Despertar

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–Ivy –dice Ada–. Dame su dirección. Por favor.

–Ada. –La voz de Ivy suena grave, a advertencia–. Ya te lo he dicho. Fue hace cuatro años. En cuatro años pueden pasar muchas cosas.

–Eso ya lo sé. Solo…

Ivy se aparta de ella. Se acerca a su hija y su nieto, junto a la cocina.

–Ada ya se va –le dice al niño–. Dile adiós.

Ellie levanta la vista.

–Dice la abuelita que le digas adiós a Ada.

Levanta la manita del niño, que se deja hacer, con la boca muy abierta y las mejillas coloradas por el calor de la cocina, mientras su madre le mueve el brazo arriba y abajo.

 

* * *

 

Dos trabajadores británicos de pompas fúnebres recorren los pasillos serpenteantes de techo abovedado del château, sus pasos resuenan en los suelos de losas de piedra.

Se llaman señor Sowerbutts y señor Noades. Llegaron ayer a Francia, en el barco de la noche. En el bolsillo del traje, el señor Sowerbutts lleva una carta de presentación de sir Lionel Earle, secretario permanente del Ministerio de Obras de Su Majestad. Les siguen seis soldados británicos cargados con el pesado ataúd vacío que los funerarios han traído desde Londres. El ataúd se ha tallado de un roble de Hampton Court Palace. Los señores Sowerbutts y Noades supervisaron en persona la construcción. Se tardaron dos semanas, durante las cuales se cepilló, lijó y abrillantó el roble siguiendo las indicaciones exactas de los trabajadores de pompas fúnebres, durante las cuales se reforzó la madera con vigas de hierro, durante las cuales se remachó el metal con anillas. Durante las cuales se injertó en la tapa una espada de cruzado donada por el rey y se grabó en letras góticas la siguiente inscripción:

 

Un guerrero británico caído

en la Gran Guerra 1914-1918

por su rey y su país

 

El señor Sowerbutts y el señor Noades se detienen en el umbral de la capilla. Miran asombrados el suelo, cubierto de flores y hojas enroscadas. Los colores son extraordinarios. La escena desprende un aire vagamente inquietante, casi pagano.

Los guardias franceses saludan, sus botas repican como una descarga de fusilería al marcharse.

El señor Noades indica a los soldados británicos detrás de él que depositen el ataúd de roble. El señor Sowerbutts coge la bolsa que ha traído consigo desde Inglaterra. Se sitúa al lado del sencillo ataúd de madera. A los dos les dijeron que pidieran cualquier cosa que necesitaran para el trabajo, pero son unos perfeccionistas. Se consideran los mejores, y con razón; prefieren trabajar con sus herramientas.

No les han dicho de dónde procede el cadáver, cuánto tiempo ha pasado bajo tierra. Solo saben que proviene de los campos del norte de Francia. Sienten curiosidad. Saben que allí los campos son de tierra densa, arcillosa. Pero ¿cuál era el contenido de arcilla? ¿Cuál la humedad del suelo?

El señor Noades se une a su colega junto al ataúd.

–¿Listo?

Asiente. Dejan una pausa y luego levantan la tapa entre los dos.

Un olor mohoso a cerrado se escapa de la caja. Nada particularmente desagradable. Hace mucho que acabó la putrefacción y la descomposición. El cuerpo todavía está dentro del saco de arpillera donde lo metieron hace dos días. El señor Noades saca las tijeras de esquilar y corta la tela de abajo arriba. Ambos hombres se inclinan hacia delante, aguantan la respiración.

Dentro hay un esqueleto pequeño, encorvado. Algunos restos de piel pegados a los huesos del cráneo. Queda un trozo junto a la mejilla derecha. Parece pergamino. Otro cubre la barbilla, y hay otro resto minúsculo en el cuero cabelludo. Jirones embarrados de color caqui siguen adheridos a los huesos; la guerrera se mantiene prácticamente intacta, aunque los pantalones han desaparecido casi por completo, salvo la zona de la bragueta, alrededor de la cual estaba encorvado el esqueleto enterrado.

Cinco años, calcula el señor Sowerbutts.

Cuatro y medio, calcula el señor Noades. Dependiendo, por supuesto, de la humedad del suelo.

Otoño de 1915, calcula el señor Sowerbutts.

Primavera de 1916, calcula el señor Noades.

Con delicadeza, levantan los restos del saco y los trasladan al ataúd de roble. Poco pueden hacer que respete los preparativos acostumbrados. Se limitan a colocar los huesos con mimo, de modo que el esqueleto yazga de espaldas, con los brazos a los costados.

Llevan a cabo la tarea en silencio.

Ambos saben que muy pronto el país entero estará mirando ese ataúd. El poder del ataúd dependerá de cada una de las personas que al mirarlo imagine que su contenido le pertenece.

Resulta curioso saber, aunque sea de manera aproximada, el momento en que este hombre falleció.

Y aunque se los ha comido la curiosidad durante todo el viaje, en cierto modo, decidir un año, precisar una fecha, tiene algo de irrespetuoso.

No obstante, mientras trabajan, cada uno va descartando a los conocidos que combatieron: uno que era más alto o uno que falleció más avanzada la guerra.

Cuando el cadáver está listo, lo sellan con una tapa pesada.

Sin necesidad de mediar palabra los dos saben que nunca hablarán de esto. En presencia del cadáver, jamás, con nadie. Da igual quién pregunte.

