senado y que tanto él como sus legiones se pusiesen al mando del gobernador. «Las diferencias que pueda haber las resolveremos una vez conseguida la victoria; créeme, el mejor modo de obtener el más alto honor del Estado es entregarse al máximo para aniquilar a su peor enemigo». Por alguna razón aciaga, no recibió respuesta.

Más adelante llegó una nueva misiva de Décimo.

Labeón Segulio me informa de que se ha reunido con Octaviano y han estado hablando largo y tendido sobre ti. Octaviano no manifestó ninguna queja sobre tu persona, dice, salvo por un comentario que al parecer habías hecho sobre él. «Al joven se le puede ensalzar, encumbrar y enterrar». Añadió que no tenía ninguna intención de dejarse enterrar. En cuanto a los veteranos, no podrían tenerte en peor estima y suponen una amenaza para ti. Pretenden atentar contra ti y sustituirte por el joven.

Hacía tiempo que venía advirtiéndole a Cicerón que un día su afición a los chascarrillos lo metería en un lío. Pero le era imposible contenerse. Siempre había tenido fama de mordaz, y a medida que cumplía años, no tenía más que abrir la boca para que la gente se congregara a su alrededor ansiosa por escuchar sus ocurrencias. Le halagaba ser el centro de atención y, cuando esto sucedía, se animaba a hacer comentarios a cada cual más cáustico. Sus observaciones lacerantes eran repetidas después por muchos; en ocasiones se le atribuían expresiones que él jamás había pronunciado; de hecho, he compilado ese tipo de citas apócrifas en un libro. César se deleitaba con sus pullas, incluso cuando él era el blanco de las mismas; por ejemplo, cuando en sus días de dictador modificó el calendario y alguien preguntó si la Estrella del Can seguiría saliendo en la misma fecha, Cicerón respondió: «Hará lo que se le ordene». Cuentan que César se rio a carcajada limpia. Sin embargo, su hijo adoptivo, a pesar de sus muchos méritos, no destacaba por su sentido del humor, de modo que, por una vez, el orador siguió mi consejo y le escribió una carta de disculpa.

Tengo entendido que el condenado necio de Segulio va por ahí diciendo a propios y extraños sobre que ha salido de mis labios una chanza que ahora ha llegado a tus oídos. No recuerdo haber hecho ese comentario, pero tampoco miraré a otro lado, ya que parece el tipo de chocarrería que se me podría haber ocurrido a mí, lanzada a la ligera y sin la menor trascendencia, que no debería tenerse en cuenta como objeto de debate político. Sé que no necesito expresarte lo mucho que te aprecio, el celo con el que protejo tus intereses, lo determinado que estoy a que desempeñes el papel protagonista de nuestros asuntos en los años venideros; pero si te he ofendido, lo siento de verdad.

Su carta recibió la siguiente respuesta:

De Cayo César para Cicerón.

El concepto en que te tengo permanece intacto. No es necesaria ninguna disculpa, aunque si te complace ofrecérmela, naturalmente la acepto. Por desgracia, mis partidarios no son tan comprensivos. Todos los días me advierten que peco de insensato por confiar en ti y en el Senado. Tu descuidado comentario los hizo saltar como un resorte. En serio, ¡ese edicto del Senado! ¿Cómo esperaban que me pusiera a las órdenes del hombre que engañó a mi padre y lo condujo a la muerte? Mi trato con Décimo es cortés, pero nunca podrá ser de amistad, y mis hombres, que son los veteranos de mi padre, jamás lo seguirán. Solo existe una circunstancia, dicen, que los llevaría a luchar por el Senado sin reservas: que yo sea nombrado cónsul. ¿Es eso imposible? Los dos consulados han quedado vacantes al fin y al cabo, y si a los diecinueve años puedo ser propretor, ¿por qué no cónsul?

Esta carta hizo palidecer a Cicerón. Redactó una respuesta de inmediato para decir que, pese a la inspiración divina que movía a Octaviano, el Senado jamás aprobaría que un muchacho que ni siquiera contaba con veinte años fuese designado cónsul. Octaviano le contestó con la misma presteza.

Mi bisoñez, según parece, no supone ningún impedimento para que encabece un ejército en el campo de batalla pero sí para ostentar un consulado. Si la edad es el único obstáculo, ¿no podría tener como compañero de cargo a alguien que sea tan anciano como yo joven, y cuyos conocimientos y experiencia en política compensen mi necesidad de los mismos?

