Despertar

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Capítulo 28

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Alcancé a Derek al borde de una arboleda junto al bar de carretera.

—Tengo que meterme lo más profundo que pueda —dijo—. Sigue mis huellas. Está embarrado.

Podía oler la lluvia. El frescor húmedo colgado en el aire de la noche. Bajo nuestros pies se deslizaban hojas muertas y medio secas. Un perro ladró por alguna parte. Derek se detuvo, siguiendo el ruido, después asintió como si la fuente se encontrase lo bastante lejos y continuó caminando.

—Si acabo con esto —comenzó—. Si llega a parecer que me acerco a terminarlo, tendrás que largarte, Chloe.

Al no contestar, llamó:

—Chloe…

—No vas a convertirte en ningún monstruo sediento de sangre, Derek. Seguirás siendo tú, sólo que en lobo.

—¿Y eso lo sabes gracias a tu sólida experiencia con los hombres lobo?

—Venga, pero…

—Puede que tengas razón. Mi padre decía que así iba a ser, todavía yo, aunque con forma de lobo, pero, ¿después de lo que me hicieron esos tipos? ¿Jugaron con nuestros genes? No tengo idea de qué pasará. Así que ya te estás pirando en cuanto llegue el momento o ni siquiera te quedas aquí.

—Vale.

Volvió la mirada hacia mí. Sus ojos febriles resplandecían.

—Lo digo en serio, Chloe.

—Y yo también. Lo digo en serio. No sabemos qué pasará y no podemos correr riesgos. En cuanto te salgan los colmillos y la cola saldré pitando a grito pelado hasta el bar de la carretera.

—Puedes saltarte la parte de las voces.

—Veremos.

Caminamos hasta que los focos del recinto de aparcamiento apenas atravesaban los árboles. La luna estaba rodeada de nubes. Y no sabía si era luna llena o media luna. No importaba. Las transformaciones de un hombre lobo no tenían nada que ver con los ciclos lunares. Cuando suceden, suceden, tanto si es el momento adecuado como si no.

Derek aminoró el paso, rascándose el brazo a través de su sudadera.

—Allí hay un tronco, por si quieres sentarte y esperar. Yo entraré un poco más; estoy seguro de que no será la mejor de las visiones.

—Ya lo he visto antes.

—Esta vez irá más allá. Será peor.

—Estoy bien.

Entramos en un pequeño claro. Derek se quitó su sudadera. Los músculos de su espalda se contrajeron bajo la camiseta, como serpientes atrapadas bajo la piel. No me inquietó, al haberlo visto antes, pero me recordó una cosa.

—Ahora que lo pienso, quizá no pueda vigilar. A menos que hayas traído ropa de repuesto, esta vez deberías desvestirte de verdad.

—De acuerdo. Espera.

Desapareció entre un arbusto. Me di la vuelta. Un par de minutos más tarde las hojas crujieron cuando salió.

—Estoy visible —dijo—. Estoy en calzoncillos, nada que no hayas visto ya.

Mis mejillas ardieron con el recuerdo, lo cual era estúpido, pues ver a un chico en calzoncillos no debería ser diferente a verlo en traje de baño. Incluso había visto a chicos en ropa interior, gastando bromas corriendo alrededor de nuestras tiendas, y yo había reído a carcajadas con las demás chicas. Pero ninguno de los muchachos del campamento se parecía a Derek.

Me volví despacio, esperando que estuviera lo bastante oscuro para que no me viese sonrojada. De todos modos, no lo habría advertido. Ya estaba a cuatro patas, con la cabeza baja, respirando, tomando y expulsando aire como un atleta preparándose para correr.

Culpé a la nota que dejó Simon, la imagen de Terminator aún estaba unida a mi cerebro, pero eso es lo que parecía Derek, la escena de la primera llegada del organismo cibernético; cuando está agachado y desnudo. No es que Derek estuviese desnudo por completo o tan inflado como Schwarzenegger, pero tampoco parecía un chaval de dieciséis años, con su espalda musculosa, sus abultados bíceps y…

Y eso fue suficiente de momento. Aparté la mirada para escudriñar el bosquecillo y, por mi parte, respiré profundamente un par de veces.

—Siéntate aquí —Derek señaló un punto despejado junto a él, donde había dejado su sudadera.

—Gracias —y bajé hasta el lugar.

—Si la cosa se pone muy mal, vete. Lo comprenderé.

—No me iré.

Volvió a mirar al suelo, con los ojos cerrados mientras inhalaba y exhalaba. Su espalda se contrajo e hizo un gesto de dolor, después se estiró y su respiración se hizo más profunda.

—Ésa es una buena idea. Estirar y trabajarlo… —me detuve—. Vale, ahora me callo. No necesitas a una entrenadora.