 

* * *

 

Evelyn no levanta la vista de la mesa hasta que ha atendido al último hombre. Luego se apoya en el respaldo de la silla y se despereza. Las cinco.

Robin está de pie junto a su mesa, cerrando la bolsa de espaldas a Evelyn.

–¿Cierro yo? –pregunta en voz baja, sin girarse.

–Si quieres… Tengo que atender un asunto.

Evelyn saca el llavero de su bolso y lo deja al borde de la mesa. No mira cuando Robin cruza la habitación, pero ve su mano recogiendo las llaves, el vello que remata los dedos. Mientras Robin le da la espalda, Evelyn rebusca entre los papeles de la mesa. No encuentra lo que busca; debieron de archivarlo el día anterior.

–Bueno, pues adiós. –Robin está de pie a su lado.

–Espera. –Evelyn levanta la vista–. Robin, siento muchísimo haberte dejado tirado esta tarde.

–No pasa nada.

–No, sí que pasa. Ha sido el almuerzo. Se ha alargado.

–¿Con tu hermano?

–Sí.

Los ojos de Robin se posan en el jersey. Evelyn recuerda entonces que se lo ha cambiado, que va vestida diferente, y le sube el color a las mejillas. No hay forma de arreglarlo. Si lo intenta, cavará un hoyo más hondo.

–Ten. –Él le tiende las llaves en la palma de la mano–. Para ti.

Evelyn las deja en la mesa.

–Robin, espera. –Por alguna razón no quiere quedarse sola en la oficina, ni siquiera un par de minutos–. ¿Te importaría esperarme fuera, por favor?

–Si quieres… –Parece sorprendido.

–No tardo, te lo prometo. –Se dirige a los archivadores de la pared, los repasa hasta que encuentra la letra H y revuelve en el cajón hasta dar con lo que buscaba: una pequeña cartulina azul con el nombre de Rowan Hind. Copia la dirección en su agenda, «Grafton n.º 11, Poplar», y levanta la vista. La silueta de Robin se dibuja contra la ventana, con las manos en los bolsillos, mirando a la calle. Llueve, el cielo está gris y bajo. Es casi de noche. Evelyn siente la misma amenaza del pánico que hace un momento; lo más probable es que Doreen haya salido otra vez y que no haya nadie cuando llegue a casa–. Ya estoy –anuncia al cabo de un momento.

Robin sigue de espaldas, mirando por la ventana.

–Qué asco de lluvia.

–Sí, tiene mala pinta.

–No sé si estoy de humor para enfrentarme a la lluvia. –Evelyn suelta una risita–. Quizá antes me prepare un té.

–Bueno. –Robin asiente–. Pues entonces, hasta mañana.

Hace ademán de marcharse.

–¿No te lo tomarías conmigo?

Robin se para en seco junto a la mesa de Evelyn.

–¿Un té?

–Sí.

–Eh, no, gracias. No me gusta ser premio de consolación.

–Por Dios. No era mi intención… –Se levanta demasiado rápido y le late con fuerza la cabeza. La borrachera de antes ha quedado reducida a una cinta gruesa y estrecha que le constriñe la cabeza–. En realidad –le dice, sacudiendo la cabeza y apoyando los dedos en la mesa– no quiero un té. Pienso tomarme una copa como Dios manda. ¿Te apetece?

Robin abre la boca, pero Evelyn levanta una mano.

–¿Sabes qué? No te molestes. Da igual. Siento haber preguntado.

Se pone el abrigo y recoge sus cosas. Pero Robin no se ha movido. Cuando Evelyn le mira, se lo encuentra sonriendo. Con una sonrisa peculiar que todavía no le había visto.

–En realidad, iba a decirte que lo que necesito es una copa como Dios manda.

 

 

El pub está en la esquina, a solos unos portales de la oficina, es uno de esos locales de tonos marrones para trabajadores donde rara vez entran mujeres. Normalmente Evelyn lo evitaría, pero llueve mucho y no sabe cuánto puede andar Robin sin molestias.

Dentro se está bastante tranquilo, hay solo un puñado de bebedores solitarios, encorvados sobre su cerveza. Evelyn se asegura de llegar la primera a la barra.

–Una ginebra con naranja para mí y… –Se vuelve hacia Robin.

–Una pinta de cerveza. –Asiente al camarero.

Robin mira hacia las ventanas salpicadas de lluvia.

–Vaya día.

El recuerdo de estar medio desnuda y borracha frente a una ventana se adueña de Evelyn.

–Sí –dice, tamborileando con los dedos en la barra de madera del bar–. Horrible.

El camarero sirve las bebidas y Robin se lleva la mano al bolsillo.

–¡No! –Evelyn lo coge del brazo, pero al instante aparta la mano–. Déjame a mí. Quería compensarte por lo de esta tarde.

Robin arquea las cejas, pero se aleja un poco de la barra y abre las manos fingiéndose derrotado.

–Una chica con carácter –le dice el camarero a Robin, que sonríe.

Evelyn saca el monedero y paga con expresión imperturbable. Se giran con las copas en la mano y se quedan de pie, incómodos. ¿Qué mesa? En el rincón es demasiado íntimo; junto a la puerta hay demasiada corriente. Evelyn se dirige a una mesa vacía en mitad de una hilera y pasa al asiento pegado a la pared. Cuando Robin se acomoda en la silla de enfrente, Evelyn ve que la pierna ortopédica le asoma un poco, afuera y a un lado.

