Diablo

Diablo


Capítulo 18

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EL salón de baile de la mansión de Somersham estaba lleno a rebosar. La luz de la tarde entraba por los grandes ventanales y arrancaba destellos de los rizos y tocados de las damiselas y sus madres junto a libertinos y licenciosos, caballeros y altivas matronas. El brillo de las joyas competía con trajes de todos los tonos y los ojos también brillantes de los asistentes. Allí estaba la flor y nata de la nobleza.

—Es la última mujer casadera de los Anstruther-Wetherby, y es riquísima. No es habitual que a Diablo le caigan perlas así en el regazo.

—Qué pareja tan atractiva… Celestine ha hecho el vestido exclusivamente para la ocasión.

Rodeada por tales comentarios, felicitaciones y parabienes, Honoria se paseó entre los asistentes, sonriendo y haciendo reverencias con la cabeza, al tiempo que intercambiaba las palabras apropiadas para tan señalada ocasión.

Ya era la duquesa de St. Ives. Los meses pasados meditando la decisión, las últimas semanas frenéticas habían culminado en una simple ceremonia en la capilla de la propiedad, que había estado abarrotada, con gente agolpada a la puerta. Merryweather los había declarado marido y mujer y a continuación Diablo le había dado un beso que ella recordaría toda su vida.

Había salido el sol y los asistentes formaron una larga hilera desde la capilla hasta el salón de baile.

Diablo y Honoria pasaron ante ellos y recibieron todo tipo de felicitaciones.

El banquete de bodas había comenzado a mediodía. Eran ya las tres de la tarde.

Los músicos descansaban. En el programa sólo había seis valses, pero Honoria había bailado más. El primero con Diablo, una experiencia que la había conmovido. Luego Veleta le pidió un baile, y después Harry, Gabriel y Lucifer. Cuando la música cesó por fin, la cabeza le daba vueltas.

Entre la multitud, Honoria observó a Diablo, que hablaba con Michael y con su abuelo, sentados cerca de la enorme chimenea. Se dirigió hacia ellos pero Amelia le salió al encuentro.

—Tienes que traer a Diablo para que corte la tarta. Están poniendo los caballetes en medio de la sala. La tía Helena dice que Diablo acudirá más deprisa si tú se lo dices.

—Dile que ya vamos —sonrió Honoria.

Encantada de colaborar, Amelia se alejó.

Diablo la vio acercarse. Honoria sintió su mirada cálida, que remoloneaba posesivamente en su cuerpo mientras ella respondía a los saludos de los asistentes.

Cuando llegó junto a él, lo miró brevemente a los ojos y sintió que la recorría una chispa de excitación, la chispa que encendía la llama. Hacía un mes que compartían cama y el hechizo seguía allí. Se quedaba repentinamente sin aliento, y sentía el vacío de los anhelos, la necesidad de dar y recibir. Se preguntó si ese sentimiento se desvanecería algún día.

Inclinó la cabeza para saludar al abuelo. A petición de Diablo, se habían visto brevemente antes de salir de Londres. Concentrada como estaba en el futuro, le había resultado muy fácil perdonar el pasado.

—Bien, alteza. —Magnus la miró, echando la cabeza atrás—. Y aquí tenemos a tu hermano, que va a presentarse a las próximas elecciones. ¿Qué te parece, eh?

Honoria miró a Michael, que explicó:

—Me lo sugirió St. Ives.

—Carlisle estaba dispuesto a presentar tu candidatura —intervino Diablo, encogiéndose de hombros—, lo cual a mí me basta. Con el apoyo combinado de los Anstruther-Wetherby y los Cynster, te asegurarás un buen grupo de votantes.

—Conseguirá el escaño —cloqueó el anciano—, como que mi nombre es Magnus.

Honoria sonrió, se puso de puntillas y besó a Michael en la mejilla.

—Felicidades —le susurró.

—Lo mismo digo. —Michael le devolvió el afectuoso beso y le dio un apretón en la mano—. Has tomado la decisión correcta.

Honoria arqueó una ceja sonriendo. Miró a Magnus.

—He venido para robaros a mi marido, mi señor. Es hora de cortar la tarta.

—¿De veras? Bien, llévatelo. —Magnus sonrió—. No quiero perderme ver cómo una Anstruther-Wetherby arrastra a un Cynster camino de algún sitio.

