Dictadores

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2. El arte de gobernar

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El arte de gobernar

La democracia verdadera significa no una rendición impotente ante camarillas, sino la sumisión a un líder a quien haya elegido el propio pueblo.

Max Weber, 1922[1]

No cabe duda de que no hay ninguna contradicción, en principio, entre la democracia soviética y la aplicación del poder dictatorial por parte de personas individuales.

Lenin, 1918[2]

A las 6:30 de la mañana del 12 de diciembre de 1937 la esposa de un profesor soviético de ingeniería ferroviaria escribió en su diario una crónica de cómo había votado, hacía sólo media hora, en las elecciones nacionales para el primer Soviet Supremo, bajo la recién ratificada Constitución de Stalin. La anotación en el diario refleja su evidente euforia. La noche antes la mujer y su esposo habían acordado que tratarían de ponerse en el primer lugar de la cola en el colegio electoral de su distrito, pero, al salir de casa, poco antes de las 6:00, vieron que en la, calle ya había gente que se dirigía apresuradamente a votar. El colegio electoral estaba lleno de «consignas y flores» y folletos explicativos sobre las elecciones. Los dos lograron ponerse a la cabeza de una cola de 25 personas y las puertas se abrieron puntualmente a las 6:00. En el interior había ayudantes que se afanaban de un lado a otro organizando a los votantes. En una segunda habitación unos funcionarios repartían papeletas. Había dos sobres, para garantizar el secreto del voto, y dos papeletas, una para las elecciones locales y otra para las nacionales, y en cada una de ellas aparecía impreso el nombre de un solo candidato del único partido político permitido. La pareja entró en las cabinas, cada una de ellas cubierta por una cortina de percal rojo, hizo una señal en las papeletas y las metió en sendos sobres que, una vez cerrados, introdujo en dos urnas. Cerca de allí habían habilitado un espacio donde las madres podían dejar a sus hijos mientras cumplían con la seria tarea de votar. La esposa del profesor sintió «una especie de excitación en mi alma». Había dormido dos horas solamente pensando que ella y su esposo serían «los primeros de los primeros votantes en las primeras elecciones de este tipo en el mundo[3]». Luego los dos se sentaron y pasaron un rato cambiando impresiones. La hermana de la mujer escribiría más adelante que también ella había logrado votar después de darse prisa para inscribirse a tiempo, pues había recibido el permiso de residencia cuando sólo faltaban tres días para los comicios. En el momento de introducir el sobre en la urna la habían embargado los sentimientos al recordar un antiguo dicho que parecía resumir su creencia de que hasta el más modesto de los ciudadanos tenía ahora un gran poder democrático: «El más diminuto de los pececillos puede agitar las profundidades del océano[4]».

Es fácil burlarse de la ingenuidad de los votantes soviéticos, a los que se ofrecía un solo partido y uno o varios candidatos aprobados a los que elegía sin oposición, aunque no de forma totalmente unánime, un electorado sumiso. Estos rusos educados creían estar participando en un verdadero experimento democrático. En un grupo de debate preelectoral en Leningrado uno de los oyentes preguntó si podían llevarse la papeleta el día de las elecciones y meditar sobre a quién votarían. Puede que la pregunta fuera maliciosa, pero la respuesta fue muy seria: «Por supuesto que tiene derecho a irse a casa, sentarse y pasarse varias horas analizando todas las ramificaciones[5]». Bajo la nueva constitución —«la constitución más democrática del mundo»— la Unión Soviética afirmaba ser una democracia y persuadió a millones de personas, dentro y fuera de sus fronteras, de que realmente lo era. El proceso electoral dominó gran parte de la vida del Partido y se repitió en todos los niveles de la organización del Estado y el Partido. Hasta el propio Stalin participaba en él durante los días anteriores a todas las elecciones generales en la raiony de Moscú que representaba, demasiado digno para salir a la palestra electoral, pero no para dar un paseo entre el público y estrechar manos. Las elecciones de diciembre de 1947 las ganó con el 131 por ciento de los votos populares, porque los votantes de los distritos vecinos añadieron su apoyo no autorizado[6]. Las elecciones dieron motivo para grandes celebraciones: fuegos artificiales, desfiles aéreos y fiestas.

Los preparativos para la nueva constitución empezaron en febrero de 1935 con el nombramiento de una Comisión Constitucional de 31 miembros, presidida por Stalin en persona. Después de un año dedicado a redactar el borrador, se reservaron cinco meses para debatir públicamente la constitución. Según datos oficiales, el número de mítines celebrados en toda la nación alcanzó la extraordinaria cifra de 623 334, con la participación de alrededor de las cuatro quintas partes del electorado. Se recibió un total de casi ciento setenta mil enmiendas y sugerencias de ciudades y poblados de toda la Unión Soviética, aunque sólo 48 se incluyeron en la constitución[7]. Había mucho interés por los asuntos que planteaba un documento que prometía derechos civiles plenos, incluida la libertad de expresión, de reunión y de conciencia; muchas personas corrientes vieron el debate popular como un intento sincero de hacer que el pueblo participara democráticamente en la construcción de su futuro y aprovecharon la oportunidad para hacer preguntas embarazosas sobre el aparato de represión bajo el que vivían en realidad[8]. A pesar de su carácter evidentemente restringido, muchas personas corrientes vieron en las elecciones de 1937 la oportunidad de tomar parte en la formulación de un nuevo orden constitucional. La participación alcanzó el 96,8 por ciento del electorado. Algunas papeletas fueron invalidadas. En un distrito, el 97 de los votos depositados fueron válidos y los restantes se estropearon de alguna forma o se tachó el nombre del candidato. En la región de Novosibirsk el nombre de Trotski apareció escrito en una papeleta; en otra, alguien escribió «Voto al zar celestial» y, en una tercera, «No votamos[9]». Pero la gran mayoría de los votos se depositó de manera correcta y el Soviet Supremo elegido democráticamente se reunió al cabo de unos días.

