Despertar

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–¿Estás bien, cielo?

–Por supuesto. Solo… Me ha parecido buena idea.

–Está bien, pues, hasta luego.

Evelyn devuelve el auricular a su sitio y permanece de pie, con la mano apoyada en el micrófono. Detrás de ella Robin carraspea. Evelyn lo mira. Él sonríe sin demasiada convicción.

–¿Una cita para almorzar?

–Uy, no, es… –Se sonroja.

–Perdona. –Robin alza una mano–. Me ha podido la curiosidad.

–Es solo mi hermano.

Fuera, un hombre llama a la ventana echando vaho por la boca mientras señala hacia el reloj que cuelga por encima de Evelyn. Es hora de que abra la puerta.

 

* * *

 

–Pero ¿quién es?

Están sentadas en la cama de Di. Pese a que es casi la hora de almorzar y a que el día se esfuerza por manifestar su presencia detrás de las finas cortinas, Di sigue en camisón, con el pelo negro revuelto de dormir, fumando, inclinándose hacia delante, estudiando la nota de Hettie.

–Ya te lo he dicho. Le conocí en el Dalton’s. Bailamos.

–¿Cuánto tiempo?

–Solo un baile.

–¿Cuándo?

–Al principio.

–¿Y yo dónde estaba? –Di parece desconfiar.

–Estabas ocupada, con Humphrey.

–¿Y Gus, dónde estaba?

–En la barra.

Di abre más los ojos. Parece pasmada de que Hettie se haya atrevido a algo semejante.

–Pero… ¿por qué no me lo dijiste? –pregunta con vocecilla dolida.

–No lo sé. –Hettie se encoge de hombros–. No… no he tenido ocasión.

Di se levanta, se dirige a la cómoda, rebusca encima y coge una lata de sardinas vieja, que coloca en equilibrio en el cubrecama amarillo entre las dos.

–A ver, entonces… ¿quién es? –insiste, soltando la ceniza en los restos de aceite.

–No lo sé.

Di expulsa el humo con un soplido de incredulidad.

–¿No lo sabes?

–No. –Hettie aparta la nota con un suspiro–. Tienes razón. No debería ir.

–Yo no he dicho eso. A ver, dame. Veamos. –Di recoge la nota, la lee con voz entrecortada–. «Estoy pensando en reventarte la tapadera.» –Levanta la vista, arqueando delicadamente una ceja–. ¿Y eso qué quiere decir?

–Me dijo… –Hettie trenza las borlas que adornan la colcha– que me había tomado por una anarquista.

–¿Una anarquista? ¿Qué? ¿Como las de la prensa? ¿Las de las bombas?

–Era una broma. O… eso creo.

–Ah. Bueno. –Di le devuelve la nota a Hettie–. Pues a mí me parece un chiflado.

–Es probable que esté chiflado, sí.

–¿Es guapo?

Hettie asiente.

–Pero diferente.

Piensa en su cara, en sus ojos grises, y luego en el modo en que los abría al sonreír, como si llevara una máscara tras la que se ocultara alguien completamente distinto.

–¿Diferente? –Di no parece impresionada–. ¿Es rico?

–No lo sé. Bueno, podría, pero…

–Pero ¿qué?

–Nada, no sé.

Imposible explicarse. Hettie vuelve a mirar el papel que tiene en las manos.

«¿En el Dalton’s? ¿El martes? ¿A las diez?»

–Voy a ir.

–¿Quééé?

–Me gustó. Voy a ir.

–Me parece muy bien que te guste –dice Di, con los ojos como platos–, pero ¿y si es uno de esos… pervertidos? ¿O si se dedica a la trata de blancas?

Hettie sonríe.

–¿O si… –Di se inclina sobre la cama hacia Hettie y baja la voz– quiere llevarte a Limehouse y obligarte a fumar opio?

Las dos han visto Lirios rotos, la han visto tres veces y podrían haber sido más, en un cine grandioso de Broadway, sentadas entre las naranjas exprimidas y las cáscaras de cacahuetes, derritiéndose mientras Lillian Gish se enamoraba del chino y fumaba opio y recibía una paliza de su padre y moría.

–No va a llevarme a Limehouse.

–¿Cómo lo sabes?

Le coge el cigarrillo a Di.

–No lo sé.

«Yo también quiero volar cosas.»

–Voy a ir –repite, dando una calada honda, placentera.

–¡Estás loca! –chilla Di, meneando la cabeza.

Tal vez. Quizá esté loca. Pero de repente se siente maravillosamente libre.

–¿Di?

–¿Qué?

–¿Me prestas algo de ropa?

Di frunce el ceño.

–Por favor. Solo tengo un vestido viejo. Y apesta.

–Pues lávalo.

–Di. Por favor.

Di parece contrariada, frunce el labio superior.

–Creía que esta noche íbamos al cine. Han estrenado La marca del Zorro.

Normalmente no va así. Va al revés. Di es la más menuda, la más bonita, la que el futuro quiere. Ella es la que sabe labrarse una vida, a quien le pasan las cosas. Hettie la ve luchar con el giro que ha dado la situación, intentar ser amable.

–Muy bien –dice al final, a regañadientes–. ¿Qué quieres que te preste?

Pero ya lo sabe. Hettie sabe que lo sabe. Solo existe un vestido. Lo ve, colgado de la barra junto a la cama, con su belleza negra titilando a la luz filtrada, neblinosa, de la mañana. Lo necesita tanto que se le encoge el estómago.