—Ya no soy una Anstruther-Wetherby —replicó arqueando las cejas.

—Exactamente. —Diablo miró a Magnus con arrogancia de conquistador al tiempo que se llevaba una mano de Honoria a los labios—. Vamos querida. Tus deseos son órdenes para mí.

—¿En serio? —Honoria lo miró con escepticismo.

—En serio. —Con cortés eficiencia, sortearon a la multitud—. En realidad —murmuró—, tengo la intención de satisfacer muchos de tus deseos antes de que acabe la noche.

—Me estás haciendo sonrojar. —Con una serena sonrisa. Honoria saludó a la duquesa de Leicester.

—Es normal que las recién casadas se sonrojen. ¿No lo sabías? —Las palabras de Diablo le acariciaron la oreja—. Además cuando te sonrojas estás deliciosa. ¿Se extiende el rubor por todo…?

—Oh, queridos, venid. —Para alivio de Honoria, la duquesa madre apareció detrás de ellos—. Si os ponéis junto al pastel… Ya tienen el cuchillo preparado. —Los llevó al otro lado de la mesa, rodeada por la familia y los invitados.

El pastel nupcial se alzaba orgulloso, con siete pisos de tarta de frutas cubierta de mazapán y decorada con elaborados ribetes. Lo coronaba un ciervo haciendo piruetas en el escudo de los Cynster.

—¡Dios mío! —Diablo miró la figura, sorprendido.

—Lo ha hecho la señora Hull —susurró Honoria—. Recuerda mencionarlo.

—¡Abran paso! ¡Abran paso!

Todos se volvieron.

Honoria vio un largo y delgado paquete sostenido por dos manos por encima de las cabezas. Los que estaban más alejados del centro rieron e hicieron comentarios jocosos. Se trataba de Lucifer y su misión era entregar el paquete a Veleta, que se encontraba ante la mesa enfrente de Diablo. Veleta aceptó el paquete, que contenía una espada en su funda.

—Vuestra arma, su alteza.

La multitud estalló en risas.

Con una sonrisa más que diabólica, Diablo cogió la empuñadura. El sable de caballería salió de la funda. Animado por los vítores y todo tipo de sugerencias absurdas, la blandió en alto como un pirata trasplantado al corazón de la nobleza.

Entonces sus ojos se encontraron con los de Honoria. Con un rápido paso, se situó detrás de ella.

—Pon las manos en la empuñadura —le dijo.

Honoria lo hizo y sujetó la gruesa empuñadura. Diablo le cubrió las manos con las suyas.

—Como anoche. —Un susurro suave y profundo en su oído derecho.

La noche anterior, él había celebrado con sus primos su despedida de soltero.

Honoria había visto a Webster llevar una botella de brandy a la biblioteca y se había resignado a pasar sola su última noche de soltera. Se acostó e intentó dormir pero le costó, porque se había acostumbrado demasiado a tener aquel cuerpo cálido y firme junto a ella. Ese mismo cuerpo había entrado en su habitación de madrugada y se había deslizado en su cama. Honoria despertó y no pudo evitar expresar sus deseos en voz alta.

Entonces, con torpeza. Diablo le dijo que estaba demasiado ebrio para montarla. Como espíritu malévolo que era, sugirió que fuese ella quien lo montase a él y procedió a explicarle cómo hacerlo, una lección que Honoria jamás olvidaría.

Después, cuando cayó sobre él, totalmente exhausta y ahíta, y vio que Diablo tomaba la iniciativa y la embestía y la poseía tan completamente que ella perdía la razón, descubrió que, igual que el resto del cuerpo, los Cynster también tenían la empuñadura dura.

Los recuerdos volvieron a su mente y se sintió debilitada. Volvió la cabeza despacio y se encontró con los ojos de Diablo. La noche anterior había tenido la suerte de no ver su triunfante y presuntuosa sonrisa, ya le bastaba con verla ahora. Le costó enderezar la espalda y cerrar las manos, bajo las suyas, en la empuñadura del sable sin pensar en lo que le recordaba. Respiró hondo y miró el pastel. Con ayuda de Diablo, alzó el sable.

La hoja bajó silbando.

Él la guio para asegurarse de que el sable hacía un corte definido en los siete pisos.

Todo el mundo gritó y vitoreó y se oyeron comentarios impúdicos.