La dictadura alemana hizo una exhibición menos pública de democracia, pero siguió buscando mandatos populares después de las últimas elecciones multipartidistas al Reichstag en marzo de 1933, en las cuales los nacionalsocialistas obtuvieron el 44 por ciento de los votos populares, porcentaje mayor que el que había recibido cualquier partido desde la fundación de Alemania en 1871. Entre 1933 y 1938 los alemanes acudieron a las urnas otras cuatro veces, tres con motivo de elecciones al Reichstag celebradas el mismo día que un plebiscito nacional y una vez solo para un plebiscito, en agosto de 1934. Ni la constitución republicana de Weimar ni el sistema parlamentario nacional fueron abolidos o reemplazados después de 1933. Las votaciones nacionales se presentaban como una oportunidad para que el pueblo alemán expresara directamente su compromiso con la nueva causa nacional, y en todos los casos menos uno votó mucho más del noventa por ciento de la población. Durante 1933 y 1934 este porcentaje incluía una fracción que aún estaba dispuesta a expresar su oposición. Las elecciones al Reichstag del 12 de noviembre de 1933 dieron por resultado el primer Parlamento unipartidista; aquel mismo día se pidió al pueblo alemán que aprobara la retirada de Alemania de la Sociedad de Naciones. Votó la totalidad del electorado menos un 5 por ciento y el 89,9 por ciento de los votantes dijo «sí» al plebiscito. Una proporción menor, el 87,7 por ciento, votó el Parlamento nacionalsocialista, y más de tres millones de papeletas se declararon no válidas, porque no llevaban la cruz sencilla al lado del nombre del candidato[10]. Para el plebiscito del año siguiente, que aprobó la decisión de Hitler de aunar el cargo de canciller y el de presidente en uno solo, el de Führer, se relajaron las reglas para contar como válidas las papeletas que indicaban aprobación mediante una cruz o palabras escritas. En esta ocasión sólo el 84 por ciento del electorado acudió a las urnas y nueve décimas partes votaron a favor, pero las papeletas no válidas y las abstenciones sumaron 7,2 millones. Fue la última vez que un grupo apreciable de electores expresó apatía o desaprobación[11].

Para las dos elecciones subsiguientes, del 29 de marzo de 1936 y del 10 de abril de 1938, se cambiaron las reglas sobre las papeletas no válidas. Todas las papeletas en blanco se contarían como votos a favor del nacionalsocialismo, a falta de otros partidos. Sólo los votantes que se tomaran la molestia de escribir «no» o de tachar el nombre del candidato contarían como votos en contra. Las elecciones de 1936 fueron las primeras en registrar un voto casi unánime, el 98,8 por ciento; en algunos distritos se alcanzó el cien por cien, aunque es casi seguro que los funcionarios locales descontaron por completo las papeletas no válidas. Para las elecciones de 1938 volvieron a cambiarse las reglas. Se creó una papeleta única que abarcaba las elecciones al Reichstag y un plebiscito que pedía la aprobación de la unión con Austria, que se completó por la fuerza el 12 de marzo de 1938. Las elecciones fueron una sencilla aclamación, «sí» o «no» a la «lista del Führer», para evitar el peligro de que el apoyo al Partido Nacionalsocialista fuera menor que el dirigido a la persona de Hitler. La papeleta mostraba «sí» en un círculo grande y «no» en un círculo pequeño. En un colegio electoral se dijo a los votantes que entraran en las cabinas sólo si pensaban votar en contra. Los funcionarios locales del Partido trataron de aislar a los posibles votantes en contra antes de que llegaran a los colegios electorales con el fin de impedirles votar. Incluso así el anuncio de que el 99 por ciento de los votos eran afirmativos no cuadró con los resultados (no publicados) que llegaron de los distritos electorales. Los peores se obtuvieron en la comuna de Visbek, donde sólo el 68 por ciento del electorado dijo «sí»; en otro distrito se registró un 75 por ciento y en otros ocho, menos del 87 por ciento[12]. Sin embargo, para los fieles del Partido la participación y la afirmación fueron suficientes: «Nuestro camino a la urna», comentó el novelista Werner Beumelburg, refiriéndose a las elecciones de marzo de 1936, «no es, pues, ninguna elección o plebiscito, sino, al contrario, una declaración seria, celebradora e inefable del destino al cual servimos y del hombre al que se ha confiado este destino[13]». Esto era una descripción de lo que comúnmente llamaban «democracia alemana» los juristas y los politólogos que definieron la naturaleza del nuevo orden político después de 1933.