–¿Me… me prestas el negro?

–¿El negro? –Di refunfuña–. Por Dios.

–¿Por favor?

–Bueno, está bien.

Se deja caer de espaldas sobre la cama y lanza una nube de humo al aire con resignación.

–¿De verdad?

Hettie se pone inmediatamente de pie.

Cruza la habitación hacia el vestido, se lo acerca. Es bonito. Pesa incluso más de lo que imaginaba, y por fin lo nota, siente la falda cayéndole sobre las piernas, moviéndose mientras bailan los dos juntos por la pista.

–¿Y cómo piensas ir al Dalton’s?

Hettie da media vuelta, con el vestido firmemente agarrado.

–Iré en metro. Hemos quedado a las diez.

Las palabras golpean el aire como teclas de una máquina de escribir.

Hemos quedado a las diez.

Increíble. Indeleble. Imposible retractarse.

–Pues cuídamelo –dice Di, sentándose y señalando–, o te arrepentirás.

–Lo haré. Te lo prometo. –Hettie se acerca a su amiga, se inclina y la abraza–. Gracias, Di.

–Hum.

Di arquea una ceja.

–Quería preguntarte otra cosa…

 

* * *

 

El restaurante es más pequeño de lo que Evelyn recordaba, tiene solo cinco mesas, cubierta cada una con el mismo mantel sencillo y decorada por una vela roja encendida. Solo una de las mesas está ocupada, por una mujer elegante y un hombre que está quedándose calvo, con las cabezas inclinadas sobre la comida. Levantan la vista al oírla entrar, y Evelyn capta una leve perturbación cuando asimilan su presencia: una mujer sola. Sacude el paraguas y lo deja en el paragüero que hay junto a la puerta al tiempo que el camarero se acerca a cogerle el abrigo. En la pizarra se anuncia un menu fixe en tiza: bistec con patatas, tarte tatin.

Toma asiento de cara a la ventana, pide una jarra de vino y, en cuanto se la sirven, se bebe medio vaso con prisas, contemplando la calle tras el cristal salpicado de lluvia. Se enciende un pitillo. La pareja de la mesa de al lado la mira y siente su clara desaprobación. Apaga el cigarrillo y se enfada consigo misma por haberlo apagado. Cuando vuelve a encenderlo sabe fatal.

Se abre la puerta y aparece Ed, cubriéndose la cabeza con un periódico empapado. Se acerca riendo.

–No he mirado por la ventana como es debido. No tenía ni idea de que llovía tanto.

Se le ve pálido. Va vestido de cualquier modo, con chaqueta y la corbata mal anudada, como si se hubiera levantado de la cama y se hubiera vestido a oscuras. La pareja le mira. Evelyn ve que la mujer se endereza en la silla, estira el cuello.

Ed, como de costumbre, parece felizmente ajeno al efecto que provoca. Siempre ha sido así. En aquellos bailes campestres horribles a los que les obligaban a ir cuando eran más jóvenes las chicas hacían cola por él cuchicheando, pero Ed prefería bailar con su hermana. Y como ella detestaba aquellas veladas, las charlas superficiales, la torpeza al bailar, las carabinas y, en general, el mercado matrimonial, se lo agradecía de todo corazón. Ed era el mejor bailarín de todos.

Evelyn gira la esfera del reloj. Ya es la una y veinte.

–Tengo hambre. ¿Pedimos?

–Tú misma. –Ed hace un gesto con la mano y se sienta–. Me da lo mismo.

Evelyn llama al camarero y pide bistec para los dos.

Ed se inclina, prueba un sorbo del vino de su hermana y hace una mueca.

–Venga, va, que no está tan malo.

Ed se enciende un cigarrillo.

–Si tú lo dices.

–O sea, que a las once seguías en la cama. –No puede reprimirse.

–Me acosté tarde.

–Menuda vidorra.

–En cambio a ti, cosita, te ha tocado una mala racha. –Coge el vaso–. Este vino, por ejemplo. ¿Merece ser llamado vino? –Llama la atención del camarero–. ¿Me trae la carta de vinos, por favor?

Le traen la carta de vinos. Le echa un vistazo.

–Un borgoña. Del 94.

–Déjame ver. –Evelyn le quita la carta–. ¡Sale a dos libras la botella!

–¿Y?

–Y tengo que regresar a la oficina, Ed.

–Vamos, mujer. –Sonríe y se inclina hacia delante–. ¿Cuándo salimos a comer?

Casi nunca. ¿Y de quién es la culpa?

Llega la botella nueva, junto con dos copas. Ed deja que lo pruebe Evelyn. El camarero le sirve un poco y ella se lo bebe cerrando un instante los ojos. Delicioso. Pues claro. Cuesta dos libras. Evelyn asiente y el camarero les llena las copas y se va.

Evelyn bebe un buen sorbo. El vino baja fácil. Fuera, la lluvia rebota en las aceras y los tejados de los coches aparcados, golpea los geranios empapados de las macetas que flanquean la puerta. Evelyn se recuesta en la silla. Está contenta de ver al guapo de su hermano. Contenta de beberse un vino de dos libras la botella. Sería capaz de quedarse allí, arrebujada en la calidez de la despreocupación de Ed, y vaciar la botella. De no regresar a la oficina deprimente, con el deprimente de Robin y el resto de hombres deprimentes.

