Dictadores

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1. Stalin y Hitler: caminos a la dictadura

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Durante 1934 creció el recelo que Kírov despertaba en Stalin. La ovación que había recibido en el congreso se reservaba normalmente para Stalin y nadie más. Al cabo de unas semanas Stalin invitó a Kírov a viajar a Moscú para ingresar en el secretariado del Comité Central, donde se le vigilaría de forma más estrecha. Kírov se negó valientemente y su decisión fue respaldada por otros miembros del Politburó. Al parecer, Kírov temía poco a Stalin. En 1932, había defendido a Ryutin cuando Stalin quería hacerle ejecutar. A veces no estaba de acuerdo con las decisiones del Politburó. Era imprudente en lo que se refería a sus comentarios privados sobre Stalin[152]. Durante aquel año Moscú sobrecargó a Kírov de trabajo. Stalin insistía en verle con regularidad y en agosto, Kírov, en contra de sus deseos, tuvo que acompañar a Stalin en unas largas vacaciones en la dacha que éste tenía en Sochi. La salud de Kírov empezó a decaer. En octubre de 1934, al volver de supervisar la recolección de las cosechas en el Kazajistán, se encontró con que su despacho en el tercer piso de las oficinas centrales del Partido en el Instituto Smolny había sido trasladado súbitamente, sin su conocimiento, del pasillo principal a una habitación en el extremo más alejado de un largo corredor, junto a una pequeña escalera lateral[153]. Fue aquí donde, justo después de las 4:30 de la tarde, Kírov recibió una bala en el cuello que disparó a bocajarro un miembro del Partido, Leonid Nikolaev, que se encontraba sin empleo y tenía un mal expediente, en lo que se refería a disciplina, y una familia que pasaba hambre. Nikolaev había intentado sin éxito que Kírov le diera otra colocación. Era un asesino mal vestido y desesperado cuyo diario reveló que, como un personaje de Dostoyevski, durante semanas luchó con la idea de asesinar a Kírov. Puede que la verdad no se sepa nunca, pero no se han encontrado pruebas que vinculen directamente a Stalin con la muerte de Kírov. Aquella misma noche Stalin se apresuró a trasladarse en tren a Leningrado y al día siguiente hizo algo insólito: interrogó personalmente a Nikolaev, con el pretexto de hacerle confesar los nombres de sus cómplices. Tres semanas después Nikolaev fue ejecutado[154].

Stalin usó el asesinato de Kírov para hacer que se aprobara un decreto extraordinario. Aquel mismo día, sin el acostumbrado debate en el Politburó, y sin la ratificación por parte del Soviet Supremo que exigía la constitución, Stalin se apresuró a redactar y firmar una ley que autorizaba a la policía secreta a detener a los sospechosos de terrorismo, juzgarlos en secreto y en ausencia, sin defensa ni derecho de apelar, y ejecutarlos en seguida[155].. La llamada «Ley Kírov», al igual que la que Hitler hizo aprobar dos días después del asesinato de Röhm, permitió a Stalin ponerse por encima de la ley. Se convirtió en el instrumento que se utilizaría para destruir a miles de miembros del Partido a los que se desenmascaró como enemigos del pueblo durante los tres años siguientes. Más de mil cien de los delegados que habían aplaudido a Kírov con tan imprudente entusiasmo en el Congreso de los Vencedores estaban muertos o en la cárcel cuatro años después. Ryutin, que ya se encontraba languideciendo en la cárcel, fue ejecutado en 1938. Un colaborador estrecho de Stalin recordaría más adelante la reacción de su jefe en una reunión del Politburó, al llegar a Moscú la noticia de que Röhm había sido eliminado: «¡Hitler, qué gran hombre! Así es como tienes que tratar a tus adversarios políticos[156]»..

El camino a la dictadura que recorrieron ambos hombres fue impredecible e imprevisto. Impulsaba a ambos un notable empeño en llenar lo que, a su modo de ver, era un lugar necesario en la historia; pero esa voluntad implacable iba unida a una obsesión por los detalles tácticos de la lucha política, un resentimiento antinatural contra quien comprometiese u obstruyera sus ambiciones políticas y una persecución sin escrúpulos de la estima del público. Era una combinación despiadada. Es fácil deplorar la debilidad de la oposición que encontraron, pero es imposible no reconocer lo difícil que resultaba encontrar formas de obstruir o aventajar a hombres que creían llevar el peso de la historia sobre sus espaldas y estaban dispuestos a emplearlo, si podían, para aplastar a los hombres o las circunstancias que se interponían en su camino. Aunque oportunidades imprevistas y la casualidad pura y simple explican en parte la historia personal de los dos, Stalin y Hitler no se hicieron dictadores por casualidad.

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