Cicerón le mostró la carta a Ático.

—¿Tú qué opinas? ¿Está sugiriendo lo que yo creo?

—No me cabe duda. ¿Estarías dispuesto?

—No puedo fingir que no supondría un gran honor para mí, muy pocos han sido cónsules dos veces; equivaldría a alcanzar una gloria perpetua y, en cualquier caso, salvo por el nombre, es la función que estoy desempeñando. Pero ¡a qué precio! Ya hemos tenido que enfrentarnos a un César que, respaldado por un ejército, exigía un consulado ilegal, lo que nos empujó a una guerra para intentar detenerlo. ¿Tenemos que enfrentarnos ahora a otro, y someternos a él mansamente? ¿Qué le parecería al Senado, y a Bruto y a Casio? ¿Quién está sembrando estas ideas en la cabeza del muchacho?

—Tal vez no haya nadie sembrándole nada en la cabeza —teorizó Ático—. Tal vez esas ideas estén brotando por sí solas.

Cicerón no respondió. La mera posibilidad le espantaba.

Dos semanas después, Cicerón recibió una carta de Lépido, quien acampaba con sus siete legiones en Pons Argenteus, al sur de la Galia. Cuando la hubo leído, se inclinó hacia delante y apoyó la frente sobre la mesa. Con una mano me deslizó la misiva.

Somos amigos desde hace tiempo, pero no me cabe duda de que, aprovechándose de la actual crisis política, tan violenta como inesperada, mis enemigos te habrán presentado informes falsos e indignos sobre mí, concebidos para traerle no pocas preocupaciones a tu patriótico corazón. Tengo algo que solicitarte con gran urgencia, mi querido Cicerón. Si mi vida y mi esfuerzo, la diligencia con la que he actuado y la buena fe que he puesto a la hora de resolver los asuntos públicos han sido, a tu juicio, dignos de mi nombre, te ruego que en adelante esperes lo mismo o más de mí, puesto que tu bondad me deja cada vez más en deuda contigo.

—No lo entiendo —le dije—. ¿Por qué estás tan disgustado?

Cicerón dio un suspiro y se incorporó. Sobrecogido, vi que tenía lágrimas en los ojos.

—Porque quiere decir que pretende aliarse con Antonio, y está buscando un pretexto con antelación. Su doblez es tan burda que casi resulta enternecedora.

Llevaba razón, por supuesto.

Aquel mismo día, el trigésimo de mayo, cuando el orador recibió la falsa promesa de Lépido, Antonio (con el pelo y la barba desgreñados después de casi cuarenta días a la carrera) llegó a la otra parte de la ribera del campamento de Lépido. Se introdujo en el río hasta la altura del pecho, vestido con una capa negra, lo vadeó y subió a la empalizada, donde empezó a hablar con los legionarios. Muchos lo reconocieron, tras haber combatido en las guerras galas y civiles, y se congregaron en torno a él para escucharlo. Al día siguiente cruzó el río con todas sus tropas, a las que los hombres de Lépido recibieron con los brazos abiertos. Derribaron las fortificaciones y permitieron que accediese desarmado al campamento. Trató a Lépido con el mayor respeto, le dio el título de «padre» e insistió en que si se unía a su causa, obtendría el rango y los honores propios de un general. Los soldados lo vitorearon. Lépido aceptó.

O al menos esa fue la artimaña que urdieron juntos. Cicerón estaba convencido de que lo tenían todo planeado desde el principio y de que el punto de encuentro había sido acordado con antelación. El ardid tan solo servía para intentar que Lépido no quedase como el traidor que era al fingir que se había comportado así por causas de fuerza mayor.

El despacho con el que Lépido anunciaba este demoledor revés tardó nueve días en llegar al Senado, aunque algunos rumores preocupantes se habían adelantado al mensajero. Cornuto lo leyó en voz alta en el templo de la Concordia.

Pongo a los dioses y a los hombres por testigos de que mi corazón y mi cabeza han estado siempre a disposición del bien común y la libertad. Esto os lo podría haber demostrado muy pronto, si la diosa Fortuna no me hubiera quitado esta decisión de las manos. Mi ejército, fiel a su voluntad inquebrantable de defender la vida de los romanos y la paz general, se ha amotinado; y, si he de ser sincero, me ha obligado a unirme a su causa. Os lo ruego y os lo imploro, no interpretéis la compasión mostrada por mi ejército y por mí en un conflicto entre compatriotas como un crimen.

