Despertar

Despertar


Capítulo 15

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El cansancio se evaporó en cuanto tuve algo en el estómago, aunque sólo fuese una barrita de dulce. No llevaba mucho tiempo dormida antes de que llegasen los sueños; pesadillas acerca de no llegar nunca a encontrar a los chicos, de la señora Enright matando a la tía Lauren, de Tori atándome de pies y manos y dejándome para que me encontrase el Grupo Edison…

Me desperté con el sonido de unas voces. Me incorporé de un salto escrutando la oscuridad en busca de hombres mientras la respiración golpeaba en mi garganta.

Tori roncaba a mi lado.

—¿Liz? —susurré.

Ninguna respuesta. Debía de haber salido a patrullar.

Poco después me convencí de haber soñado las voces. Después volvió ese ruido; una especie de «chist-chist-chist» demasiado tenue para distinguir las palabras. Me esforcé por oír, pero sólo pude advertir ese sonido como de papeles. Parpadeé con fuerza. La infinita oscuridad se convirtió en un paisaje de rocas negras dentadas; cajas y paquetes de embalaje. Sólo un pálido resplandor lunar se abría paso a través de la gruesa capa de suciedad que revestía las ventanas.

Distinguí un olorcillo a almizcle, a bestia salvaje. ¿Serían ratas? Me estremecí.

Volvió el sonido. Un susurró de papeles, como el viento corriendo entre hojas secas. Quizá se tratase de eso.

«¿Hojas secas en abril? ¿Y allí, con el árbol más cercano plantado a docenas de metros?»

No, sonaba a fantasma. Según la versión de las películas de miedo, donde todo lo que oyes es un murmullo inarticulado que te baja por la columna vertebral diciendo que hay algo al acecho por alguna parte…

Me sacudí, después me levanté y estiré las piernas. Froté mis zapatillas de deporte sobre la esterilla de cartón, quizá con una fuerza algo mayor de la necesaria, con la esperanza de que Tori se despertase. No lo hizo.

Exhalé inflando las mejillas. Hasta entonces lo estaba haciendo bien, enfrentándome a mis miedos y pasando a la acción. No era el momento de hacer oídos sordos y esconder la cabeza. Mis poderes contenían una fuerza anormal…

«Incontrolable…»

No, incontrolable no. Mi padre solía decir que todo puede controlarse si uno tiene la fuerza de voluntad suficiente y deseo de aprender.

El susurro parecía proceder de la sala contigua. Me abrí paso entre el laberinto de cajas y embalajes. Continuaba golpeándome las rodillas contra ellos, a pesar del cuidado que ponía, y cada golpe me provocaba un gesto de dolor.

El susurro parecía alejarse con cada paso que daba. Ya casi había atravesado el almacén cuando me di cuenta de que el susurro estaba alejándose. Un fantasma tendiéndome una trampa.

Me paré en seco, notaba cómo se me erizaba el cuero cabelludo mientras escrutaba la oscuridad, con aquellas cajas alzándose por todas partes. El susurro se deslizaba a mi alrededor. Giré y choqué contra una pila de cajones. Una astilla me pinchó en la palma de la mano.

Tomé una profunda inspiración, y pregunté.

—¿Qui-quieres hablar conmigo?

Cesaron los susurros. Esperé.

—¿No? Bien, entonces vuelvo a…

A mi espalda estalló una risa tonta. Me volví en redondo, estrellándome de nuevo contra los embalajes, al tiempo que levantaba una polvareda contra mi boca, mi nariz, mis ojos. Al escupir, la risa tonta se convirtió en una risa burlona.

Tenía el entendimiento suficiente para saber que esa risa no estaba ligada a ninguna persona.

Regresé por donde había llegado.

Los susurros me siguieron, entonces pegados a mi oído, creciendo hasta formar un gemido gutural que me erizó el vello de los brazos.

Recordé lo dicho por el nigromante de la Residencia Lyle; me había seguido desde el hospital, donde había estado ocupándose de los fantasmas que molestaban a los pacientes mentales. Supongo que si eres un sádico gañán que se ha pasado años en el limbo, aterrar a pacientes mentales, o nigromantes jóvenes, podría parecer un modo muy divertido de pasar el tiempo.

El gemido se convirtió en un lamento apagado, como el llanto de las atormentadas ánimas de los difuntos.

Me volví hacia el ruido.

—¿Te estás divirtiendo? Bien, ¿sabes una cosa? Si continúas así vas a descubrir que soy más poderosa de lo que piensas, y te sacaré de un tirón tanto si quieres como si no.

Mi recado contenía el tono perfecto, fuerte y firme, pero el fantasma sólo emitió un resoplido desdeñoso, después volvió con los lamentos. Me abrí paso a tientas hasta llegar a un cajón, sacudí el polvo de encima y me senté.

—Una última oportunidad; después te arrastraré.