«Suelo salir a bailar por la noche.»

¿Cómo se las apaña? ¿Con esa pierna?

–Bueno –dice Evelyn.

–Bueno.

Robin la mira. Y hay algo diferente en su mirada. Un reto. Es la misma mirada de hace un momento en la oficina.

–¿Ha sido horrible? –Evelyn bebe un poco.

–¿Cómo? –Robin parece confuso.

–La tarde.

–Ah, no, normal. Aunque probablemente debería fingir lo contrario. –Sonríe y alza la copa–. Qué interesante. Nunca me había invitado a beber una mujer.

Evelyn enarca una ceja mientras se enciende un cigarrillo.

–Seguro que la bebida sabe igual.

Él levanta la cerveza a contraluz con gesto teatral. Da un sorbo para probarla.

–Sí. Todo correcto.

A su pesar, Evelyn sonríe. Nota que la ginebra le llega a la sangre y la cinta que le constriñe la cabeza afloja un poco.

–No me invitarías a uno de los tuyos, ¿no? –Robin señala el tabaco.

–Creía que no fumabas.

–Solo a veces, cuando me tomo una copa. Antes fumaba como un carretero, como todos, pero respiré un poco de veneno, me entró gas en los pulmones.

Evelyn empuja los cigarrillos por encima de la mesa.

Él se enciende uno, da una calada corta y luego lo deja en el cenicero, donde desprende penachos de humo azul que llenan el silencio que los separa.

–Y bien –dice al final Evelyn–. ¿Qué te parece el trabajo?

–¿Qué me parece el trabajo? –Se recuesta en el respaldo–. Bueno… muchas cosas. –Hace girar el vaso entre las manos–. En algunas cosas más duro de lo que creía y en otras más simple. Pero, sobre todo, estoy contento de tener empleo. No es fácil con… esto. –Se señala la pierna.

Evelyn la mira solo un instante. Por un momento se pregunta cómo será. Plástico en lugar de carne. Cómo habrá sido acostumbrarse a ella.

–Y es mejor que vender revistas puerta a puerta o cerillas por la calle. –Se inclina hacia delante con el vaso en la mano–. El otro día vi a un hombre con un organillo, y llevaba fotografías de sus hijos pegadas a los lados.

–¿Cuántas?

–Conté nueve.

Evelyn silba bajo.

–Y al lado, su hoja de servicio.

–¿Dónde había servido?

–El Somme y otros sitios. Todos los años que duró la guerra, por lo que vi.

–Dios. –Evelyn coge un reposavasos y lo rasga por la mitad–. Me ponen de los nervios. Es como si todos camináramos dando vueltas al mismo agujero. Uno de esos cráteres que abrieron las bombas en plena ciudad, solo que dentro hay un millón de hombres a los que nadie hace caso. La gente pasa de largo, silbando, fingiendo que no los ven.

–Eso de que no los ven… –dice él, en voz baja.

–Vale, de acuerdo. –Le mira–. Puede que los vean. Pero me hierve la sangre cuando pienso en esos hombres, condenados a mendigar por las calles. Y los mayores son los que más me afectan; se plantan con su mejor traje y el sombrero y se les ve tan pacientes, y todos tienen tal… tal dignidad y nosotros nos limitamos…

No termina la frase, sacude la cabeza.

–Y entonces ¿por qué trabajas para ellos?

–¿Perdona?

La misma mirada retadora.

–Para los que los han condenado al pozo. Si no ha sido la administración con sus pensiones, ya me dirás quién. Está claro que si distribuyeran de manera más justa el…

–La culpa es del mensaje, no del mensajero.

–Puede. Pero podrías dedicarte a otra cosa.

–Tal vez. –Evelyn se echa hacia atrás, abre las manos–. ¿Qué me sugieres?

Él se encoge de hombros.

–Seguro que hay vacantes para administrativas.

–Sabes igual que yo que no. En particular para mujeres. Ahora no hay trabajo.

¿Están discutiendo? Evelyn no está segura, pero se lo parece; está irritada.

–¿Y cuánto tiempo llevas en el mismo trabajo? –pregunta Robin en tono más amable, conciliatorio.

–Dos años.

–¿Y antes qué hacías?

–¿Antes de la oficina o antes de la guerra?

–Las dos cosas. Empieza por el principio, si te parece.

Evelyn se ríe.

–No saldremos de aquí en toda la noche.

–Bueno… –Robin se mira el vaso vacío y la copa mediada de Evelyn–. Siempre podemos pedir otra ronda.

–Sí. –Evelyn sonríe–. Eso sí.

Robin apura la cerveza, se levanta y se dirige a la barra. Su cigarrillo sigue consumiéndose despacio en el cenicero y Evelyn lo coge, le da un par de caladas y lo apaga. Le mira acercarse con las bebidas. Viéndolo andar cuesta adivinar que lleva una pierna ortopédica; se mueve con una gracilidad sorprendente.

–¿Desde cuándo llevas la pierna ortopédica? –pregunta cuando se acerca a la mesa, y se arrepiente en el acto, pero Robin no se inmuta.