Ni la Alemania de Hitler ni la Unión Soviética estalinista eran reconocibles como democracias en el sentido liberal tradicional. Sin embargo, ambas daban por sentado que tenían carácter democrático o, de hecho, que su forma de democracia era claramente superior al modelo occidental, al que se consideraba no sólo una fuente de gobierno inherentemente ineficaz, sino también fruto de fuerzas clasistas interesadas que no representaban a los intereses de toda la sociedad. «Pero ¿qué es la democracia?», preguntó Stalin al anunciar la nueva constitución soviética en noviembre de 1936. «La democracia en los países capitalistas… es, a fin de cuentas, democracia para los fuertes, democracia para la minoría dueña de propiedades[14]» El problema de la democracia parlamentaria tradicional era la existencia de partidos o facciones, cuyo propósito, a ojos de los soviéticos, sólo podía ser debilitar el Estado revolucionario y dividir la opinión popular o, en el caso alemán, dividir y debilitar la nación en trance de renacer. Stalin agregó que el pueblo soviético necesitaba un solo partido, porque ya no había división entre «capitalistas y obreros, terratenientes y campesinos[15]». Unos meses después, en abril de 1937, Hitler pronunció un largo discurso sobre la naturaleza de la democracia ante líderes locales del Partido, en el cual también él explicó que sólo se necesitaba un partido en una sociedad unida con una sola voluntad: «Pero, sobre todo, no podemos tolerar una oposición, porque sin duda alguna siempre volvería a dar por resultado la descomposición[16]». Los sistemas multipartidistas se veían como expresiones de agitación social y división de lealtades en lugar de libre elección política.

En los dos casos la democracia se definía como la ausencia de división política y la representación verdadera de los intereses populares. El Partido Bolchevique heredó de Lenin la idea del centralismo democrático. Este aparente oxímoron reflejaba el argumento de Lenin según el cual el Partido tendría que ser la fuerza que dirigiera la Revolución y que reconociera al mismo tiempo la participación de las masas de afiliados y no afiliados cuyos puntos de vista debería tener en cuenta el Partido antes de sacar una conclusión firme. Ejemplos de la mezcla de participación y representación fueron, al menos en teoría, los debates en torno a la formulación de la constitución de 1936. Stalin alabó el «democratismo total» de la nueva constitución, porque concedía el voto a todo el mundo, sin discriminar a nadie, y creaba la gran ilusión de que el Estado representaba verdaderamente los intereses de todos los trabajadores de la Unión Soviética[17]. La ilusión se sostuvo gracias a la aseveración de que el Partido representaba a la totalidad del pueblo y no sólo a un grupo de intereses o una elite social como ocurría en otras partes.

La idea de la representación era fundamental en el concepto de la «democracia alemana»: el nacionalsocialismo representaba nada más que al pueblo o Volk unido, y Hitler, su personificación ideal. La idea de celebrar plebiscitos con regularidad se introdujo en la ley el 14 de julio de 1933. En un discurso de marzo de 1933 Hitler explicó que el propósito de los plebiscitos era garantizar que los actos del nuevo Gobierno recibieran a la larga su «legalización legítima» (sic) del propio Volk más directamente de lo que solían permitir las elecciones parlamentarias. Bajo el nacionalsocialismo el pueblo tenía que verse a sí mismo como el verdadero «legislador» y a Hitler, como el hombre al que se había confiado la salvaguardia de la «tarea histórica del Volk[18]». En su discurso de 1937 Hitler contrastó la democracia parlamentaria, en la cual todo el mundo tiene voz y voto y no se puede decidir nada, con su concepto de la democracia alemana, en la cual surge una sola figura que proporciona a todo el pueblo alemán un liderazgo nacional firme y sin concesiones. «A mi modo de ver», prosiguió Hitler, «ésa es la democracia más hermosa y más germánica. ¿Qué puede ser más hermoso para un pueblo que este pensamiento: desde nuestras filas, prescindiendo de su origen, de su cuna o de cualquier otra cosa, pueden los mejores alcanzar el cargo más elevado?»[19] El ideal del líder elegido de entre el pueblo para personificar su voluntad unida existía en la obra de Max Weber y muchos otros intelectuales alemanes antes de 1933. Hitler afirmaba proporcionar ese ideal. «La democracia significa básicamente», escribió un joven jurista nacionalsocialista en 1935, «nada más que el autogobierno del Volk… La autorización para mandar procede del propio Volk»..[20]

Es evidente que había propósitos políticos en el intento de presentar en cierto sentido como democracias unos sistemas dominados por la voluntad de un solo individuo. Se presentaban los dos regímenes como si los hubiera escogido el pueblo, al que representaban y en cuyo nombre mediaban. «Vamos mucho más lejos que cualquier Parlamento de la tierra», se dijo que había afirmado Hitler, «en nuestra constante consulta con la voluntad del pueblo.»[21] Era un subterfugio intelectual, pero creó una creencia pública y popular de que las dictaduras representaban colectivamente al pueblo como los sistemas parlamentarios liberales no lo habían representado en otro tiempo ni podían representarlo ahora. El vínculo entre la población y el líder era de complicidad; ni Hitler ni Stalin ejercían simplemente el poder al desnudo y haciendo caso omiso de los intereses populares. El «democratismo socialista» (como lo llamó Stalin) y la «democracia germánica» tenían por objeto describir formas de gobierno cuyo propósito declarado era defender los intereses de toda la comunidad, o al menos de los miembros de la misma que no estuviesen fuera de la ley, debido a su raza o a la enemistad de clase. Aunque la realidad puede parecer engañosa ahora, los fundamentos populistas de la dictadura eran poderosos instrumentos de legitimación.

La preocupación por las credenciales democráticas realza un hecho que con demasiada frecuencia se pasa por alto al describir los dos sistemas y que consiste en que tanto la Unión Soviética como Alemania tuvieron una estructura constitucional formal durante las dictaduras. La existencia de una constitución no limitaba realmente a ninguno de los dos dictadores, pero el gobierno personal nunca fue un ejemplo de despotismo puro y simple que prescindiera de los procedimientos establecidos o de las normas constitucionales. La existencia de un aparato constitucional obligó a Hitler y Stalin a crear formas de autoridad que eran, en realidad, extraconstitucionales o que tergiversaban, hasta hacerlas irreconocibles, las disposiciones de la constitución. Es aquí donde se encuentra el meollo de la autoridad dictatorial.