Dos segundos de silencio. Luego volvió el gemido, pegado a mi oído. Casi me caí del cajón. El fantasma se burló. Cerré los ojos e invoqué, cuidándome de mantener mi poder bajo, sólo por si acaso tuviese sus restos por los alrededores. Podría obtener cierta satisfacción al meterlo de un empujón en su cadáver putrefacto, pero después me arrepentiría.

El gemido cesó. Sonreí ante el gruñido de sorpresa y aumenté la fuerza, sólo un poco.

La figura comenzó a materializarse; un tipo bajo y regordete lo bastante mayor para ser mi abuelo. Se retorcía debatiéndose como sujeto por una camisa de fuerza. Tiré más fuerte…

Un ruido sordo y cercano me hizo dar un respingo.

—¿Liz? —llamé—. ¿Tori?

El fantasma bufó con desdén.

—Tú, déjame ir, pequeña…

Otro golpe sordo ahogó la horrible palabra que me llamó, o casi. Después hubo un extraño sonido rasposo.

—Déjame ir o te…

Cerré los ojos y le propiné al fantasma un último empujón psíquico. Jadeó y salió despedido hacia atrás a través de la pared, como si hubiese sido arrojado fuera de la cámara estanca de una nave espacial. Esperé a verlo regresar. No lo hizo. Lo había lanzado al otro lado del lugar donde habitan los fantasmas, fuera cual fuese. Bien.

Otro golpe sordo. Me apresuré a ponerme en pie, con el fantasma ya olvidado, rebasé sigilosa un montón de cajones y escuché. Silencio.

—¿Tori? —susurré—. ¿Liz?

«Vaya, si no son ellas, quizá no sea una buena idea llamarlas por sus nombres».

Me deslicé entre los cajones hasta llegar a un hueco. A través de él veía el pálido rectángulo de una ventana. La mugre se veía emborronada, como si alguien la hubiese limpiado frotándola de cualquier manera.

Volvió el sonido rasposo. Después golpeó el olor, como aquel olor a almizcle de la otra habitación, sólo que diez veces peor. Regresaron los roces; como aguzadas garras arañando el hormigón.

Ratas.

La ventana se oscureció mientras yo retrocedía. Entonces, ¡paf! Levanté la mirada demasiado tarde para ver qué era. ¿Había alguien tirando cosas a la ventana? Quizá fuesen los chicos, intentando llamar la atención.

Avancé deprisa, olvidándome de las ratas, hasta ver una mancha oscura sobre el suelo umbrío, moviéndose despacio, como si arrastrase algo. Aquello debía de ser lo que olía yo; un animal muerto al que las ratas se llevaban a su madriguera.

Solté un chillido cuando algo me alborotó la coronilla, y me llevé enseguida las manos a la boca. Una sombra pasó volando y golpeó la ventana emitiendo aquel conocido golpe sordo. Al caer, reparé en unas alas finas con textura de cuero. Un murciélago.

La forma oscura agitaba sus alas contra el hormigón, produciendo un ruido rasposo y susurrante. ¿No se suponía que los murciélagos volaban por ecolocalización? No debería haberse estrellado contra una ventana al intentar escapar.

A menos que tuviese la rabia.

Al final el murciélago volvió a lanzarse. Se fue revoloteando, tambaleándose y dando cabezadas como si todavía estuviese aturdido. Se dirigió al techo, giró y después vino directo hacia mí.

Me patinaron los pies al retroceder trastabillando y caí con una sacudida de huesos que me hizo sentir el brazo herido en llamas. Intenté levantarme de un salto, pero lo que fuese con lo que había tropezado estaba pegado a mi zapatilla, haciéndome resbalar de nuevo.

La cosa adherida a mi zapatilla era algo resbaladizo y frío. La arranqué alzándola bajo la luz de la luna. Entre los dedos sujetaba un ala podrida. El murciélago que había visto aún tenía ambas alas, así que allí debía de haber otro, muerto.

Lancé el ala al otro lado de la estancia y, furiosa, me froté las manos en los vaqueros. El murciélago volvió a lanzarse en picado. Me agaché, pero mi pie resbaló y caí. Al golpearme contra el suelo me envolvió un hedor espantoso, tan fuerte que me hizo toser. Entonces vi al murciélago, a un palmo de distancia, con los dientes desnudos, colmillos largos y blancos contra la oscuridad.

La cubierta nubosa se desplazó, la luz entró en la sala y descubrí que no estaba mirando unos colmillos, sino blancuzcos trozos de cráneo. El murciélago se estaba descomponiendo; tenía un ojo marchito y la cuenca del otro era un hoyo reseco. La mayor parte de la carne se había perdido, y sólo le quedaban trozos colgantes. El murciélago no tenía orejas, sólo un hocico ososo. Destellaron unas finas líneas dentadas y el animal comenzó a chillar emitiendo un graznido horrible y confuso.

Mis chillidos se unieron a los suyos mientras retrocedía tambaleándome. La cosa se impulsaba hacia delante sólo con un ala arrugada. Sin duda se trataba de un murciélago; y yo lo había levantado de entre los muertos.