–¿Y bien? –Ed la mira con curiosidad–. ¿A qué viene este almuerzo? ¿Alguna falsa excusa?

–¿Excusa? –Se sonroja–. En absoluto. Es solo… –Deja la copa–. Ya no quedamos nunca.

Ed levanta la copa hacia su hermana.

–Pues la ocasión merece un brindis.

Brindan.

–De hecho, quería preguntarte algo –dice Ed.

–¿El qué?

–¿Vienes el jueves?

–¿Adónde?

–¿La invitación de Anthony?

Evelyn debe de parecer desconcertada, porque su hermano menea la cabeza, sonriendo.

–El piso de Whitehall. Para la ceremonia. El Soldado Desconocido. ¿Lees alguna vez la prensa?

–Ah. –Arruga la nariz–. La verdad, no me he acordado más.

–Se me ha ocurrido que podíamos ir juntos. –Se inclina hacia delante–. Para compensar el domingo. Por dejarte plantada en Paddington. Negligencia en el cumplimiento del deber y eso.

–No sé, Ed. –No sabe por qué, la propuesta le incomoda–. ¿No te parece un poco…?

–¿Qué?

–No sé. ¿Hipócrita? Como si fuera a cambiar algo. Conseguir que la gente olvide.

–No creo que sea para que olvidemos, Eves. Si algo es, es una conmemoración, ¿no?

Ella se encoge de hombros.

–Quizá.

–Bueno, piénsatelo. Podríamos pasar un día especial. Ir luego a alguna parte. A mí me encantaría ir contigo, si te apetece.

A su pesar, se siente complacida.

–De acuerdo. Podría estar bien.

Llega la carne. Filetes delgados, con pimienta, cocinados con crema de leche y humeantes, con patatas con mantequilla de acompañamiento. Evelyn pincha con el tenedor, alza la vista y ve que su hermano no está comiendo.

–¿No tienes hambre?

Él se encoge de hombros.

–Podría picar un poco. –Abre la pitillera–. ¿Te molesto?

–En absoluto.

Ed fuma y Evelyn come, en un silencio cordial.

–Entonces –dice él, cuando su hermana casi ha terminado–, ¿me cuentas de qué va esto?

Evelyn se come un último bocado de carne y crema y luego deja el tenedor en el plato.

–Ayer vino un hombre al despacho.

–¿Sí?

–Creo que te estaba buscando.

–¿A mí?

–Sí, creo que sí. –Coge un trozo de pan de la cesta y lo parte encima del plato–. Se llama Rowan Hind.

La mano de su hermano se ha detenido, prácticamente paralizada, y el humo del cigarrillo se pierde por el aire. Evelyn oye el tintineo de los vasos a su lado, los tenedores de los comensales de la izquierda.

–¿Rowan Hind?

–Sí.

Se lleva un trozo de pan con mantequilla a la boca, mastica, traga.

Ed da un sorbo al vino. Se le dibuja un pequeño surco en el entrecejo.

–¿Qué aspecto tenía?

–Es un nombre bastante raro.

–Sí. –Ed asiente–. Estoy seguro de que lo recordaría. A ver, refréscame la memoria. ¿Algún rasgo distintivo?

Evelyn se apoya en el respaldo.

–En realidad no. –Coge un cigarrillo. Bien pensado, su rasgo más distintivo era ser de lo más corriente–. Era menudo. Con pinta de pasar hambre. Había sido soldado raso. Lo repatriaron en el 17.

–¿Qué le pasó?

–Tiene un brazo inutilizado. –Se enciende el cigarrillo–. Aunque lo conservaba, en cabestrillo. Y también diría que por los nervios.

Ed asiente.

–Bueno. ¿Y por qué acudió a ti?

–Para encontrarte.

Ed parece sorprendido.

–Es ridículo. ¿Cómo iba a saber quién eres?

–No lo sabía. No tenía ni idea de que soy tu hermana. Ha sido casualidad.

–¿Y le dijiste quién eres? –Ed se acerca un poco más.

–Pues claro que no. No habría sido ético.

Mira a su hermano a la cara, a la vena que le late en la sien, a la piel que se tensa sobre el cráneo.

–Pero le di la dirección del Registro. Si se apiadan de él tal vez le digan dónde vives.

–No es probable.

–¿Por qué?

Ed se recuesta en la silla, da un buen sorbo al vino, mira el bistec; la mantequilla de la salsa se ha cuajado y ha formado una piel.

–Disculpa un momento.

Se le cae la servilleta del regazo al suelo al levantarse. Evelyn se agacha a recogerla y la deja en su sitio.

–¿Han terminado? –El camarero está a su lado.

–Sí, gracias.

–¿Les apetecería algo de postre?

–No, gracias. La cuenta, por favor.

Evelyn tamborilea con los dedos en el mantel, apura la copa de vino. Todavía queda casi toda la botella. Se sirve otra copa bien llena. A su espalda se escucha la cadena del retrete y una puerta que se cierra y Ed vuelve a aparecer, justo a su izquierda, detrás de la silla.

–Tendría que ir tirando.

–He pedido la cuenta –dice Evelyn, girándose, en tono conciliatorio–. Espera conmigo.

Ed se sienta. No para de mover la pierna debajo de la mesa, haciendo temblar y repicar los platos como si pasara el metro.