La primera constitución del Estado soviético se publicó en diciembre de 1922, pero proporcionó una guía deficiente de los procesos reales de gobierno, porque el Partido Comunista interpretaba el papel principal en lo que se refería a formular y dictar la política. El Comité Central del Partido era la principal fuente de autoridad, pero, en la práctica, dado que el comité no se reunía con regularidad, su subcomité político o Politburó era el elemento más importante del sistema. Fundado en 1919 con cinco miembros, el Politburó se convirtió rápidamente en el marco en que se debatían y decidían todos los asuntos importantes de la política. En 1930, este gabinete interno ya tenía 10 miembros. En 1919, se añadió un segundo subcomité para la organización del Partido y las cuestiones personales, el Orgburó. Al mismo tiempo se fundó un secretariado del Partido con un único secretario; en 1922 el número se amplió a tres y Stalin pasó a ser su principal miembro en calidad de secretario general. Esta estructura existió hasta 1952, año en que Stalin abolió el Politburó y el Orgburó y los substituyó por un solo Presidium del Partido. Durante toda la existencia del Estado soviético el Comité Central del Partido y sus órganos subordinados fueron los encargados de iniciar o aprobar la política, aunque el equilibrio de poder entre el Estado y el Partido cambió a lo largo del tiempo a favor del primero.

La estructura constitucional formal en 1924 era la de un Estado parlamentario que se basaba en una mezcla de elección directa e indirecta. El pueblo votaba directamente al Congreso de los Soviets de la Unión; el Congreso seleccionaba luego un Comité Ejecutivo Central integrado por un máximo de entre 500 y 600 delegados que se dividían en dos cámaras, un Consejo de la Unión y un Consejo de Nacionalidades. El primero representaba a todo el Estado, el segundo lo formaban delegados de las principales nacionalidades que componían la Unión Soviética, seleccionados proporcionalmente. El Congreso también elegía un presidium que el jefe del Estado soviético pasaba automáticamente a presidir y un Consejo de Comisarios del Pueblo (que equivalía a un ministerio), cuyo presidente se convertía en el primer ministro del país. El Consejo solamente tenía cinco miembros en los años veinte, ocho en 1936[22]. Esta estructura se racionalizó en la Constitución de Stalin en 1936, que era, al menos sobre el papel, un modelo de Gobierno representativo. El Congreso fue reemplazado por un Soviet Supremo elegido directamente, que se componía de dos cámaras legislativas, una con diputados de toda la Unión y otro con diputados que representaban a las nacionalidades. Cualquiera de las dos cámaras podía legislar y el resultado se convertía en ley basándose en una mayoría simple en ambas cámaras parlamentarias. El Soviet Supremo elegía el Presidium como antes, pero nombraba o «formaba» (como decía la constitución) el Consejo de Comisarios del Pueblo, que era el más alto organismo ejecutivo y administrativo del Estado. El Presidium podía destituir a los comisarios, pero sólo siguiendo la recomendación del primer ministro, para cuya destitución no se dispuso nada en la constitución[23]. En marzo de 1946 los comisariados se rebautizaron con el nombre de ministerios y el presidente se convirtió en presidente del Consejo de Ministros, al que ayudaban seis vicepresidentes y un gabinete más numeroso de especialistas ministeriales.

El Reich de Hitler no generó ninguna constitución propia; durante sus doce años de vida la constitución de la República que se ratificó en Weimar en 1919 continuó siendo la constitución alemana. La antigua estructura institucional del Reich permaneció en gran parte igual sobre el papel, aunque los procesos legislativos se alteraron radicalmente y la distribución de la autoridad cambió de forma tan fundamental que anuló por completo las disposiciones de la constitución. El resultado fue la aparición de un «Estado dual», concepto que elaboró por primera vez el jurista alemán Ernst Fraenkel en 1940, dos años después de huir de Alemania a Estados Unidos. Era un dualismo muy diferente del que existía en el sistema soviético, entre el Partido y el Gobierno; el Partido Nacionalsocialista nunca produjo un comité central o buró político, si bien desempeñó un papel cada vez más importante en la formulación de la política y la subversión de la autoridad del Estado durante la dictadura. El «Estado dual» representaba una división entre la estructura constitucional y un sistema de poderes administrativos y ejecutivos extraordinarios, que funcionaba fuera de las normas establecidas o en contradicción con ellas.

El Tercer Reich heredó un sistema parlamentario formal que se basaba en dos cámaras legislativas que se elegían directamente: el Reichstag, que se componía de diputados que representaban a todo el país, y un Reichsrat o consejo nacional que representaba a las provincias (Länder) que constituían el Estado alemán. El presidente era elegido de forma directa, pero su autoridad ejecutiva era limitada. La figura política clave era el canciller, al que nombraba el presidente, pero respondía directamente ante el Reichstag. El canciller era primer ministro y presidente de un gabinete de ministros que también respondía ante el Parlamento. El aparato ministerial, con sus arraigados tentáculos burocráticos, siguió existiendo durante toda la dictadura, aunque el contexto en el que funcionaba cambió considerablemente.