Cuando el pretor urbano terminó de leer, un sonoro jadeo colectivo se propagó por los bancos, casi un bramido, como si toda la cámara hubiera estado conteniendo la respiración con la esperanza de que los rumores carecieran de fundamento. Cornuto le hizo una señal a Cicerón para que abriera el debate. Durante el silencio que se instaló entre los senadores cuando el orador se levantó se podía percibir un ansia casi infantil de consuelo. Cicerón, sin embargo, no tenía forma alguna de ampararlos.

—Estas noticias de la Galia, las cuales hace mucho tiempo que veníamos sospechando y temiendo, no nos cogen por sorpresa. Lo único que nos asombra es la imprudencia de Lépido al tomarnos a todos por idiotas. Nos ruega, nos implora, nos suplica… ¡la pobre criatura! No, ni siquiera eso, ¡el pobre y miserable desecho de un linaje noble que de hombre solo tiene la figura!, nos ruega que no consideremos esta traición un crimen. ¡Este canalla no puede ser más cobarde! Merecería más respeto si diese la cara y dijera la verdad: que se le ha presentado una oportunidad de cumplir sus monstruosas ambiciones y ha encontrado a otro bellaco con el que cometer su crimen. Propongo que pase a ser declarado enemigo público de forma inmediata y que todos sus bienes y propiedades queden confiscados para ayudarnos a costear las nuevas legiones que necesitaremos con el objeto de sustituir a las que él le ha robado al Estado.

La sugerencia atrajo un enérgico aplauso.

—Pero reunir nuevas tropas nos llevará un tiempo, y entretanto debemos afrontar el preocupante hecho de que nuestra situación estratégica se ve seriamente amenazada. Si las llamas de la rebelión de la Galia se extienden hasta las cuatro legiones de Planco, una posibilidad para la que me temo que debemos prepararnos, puede que nos encontremos con casi sesenta mil hombres alineados en nuestra contra.

Cicerón había decidido de antemano que no intentaría maquillar la magnitud de la crisis. El silencio dio paso a los murmullos de inquietud.

—No debemos caer en la desesperación —prosiguió—, sobre todo porque nosotros contamos con el mismo número de soldados, reunidos por los nobles y gallardos Bruto y Casio. El único inconveniente es que se encuentran en Macedonia, Siria y Grecia, y no en Italia. Por otro lado, también disponemos de una legión recién reclutada en Latium y de las dos legiones africanas que en estos momentos viajan por mar, de camino a casa, para defender la capital. Y después están los ejércitos de Décimo y de César, si bien uno se halla debilitado y el otro un tanto exaltado.

»En otras palabras, tenemos todas las de ganar. Pero no hay tiempo que perder.

»Propongo que este Senado ordene a Bruto y a Casio que envíen de inmediato a Italia las tropas necesarias para defender Roma; que intensifiquemos las levas para formar nuevas legiones; y que apliquemos un impuesto de emergencia sobre la propiedad del uno por ciento, con el propósito de comprar armas y pertrechos. Si hacemos todo esto, y sacamos fuerzas del espíritu de nuestros antepasados y de la justicia de nuestra causa, no me cabe la menor duda de que la libertad prevalecerá.

Los últimos comentarios los pronunció con su habitual vehemencia y apasionamiento. Aun así, cuando se sentó, apenas se oyeron aplausos. El espantoso hedor de la posible derrota impregnaba el aire, tan acre como la brea ardiente.

A continuación se levantó Isáurico. Hasta ahora este patricio altivo y ambicioso había sido el oponente senatorial más obstinado del presuntuoso Octaviano. Censuraba que se le asignara una pretoría extraordinaria; incluso rechazaba que se le concediera el honor relativamente modesto de una ovación. Ahora, empero, pronunció una serie de elogios hacia el joven César que asombraron a todos.

—Si es preciso defender Roma de las ambiciones de Antonio, respaldado ahora por las tropas de Lépido, opino que César es el hombre en quien debemos poner toda nuestra confianza. Suyo es el nombre que puede sacar ejércitos de la nada y hacerlos marchar y combatir. Suya es la astucia que puede traernos la paz. Como símbolo de la fe que tengo en él, debo deciros que recientemente le he ofrecido la mano de mi hija, y me complace poder anunciaros que la ha aceptado.