–Hace tres años. –Deja las bebidas en la mesa–. Aunque tardó lo suyo en ajustarse. Pero espera… –Levanta un dedo–. Todavía no hemos terminado. Ibas a contarme a qué te dedicabas antes.

–Municiones.

Levanta una ceja, sorprendido.

–¿Y qué tal? ¿Muy duro?

–Bastante. –Se pregunta si debería mencionar lo del dedo.

–¿Y antes de las municiones?

–Bueno… –Mete el índice y el pulgar de la mano buena en la bebida y estruja la rodaja de limón. Cuando la suelta, el limón flota en la superficie y choca con el hielo. Antes de eso me enamoré. Vine a Londres. Compartí piso. Hice un poco de todo. Pensé que tenía mucho tiempo para decidirme, pero luego estalló la guerra y… –Le mira. Él la está observando con tal intensidad que Evelyn tiene que desviar la mirada–. Cuando terminó ya estaba aquí. –Coge la mitad del posavasos y vuelve a rasgarlo por la mitad–. En fin. Te toca. Hasta ahora has sido muy listo y me has hecho hablar a mí.

–Diría que no me has contado demasiado. –Robin sonríe–. Pero está bien. ¿Te importa si finjo que me fumo otro cigarrillo?

Evelyn se los acerca por encima de la mesa.

Robin enciende uno, pero esta vez se lo queda en la mano.

–Cuando empezó la guerra estaba en la universidad. Comencé tarde. No sé por qué me pareció que primero tenía que viajar un poco.

–¿Por dónde?

–India, Nepal, el Levante.

–¿Y eso?

–¿Has estado alguna vez?

Ella niega con la cabeza.

–Pues deberías.

Evelyn lo mira, sorprendida. ¿Debería?

–No tenía mucho dinero y vivía con muy poco, y pasé mucho tiempo alejado de la gente y de las cosas.

Fue maravilloso.

–¿Qué hiciste?

–Pues caminar mucho. También escalé un poco. Por el norte de la India y Nepal. Se me había ocurrido que me gustaría ingresar en la administración colonial, pero una vez allí… –Sonríe–. Bueno, quedó claro que no era lo que quería. Pensé dedicarme a algo de provecho. De modo que conseguí plaza en Cambridge y me puse a estudiar Clásicas. –Suelta una risa breve–. A saber por qué.

–¿Y te pareció de provecho?

Robin niega con la cabeza.

–Era mayor que el resto de los estudiantes. Solo tres años o así, pero me sentía una antigualla. Lo único que quería era regresar al mundo. De modo que en cuanto estalló la guerra pedí entrar en servicio. Quería ir a Jerusalén. Creía que había probabilidades de que se abriera un tercer frente. Así que insistí. –Esboza una mueca–. ¿Parezco un cínico?

Evelyn dice que no.

–¿Llegaste a Jerusalén?

–No. Moví algunos hilos, pero eran los hilos equivocados y acabé en el frente occidental.

–Qué mala suerte.

–Quizá.

–¿Dónde estuviste?

–Al principio en Ypres. Allí me pasó lo del gas. Luego me mandaron unos meses a casa. Después fue lo de la pierna, en el 16.

–Y… ¿cómo fue? –No sabe cómo preguntar.

Robin baja la vista al cigarrillo que tiene en la mano, como sorprendido de que aún siga ahí. Da una calada superficial, rápida.

–No recuerdo nada del proyectil. Cuando me desperté en el hospital y me dijeron que me faltaba una pierna, al principio no me lo creí. Todavía la notaba. A veces todavía la noto. Es… raro. Y luego –se le dibuja una arruga en la frente– solo podía pensar en todos esos hombres. De pie por las esquinas con una muleta y una lata. No volver a escalar jamás. Quizá no volver a caminar. Me quería morir.

Lo dice con total naturalidad. Y a Evelyn le gusta más por ello.

–Luego aquello cambió también, y me sentí… No estoy orgulloso de ello, pero me sentí aliviado.

–Sí. –Evelyn se inclina hacia delante.

–Y después, cuando el alivio pasó, me inundó una sensación de…

–De culpa.

Él la mira.

–Perdona –se disculpa Evelyn, retrocediendo, ruborizándose–. Estoy poniendo palabras en tu boca.

–No. –Niega con la cabeza–. Tienes razón.

Pero es como si se hubiera roto una membrana delicada y el ruido le inundara los oídos. El pub está bastante lleno, el ambiente está cargado de humo, los hombres hablan a gritos en las mesas de alrededor.

–Debería irme –dice Robin, apurando lo que le queda de cerveza.

Evelyn lo imagina en su casa. ¿Vive solo? ¿Cómo es la casa? De pronto, no quiere que se vaya.

–¿Dónde vives?

Él parece sorprendido.

–En Hampstead –responde con una sonrisa–. En la parte barata. Lejos del parque.

Evelyn asiente, no se le ocurre nada más que añadir.

Se ponen los abrigos. Robin la deja pasar y se dirigen juntos a la puerta. En la calle ya es noche cerrada. El aire huele a hojas y chimeneas encendidas.

–Bueno. –Robin sonríe, se pone el sombrero–. Gracias por la copa.

–Un placer. –Mientras se abotona el abrigo hasta el mentón, vuelve a sentir el mismo pánico acelerado y hueco que en la oficina. ¿Miedo a estar sola? ¿Cómo comenzó? Es culpa de su hermano, piensa; es por las cosas que le ha dicho esta tarde–. ¿Robin?