El ordenamiento constitucional ya había empezado a venirse abajo mucho antes de que Hitler subiera al poder. A partir de 1930 no pudo encontrarse ninguna mayoría parlamentaria que apoyase al Gobierno, que tuvo que depender, no del Reichstag, que se reunía raras veces, sino de decretos de emergencia que el primer ministro hacía públicos al amparo del artículo 48 (II) de la constitución. El Parlamento aún podía derribar al Gobierno, pero el nombramiento de Hitler en enero de 1933 sin ninguna mayoría parlamentaria fue la prueba de que el sistema parlamentario vigente ya no funcionaba como habían querido los autores de la constitución. Después de 1933 sólo quedó el armazón constitucional. Los planes nacionalsocialistas de transformar el Reichstag en un Senado consultivo, de los que Hitler había hablado francamente mucho antes de subir al poder, se abandonaron en 1934 y el Parlamento continuó siendo teóricamente el encargado de aprobar leyes, aunque perdió el derecho de legislar y abandonó la costumbre de criticarlas[24]. Con todo, el 30 de enero de 1934 se aprobó una ley que permitía al Gobierno «hacer nuevas leyes constitucionales» y el resultado fue la abolición de la segunda cámara, el Reichsrat, en virtud de la Ley para la Reconstrucción del Reich; al mismo tiempo todos los parlamentos provinciales perdieron el derecho de redactar leyes locales.

Los poderes legislativos ya se habían traspasado al Gobierno al aprobarse una ley de autorización (Ermächtigungsgesetz) el 24 de marzo de 1933. Esta ley, que llevaba el curioso título de Ley para Remediar la Necesidad del Pueblo y el Estado, autorizaba al Gobierno a legislar por cuenta propia sin tener en cuenta la constitución. La ley estaría en vigor durante cuatro años. Ocasionó muchos debates entre los juristas constitucionales, algunos de los cuales arguyeron que sus términos precisos no cambiaban la constitución, sino que meramente la suspendían. No obstante, el derecho de legislar era lo fundamental, porque, a diferencia del sistema soviético, en el que la separación de poderes siguió siendo una realidad formal, en el Gobierno alemán los poderes legislativos quedaron unidos a los ejecutivos. Esa norma fue recibida como la «Ley básica» (Grundgesetz) del nuevo régimen o, como dijo el jurista académico Carl Schmitt, «una constitución provisional».

La fusión directa de las funciones ejecutivas y legislativas resultó explícita el 2 de agosto de 1934, cuando, a raíz de la muerte del presidente Von Hindenburg aquella misma mañana, se promulgó la Ley relativa al Más Elevado Cargo Estatal del Reich Alemán, que permitió a Hitler asumir el papel de presidente sin ser elegido de forma directa. La ley había sido acordada por el gabinete el día anterior y debía entrar en vigor «desde el momento de la defunción del presidente del Reich». Las responsabilidades conjuntas de presidente y canciller se amalgamaron en un solo cargo, el de «el Líder», der Führer. Este título sencillo se adoptó como membrete para la correspondencia oficial de Hitler como jefe del Estado (aunque hasta 1942 los funcionarios de la cancillería persistieron tozudamente en añadir «… y Canciller» a los documentos que redactaban para que Hitler los firmase[25]).

Hay diferencias obvias en la forma en que Stalin y Hitler subvirtieron las estructuras constitucionales para llegar a la dictadura personal. La fuente del poder de Stalin en los años treinta era informal y extraconstitucional; no desempeñaba ningún cargo supremo del Estado ni disfrutaba de la sanción oficial de poderes legislativos especiales. La autoridad de Hitler, en cambio, se derivaba explícitamente de un elevado cargo público y de las disposiciones de la «constitución provisional» definidas por las leyes de autorización. La naturaleza exacta del poder de Stalin como secretario general del Partido no puede definirse claramente, pero desde los últimos años veinte hasta que asumió por primera vez un alto cargo estatal, el de presidente del Consejo de Comisarios, en 1941, Stalin fue considerado la principal fuente de autoridad. En enero de 1938, Viacheslav Molotov, el predecesor de Stalin como primer ministro soviético, escribió en Pravda sobre la singular relación que existía entre el Gobierno y el dictador: «En todas las cuestiones importantes, nosotros, el Consejo de Comisarios del Pueblo, buscamos consejos e instrucciones del Comité Central del Partido Bolchevique y, en particular, del camarada Stalin[26]». El propio Stalin nunca reconoció que era un dictador. En 1931, el periodista estadounidense Eugene Lyons le preguntó cara a cara: «¿Es usted un dictador?» y recibió la siguiente respuesta falsa: «No, no soy un dictador… Ningún hombre o grupo de hombres puede dictar. Las decisiones las toma el Partido y las cumplen sus órganos escogidos, el Comité Central y el Politburó[27]». Al parecer la palabra «dictadura» molestaba de forma especial a Stalin. Notas marginales extraídas de sus ejemplares personales de las obras de Lenin revelan que en su fuero interno le desagradaba que Lenin utilizara con regularidad y a veces de forma despreocupada los términos «dictadura del Partido» o «dictadura del proletariado[28]». En los años treinta el nombre de Stalin aparecía debajo del de Molotov en los decretos oficiales; raramente firmaba un documento sin consignatarios, con el fin de conservar la ficción de que gobernar era todavía una actividad colectiva.

Fue precisamente aquí, en la labor del Comité Central y el Politburó, donde Stalin pudo desarrollar el principio de autoridad consuetudinaria en el que se apoyaba fundamentalmente su poder. No era un dictador en el sentido tradicional, un hombre que, como Hitler, hiciera ostentación del espectáculo público del poder supremo; el suyo era un poder atribuido que se derivaba de la deferencia con que habitualmente se recibían sus puntos de vista y no de la necesidad de obediencia formal. Las raíces de su poder están en las maniobras políticas de los años veinte que ya se han descrito y en su capacidad de hacerse indispensable como defensor de la Revolución de Lenin, incluso durante el proceso de transformarla. Pero era un proceso lento e impredecible; en los años treinta Stalin consolidó una autoridad que se apoyaba esencialmente en el respeto o temor intangible que despertaba en los círculos que le rodeaban y que habían sobrevivido a los conflictos políticos de los años veinte. Durante los años treinta las principales instituciones del Partido empezaron a decaer de forma ininterrumpida. El pleno del Comité Central se convocaba cada vez con menos regularidad y, a menudo, era poco más que un escenario donde se representaba una obra de teatro estalinista. Durante los años cuarenta se reunió sólo una docena de veces y solamente en una ocasión, en 1947, se embarcó en un serio debate político. En siete de los años comprendidos entre 1941 y 1951 no se reunió ni una sola vez[29].