Cicerón se sacudió en su asiento como si hubiera sido atrapado por algún gancho invisible. Pero Isáurico aún no había terminado.

—A fin de que este excelente joven se sienta aún más atraído por nuestra causa, y de animar a sus hombres a que luchen contra Marco Antonio, propongo la siguiente moción: que en vista de la grave situación militar a la que ha dado lugar la traición de Lépido, y teniendo en cuenta el servicio que ya le ha prestado a la República, se enmiende la Constitución con el propósito de que Cayo Julio César Octaviano pueda aspirar al cargo de cónsul in absentia.

Cicerón se maldijo a sí mismo por no haber previsto esta circunstancia. Era evidente, si uno se paraba a pensarlo, que si Octaviano no lograba convencer a Cicerón para que se presentase al consulado con él, se lo pediría a otra persona. Pero a veces incluso los estadistas más sagaces no se dan cuenta de lo más evidente. De modo que ahora Cicerón se encontraba en una situación muy incómoda. Debía dar por hecho que Octaviano ya había llegado a un acuerdo con su suegro putativo. ¿Debía aceptarlo de buen talante o tenía que oponerse? No disponía de tiempo para pensar. Los bancos que lo rodeaban bullían en un frenesí de especulaciones. Isáurico estaba sentado con los brazos cruzados, al parecer muy satisfecho de la sensación que acababa de causar. Cornuto llamó a Cicerón para que emitiera su parecer sobre la propuesta.

Se levantó despacio, recomponiéndose la toga, mirando a su alrededor, carraspeando… recurriendo a sus tácticas dilatorias de siempre con el propósito de ganar unos segundos para estructurar sus ideas.

—En primer lugar, quisiera darle la enhorabuena al noble Isáurico por la excelente noticia familiar que acaba de comunicarnos. Me consta que es un joven honrado, comedido, modesto, serio, patriótico, valiente en la guerra y de juicio sereno y cabal, que reúne, en definitiva, todas las cualidades que podrían pedírsele a un yerno. No ha tenido más ferviente defensor en este Senado que yo. Su futura carrera en la República se adivina tan rutilante como garantizada. Será cónsul, estoy seguro de ello. Pero que ocupe este cargo cuando ni siquiera cuenta veinte años y por la única razón de que lo respalda un ejército es una cuestión muy distinta.

»Senadores, nos embarcamos en esta guerra contra Antonio por una convicción, porque nuestros principios nos dicen que ningún hombre, por admirable que sea su talento, por mucho poder que ostente o por mucho que ambicione la gloria, debería estar por encima de la ley. Cada vez que, a lo largo de mis treinta años de servicio al Estado, hemos cedido a la tentación e ignorado la ley, a menudo por lo que en su momento nos parecían buenos motivos, hemos terminado acercándonos un poco más al precipicio. Yo ayudé a aprobar la legislación especial que le concedía a Pompeyo una serie de poderes excepcionales con los que librar la guerra contra los piratas. Aquella guerra fue un éxito. Pero la principal consecuencia no fue la derrota de los piratas, sino la creación de un precedente que autorizó a César a gobernar la Galia durante casi una década y que lo invistió de demasiado poder para que el Estado pudiera contenerlo.

»No digo que el joven César sea igual que su padre adoptivo. Pero sí digo que si lo designamos cónsul y, de hecho, le otorgamos el control de todas nuestras tropas, estaremos traicionando el ideal por el que luchamos, el ideal que me trajo de regreso a Roma cuando estaba a punto de zarpar rumbo a Grecia, según el cual la República romana, por medio de la división de poderes, de las elecciones libres anuales para todas las magistraturas, de los tribunales y de los jurados, del equilibrio entre el Senado y el pueblo, de la libertad de expresión y de pensamiento, es la más noble creación de la humanidad, por lo que antes preferiría morir en el suelo ahogado en mi propia sangre que traicionar el ideal sobre el que se sustenta todo lo anterior; es decir, que primero, después y siempre está el precepto de la ley.

Sus observaciones provocaron un fervoroso aplauso y desviaron el curso del debate, tanto, que Isáurico, con glacial formalidad y ensartando a Cicerón con la mirada, retiró más tarde su propuesta, sobre la cual nunca se llegó a votar.

Le pregunté a Cicerón si pensaba escribir a Octaviano para explicarle su postura. Negó con la cabeza.

—Mis razones constan en mi discurso, y este no tardará en llegar a sus manos; mis enemigos se encargarán de ello.