–¿Ed? ¿Estás bien?

–Sí. –No puede mirarla a los ojos.

–Es que me parece raro, ¿no? –Evelyn se inclina hacia delante–. ¿Para qué iba a buscarte un soldado? ¿Después de tanto tiempo?

–¿Y yo qué sé? –espeta él–. Venga, Eves. Ya sabes cómo es la gente. Se les meten ideas fijas en la cabeza. No pueden pasar página. Tú, por fuerza, tienes que saberlo.

Eso duele.

–¿Qué insinúas?

Él abre las manos.

–Lo que tú quieras.

–No. Dime. ¿Qué? ¿Qué has querido decir?

Él se le acerca.

–Mira, Eves. No te lo tomes a mal, pero deberías airearte un poco más. Así no le darías tantas vueltas a todo.

Evelyn siente la acidez ya conocida de la ira recorriéndole el cuerpo, fastidiando la tarde, agriándole el bistec, el vino y la crema.

–¿Hago eso? ¿Amargarme? Perdóname, no me había dado cuenta.

Ed bebe otro sorbo de vino y luego, con expresión tensa, impaciente, busca al camarero con la mirada. De repente se parece a su padre. Evelyn lo ve de pronto transcurridos quince años: la misma seguridad, la misma complacencia, la mandíbula igual de firme.

–¿Qué estará haciendo ese hombre, por Dios?

–Ed…

–¿Qué? –Le lanza una mirada rauda.

–¿No te suena de nada ningún Rowan Hind?

–Yo no he dicho eso. Ya te lo he dicho. El nombre. Nada más. ¿Sabes cuántos hombres tenía a mis órdenes?

No lo sabe.

–¿Un centenar?

Ed pone expresión de desdén.

–Doscientos cincuenta. Más o menos. ¿Crees que me acuerdo de todos los soldados que perdieron la chaveta?

–No he dicho que esté loco.

Evelyn nota que algo, algo gélido, se interpone entre ellos.

Su hermano hace una pausa, luego añade:

–Eves –dice en voz muy baja–, ¿qué esperabas conseguir exactamente viniendo aquí?

–Yo…

Cierra la boca. Sinceramente, no lo sabe: algún tipo de información, pero ¿cuál?

–Déjalo.

–¿Cómo?

–Que lo olvides. Te estás metiendo donde no te llaman.

–¿Perdón?

–Sí, Eves. Ese trabajo tuyo. Es deprimente. Por amor de Dios, no te sienta nada bien. Y tampoco puede decirse que necesites trabajar.

–No. Bueno. No todos queremos dormir hasta mediodía. A ver, que no me acuerdo, aparte de pedir buenos vinos, ¿qué es lo que haces?

Ed vuelve a agitar la pierna. Apoya las manos en la mesa, como si quisiera detenerla, pero no funciona.

–Fingiré que no has dicho nada. ¿Te parece?

El aire que los separa está seco como la yesca, bastaría una chispa para prenderle fuego.

Evelyn se gira y se topa con el camarero, que lleva la cuenta en un plato pequeño. Hace ademán de abrir el bolso, pero Ed ya se ha levantado. Su hermano tira dos billetes y se inclina por encima de la mesa, rozándole levemente la mejilla con los labios.

–Hasta pronto, Eves. Espero que la próxima vez te encuentres mejor.

Cruza la puerta de la calle antes siquiera de que Evelyn se haya puesto de pie.

 

* * *

 

La tienda es pequeña e íntima, está escondida en un callejón al final de Shepherd’s Bush. Huele a espuma de afeitar y cuero y hombres. Costó un poco, pero al final Hettie se lo sacó a Di.

«Por fuera no parece gran cosa. No dirías nunca que está allí. Parece una barbería. Que es lo que es. No hagas caso de los hombres: se te quedarán mirando, pero tú pasa. Pregunta por Giovanni. Di que te envío yo. Es el mejor.»

Al final fue una decisión fácil.

Ni fácil, ya estaba tomada.

Y ahora está aquí, sentada en el sillón de cuero cuarteado, en mitad de una barbería atestada, con lo que parece un mantel blanco cogido al vestido y un viejo italiano blandiendo unas tijeras por su nuca.

–¿Cuánto? –repite el hombre. Con marcado acento italiano.

Hettie ve a los hombres que la observan desde el otro lado del escaparate. Pero no le importa. No le importa.

–Todo –responde.

El barbero la rodea, completa un semicírculo levantando largos mechones y soltándolos de nuevo.

–Todo –repite para sí mientras la rodea, después se para–. Tiene una melena preciosa –dice, mirándola a los ojos–. Pero le queda mal. Parece un caballo.

–Lo sé –admite Hettie–. Por eso quiero cortármela.

–Un caballo no –se corrige–. Un poni.

Levanta un puñado de pelo y las tijeras. Las hojas destellan al sol de la tarde.

–Será un placer –dice el barbero.

¡Chas!

El hombre tiene el primer puñado en la mano. Un trofeo. Ha cortado la cola de caballo. Hettie se horroriza. Por un momento, cree que sangrará.

¡Chas!

Hettie ve a su madre.

¡Chas!

¡Tu padre! Tu padre adoraba tu melena.

¡Chas!

Ve a su padre, las arrugas de su cara. Cómo se dulcificaban cuando sonreía.

¡Chas!

Perdona, papá.

¡Chas!