Más significativa fue la decadencia del papel del Politburó. El comité creado en 1930 lo formaban en gran parte leales seguidores de Stalin y el Politburó continuó siendo un feudo de Stalin hasta su muerte. Hacía ya mucho tiempo que Stalin había ideado el medio de evitar el debate controlando el orden del día y aplicando medidas administrativas a cualquier punto, cuando se había reservado demasiado poco tiempo para debatirlo. En 1932, tuvo lugar un cambio importante en el procedimiento cuando los habituales cuarenta o cincuenta asuntos que debía tratar cada reunión se redujeron a quince. Forzosamente muchos puntos tenían que acordarse fuera del foro del comité y, en realidad, de ellos se encargaba el secretariado de Stalin. Se celebraban reuniones complementarias a puerta cerrada o extraordinarias en las que no se levantaba acta y los asuntos eran tratados en secreto por un grupo reducido. El número de reuniones regulares del Politburó disminuyó y el volumen de protocolos basados en decisiones tomadas fuera del comité, o entre una reunión y otra, fue en aumento a la vez que se restringía más su circulación[30]. Hubo 153 reuniones entre 1930 y 1934, 69 entre 1934 y 1939, y 34 en los tres años siguientes. En el periodo de posguerra el Politburó, como gabinete central del sistema, cayó rápidamente en desuso y se reunió, por término medio, sólo ocho veces al año[31]. Stalin prefería organizar pequeños subcomités o comisiones especiales, cuyos miembros podía nombrar él y cuyas deliberaciones podía seguir. La capacidad de los miembros del Politburó de conocer todo lo que se estaba considerando disminuyó, excepto en el caso de Stalin, que lo dominó durante 34 años desde su comienzo en 1919 hasta su propia muerte en 1953[32].

No puede descartarse que la riqueza de experiencia administrativa continua que había adquirido Stalin le ayudara en gran medida a dominar el proceso político en los años treinta. La recién publicada correspondencia entre Stalin y el primer ministro soviético, Molotov, y entre Stalin y uno de sus colegas más allegados, Lazar Kaganovich, revela que Stalin conocía incluso los asuntos más triviales del Partido y el Estado. También ilustra la medida en que los líderes soviéticos de los primeros años treinta acudían habitualmente a Stalin en busca de directrices sobre casi todos los aspectos de la política. Cuando Stalin se hallaba ausente por haberse tomado unas breves vacaciones o se encontraba en una de sus dachas, las cartas revelan la angustia reprimida de unos hombres que estaban acostumbrados a obtener aprobación inmediata y directa del secretario general y que, en estas ocasiones, tenían que esperar a que llegara el correo[33]. También muestran la medida en que recomendaciones o decisiones importantes sobre el personal y la política se hacían fuera de las estructuras formales de los comités del Partido o del Estado. Las sugerencias de Stalin no tenían fuerza de ley, pero en los años treinta ya eran instrucciones que resultaba arriesgado pasar por alto. Se dice que cuando Stalin se quejó de que creciese hierba en las aceras de Moscú se enviaron trabajadores a recorrer la ciudad y arrancar todas las plantas que viesen[34]. La creación de vías extraoficiales para tomar decisiones y sostener debates no fue en modo alguno un fenómeno exclusivamente soviético, pero Stalin aprovechó estas vías para subvertir los marcos oficiales donde se formulaba la política y donde habría sido imposible evitar cierto nivel de debate o crítica general. No le gustaba lo que llamaba «burocratismo», porque, a su modo de ver, era estéril y lento. Stalin prefería los debates entre unos cuantos colegas de confianza, incluso las conversaciones cara a cara en el ambiente tranquilo de su estudio, en vez de soportar varias horas de comité. Su agenda de citas de los años treinta ha revelado una larga lista de encuentros privados en los que sin duda se tratarían muchos asuntos de Estado. Su asistencia personal a las reuniones disminuyó a partir de los años treinta, lo cual obligaba a los presentes a ocuparse de la nada envidiable tarea de adivinar los puntos de vista de Stalin. La política continuaba en su dacha y en su piso del Kremlin, durante el almuerzo o la cena, a escondidas de sus colegas y, por desgracia, perdida para siempre en lo que se refiere a los historiadores[35].