Durante los días siguientes estuvo más ocupado que nunca, escribiéndoles a Bruto y a Casio para urgirlos a venir en auxilio de la tambaleante República («el bien común se encuentra al borde del abismo a causa de la demencia criminal de Marco Lépido»); supervisando a los inspectores de tributos mientras organizaban el cobro de los ingresos; recorriendo las forjas para convencer a los herreros de que fabricasen más armas, e inspeccionando la legión recién reclutada con Cornuto, que había sido nombrado defensor militar de Roma. Aun así, sabía que era una causa perdida, sobre todo cuando vio que llevaban a Fulvia en una litera por el foro sin ningún disimulo y acompañada de un numeroso séquito.

—Creía que al menos de esa arpía sí nos habíamos librado —se lamentó durante la cena—, pero aquí está, todavía en Roma, regodeándose por las calles aunque su esposo haya sido declarado al fin enemigo público. No es de extrañar que nos veamos en una situación tan desesperada. ¿Cómo es posible, cuando se supone que le han confiscado todos sus bienes?

Se produjo un silencio y Ático aprovechó para explicar a media voz:

—Le presté algo de dinero.

—¿Tú? —Cicerón se inclinó sobre la mesa y lo escrutó como si fuera un misterioso desconocido—. ¿Por qué demonios le has prestado dinero?

—Me daba lástima.

—No, nada de eso. Querías que Antonio se sintiera en deuda contigo. Es una garantía. Crees que vamos a perder.

Ático no lo negó y Cicerón abandonó la mesa.

Al término de aquel mes infausto, «julio», llegaron al Senado informes de que el ejército de Octaviano, después de levantar el campamento de la Galia Citerior y cruzar el Rubicón, marchaba hacia Roma. Aunque se lo temía, la noticia no dejó de suponer un tremendo mazazo para Cicerón. Le había dado su palabra al pueblo romano de que si «el muchacho caído del cielo» era investido de imperium, sería un ciudadano ejemplar. «Esta guerra nos está castigando con todos los infortunios imaginables —se lamentaría con Bruto—. Inmensa es la pesadumbre que me asola en estos momentos, porque no veo el modo de cumplir la promesa que hice sobre este joven, casi un niño, por quien puse la mano en el fuego ante la República». Fue entonces cuando me preguntó si yo creía que debía quitarse la vida y salvaguardar su dignidad, y por primera vez vi que no lo decía por puro efectismo. Le contesté que era muy pronto para que tomara esa drástica determinación.

—Quizá, pero debo estar preparado. No quiero que los veteranos de César me torturen hasta la muerte como hicieron con Trebonio. La cuestión es qué método emplear. No me siento capaz de utilizar un puñal; ¿crees que la posteridad me tendrá en peor concepto si me decanto por la opción de Sócrates y recurro en su lugar a un trago de cicuta?

—Seguro que no.

Me pidió que fuese a buscarle un poco de veneno, de forma que aquel mismo día salí a ver al médico y este me entregó un pequeño frasco. No me preguntó para qué lo quería; supongo que se lo imaginaba. Pese a la cera que sellaba el cierre, podía oler el tufillo que desprendía la sustancia, similar al de las deposiciones de ratón.

—Está elaborado a partir de las semillas —me explicó—, la parte más venenosa de la planta, la cual he machacado hasta reducirla a polvo. Una dosis mínima, una simple pizca, ingerida con agua, debería bastar.

—¿Cuánto tarda en hacer efecto?

—Unas tres horas.

—¿Es doloroso?

—Provoca una asfixia lenta… ¿a ti qué te parece?

Guardé el frasco en una caja que tenía en mi cuarto y a su vez introduje la caja en un cofre que cerré con llave, como si al esconderla, se pudiera posponer la muerte.

Al día siguiente llegaron al foro varias patrullas de los legionarios de Octaviano. Cuatrocientos hombres se presentaron a modo de avanzadilla con el propósito de intimidar al Senado y obligarlo a concederle el cargo de cónsul a Octaviano. Cada vez que veían a un senador, lo rodeaban y lo zarandeaban mientras le enseñaban sus espadas, aunque sin llegar nunca a desenvainarlas. Cornuto, como exsoldado que era, no se dejaba amedrentar. Decidido a ir al Palatino para ver a Cicerón, el pretor urbano se abrió paso a empujones y codazos entre ellos hasta que lo dejaron en paz. Sin embargo, a Cicerón le advirtió que bajo ningún concepto se aventurase a bajar de la colina, a menos que lo acompañara una fuerte escolta.