Siento que hayas muerto.

¡Chas!

Flapper, más que flapper.

¡Chas!

¡Chas!

Estoy pensando en reventarte la tapadera.

¡Chas!

¡Chas!

¡Chas!

¿Te gusta volar cosas?

¡Chas!

Se acerca el futuro.

¡Chas!

Cada vez más.

¡Chas!

¡Ya

¡Chas!

casi

¡Chas!

está

¡Chas!

aquí!

El golpe de aire. El cuello a la vista.

El hombre da un paso atrás.

–Pre-cio-so –dice el barbero.

–Impresionante –susurra Hettie, mirándolo a los ojos en el espejo.

 

* * *

 

«Espero que la próxima vez te encuentres mejor.»

La frase no para de darle vueltas en la cabeza. ¿Cómo se ha atrevido? Como si a ella le pasara algo, como si estuviera enferma, y por eso ha tenido el valor de cuestionarle, a él y a todos. Como si toda la maldita guerra no fuera más que un gran club de caballeros.

Sigue lloviendo y la acera es un peligro, atestada de peatones y paraguas. Evelyn choca con un hombre que avanza despacio delante de ella y trastabilla, tropieza con el talón del hombre. Tiene que agarrarse de una barandilla para no caerse.

–Mire por donde va, señorita.

Es anciano pero camina erguido, con porte de militar, y su voz rotunda resuena incluso en una tarde lluviosa.

Evelyn se queda de pie balanceándose, con la vista clavada en el viejo. Hay demasiados hombres así: están por todas partes y está harta de ellos y de su dignidad teatral; son los viejos quienes han heredado la tierra.

–Váyase a paseo –le espeta.

El hombre abre la boca dispuesto a replicarle, pero vuelve a cerrarla. Da media vuelta sin perder la compostura y se aleja muy erguido. De inmediato Evelyn se avergüenza. Se aferra a los remates de la barandilla. El mundo a su alrededor es una neblina. Ahora que se ha parado comienza a darse cuenta de que le falta el equilibrio. ¿Cuánto vino ha bebido? Casi ha vaciado la botella ella sola. Está borracha. Tendrá que despejarse antes de volver al trabajo. Sacude el reloj de muñeca y lo mira fijamente. Llega tarde, pero no puede presentarse así. Su casa no queda lejos, puede acortar si gira a la derecha. Es tentador, y es preferible llegar tarde a borracha. Se aleja de la barandilla y se desvía por un callejón apretando el paso, casi corriendo, esquivando charcos y levantando el paraguas.

El piso la recibe con la sensación de sorpresa vacía de una tarde entre semana. El ambiente está algo cargado. En el fregadero se apilan los platos sucios de todo un día. Las cortinas del dormitorio están corridas. No recuerda la última vez que las abrió. Las abre, y capta un movimiento en el piso de enfrente. Hay alguien en la penumbra; pero no alcanza a ver bien. Se queda un rato más junto a la ventana, mirando, pero la lluvia lo emborrona todo.

Da media vuelta y se estremece. A la luz del día su cuarto es espantoso. Un agujero. ¿Por qué no ha venido la mujer de la limpieza? Entonces lo recuerda. Está fuera, ha ido a visitar a su madre; a Dorset, Devon o algo parecido. Doreen se lo explicó en una nota la semana pasada. Se quita el abrigo mojado y lo deja en la cama, luego va al baño y deja correr agua fría por el lavamanos. Levanta la cara y se mira en el espejo.

Su hermano mentía.

Mentiroso, Edward Montfort. Mentiroso.

Se echa agua helada a la cara y ahoga un grito.

Ed sabe perfectamente quién es Rowan Hind; Evelyn se lo ha visto en la cara.

Entonces ¿qué tiene que esconder?

Vuelve a mojarse la cara una y otra vez hasta empaparse la pechera de la camisola. Se la quita. Luego se cepilla los dientes a conciencia, se seca con una toalla y regresa al dormitorio.

En el piso de enfrente las sombras se mueven. Evelyn da un salto. Se había olvidado de que ha abierto las cortinas. Va desnuda de cintura para arriba. La lluvia ha remitido un poco y se ve mejor. Las sombras se espesan, luego se dispersan y distingue a un hombre, un hombre en silla de ruedas, que la mira fijamente desde el otro lado de la calle.

Mientras ella permanece allí de pie, observándole, él se acerca con la silla al cristal. Ella ve la línea pálida de su piel, los ojos de párpados caídos y las sombras bajo ellos. Es más joven que ella; desde donde ella se encuentra, no parece tener más de veinte años. Tiene un rostro hermoso, y la está mirando muy fijo, directamente a los ojos.

Evelyn nota que se le contrae la piel de alrededor de los pezones.

El tabaco está en la esquina de la cama. Desde donde está Evelyn, ve la pitillera y el mechero. Con cuidado, sin volverse, sin quitarle los ojos de encima al chico, se inclina a por el tabaco.

Se enciende un pitillo, inspira y suelta el humo, deja caer el mechero. Aterriza en la cama a su lado con un golpecito amortiguado. El chico se desabrocha los pantalones. Ella observa cómo mete la mano dentro. Nota el contacto del aire por toda la piel; se oye respirar, bajo. Da otra calada. La mano del chico empieza a subir y bajar lentamente. La mira a la cara. Evelyn separa un poco las piernas, siente la fricción de las bragas con la piel: se le acelera el pulso. Da otra calada al cigarrillo. Los dos se sostienen la mirada mientras el chico se mueve cada vez más rápido. A Evelyn se le corta la respiración. Cuando ve al chico relajarse, deja escapar un suspiro.