Con las rodillas temblorosas, Honoria rezó para que todos pensaran que el rubor de sus mejillas lo habían provocado esos comentarios. Rezó para que nadie, a excepción del depravado con el que se había casado, notase dónde se había finalmente apoyado el remate redondeado de la empuñadura. Empujados por la multitud que se agolpaba a sus espaldas, no habían podido retroceder y la empuñadura se había deslizado entre sus ingles.

—Y por una vez no pudo culpar a Diablo, que estaba inmóvil detrás de ella y cuya respiración notaba en la oreja. Estaba tan turbado como ella. Sus ojos se encontraron y Honoria se preguntó si los suyos estarían tan llenos de deseo como los de él. Diablo tomó la espada y se la tendió a Veleta. Luego inclinó la cabeza y rozó los labios de Honoria con los suyos.

—Después —le susurró.

Honoria se estremeció y sintió una oleada de placer. Sus ojos se encontraron de nuevo y ambos parpadearon, contuvieron el aliento y pusieron distancia entre sus excitados cuerpos.

Aturdida, ella fue a saludar a sus parientes Anstruther-Wetherby, tíos y tías que apenas conocía y primos que la miraban con una especie de temor reverente. Fue un alivio volver al círculo de los Cynster, a las sonrisas cálidas, abiertamente cariñosas y de apoyo inquebrantable. Se acercó a Louise, a cuyo lado se hallaba Arthur.

—Eres una duquesa exquisita —dijo Arthur, tomándole la mano. Pese al dolor grabado en su rostro se llevó la mano a los labios. Honoria vio en él al caballero despreocupado y alegre que antaño tenía que haber sido—. Sylvester es un hombre con suerte.

—Estoy segura de que nuestro sobrino conoce la valía de Honoria —intervino Louise.

—Nunca he oído que dijesen de él que es un desagradecido. —Miró más allá de Honoria—. Oh, aquí está Charles.

Honoria se volvió y saludó a Charles, que se unió a ellos.

—¡Oh, y ahí está lady Perry! —Louise puso la mano en el brazo de Arthur—. Si nos disculpas, Honoria, tenemos que hablar con lady Perry antes de que se vaya.

Con una sonrisa dedicada a Honoria y un frío «Charles» a su hijo, Arthur siguió a su esposa y se perdieron entre la multitud.

Charles los despidió con una reverencia y se volvió hacia Honoria.

—Estoy encantado de poder hablar con usted, señorita… —Sus facciones se endurecieron—. Su alteza.

Ella desconfió de su sonrisa. Se habían visto varias veces pero nunca había conseguido superar aquella primera impresión. Era el único Cynster que no le gustaba, todos los demás le caían bien.

—Había esperado tener el placer de bailar con usted, señor, pero todos los bailes estaban pedidos.

Charles arqueó una ceja y le dedicó una arrogante mirada, uno de los pocos rasgos Cynster de que hacía gala.

—Me temo que olvidáis, alteza, que todavía estoy de luto. —Se alisó el brazalete negro—. Los demás ya han olvidado a Tolly, claro, pero a mí su pérdida todavía me afecta.

Honoria se mordió la lengua y asintió con la cabeza. De todos los Cynster presentes, Charles y su padre eran los únicos que todavía llevaban brazaletes negros.

—Pero creo que las felicitaciones son de rigor —añadió él.

La peculiar manera de hablar de Charles la desconcertaba. Asintió altaneramente.

—Creo que recordáis el tema de nuestra anterior conversación, tal como ya expresé entonces, espero sinceramente que nunca lamentéis vuestro nuevo estado.

Honoria se puso rígida. Charles no lo notó porque miraba a los invitados.

—Pero aunque eso pueda ocurrir, os deseo lo mejor —prosiguió—. Y si conocer a Sylvester desde toda la vida me hace dudar un poco de su constancia, os pido que creáis que esa circunstancia no altera en modo alguno la sinceridad de mis deseos de felicidad.

—Si le entiendo bien, no cree que esa felicidad sea posible. —Honoria observó el efecto de sus palabras.

Charles la miró a la cara. Sus ojos eran pálidos, fríos, carentes de toda expresión.

—La boda con Diablo ha sido muy mala idea.

Honoria nunca supo lo que habría contestado a aquella ultrajante afirmación porque en ese instante aparecieron Amelia y Amanda entre susurros de muselina.

—Tía Helena dice que deberías ir a la puerta. Muchos invitados ya se marchan.