–¿Sí? –Se gira de cara a Evelyn.

–El grupo aquel de dixie que dijiste. El jueves, ¿no? ¿Todavía te apetece ir a verlos? –No se cree lo que está diciendo. No se cree que las palabras hayan salido de su boca–. ¿O ya has encontrado quien te acompañe?

–Sí. –Parece sorprendido, gratamente–. Y no. No he encontrado a nadie.

–Bueno, pues… Me preguntaba… Podríamos ir los dos, ¿no?

 

* * *

 

Ada entra y sale del bosquecillo de plátanos y maleza del parque. Bordea el campo de críquet, con el césped acordonado durante el invierno, y luego llega al ruinoso muro de ladrillos del norte, da media vuelta y regresa, entrando y saliendo, mientras pensamientos y pasos repiquetean al unísono.

Ivy es egoísta, egoísta. Con sus papeles, con sus mapas de cementerios. Son cosas de rico; Ivy es rica. Costará varias libras visitar Francia, pero si ella supiera que hay un pedazo de tierra donde descansa su hijo, no se quejaría por el dinero. Ahorraría cuanto tiene hasta poder ir a visitarlo. A sentarse junto a ese trozo de hierba. A tocarlo con las manos.

Es la falta de un cadáver.

Si al menos tuviera un cadáver.

Cuando murió su padre, Ada tenía ocho años. Se plantó a la entrada de la habitación del sótano donde lo habían trasladado, mirando fijamente a donde su padre yacía de espaldas. Era un hombre grande, pero en aquella mesa parecía pequeño, como si la muerte le hubiera quitado algo más que la vida. Su madre le pidió que hirviera un balde de agua, cogiera una toalla y se lo bajara. «Ya puedes irte», le dijo su madre, acariciándole la coronilla y cerrando la puerta. Pero Ada se quedó y escuchó, con la oreja pegada a la madera. Oía gotear la toalla, los ruidos de lavar, de su madre sollozando por lo bajo. Cuando volvió a salir, su madre tenía una expresión serena, como si también ella se hubiera lavado la cara. Ya entonces, Ada comprendió que tenía sentido.

No como esto, no como esta… ausencia. Ni cuerpo, ni tumba.

Una ráfaga de viento amenaza con volarle el sombrero y Ada se lo sujeta mientras hojas húmedas se arremolinan y giran en el aire. Se ven figuras dispersas al atardecer, gente que pasea al perro, gente que vuelve del trabajo. Jack podría ser uno de ellos. Ada da media vuelta, se dirige al extremo norte del prado, donde solo crecen árboles.

Si hubiera tenido el cadáver de Michael en casa, lo habría lavado. Por muy herido, por muy destrozado que hubiera estado, lo habría lavado con mimo, como hacía cuando era bebé, cuando era niño. Y si no –si se le hubiera negado ese rito postrero, a ella y a todas, a todas las madres, hermanas, amantes–, al menos, saber dónde descansa su cadáver.

El viento le azota el pelo contra la cara.

¿Por qué las hijas de Ivy no le compraron un pasaje a Francia en lugar de esos dientes ridículos que encima no le ajustan bien? ¿Por qué no la acompañan al entierro del jueves, si es lo que la mujer quiere? Menudas niñas bobas y estiradas.

No es justa. Sabe que no. Sabe que debería dejarlo. Que Ivy tiene razón. Que debería dejar de tocarse, de rascarse una herida que no deja sanar. Pero él no se lo permite. Su hijo no le deja. Es como si tirase de ella, como si le estirase de la manga como hacía cuando era pequeño.

Se detiene, es la única presencia en ese trozo de hierba, donde los árboles de color púrpura se yerguen contra el cielo. Comienzan a encenderse las primeras luces en las casas que bordean el parque, se ven sombras moviéndose tras las ventanas, las mujeres se afanan en las cocinas, preparan la cena de la familia: de sus hijos, de sus maridos. Es extraño estar ahí, mirando desde fuera los ritmos y las rutinas de la vida. De pronto está clarísimo. Se ha incumplido un contrato. Se ha roto. ¿Cómo se han avenido todos a seguir adelante?

Debería irse a casa. Preparar algo para cenar, o serán dos noches seguidas sin nada que comer. Pero cuando lo piensa, cuando piensa en Jack y ella en silencio, cada uno a un lado de la mesa, se pondría a chillar. ¿Por qué ninguno de los dos reacciona? Simplemente levantarse y romper el silencio gritando: «¡Ya está! Ya no aguanto más».

Decir lo indecible, presentar los cargos, dejar que las explosiones acaben con todo.

Pero después ¿qué? ¿Adónde iría? A ninguna parte. No tiene adónde ir.

Avanza por el parque a oscuras, gira a la izquierda por su calle, sintiendo que la vida la reclama a cada paso. En la cocina, se seca la cara con la manga, saca un par de patatas polvorientas de la despensa y comienza a frotarlas con fuerza.

Llaman a la puerta principal. No hace caso. Quienquiera que sea vuelve a llamar, más fuerte, y Ada se ve obligada a parar y salir al recibidor.

Es Ivy, de pie ante el umbral, azotada por el viento.

–¿Puedo pasar?

–¿Por qué?

–Lo siento, Ada.

–Muy bien. Pero no hacía falta que vinieras para disculparte. –Se dispone a cerrar la puerta.