El chico ha agachado la cabeza. Permanece así bastante rato y luego, sin alzar la vista, se aparta de la luz.

Evelyn se cubre el pecho con un brazo y cierra las cortinas, sumiendo el cuarto en una oscuridad repentina. Se sienta al borde de la cama y apoya la cabeza entre las manos. Por un momento, cree que va a romper a llorar.

Pero no. Se levanta. Se centra, coge otra camisola del armario y se pone encima otro jersey.

 

 

Llega con más de hora y media de retraso al despacho. Milagrosamente la cola no es demasiado larga, solo esperan diez o quince hombres.

Robin no la ve sentarse. Pero Evelyn sabe el momento exacto en que, a los pocos segundos, por fin se percata de su presencia. Lo nota moverse, nota un rumor en el aire. Es raro, pero Evelyn no levanta la cabeza para no toparse con la mirada de Robin.

 

* * *

 

–¡Ada! –Ivy está en el umbral. Con las mejillas sonrosadas y una fina capa de sudor que hace que le brille la piel–. Qué sorpresa tan agradable. Acabo de hervir agua. Prepararé un té.

Ada toca el sobre que lleva en el bolsillo y luego sigue a Ivy por el pasillo a oscuras hacia la cocina, donde algo pringoso cuece a fuego lento. Las ventanas están empañadas y la mesa cubierta de ramas, el olor a madera recién cortada se mezcla con el vapor dulzón.

–Qué bien huele.

–Escaramujos. –Ivy levanta un cuenco de escaramujos pelados–. Ya me conoces. Siempre preparo un poco de jarabe para los resfriados invernales. Ya te llevaré un poco cuando lo termine.

–Muchas gracias.

–Siéntate mientras preparo el té, ¿vale?

Ada se sienta a la mesa mientras observa a Ivy trajinar por la cocina, levantar la tapa de la tetera, mirar dentro, remover el líquido, echar unas cuantas hojas más y luego verter el agua humeante. Ivy está más gorda que antes, ahora se mueve mucho más despacio. Se conocen desde hace años: Ivy, que le lleva unos tres años, ya vivía aquí cuando Ada se mudó; por entonces Ivy tenía dos niñas. Se quedaron embarazadas de los chicos a la vez, Ada de Michael y Ivy de Joseph, su tercer hijo. Ivy era una mujer encantadora, siempre echaba la cabeza hacia atrás para reírse de cualquier cosa. Perdió a su hijo el verano de 1916. Después estuvo mucho tiempo sin reír.

Ivy acerca la tetera y dispone las tazas y los platos y sirve el té.

–Hacía siglos que no te veía. –Sonríe, y Ada, como siempre, se sorprende. Ivy se cambió la dentadura justo al acabar la guerra; sus hijas ahorraron y se la compraron; se arrancó la suya y se puso dientes nuevos, arriba y abajo. Le quedan raros, como si los hubieran fabricado para otra persona. Y tampoco le encajan del todo bien, tabletean y silban cuando habla–. Jack va tirando, ¿no? ¿El huerto sigue dando bastante?

–Todavía da algo.

–Qué bien. –Ivy se sienta–. Me alegro de que hayas venido, hace tiempo que quería preguntarte algo.

–¿Qué?

–Si vas a ir a la ciudad, para el funeral. Lo del Soldado Desconocido. Ya sabes.

De momento Jack y Ada han eludido la cuestión. Ada sabe sin necesidad de preguntarlo que su marido no querrá ir.

–He leído en el diario –continúa Ivy– que vallarán las calles. Se esperan miles de asistentes.

–¿Cabrá todo el mundo?

–Bueno, es la idea, ¿no? Que vaya todo el mundo, que vayamos todos a presentar nuestros respetos.

–Supongo.

–Pensaba ir con mis hijas, pero ninguna quiere ir. –Ivy se entristece un momento, aunque enseguida se anima–. Pero después se me ocurrió que podríamos ir las dos dando un paseo… Si te apetece.

–Pues… No sé. ¿Me lo puedo pensar?

–Claro. Hay tiempo.

Ada se toca la carta del bolsillo, deja la taza.

–¿Puedo preguntarte una cosa, Ivy?

–¿Qué cosa?

–Es sobre Joe.

–¿Qué pasa con Joe?

–Recibiste una carta, ¿verdad? Donde explicaba lo ocurrido. Después de su muerte.

–Sí.

–¿Y luego otra? Donde decía dónde está enterrado.

Ivy asiente.

–¿Me las enseñas?

Por un momento Ada teme haber hablado de más. Pero enseguida:

–Claro –dice Ivy–. Si quieres… Voy a buscarla.

Va al salón y Ada la oye rebuscar.

En el jardín a oscuras, tras la ventana, una brisa repentina levanta un puñado de hojas por el aire. «El Soldado Desconocido.» Suena grandilocuente. Ada entiende el sentido del funeral –representa a todos los caídos cuyos cadáveres no volvieron a casa– pero ¿por qué no le han llamado simplemente soldado? Como al resto.