—Con vuestro permiso, alteza. —Con una reverencia a Honoria y un lacónico saludo con la cabeza a sus hermanastras. Charles giró sobre los talones y se alejó.

Amanda hizo una mueca a sus espaldas y luego se colgó del brazo de Honoria.

—Es un viejo tan pomposo. Nunca disfruta con nada.

—Es ampuloso —sentenció Amelia, colgándose del otro brazo—. ¿Dónde te parece que debes ponerte para despedir a los invitados?

El corto día de diciembre pasó en un soplo. Cuando el reloj de las escaleras dio las cinco, fuera ya era noche cerrada. En el porche, al lado de Diablo, mientras saludaban al último carruaje, Honoria suspiró para sus adentros. Al encontrarse con los ojos de él, sonrió y se volvió hacia el vestíbulo. Diablo le tomó la mano, sus dedos se entrelazaron y subieron la escalinata del pórtico. Los familiares se quedarían hasta el día siguiente y se habían retirado al salón, dejando que los recién casados hicieran los honores a los que se marchaban. Antes de entrar, él se detuvo de repente.

Honoria se detuvo por fuerza y lo miró.

Diablo le dedicó una lenta sonrisa. Levantó la mano entrelazada y le besó los nudillos.

—¿Y bien, mi querida duquesa? —Con la otra mano, le levantó la barbilla y ella se puso de puntillas como por instinto.

Diablo inclinó la cabeza y la besó, primero con suavidad y luego con más vigor. Cuando se apartó, los dos volvían a estar muy excitados.

—Todavía falta la cena. —Honoria lo miró parpadeando.

—No cuentan con que aparezcamos —dijo él, haciéndose a un lado para que entrara—. Ahora mismo nos escabullimos.

Los labios de Honoria formaron un «oh» silencioso. El vestíbulo, vacío a excepción de Webster, que se apresuró a cerrar la puerta, sugirió que su esposo, como siempre, sabía lo que se hacía. Cuando arqueó una ceja, ella asintió y, calmada y serena, subió la escalera a su lado.

Durante las semanas anteriores se habían acostado juntos muchas veces y ella ya no sentía desasosiego.

Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, por costumbre Honoria dobló a la derecha, camino de sus habitaciones.

Diablo la detuvo. Ella se volvió sorprendida y vio que él arqueaba una ceja, sus ojos muy verdes. Sacudió la cabeza y dijo:

—Ya nunca más.

Honoria se dio cuenta y asintió. Con la cabeza alta, tranquila, le dejó que la condujese por la galería hasta el pasillo que llevaba a los aposentos ducales. En su interior los nervios aleteaban en espirales descendentes hasta tensarse en forma de nudos.

Aquello era ridículo, se dijo, e intentó superar esa sensación.

Sólo había estado una vez en los aposentos de la duquesa, para decidir el color de la decoración: elegantes cremas, topacios suaves y oro viejo completando la pátina de calidez que daba el roble pulido.

Diablo abrió la puerta y la hizo pasar. Honoria parpadeó ante el resplandor que le dio la bienvenida.

En la salita había candelabros sobre el tocador, en la repisa de la chimenea, en la cómoda, en el escritorio que había junto a la pared y en una frasquera delante de una de las ventanas. La habitación se asemejaba mucho a la que había visto, con su enorme cama adoselada en el lugar de honor entre dos grandes ventanales. Los únicos objetos nuevos eran el jarrón de flores, todas amarillas y blancas, que había sobre una cómoda, sus cepillos, cuya plata relucía en la pulida mesa del vestidor, y su camisón de seda color marfil con la bata a juego dispuestos sobre la cama.

Debía de haberlo puesto allí Cassie. Honoria no había pensado en ello. Se preguntó si los candelabros también habían sido idea de Cassie y entonces notó que Diablo no parecía sorprendido. Cruzó la habitación, llevándola consigo, se detuvo ante la chimenea y la atrajo hacia sí.

Si le quedaban dudas sobre sus intenciones, todas desaparecieron con el beso, lleno de deseo apenas contenido y de un ardor que la encendió por dentro. Se abandonó en sus brazos y, como respuesta al deseo de Diablo, tomó el placer que le daba y se lo devolvió aumentado. Cuando él alzó la cabeza se sintió mareada y le temblaban las piernas.

—Ven. Nuestros hijos pueden nacer en tu cama, pero los engendraremos en la mía —le dijo.