Ivy la detiene con un gesto de la mano.

–Vivía en Walthamstow. En una casa del montón. En una calle del montón. ¿Me dejas pasar, Ada? Por favor.

Pasan a la cocina. Ada se cruza de brazos.

–A ver, dime. ¿Qué hizo? ¿Cómo lo hizo?

–No estoy segura. –Ivy, nerviosa, vacila–. La mujer… me pidió que llevara algo conmigo, una fotografía de Joe, y además… algo importante para él. No sabía qué llevar. Me pasé horas dándole vueltas, pensando. Al final llevé un trozo viejo de tela que tenía de niño. Durante años la llevaba a todas partes con él.

–Lo recuerdo.

–¿Te acuerdas? –La expresión de Ivy se dulcifica–. Cuando la echaba a lavar lloraba sin parar. No tenía valor para quitársela. En fin, había guardado un trocito todos estos años. Dentro de la Biblia. –Se ríe, compungida–. Nunca la leía, o sea que no molestaba. Me sentí bastante boba, la verdad, allí sentada en su salón, sacando aquello del bolso.

–¿Y qué hizo con la tela?

–Creo que sencillamente… se sentó con la tela en las manos. La sostuvo un rato. Y luego… comenzó a decir cosas.

–¿Qué cosas?

Pero es como si la energía que Ivy había reunido se esfumara y la mujer se viene abajo, ha terminado.

–Ada, por Dios. Yo qué sé, casi ni me acuerdo, de verdad. Ten. –Da un paso adelante y le tiende un papel.

Ada lo acepta; es la dirección, escrita a mano con letra pequeña y primorosa.

En la puerta, Ivy se gira.

–Pero una cosa te voy a decir. Después, a la semana de haber ido, recibí una carta donde decían que habían identificado el cadáver de Joe. Me decían dónde estaba.

Ada levanta la vista, con el pulso acelerado.

–Lo identificaron por la chapa que llevaba al cuello.

Asiente.

–Gracias.

–Venga… –Ivy cruza la estancia y tira de Ada, apretándola contra su pecho en un abrazo incómodo. Ada huele la lana mojada del cárdigan, la piel suave y limpia de su amiga. Ivy da un paso atrás, la coge de las manos–. Ven conmigo el jueves. Te sentará bien. A todos nos irá bien. Quizá nos ayude a superarlo.

–Lo siento, Ivy. –Se aparta–. Yo… no creo que pueda.

–Bueno. –Ivy asiente–. Cuídate mucho, ¿quieres?

–Sí. –Ada juguetea con el trocito de papel que tiene en la mano–. Lo haré.

 

* * *

 

Incluso con la vieja boina escocesa puesta, Hettie se siente distinta: con la piel más viva, como si todas las terminaciones nerviosas quedaran expuestas. Y por debajo del abrigo siente el vestido, un peso que de algún modo resulta a la vez tranquilizador y aterrador. No termina de creerse que esté aquí, casi podría imaginar que es otra calle si no fuera por la extraña bombilla azul y la placa de bronce de al lado de la puerta.

Confía en haber calculado bien el tiempo.

No ha vuelto a casa después del barbero, sino que se ha pasado por casa de Di, que ha gritado y ha descorrido las cortinas y le ha pedido que se girara y se mostrara desde todos los ángulos y por fin ha dictaminado que estaba «arrebatadora», y luego la ha ayudado a vendarse los pechos para que quedaran lo más planos posible. Después Di se ha ido a trabajar y Hettie se ha sentado a esperar en su piso, se ha fumado demasiados cigarrillos de Di y no ha parado de tocarse la V recién afeitada de la nuca, acariciándola de un lado y de otro, levantándose cada cinco minutos para mirarse en el espejo, para ajustarse el vestido, hasta que han dado las nueve y se ha puesto el abrigo viejo y se ha tapado el peinado con la boina también vieja y se ha ido al metro.

Pero cuando ha salido en Leicester Square eran las diez menos cuarto. Demasiado temprano, puesto que había convenido con Di que debía llegar tarde.

«No querrás esperar sola en el club, ¿no? ¡Ya sabes lo que pensará la gente!»

Así que se ha alejado un poco del metro, cohibida entre el gentío que salía de los teatros y llenaba las calles, y al final se ha refugiado en un pequeño café, donde se ha sentado con una taza de té entre las manos mientras el camarero de ojos tristes limpiaba huellas de las estanterías de cristal y amontonaba bandejas para pasteles en el fregadero. A las diez y veinte el camarero le ha dicho, doblando el trapo con gesto cansino:

–Lo siento, encanto. Pero tengo que irme a casa.

Hettie le ha llevado la taza vacía y el plato y se ha visto reflejada en el espejo del mostrador. Parecía aterrada.

–¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.

Hettie ha tragado saliva.

–Estoy bien.

Pero se ha sentido de todo menos bien al dejar atrás las luces de Charing Cross Road y recorrer sola esta calle. Incluso siendo más temprano que la última vez, la calle está desierta, con la inquietante bombilla azul como único indicio de vida.

Y ahora aquí está.

Coge aire, levanta una mano y llama. Abren el panel corredero y aparece el mismo rectángulo de luz.

–¿Sí?

Hettie carraspea, intenta serenar la voz.

–Vengo a ver a Ed.

Sigue una pausa y luego:

–¿Ed? ¿Qué Ed?