–Léelas tú. –Ivy ha vuelto, está en la puerta–. Lo siento. Yo soy incapaz. –Deja dos sobres marrones en la mesa delante de Ada–. De todos modos tengo que limpiar esto.

Coge una brazada de ramas y se las lleva a la encimera, donde comienza a partirlas por la mitad.

Ada saca la primera carta del sobre.

 

Señora:

Se me ha encargado comunicarle que hemos recibido un informe según el cual el difunto soldado Joseph White está enterrado a unos dos kilómetros al noroeste de Gueudecourt, al sudoeste de Bapaume.

La tumba consta en este registro y está identificada por una cruz de madera duradera inscrita con todos sus datos.

Su humilde servidor,

Capitán,

Oficial Ayudante del General de Brigada,

Director, Registro Militar, Oficina de Fallecidos

 

La otra carta es más larga, está mecanoescrita en caracteres más gruesos. Lleva un sello con fecha del 20 de marzo de 1920. Ada mira la página bizqueando. Le cuesta leer con tan poca luz.

 

Señora:

Con el debido permiso, le informo de que en cumplimiento del acuerdo alcanzado con los gobiernos francés y belga para retirar todas las tumbas dispersas y los pequeños cementerios situados en lugares poco apropiados para su permanencia, nos hemos visto en la necesidad de exhumar cadáveres enterrados en ciertas zonas. Los restos del soldado raso White han sido trasladados al cementerio de Grass Lane, en Gueudecourt, al sur de Bapaume.

Debo añadir cuánto lamentamos la necesidad de esta reubicación, del todo inevitable por las razones anteriormente expuestas. Tenga usted la seguridad que de esta se ha llevado a cabo con mimo y respeto, y que se han realizado los servicios religiosos pertinentes.

Su humilde servidor,

Comandante D. A. A. G.

Asistente del General de División

D. G. G. R. & E.

 

–No será por falta de grandes palabras –dice Ada, volviendo a doblar la carta.

Ivy retira el cazo del fuego meneando la cabeza.

–Son los cuentos de siempre. Lo hacen por ellos. Se limitan a juntarlos a todos para que les sea más fácil contarlos. No me gusta pensar en ello. ¿Por qué no le dejaron en paz y ya está? Y el trocito del final, lo de los servicios religiosos. Jamás me preguntaron su religión. Podría haber sido un hindú ferviente, que ellos no lo sabrían. Aunque era ateo, ¿sabes? Como su padre.

–¿Ni siquiera te preguntaron?

Ivy sorbe entre los dientes.

–No. ¿Y ves ese otro papel?

Acerca una vela a la mesa. Hay otro papelito pegado al dorso que contiene la siguiente información:

 

Nombre: Joseph White

Regimiento: 10.º Londres

Situación de la tumba: Cementerio A. I. F., (Grass Lane) Gueudecourt, Parcela 7, Fila D, Tumba 4.

Estación más próxima: Bapaume

Población más próxima:

Oficina de información más próxima: Albert

 

–Lo conozco. –Ada señala, emocionada porque reconoce el lugar–. También salía en la postal que mandó Michael. Albert. Es donde está la iglesia con la mujer y el niño.

–Exacto. Yo también la he visto en fotos.

–Ten. –Se saca la carta del bolsillo–. ¿Te importaría echarle un vistazo?

Ivy mira el sobre.

–Perdona, Ada. Pero no sé si soy capaz.

–Por favor.

Ivy cede. Saca la carta del sobre marrón, la lee rápido, luego asiente y la aparta.

–A mí me mandaron una igual. Al principio. Es lo que suelen enviar, ¿no?

–Ya lo sé. Pero no recibí nada más. Nada sobre cómo murió. Nada sobre dónde lo enterraron. Nada de esto. –Gesticula hacia las cartas de la mesa.

Ivy se sorprende.

–Pero ¿por qué no dijiste nada en su momento?

–Estaba convencida de que volvería. De que había sido un error.

–¿No intestaste escribir a alguien?

–Jack escribió a la compañía. Respondieron que debíamos preguntar al Ministerio de la Guerra. De modo que les escribió. Y no respondieron.

Ivy se sorbe la humedad entre los dientes.

–Por Dios, me hierve la sangre. Han muerto tantos chicos y les da completamente igual. Ten, mira esto. –Se dirige a un cajón y regresa con un recorte de diario plegado que deja sobre la mesa–. ¿Has visto esto? Ahora organizan viajes para que visites las tumbas.

–Lo sé.

–Entonces sabrás lo que cobran.

Sobrevuela con el dedo un anuncio en un recuadro en la parte inferior de la página.

 

Viaje completo. Tumbas y campos de batalla. Guiados por un veterano compasivo. 6 libras (comida y transporte incluidos).

 

Ivy niega con la cabeza.

–Me preguntaron si quería alguna inscripción en la lápida. Costaba seis peniques cada letra. Cualquiera pensaría que lo pagarían ellos, ¿no? Al menos la inscripción. Luego me senté con Bill a calcular cuánto tardaríamos en ahorrar para todo. Ir los dos nos costaba doce libras. ¿Cuánto tardaríamos? Tengo quince chelines a la semana para llevar la casa. Si ahorro dos chelines semanales, tardaré más de cuatro años. Eso no lo pensaron cuando decidieron no traerlos a casa, ¿verdad? –Tiembla de rabia–. Está muy bien para quien pueda permitírselo. Como todo lo demás.

Llega un ligero olor acre del fogón.