La tomó en brazos y Honoria le pasó las manos por el cuello. Con pasos impacientes la llevó hacia una puerta de madera entornada, la abrió con el hombro y entraron en el dormitorio.

—¿Qué ha sido todo eso? Los candelabros, quiero decir —preguntó Honoria.

—Tácticas de distracción.

Honoria quiso pedirle que se lo aclarase, pero cuando vio que la llevaba en brazos hacia la cama, se le olvidó todo lo referente a los candelabros.

En Londres, el dormitorio de Diablo era espacioso, pero aquella habitación era enorme. La cama era la más grande que ella jamás hubiese visto. A ambos lados se abrían altos ventanales. Aquel dormitorio estaba en el extremo de una de las alas de la casa. Con las cortinas abiertas, el claro de luna inundaba la estancia y el verde pálido de la decoración se veía plateado.

La llevó al otro lado de la cama y la depositó en un punto del suelo donde la luna proyectaba una brillante franja de luz en las baldosas. Su vestido de novia, capa sobre capa de encaje Mechlin, resplandecía y vibraba. Los movimientos del encaje en el pecho atrajeron la mirada de Diablo. Tomó uno de sus suaves montes entre la mano y lo notó firme. Sus dedos lo exploraron y encontraron la cima, que con sus caricias se volvió dura como un guijarro.

Honoria contuvo el aliento, Diablo la apoyó contra su pecho sin dejar de acariciarle el pezón suavemente. Ella se revolvió inquieta y le dio la espalda para que le desabrochase el vestido.

—Las cintas están debajo de los encajes —le dijo.

Diablo sonrió y puso manos a la obra, acariciando primero un pecho y luego el otro al tiempo que le besaba el cuello. Cuando el último lazo estuvo desanudado y el vestido, con su ayuda, se deslizó hasta el suelo, Honoria se quedó entre sus brazos, suave y flexible, arqueándose contra él. Le gustaba mucho verla así, tierna y entregada a los placeres y consciente de ello. Después se entregaría aún más pero, para entonces, ya no sabría nada a excepción de la fiebre que recorrería sus venas. Le pasó las manos por la cintura y luego le atrapó los pechos cubiertos por una fina capa de seda. A Honoria se le escapó un murmullo de placer. Cuando Diablo estrujó los fruncidos pezones entre el índice y el pulgar, ella movió las caderas sugerentemente.

—Todavía no —murmuró él—. Hoy tendrás una experiencia que nunca olvidarás.

—¿Qué? —Pronunció aquella palabra con el aliento entrecortado. Se volvió y, pasándole los brazos por el cuello, se apretó contra él—. ¿Qué quieres hacer?

—Expandir tus horizontes. —Diablo sonrió despacio.

Ella intentó aparentar altivez pero sólo consiguió que se la viera fascinada. Él retrocedió un paso y se quitó la chaqueta y el chaleco. Los dejó caer al suelo y la abrazó. Ella se entregó a sus brazos como una sirena, como la sirena que él había pasado las últimas semanas liberando de los grilletes de las convenciones. En muchos aspectos, todavía era muy inocente, pero todo lo que Diablo le enseñaba lo aprendía con un sincero entusiasmo que lo dejaba anonadado. Desde su posición, con las opiniones coloreadas por la experiencia, veía que los años que tenía por delante eran muy prometedores. Los esperaba anhelante. Pero lo que ahora esperaba anhelante era la noche que pasarían juntos.

Honoria tenía los labios abiertos y lo incitaba y seducía con la lengua. Se puso de puntillas y se apretó contra él, con el cuerpo cubierto sólo por una fina camisa. Diablo dejó que el deseo la invadiera y la atrajo hacia sí al tiempo que sus manos recorrían de nuevo sus curvas. Cuando le acarició la espalda por debajo de la camisa, su piel estaba húmeda.

Pasaron dos excitantes minutos y luego la camisa cayó al suelo, olvidada en el claro de luna.

El beso de Diablo se volvió más profundo. Honoria lo recibió y correspondió. Dejó que sus manos resbalaran desde la nuca y vagaron por su cuerpo, deteniéndose en la amplitud de su pecho para después explorar los pliegues de su camisa y acariciarle la espalda. Sus manos se cerraron en su cintura y bajaron hasta las caderas.