Por Dios. No lo había pensado. ¿Por qué no lo había pensado?

Pero la puerta se abre de todos modos y Hettie se cuela hasta situarse frente a un portero distinto, mayor y más desconfiado, con cara flaca y ratonil.

–¿Cuántos años tienes? –La mira de arriba abajo.

–Ten-tengo veintidós.

El hombre resopla.

–Encanto, si tú tienes veintidós, yo tengo cuarenta.

Hettie piensa con nostalgia en Graham sonriendo dentro de su cuchitril. Sería capaz incluso de comerse una de sus pastillas de menta por verle.

–No puedes entrar si no vienes con un socio. Vienen montones de chicas… –se inclina hacia delante– a probar suerte.

Hettie se aprieta el cinturón, sabe por qué clase de chica la ha tomado, se ha preparado para defenderse. Pero parece que al final ha calculado mal el tiempo y que la noche ha terminado incluso antes de empezar.

Entonces se le ocurre una idea.

–¿Me deja consultar el registro?

El portero no parece convencido, pero se lo planta delante.

Hettie nota cómo la observa mientras repasa las firmas con el dedo. Ningún Ed, ni Edward ni nada que se le parezca. Comienzan a sudarle las manos. ¿Era su nombre de verdad? Hettie mira de nuevo al portero.

–Disculpe. ¿Podría decirme qué hora es?

El hombre se mira el reloj de pulsera.

–Las diez y media. –Gira el libro, vuelve a ponérselo de cara–. Lo siento, encanto, parece que no ha habido suerte.

La puerta se abre a sus espaldas y Hettie se gira con un nudo en la garganta… pero es solo una pareja, la mujer va envuelta en pieles y se ríe, con la boca roja grande como la de un gato. El hombre se inclina a firmar y se marchan, desaparecen entre el taconeo de los zapatos por las escaleras.

–¿Sigues aquí? –El portero menea la cabeza–. Mira, encanto. Hazte un favor y vete a casa.

Hettie se adelanta apretando los puños.

–¿Podría ser que hubiera venido antes?

No tiene muy claro de dónde nace tanto atrevimiento.

El hombre se atusa el bigote con los dedos.

–Bueno, eres una chica decidida, no hay duda. ¿Qué tiene de especial ese tal Ed?

Hettie no contesta, pero el portero le escudriña la cara y descubre algo en ella que lo enternece.

–Está bien. –El portero suspira–. Echaremos un vistazo. –Se lame el dedo y va pasando páginas–. Veamos. Esto es de esta tarde. Pero no se lo digas a nadie o me quedo sin el puñetero trabajo.

Hettie se inclina, revisa la lista de nombres, y a media página lo encuentra: «Edward Montfort. Hora de entrada: 14.00». Y debajo de la columna correspondiente a la hora de salida, nada.

–Tiene que ser este.

Hettie empuja el libro de vuelta al portero, con el corazón aporreándole las costillas.

El hombre echa un vistazo a la firma.

–Vaya, parece ser que lleva aquí todo el día. –Se yergue con expresión preocupada–. ¿Seguro que es buena idea que se reúna con él, señorita?

Hettie no puede irse a casa. Ahora no. Después de todo esto, no.

–Adelante –dice el portero, señalando con la cabeza–. Y mándamelo a que me diga que has llegado bien. Eso si todavía es capaz de tenerse en pie.

En las escaleras nota el mismo olor a humedad que la otra vez, pero lo que un sábado con Di le pareció emocionante ahora le resulta amenazador, sórdido. ¿De qué demonios estaba tan segura antes? Podría estar en casa, descansando, es su única noche libre en toda la semana, y no aquí, bajando estas escaleras hacia…

 

Chalada.

      Limehouse.

            Trata de blancas.

                 Eres

                      una

                           niña

                                boba.

 

 

Al abrir la puerta no la golpea estruendo alguno. Ni calor ni ruido ni atmósfera viciada. El club está medio vacío. Otra orquesta toca sin ganas en el escenario; esta vez el cantante no es negro, es solo un blanco lechoso con un acento poco creíble y solo hay un puñado de parejas desganadas que matan el rato en la pista. No se ve a Ed en ninguna de las mesas apenas ocupadas y de pronto le entra miedo, ni siquiera recuerda su cara. Se queda de pie junto a la puerta, con las manos todavía metidas en los bolsillos y dispuesta a dar media vuelta y marcharse cuando un grupo de gente entre la barra y ella se mueve y se dispersa y de repente allí está, sentado solo en una mesa del rincón, no muy lejos de los músicos, ligeramente encorvado, con la mano izquierda alrededor de la copa, casi como si se aguantara en ella.

Hettie se dirige hacia allí. Después, en mitad de la pista, titubea.

Se le ve muy triste.

Justo entonces él levanta la vista y la ve, y su expresión cambia al instante mientras saluda con la mano y se pone en pie.

–¡Mi anarquista! –exclama, saliendo de detrás de la mesa–. ¡Has venido!

No viste de etiqueta. Lleva la camisa arrugada y parece cansado. Pero no está mal. Y ahora que lo tiene delante, Hettie se queda muda.

–Así ¿qué? ¿Has venido a causar problemas? –pregunta con una media sonrisa.

–Yo… –Hettie dice que no con la cabeza; tiene la boca seca–. No, creo que no.