—Para ellos tú eres tan responsable del asesinato de César como Décimo o Bruto.

—¡Ojalá yo hubiera sido el responsable! Entonces nos habríamos encargado de Antonio al mismo tiempo y nos habríamos ahorrado este desastre.

—En fin, también te traigo una buena noticia: las legiones africanas llegaron anoche, y no hemos perdido ni una sola nave. Ocho mil soldados y mil jinetes están desembarcando en Ostia en estos momentos. Estas tropas deberían bastar para contener a Octaviano, al menos hasta que Bruto y Casio nos envíen refuerzos.

—Pero ¿son leales?

—Eso me han asegurado sus comandantes.

—Entonces traedlas de inmediato.

Las legiones se encontraban a solo un día de marcha de Roma. A medida que se acercaban, los hombres de Octaviano se escabulleron a los campos aledaños. Cuando la avanzada llegó a los almacenes de sal, Cornuto le ordenó a la columna que desfilase por la puerta Trigémina y atravesase el foro Boario a la vista de las multitudes a fin de apaciguar los ánimos de la población. Finalmente los soldados se asentaron en el monte Janículo. Desde aquella posición estratégica controlaban los accesos del oeste de la ciudad y podían desplegarse aprisa para bloquear cualquier posible invasión. Cornuto le preguntó a Cicerón si le importaría acercarse hasta allí y animar a los hombres con una arenga. El orador aceptó y salió de la ciudad llevado en una litera y escoltado por cincuenta legionarios que avanzaban a pie. Yo los acompañé montado en una mula.

Hacía bochorno y no corría ni una pizca de viento. Cruzamos el Tíber por el puente Subliciano y caminamos penosamente por una carretera de barro seco que atravesaba los barrios de chozas que desde que tengo uso de razón ocupan la llanura vaticana. El recorrido se hacía especialmente fatigoso en verano, trance al que contribuían los enjambres de insectos hostiles. La litera de Cicerón contaba con la protección de una mosquitera, pero yo no, por lo que oía a los bichos zumbar a mi alrededor. El lugar hedía a excrementos humanos. Los niños, con la barriga hinchada por el hambre, nos veían pasar apáticos desde las puertas de las inestables chozas mientras a su alrededor picoteaban entre la basura sin que nadie les hiciera caso centenares de los cuervos que anidaban en la arboleda sagrada cercana. Cruzamos la puerta del Janículo y subimos la pendiente. La cima estaba atestada de soldados. Habían ocupado hasta el último rincón con sus tiendas.

En la planicie que coronaba la colina Cornuto había alineado cuatro cohortes, casi dos mil hombres en total. Mantenían la formación a pesar del calor. Los reflejos que despedían sus cascos deslumbraban tanto como el sol, y me obligaban a protegerme los ojos. Cuando Cicerón desmontó de la litera, se produjo un silencio sepulcral. Cornuto lo condujo hasta un estrado erigido junto a un altar. Se sacrificó una oveja. Se le extrajeron las vísceras, que los arúspices examinaron y declararon propicias: «No cabe duda de que la victoria definitiva es nuestra». Los cuervos volaban en círculo sobre nosotros. Un sacerdote leyó una plegaria. Por último, habló Cicerón.

No recuerdo sus palabras con exactitud. Sé que recurrió a los conceptos habituales (la libertad, los ancestros, los hogares y los altares, las leyes y los templos), pero por primera vez lo escuché sin prestar demasiada atención. Preferí fijarme en las caras de los legionarios. Eran rostros abrasados por el sol, enjutos, impasibles. Algunos masticaban almáciga. Vi la escena a través de sus ojos. Habían sido reclutados por César para combatir contra el rey Juba y el ejército de Catón. Habían masacrado a miles de personas y permanecido atrapados en África desde entonces. Habían recorrido cientos de millas hacinados en barcos. Habían avanzado a marcha forzada durante un día. Ahora estaban en Roma, alineados bajo el calor sofocante mientras un viejo les soltaba una perorata acerca de la libertad, los ancestros, los hogares y los altares… que para ellos no significaba nada.