Diablo cambió de posición y le aprisionó las manos entre una de las suyas. Sin interrumpir el beso, la atrajo con fuerza hacia sí para hacerle sentir su ardiente y tiesa virilidad, para que supiera cuán excitante le resultaba su vulnerabilidad. La inclinó ligeramente hacia atrás sosteniéndola con un brazo alrededor de la cintura, sin que sus bocas se separasen. Ella gimió y se retorció, no para soltarse sino para apretarse más contra Diablo.

El movimiento inquieto de sus caderas era más de lo que él podía soportar. La levantó en brazos y la depositó sobre las sábanas de seda, Honoria lo miró fijamente mientras con las manos le exploraba el cuerpo.

—Si me amas, mantén quietas las manos —le dijo Diablo, apartándose. Llevaba toda una semana fantaseando sobre lo que harían esa noche; si se dejaba llevar por el entusiasmo de Honoria, como ya había ocurrido otras veces, no tendría ninguna oportunidad de convertir su fantasía en realidad.

Honoria se estiró voluptuosamente, con los brazos por encima de la cabeza, y lo miró con anhelo.

—Lo único que quiero es tocarte —le dijo, viendo cómo se quitaba la corbata—. La noche pasada te gustó.

—Pero esta noche será distinto —repuso él.

Se quitó la camisa. Honoria sonrió, moviéndose seductora al calor de su mirada, disfrutando de la fascinación que su desnudez provocaba en él. Diablo había dicho que le gustaba verla completamente desnuda, sin una pizca de pudor. Al principio, aquella desnudez le había resultado embarazosa pero la familiaridad y la obsesión de Diablo le habían infundido confianza, por lo que ahora le parecía natural.

—¿Cómo de distinto? —preguntó ella cuando Diablo se sentó en la cama para quitarse las botas.

Él la miró, dejando que sus ojos se deslizasen por el pecho, el vientre y los muslos.

—Esta noche será un placer para mí darte placer.

Honoria lo miró con curiosidad. Podía hacerla gritar, gemir y sollozar de placer. Ella era la inexperta, él el maestro.

—¿Qué piensas hacerme?

—Ya lo verás —respondió, al tiempo que se desabrochaba los pantalones—, o mejor dicho ya lo sentirás.

La expectación de Honoria aumentó de repente y volvió a ser presa de aquella dulce tensión ya familiar. Al cabo de un segundo, él se tumbó en la cama, desnudo como ella. Viril y empalmado, totalmente excitado, se sentó a horcajadas sobre Honoria e inclinó su cuerpo hacia ella.

Honoria se quedó sin aliento. Con los ojos muy abiertos, estudió los de él, que brillaban en la tenue luz. Entonces los cerró y bajó la cabeza para buscar sus labios.

Su beso explorador llegó a lo más hondo, a las profundidades en que moraba su lascivia. La atrajo hacia sí y ella se entregó. Se abrió para Diablo, moviéndose suavemente debajo de él. Murmuró su nombre y se revolvió más, pero él no hizo ningún ademán de poseerla. Con las manos entrelazadas con las de Honoria, una a cada lado de su cabeza, el beso se prolongó. Excitada, arqueó la espalda pero estaba atrapada por su cuerpo. Las piernas de Diablo inmovilizaban las suyas.

Entonces él depositó suaves besos en su cuello. Jadeante, Honoria elevó el mentón, anhelando más. Los labios se movieron sobre sus hombros y el nacimiento de sus pechos. Repitió la maniobra por la curva de su brazo hasta el codo, y de allí a la muñeca, para terminar besándole la punta de los dedos.

Honoria sintió el cosquilleo de sus labios, la abrasión de su pecho y su barbilla en la suave piel, y rio. Él arqueó una ceja pero ella se limitó a ponerle el brazo en un hombro. Diablo repitió el ejercicio en el otro brazo hasta que este también reposó en su otro hombro. Ella entrelazó los dedos en su nuca y se arqueó, expectante. ¿Qué ocurriría a continuación?

Cuando la boca de Diablo se cerró alrededor de un pezón y lo chupó, Honoria contuvo una exclamación. La caricia continuó, caliente y húmeda, impulsando los fuegos fatuos que se encendían en sus venas. Gimió levantando desesperadamente las caderas, buscándolo, pero él se había desplazado hacia abajo y ella no podía tocar esa parte de su anatomía que la volvía loca. Intuyó que aquella noche iba a ser muy larga.

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