–Lástima. –Se endereza y apura la copa–. No me importaría. Esto está muerto.

Hettie sigue su mirada. Tiene razón. Hasta los músicos parecen aburridos.

Él se apoya en la mesa.

–¿Tomamos un poco el aire? Llevo horas aquí dentro –dice, meneando la cabeza–. Esperándote.

–Pero… dijiste… en el mensaje… decía que vendrías a las diez.

–¿Ah, sí? –Coge el abrigo y se lo pone con aire abstraído–. Bueno, pues… me he equivocado.

El suelo se mueve debajo de Hettie.

¿Equivocado con la hora?

¿O equivocado al invitarla?

Suben las escaleras juntos y Hettie lo nota detrás de ella, sujetándose al pasamanos. Esquiva la mirada del portero, pero Ed le dedica un saludo militar y le llama «sargento», y luego se quedan los dos solos, de pie en la calle a oscuras. Se hace el silencio, se oye la chispa de una cerilla. Una voz fantasmal tararea una canción militar, «Mientras tengas una cerilla…», y luego, la cara de Ed distorsionada, iluminada desde abajo.

–¿Quieres uno? –Le oye atrapar el cigarrillo entre los dientes.

–No, gracias.

Está borracho. Pues claro que está borracho. Se ha pasado toda la tarde allí dentro y ahora está borracho.

A Hettie se le cae el alma a los pies. Debería marcharse.

Ed apaga la cerilla agitándola y esta cae al suelo con un sonido casi imperceptible.

–Bonita noche –dice él, y la punta del cigarrillo se ilumina.

Hettie mira al cielo. Es una noche bonita, aunque antes no se había fijado; el aire está limpio, húmedo todavía por el recuerdo de la lluvia. Jirones de nubes altas enmarcan la luna.

–¿Te apetece pasear? No me importaría dar una vuelta. Llevo horas encerrado allá abajo, esperándote.

Hettie no va vestida para pasear. Va vestida para bailar. Pasará frío. Y el vestido y el peinado nuevo, todo su nuevo ser, se desperdiciarán.

–Detesto ese club.

–De acuerdo –acepta por fin, porque ¿qué más puede decir?

Y probablemente, en cierto modo, corre más peligro fuera.

Dejan el callejón oscuro y ponen rumbo a Charing Cross Road, que todavía bulle de vida con las luces de teatros y restaurantes.

Ed camina rápido, como si tuvieran prisa, y ella tiene que dar grandes zancadas para no retrasarse, pero cuando llegan a la entrada del metro, Ed se detiene y se vuelve hacia ella.

–Mira. No soporto todo esto. ¿Y tú?

Es como si la hubiera abofeteado.

–Perdona –dice Hettie, moviendo la cabeza–. No sé a qué te refieres.

–Los preliminares. Todas las tonterías por las que hay que pasar. Es decir… ¿A ti no te molesta?

–No te entiendo.

Él se acerca.

–Lo que nos mantiene separados. ¿No crees que por una vez deberíamos… decir la verdad? ¿Hablarnos sin tapujos?

Hettie se calla, con el corazón acelerado.

–Perdona –se disculpa Ed, arrojando el cigarrillo y viéndolo caer–. He tenido un día… extraño. –Se pasa las manos por el pelo y se enciende otro pitillo–. ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Podemos hacer un pacto? ¿Solo para esta noche? No decirnos nada que no sea sincero. ¿Te parece? Por favor.

–Sí.

–Muy bien. –Asiente–. Bueno, pues empezaré yo. Y luego te toca a ti.

Hettie se siente en una de esas atracciones de feria en las que tardas muchísimo en subir y luego te provocan ese nudo de miedo en el estómago en cuanto comienzan a girar y te preguntas para qué querías subir.

–Me recuerdas a alguien que conocí hace tiempo. Y desde que te vi, la otra noche en el club, quiero besarte.

A Hettie todo le da vueltas.

–¿Puedo besarte? Por favor. Porque no se me ocurre una ocasión mejor.

Ed da un paso adelante y Hettie cierra los ojos mientras él le acerca la boca. Sabe a whisky. Es un beso delicioso, dulce.

–Gracias –dice Ed en voz baja, al apartarse.

Cuando Hettie abre los ojos Ed la está mirando, pero su expresión es más tierna, como si se hubiera desprendido de algo.

–Ahora te toca hablar a ti. Dime algo que sea verdad. Solo quiero escuchar verdades.

Hettie no está segura de estar lista para hablar, con la boca que acaba de besar ese hombre. En realidad, lo que quiere es que la bese de nuevo. Intenta pensar, pero su cabeza es un caos.

–No sé… –Niega con la cabeza–. No estoy segura.

–Eso –dice él, dando un paso atrás, señalando.

–¿Qué?

–Eso que ibas a decir. Ahora mismo. Eso. Dímelo.

Hettie traga saliva.

–Está bien… Iba a decir que me gustó lo que dijiste la otra noche en el club, lo de volar cosas.

–Por Dios. Debes de pensar que estoy chiflado.

Hettie piensa en Fred, reduciéndose a nada, sentado en la silla de su padre, en los ruidos horribles que se le escapan por la noche. En su madre, furiosa y sola, encerrándose cada vez más en sí misma. Niega con la cabeza.

–Yo también quiero volar cosas.

Él echa atrás la cabeza y se ríe.

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