Esta forma opaca de autoridad, separada de los procedimientos regulares tanto del Partido como del Estado, dependía del control singular que ejercía Stalin sobre las redes secretas de comunicación e inteligencia, cuyas arterias subterráneas discurrían por debajo de los cimientos de todas las instituciones estatales y del aparato del Partido. La estructura encubierta del sistema soviético era un instrumento político de la mayor importancia y el secretariado de Stalin había gozado del estrecho control del mismo desde los primeros años veinte. El centro del sistema era la sede principal del Partido Comunista en el número 4 de la Plaza Vieja de Moscú. En el quinto piso se hallaba el sanctasanctórum del secretariado del Partido, donde se celebraban todas las reuniones, salvo las del Politburó. Fue aquí donde Stalin construyó una cancillería secreta bajo su control personal directo. El Departamento Secreto (sekretayti otdel) se creó en 1921. Tenía oficinas para los secretarios del Politburó y del Orgburó, contenía el archivo de todos los documentos archisecretos, los códigos de cifras internas que garantizaban la seguridad de las comunicaciones y los nombres de los secretarios personales de Stalin, la mayoría de los cuales serían políticos destacados en los años treinta[36]. Los documentos se guardaban en cajas fuertes de acero refractario y toda la oficina estaba protegida por una gruesa puerta de acero y vigilantes armados. Sólo unos cuantos privilegiados, de lealtad enteramente probada, tenían acceso a los expedientes. El Departamento Secreto preparaba el orden del día para el Politburó y comprobaba que se cumplieran sus decisiones; se encargaba de enviar las instrucciones del Partido central en paquetes archisecretos cuidadosamente precintados y empleaba para ello correos fuertemente armados del Servicio de Seguridad del Estado, que en los años treinta ya tenía 1325 centros de comunicación distribuidos por todo el país. Los miles de expedientes sobre líderes del Partido, llenos de indiscreciones pasadas y flaquezas presentes, se guardaban en sus dependencias y Stalin podía consultarlos siempre que lo necesitara[37].

En 1934, se revisó el sistema para que el secreto fuera tan absoluto como fuese posible y para centralizar la recogida de toda la información secreta. La oficina fue rebautizada con el nombre de Sector Especial y al frente de ella se puso a un fiel guardián, Alexandr Poskrebyshev. Éste era un burócrata de baja estatura, poco atractivo y calvo, que en 1924 ya había ascendido de enfermero a ayudante del Comité Central y se decía que Stalin lo había escogido porque su aspecto infundía terror. Fue jefe de la secretaría secreta durante casi veinte años[38]. La tarea de Poskrebyshev consistía en preparar el orden del día, presentar documentos a la firma de Stalin y controlar el movimiento de información secreta en el sistema. Caía mal a los demás líderes del Partido, porque impedía llegar a Stalin, que le tomaba el pelo y le trataba mal. Acabó siendo víctima del capricho del dictador en 1952, año en que fue destituido por no haber detectado un complot (inexistente), cuyo objetivo era envenenar a los líderes del Estado[39]. El Sector Especial tenía oficinas más pequeñas en toda la Unión Soviética que proporcionaban información secreta a Moscú y recibían información de la misma clase del centro. En todas las oficinas del Soviet y del Estado había un Departamento Especial que tenía la misma responsabilidad. Todas las líneas seguras de comunicación e inteligencia terminaban en la cancillería del propio Stalin. Se cumplía el principio de que nadie, salvo Stalin, debía saber más de lo que necesitaba saber en un momento dado, como ocurría también en el Reich de Hitler[40]. En un índice secretísimo se anotaban todas las infracciones de la disciplina del Partido y todas las expresiones de oposición. Cabe suponer que Stalin tenía conocimiento de todo ello y se preparaba con mucha antelación contra cualquier eventualidad.

Por medio de la estructura secreta Stalin estaba en estrecho contacto con el sistema de seguridad, aunque la naturaleza exacta de esta relación permanece oculta en los archivos. Saber que Stalin tenía acceso sin restricciones a todos los secretos recopilados por el sistema debía de ser alarmante para cualquier político que temiese por su futuro. En la novela de Viktor Serge sobre el estalinismo en los años treinta, un personaje condenado reflexiona sobre el poder del expediente secreto: «Sabía… que un expediente, KONDRATIEV, I. N., iba pasando de una oficina a otra, en el dominio ilimitado del más secreto secretismo… Mensajeros confidenciales dejaron el sobre sellado en el escritorio del servicio secreto del secretario general…». Finalmente, según especuló Serge, que pasó tres años en la cárcel en el decenio de 1930, «El Jefe examinó las hojas durante un momento[41]». La medida en que la autoridad de Stalin en los años treinta y cuarenta se basaba esencialmente en la amenaza de detención, cárcel o muerte nunca se ha puesto en duda de manera seria. Entre las nuevas pruebas sobre las persecuciones de los años treinta, que alcanzaron su apogeo con la ejecución de casi setecientas mil personas en 1937 y 1938, hay en los archivos testimonios abundantes de que Stalin, junto con Molotov y otros, fue responsable de firmar miles de sentencias de muerte, aunque antes las víctimas eran detenidas, interrogadas y juzgadas en vez de ser el resultado de asesinatos secretos perpetrados por el Estado. La amenaza de degradación o detención se cernía sobre todas las cabezas de la elite del Partido y el Estado y esa amenaza no procedía sólo de Stalin, aunque probablemente se requería su aprobación para eliminar a los altos cargos. La seguridad del Estado colaboraba estrechamente con el aparato encubierto centrado en la cancillería de Stalin y sus numerosas avanzadas subordinadas en las provincias; miembros del servicio de seguridad vigilaban las oficinas, repartían la correspondencia secreta y compartían la información confidencial recogida en todo el país. La colusión era cosa normal. El hecho de poder dar instrucciones a la policía de seguridad situaba a Stalin fuera de la ley en lugar de por encima de ella, del mismo modo que su habitual sanción de la política se encontraba fuera en vez de por encima de la constitución del Estado. Sin embargo, la autoridad consuetudinaria, a pesar de su secretismo y su arbitrariedad, requería la conformidad de los numerosos individuos que la reconocían. Stalin gozó de esta posición mucho antes de que empezase la violencia de mediados de los años treinta, lo cual hace pensar que el miedo era sólo uno de los factores que había debajo de sus poderes excepcionales.