Yo, con la vista fija en el murciélago reptando en mi dirección, me había olvidado del otro hasta que llegó volando ante mi cara. Lo vi llegar; y vi sus ojos hundidos, los sanguinolentos muñones de sus orejas y los huesos asomando entre trozos de pellejo. Otro murciélago zombi.

Me estrellé contra los embalajes. Mis manos se alzaron para mantenerlo a distancia, pero fue demasiado tarde. Me golpeó en la cara. Entonces chillé, chillé de verdad cuando sus alas podridas repicaron sobre mí. Su cuerpo gélido chocó contra mi cuello. Sus finas garras asieron mi pelo.

Intenté apartarlo de un manotazo. Cayó. Me llevé las manos a la boca y, al mismo tiempo, sentí algo tirándome de la camisa. Miré hacia abajo y vi al murciélago colgando de ella.

Su pellejo no tenía pedazos sueltos. Lo que había tomado por trozos de hueso eran gusanos retorciéndose.

Apreté una mano contra la boca, ahogando mis chillidos. Le di un manotazo, pero quedó allí colgando, con sus filas de dientes abriéndose y cerrándose, alzando la cabeza como si intentase mirarme.

—¿Chloe? ¡Chloe! —Liz corrió a través de la pared exterior. Se detuvo en seco, abriendo los ojos cada vez más—. ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!

—Ma-márchate. Po-por favor.

Me volví, aún dándole manotazos al murciélago. Entonces oí un crujido nauseabundo al pisar el otro. Al girarme cayó el que colgaba de mí. En cuanto golpeó el suelo, Liz empujó el último embalaje de una pila y éste cayó sobre el murciélago. El golpetazo ahogó el horrible ruido del crujido de huesos.

—Yo-yo-yo…

—No pasa nada —dijo, caminando hacia mí—. Está muerto.

—N-n-no. Está…

Liz se detuvo. Bajó la mirada hacia el murciélago que había pisado yo. Levantó débilmente un ala, y después la dejó caer. El ala retembló, las garras arañaron el hormigón.

Liz corrió hasta un cajón.

—Acabaré con sus miserias.

—No —dije, levantando una mano—. Eso no funcionará. Ya está muerto.

—No. No lo está. Está… —se inclinó para mirarlo más de cerca, hasta ver el cuerpo descompuesto. Retrocedió tambaleándose—. Ay… ¡Ay!… Está… Está…

—Muerto. Levantado de entre los muertos.

Me miró, y su expresión… Intentó ocultarla, pero jamás olvidaré aquella mirada; el susto, el horror, el asco.

—¿Tú…? —comenzó a preguntar—. ¿Tú puedes…?

—Fue por accidente. Había un fantasma molestándome. Yo-yo… lo estaba invocando y debí de levantarlos por a-accidente.

El ala del murciélago se agitaba de nuevo. Me agaché a su lado. Intentaba no mirar pero, por supuesto, no pude evitar ver el pequeño cuerpo aplastado sobre el hormigón, sobresaliéndole los huesos. Y aún se movía, luchando por levantarse, rascando el cemento con sus garras, levantando su cabeza machacada…

Cerré los ojos y me concentré en liberar su espíritu. Apenas unos minutos después cesaron las rascadas. Abrí los ojos. El murciélago yacía inmóvil.

—Entonces, ¿qué era eso? ¿Un zombi?

Liz intentaba parecer tranquila, pero tenía la voz rota.

—Algo así.

—Tú… ¿Puedes resucitar a los muertos?

Me quedé mirando el murciélago aplastado.

—Yo no lo llamaría resucitar.

—¿Qué pasa con las personas? ¿Puedes…? —tragó—. ¿Hacer eso?

Asentí.

—Entonces es de eso de lo que hablaba la madre deTori. Tú levantaste los zombis de la Residencia Lyle.

—Por accidente.

Poderes incontrolables…

Liz prosiguió.

—Entonces, esto… ¿Es como en las películas? Sólo están vacíos, re-re… ¿Cuál es la palabra?

—Reanimados —no pensaba decirle la verdad, que los nigromantes no reanimaban a un cuerpo sin alma. Cogíamos a fantasmas como Liz y los arrastrábamos de regreso a sus cuerpos putrefactos.

Recordé lo dicho por el semidemonio sobre estar a punto de hacer regresar a las almas de un millar de muertos sepultados en ataúdes. No la había creído. Y en esos momentos…

La boca se me llenó de bilis. Me volví sufriendo arcadas, escupiéndola.

—Está bien —dijo Liz, acercándose a mí—. No es culpa tuya.

Miré la caja que había arrojado sobre el otro murciélago, tomé una profunda respiración y caminé hacia ella. Al acercarme para moverla, Liz comentó:

—Está muerto. Eso debe ser… —se detuvo y añadió en voz baja y temblorosa—: ¿Verdad?

—Necesito asegurarme. Levanté la caja.

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