–Espera, tengo que echar un vistazo.

Se dirige a los fogones. Fuera, el viento arrecia, hace vibrar las ventanas. Ada entrecruza los dedos sobre el regazo.

–¿Ada? –Ivy parece más calmada–. ¿Te acuerdas de mi prima May? ¿La que vive cerca de Islington? ¿La que perdió a sus dos hijos? La conociste el verano pasado, en la boda de Ellie.

Ada mira hacia Ivy, que remueve despacio el contenido del cazo.

–Sí. La recuerdo.

May era una mujer pequeña como un pajarillo que rezumaba tristeza por todo su ser.

–Bueno, pues el otro día recibió una carta sobre sus hijos.

–¿Sí?

–Diciendo que saldrían en un monumento. Un gran monumento que harán en Francia para que la gente vaya a presentar sus respetos, con los nombres de sus chicos junto con todos los demás. Estará en uno de esos sitios con nombre raro. Creo que empezaba por T.

Ada asiente. En realidad no consigue imaginarlo. Qué aspecto tendrá el monumento. En qué ayudará.

–Ya sabes que no encontraron los restos de sus hijos. –Ivy habla en voz baja–. Nada.

Se produce un silencio.

–¿A ti no te han mandado ninguna carta así, Ada?

–No.

–Pues ya te llegará.

–Puede. –Ada deja la taza. Coge su carta y la hace girar entre las manos–. ¿Ivy?

–Dime.

–¿Y la mujer aquella?

–¿Qué mujer?

–La que decía que hablaba con los muertos.

Ivy vuelve a tapar el cazo, se gira, se seca las manos en el delantal.

–¿Qué pasa con ella?

–¿Tú crees que era verdad? ¿Funcionó?

Ivy se cruza de brazos.

–¿A qué viene todo esto, Ada? ¿Qué lo ha provocado? ¿Qué andas buscando a estas alturas?

Ada se frota un nudillo por el lado con el pulgar.

–El otro día vino un chico a casa –dice, a toda velocidad–. Vendía baratijas. No sé por qué, pero lo dejé entrar. –Se le pasa una idea por la cabeza y levanta la vista–. ¿Aquí vino alguien? ¿El domingo por la mañana? ¿Llamaron a la puerta? Vendía trapos y cosas de esas.

Ivy piensa, luego niega con la cabeza.

–No, y estuve todo el día en casa.

–Entró en la cocina. Yo no quería comprar nada, pero el chico tenía frío, así que le dejé que se fumara un cigarrillo. Y entonces… entonces dijo «Michael». –Levanta la vista–. Y ya sé que es de locos, pero cuando dijo su nombre fue como si lo estuviera viendo. Como si estuviera en la habitación.

Ivy se sienta en una silla al lado de Ada.

–¿Qué quieres decir? ¿Como un fantasma?

–Supongo… Sí.

–Pero, Ada –dice Ivy con delicadeza–, los fantasmas no existen.

–Ya lo sé. Pero luego, ayer… Le vi en la calle.

–¿A quién?

–A Michael. Y le seguí hasta casa, pero cuando llegué… había desaparecido.

–Ay, Ada, querida.

Ivy alarga una mano, durante un breve instante permanecen sentadas cogidas de la mano, hasta que Ada se suelta. No ha terminado. Todavía no.

–Ayer saqué todas sus cartas. Hacía dos años que no las miraba. Y no paro de pensar: ¿por qué? ¿Por qué nadie nos ha contado lo que pasó? ¿Y por qué vino a verme ese chico tan raro? Aquí no vino, ¿no? Seguro que no estaba vendiendo trapos sin más.

–Nunca se sabe.

–No. –Ada niega con la cabeza, con convicción–. Vino a verme a mí. Lo sé. Sé que sabía algo de Michael. Y luego pensé que ya no volverá más. Y yo nunca sabré nada. O sea que no paro de pensar en la mujer que consultaste. Y no consigo quitármela de la cabeza. ¿Dónde estaba? La mujer. ¿Dónde vivía?

Ivy se cierra en banda. Se levanta y niega con la cabeza.

–No me gusta hablar de eso. Los muertos, muertos están, es mejor dejarlos tranquilos.

Llaman a la ventana. Las dos mujeres se quedan petrificadas. Fuera se dibuja una silueta, una sombra jorobada, pero con la vela tan cerca no se ve qué o quién es. Ivy se levanta y va a la ventana.

–Es Ellie –dice, y Ada capta el alivio en su voz al abrir la puerta.

Se cuela una ráfaga de aire frío cuando Ellie, la hija de Ivy, una chica lista y limpia, entra en la habitación con su bebé cargado en la cadera.

–¿Estás bien, mamá? –Ellie se asoma a la penumbra–. ¿Ada? ¡Hola! ¿Estás bien? Vengo de casa de Sal. Y se me ha ocurrido pasar a ver cómo estás.

–Estamos tomándonos un té.

–Falta un poco de luz.

–Tendría que ir tirando. –Ada se pone en pie.

–No te vayas por mí. –Ellie mira a una y después a la otra.

Ada esboza una sonrisa.

–De todos modos tengo que preparar la cena. Jack llegará enseguida.

Ellie asiente, pierde interés, y se acerca al fogón a enseñarle al bebé cómo hierve el jarabe del cazo.

–¿Y esto qué es, Johnny? ¿Qué es esto?

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