Puede que el poder de Hitler tuviera un fundamento de autoridad más formal, pero, al igual que Stalin, lo ejerció de un modo que era contrario a las convenciones políticas. Cierto grado de autoridad consuetudinaria caracterizaba la dictadura de Hitler; también la creación de una esfera política aislada donde se ponían a prueba las ideas y se tomaban las decisiones, que estaba protegida de todo escrutinio público y que, con demasiada frecuencia, no ha dejado testimonios históricos. No había en Hitler ni asomo de la modestia de Stalin, aunque tampoco él se llamaba a sí mismo dictador, término que dejó de usar en los primeros años veinte. A pesar de ello, el singular cargo de Führer se definía sin reparo alguno como de poder supremo, sin trabas. El término se escogió no sólo porque distanciaba el nuevo orden político del tradicional vocabulario político que hablaba de presidentes y primeros ministros, sino también porque la palabra, que significaba «guía» o incluso «jefe» además de «líder», sugería la idea de un legislador o profeta generado por la historia misma y destinado a conducir a su pueblo hacia el futuro, sin vacilar. Ernst Huber, al describir la constitución nacionalsocialista de 1939, explicó que el cargo de Führer no era un «cargo estatal», sino una autoridad «de vasto alcance y total» que incorporaba la voluntad del pueblo entero[42]. El concepto que tenía Hitler del liderazgo político siempre había sido rígidamente autoritario. Le gustaban las analogías banales —el comandante de un regimiento, el capitán de un barco, el arquitecto de un edificio— para demostrar que sólo el poder absoluto era racional. La consigna «Autoridad del líder hacia abajo, responsabilidad de sus seguidores hacia arriba» se convirtió en elemento definidor de la revolución nacionalsocialista[43]. Esta relación, según se afirmaba, no era sinónimo de despotismo o tiranía. Se suponía que existía una «afinidad incondicional» entre el líder y los seguidores (Gefolgschaft); la confianza en el líder se expresaba en términos irracionales de obediencia absoluta, directa y mística a un genio surgido de entre sus propias filas. El vínculo personal entre el líder y sus seguidores se expresó lingüísticamente añadiendo la palabra «mi» a «líder»: mein Führer[44].

Estas abstracciones eran cosa corriente en la Alemania de Hitler. Pero no definían con claridad ni precisión jurídica alguna el alcance práctico de la autoridad de Hitler. Las discusiones que rodearon la introducción de la Ley de Autorización en marzo de 1933 giraron en torno a cómo debía definirse la atribución de autoridad legislativa al nuevo Gobierno. El texto definitivo dio «al Gobierno del Reich» el derecho de «decidir» sobre las leyes en nombre propio, pero el texto original que preparara el nuevo ministro del Interior, Wilhelm Frick, había hablado de «medidas» en lugar de leyes, lo cual hubiera dado al Gobierno poderes de iniciativa todavía más amplios. En uno y otro caso, el término «Gobierno» también era ambiguo. El Gobierno era un partido de coalición y ministros ajenos a cualquier partido, con Hitler como canciller, obligado al principio a desempeñar el papel de presidente del gabinete. La ley de marzo de 1933 no dio a Hitler autoridad exclusiva para promulgar leyes. Cuatro años después, cuando llegó el momento en que el Reichstag debía prorrogar la ley, Hitler trató de modificar sus términos de modo que sólo él pudiese legislar: «Las leyes del Reich las promulga el Führer y canciller del Reich». Se produjo una agitada discusión con funcionarios del Ministerio del Interior de Frick, que querían que todo el Gobierno retuviera más voz y voto y que el Reichstag continuara aprobando oficialmente las leyes. Hitler renunció a cambiar el texto después de que le persuadieran de que era preferible esperar hasta que fuera posible redactar una constitución totalmente nacionalsocialista y el 30 de enero de 1937 el Reichstag aprobó la versión vigente de la Ley de Autorización y volvió a prorrogarla por última vez dos años más tarde. Se conservó el principio jurídico formal según el cual las leyes eran aprobadas por «el Gobierno del Reich como colegio» y no sólo por Hitler[45].

En realidad hacía tiempo que Hitler había dejado de fingir que el Estado tenía un Gobierno colectivo. En vez de ello, promulgaba decretos y directrices en nombre propio, los cuales adquirían fuerza de ley, porque el resto del sistema los aceptaba como tales. «En la formulación de la ley», escribió Hans Frank en 1938, «se ejecuta la voluntad histórica del Führer.» Un Führererlass o decreto podía promulgarse legalmente como medida de emergencia, «no supeditada», prosiguió Frank, «a ningún prerrequisito de las leyes del Estado». Cada vez, con más frecuencia, la promulgación de directrices administrativas adquirió una permanencia en el sistema que permitía a Hitler actuar como si fuera el único legislador, sin la obligación legal de consultar con los ministros ni buscar la aprobación (no disputada) del Reichstag. El resto del sistema trataba los decretos de Hitler como una categoría especial de leyes que, en un sentido real, eran más imperativas que cualquier ley oficial del Parlamento. Durante la guerra, de las 650 órdenes legislativas importantes, sólo 72 fueron leyes formales; 241 fueron decretos del Führer y 173, órdenes del Führer. Casi dos tercios de ellas fueron secretas. La misma fuerza de ley podía hacerse extensiva incluso a las órdenes no escritas. Las objeciones de algunos funcionarios al genocidio de los judíos en 1941 y 1942 pudieron acallarse respondiendo «Es una orden del Führer», aunque es improbable que hubiese siquiera un documento firmado por Hitler que la expresara[46]. La obediencia a Hitler pasó del reino de la normalidad constitucional a formas de deferencia habitual ante la voluntad del líder fuera cual fuese el modo de expresarla.

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