Cicerón concluyó su discurso. Las filas permanecieron en silencio. Cornuto les ordenó elevar tres ovaciones. El silencio continuó. Cicerón bajó del estrado, montó en la litera y a continuación bajamos por la colina, pasando ante los niños hambrientos de ojos expectantes.

Cornuto subió a ver a Cicerón a la mañana siguiente y le dijo que las legiones africanas se habían amotinado por la noche. Según parecía, los hombres de Octaviano habían salido de los campos al amparo de la oscuridad y, tras infiltrarse en el campamento, les habían prometido a los soldados una paga que duplicaba la que el Senado podía ofrecerles. Mientras tanto, se sabía que el grueso del ejército de Octaviano avanzaba hacia el sur por la vía Flaminia y que se encontraba a un día escaso de marcha.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Cicerón.

—Quitarme la vida —le respondió el pretor urbano, y así lo hizo aquella misma noche, colocándose la punta de su espada contra el estómago y dejándose caer en ella antes que rendirse.

Era un hombre honrado y merece que se lo recuerde, sobre todo porque fue el único miembro del Senado que tomó esa decisión. Cuando Octaviano llegó a las inmediaciones de la ciudad, muchos de los patricios destacados salieron a su encuentro para recibirlo y escoltarlo hasta Roma. Cicerón permaneció sentado en el estudio con las ventanas cerradas. El aire estaba tan viciado que costaba respirar. De vez en cuando me asomaba a la habitación y me parecía que no se hubiera movido. Su cabeza solemne, orientada hacia el frente y recortada contra la luz tenue que se filtraba por la ventana, semejaba un busto de mármol en un templo abandonado. Al cabo de un rato, se percató de mi presencia y me preguntó dónde había establecido Octaviano el cuartel general.

Le respondí que se había instalado en la casa que su madre y su padrastro tenían en el Quirinal.

—Tal vez podrías hacerle llegar un mensaje a Filipo para preguntarle qué sugiere que haga yo.

Atendí su petición y, a la vuelta, el mensajero trajo una nota donde ponía que Cicerón debía ir a hablar con Octaviano: «Creo que deberías ir. Yo lo vi dispuesto a mostrarse clemente».

Cicerón se puso de pie con cansancio. La espaciosa casa, por lo general atestada de visitas, estaba vacía. Daba la impresión de que llevase años deshabitada. Bajo el sol último de la tarde de verano, las silenciosas estancias comunes resplandecían como si estuvieran hechas de oro y ámbar.

Fuimos juntos en dos literas, acompañados de una pequeña escolta, a la casa de Filipo. Había centinelas apostados en la calle y en la puerta principal, pero debían de haberles dado orden de dejar pasar a Cicerón, ya que se apartaron enseguida. Cuando cruzamos el umbral, vimos salir a Isáurico. Yo pensaba que, como futuro suegro de Octaviano, le dirigiría a Cicerón una sonrisa, o bien de condescendencia, o bien de triunfo, pero en lugar de eso, lo miró con el ceño fruncido y se alejó con premura.

Al otro lado de la gruesa puerta abierta vimos a Octaviano de pie en un rincón del tablinum dictándole una carta a un secretario. Nos hizo señas para que entrásemos. No parecía tener prisa por concluir. Vestía una sencilla túnica militar. Su armadura, su casco y su espada yacían desperdigados sobre el diván donde los había tirado. Parecía un joven recluta. Cuando momentos más tarde terminó el dictado, hizo salir al secretario.

Escrutó a Cicerón con una actitud festiva que me recordó a su padre adoptivo.

—Eres el último de mis amigos en venir a verme.

—Imaginaba que estarías ocupado.

—Ah, ¿es por eso? —Octaviano se rio, dejando a la vista su espantosa dentadura—. Temía que desaprobaras mis decisiones.

Cicerón se encogió de hombros.

—Las cosas son como son. Ya no me molesto en aprobar ni desaprobar nada. ¿Para qué? Los hombres hacen lo que les place, con independencia de mi opinión.

—Y entonces ¿qué quieres hacer? ¿Quieres ser cónsul?

Por un fugaz instante el rostro del orador pareció irradiar un aura de dicha y alivio, pero después entendió que Octaviano estaba bromeando y de inmediato se ensombreció de nuevo.

—Ahora juegas conmigo —gruñó.

—Sí. Discúlpame. El otro cónsul será Quinto Pedio, un pariente lejano del que quizá no hayas oído hablar, lo cual es la principal razón de su elección.

—Entonces ¿no será Isáurico?

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