Emitió un rugido grave que tardé un momento en reconocer como risa.

—Adelante. Habla.

—Si hubiese algo que pudiera hacer. Sé que probablemente no, pero…

—Sólo quédate aquí.

—Para eso me las arreglo —advertí que su piel no se alteraba desde hacía un rato—. Y quizá ni siquiera deberíamos preocuparnos sobre eso. Parece estar pasando. Quizás una falsa alarma. Deberíamos esperar unos minutos y, después…

Su espalda se elevó y su cuerpo se dobló sobre sí mismo al tiempo que lanzaba un grito ahogado. Consiguió tomar dos respiraciones jadeantes antes de volver a sufrir una convulsión. Sus brazos y piernas se pusieron rígidos. Su cabeza se inclinó formando un ángulo poco natural, sobresaliéndole la columna. La cabeza le cayó hacia delante. La piel se onduló y su espalda se levantó aún más.

Su cabeza se lanzó hacia arriba y, por un instante, sus ojos se encontraron con los míos; unos ojos enloquecidos y frenéticos de miedo y dolor, todavía más que la primera vez, pues entonces, por asustado que se hubiese sentido, sabía que se trataba de un proceso natural, que su cuerpo lo superaría con seguridad. Entonces, al saber cosas acerca de las mutaciones, ya no se contaba con tal garantía.

Sus dedos escarbaron en el terreno húmedo, desaparecieron las puntas y el dorso de sus manos cambió, sus tendones sobresalían y las muñecas se volvieron más gruesas. Dejó salir otro chillido, intentando tragar al final como si pretendiese hacerlo silencioso. Me estiré y posé una mano sobre la suya. Sus músculos se hincharon, estremeciéndose. De su piel brotó un vello áspero que se apretó contra mi palma para retirarse después. Le froté la mano y me acerqué susurrando que se pondría bien, que lo estaba haciendo muy bien.

Su espalda se arqueó, tragó aire y, en ese momento de silencio, unos pasos retumbaron lentos a lo largo del sendero hacia el interior del bosquecillo.

—¿Estáis ahí, chicos?

Era el conductor del autocar, con su voz tronando en medio de la calma del bosque y su silueta recortada a contraluz por las luces de freno de los camiones.

—Chicos, alguien os vio metiéndoos aquí dentro. Tenéis un minuto para salir, o el autocar se va.

—Vete —susurró Derek con voz gutural, apenas perceptible.

—No.

—Deberías…

Busqué su mirada.

—Yo no me voy a ningún lado. Y, ahora, chssssst.

—¡Diez segundos! —bramó el conductor del autocar—. No voy a retener el vehículo para que vosotros, chavales, estéis revolcándoos por el bosque.

—Si se acerca más, márchate ahí dentro —señalé a la espesura—. Yo lo detendré.

—No se acercará.

Lo cierto es que apenas Derek había pronunciado esas palabras cuando el conductor comenzó a retroceder. Unos minutos después, las luces del autocar se alejaron por el recinto del aparcamiento.

—Está bien —dije—. Tengo algo de dinero. Cogeremos…

Derek volvió a sufrir una convulsión. En esta ocasión su cabeza se alzó de repente y lanzó vómito sobre los arbustos. Lo sacudió una oleada de convulsiones tras otra, vaciando su estómago hasta que el vómito pringaba todas las ramas y aquella fetidez asquerosa se mezcló con el fuerte hedor del sudor. El vello brotaba y volvía a retirarse mientras él seguía sufriendo convulsiones y vomitando hasta que no quedó nada por echar, y a pesar de todo su estómago continuaba intentándolo, produciendo unas espantosas arcadas secas que dolían sólo con oírlas. Me alcé de rodillas y descansé una mano sobre sus omóplatos, frotando, dándole palmadas en su piel resbaladiza de sudor mientras le susurraba las mismas palabras de alivio, sin ni siquiera estar segura de que ya fuese capaz de oír nada.

Los músculos de su espalda se retorcían y tensaban bajo mis manos, las vértebras de su columna vertebral apretándose contra ellas, su piel empapada de sudor y cubierta por un áspero vello oscuro que no se retiraba, sino que crecía más largo.

Por fin Derek dejó de estremecerse y sufrir arcadas, su cuerpo entero se sacudía presa del agotamiento y su cabeza bajó hasta casi tocar el suelo. Le froté un hombro.

—Está bien —dije—. Lo estás haciendo genial. Ya casi estás.

Sacudió la cabeza y emitió un sonido que debía de ser un «no» pero demasiado gutural para ser más que un gruñido.

—Está bien —continué—. Lo conseguirás o no. No puedes forzarlo.

Asintió. Tenía la cabeza baja y el rostro apartado, pero aún podía ver los cambios, sus sienes estrechándose, su pelo recortándose y las puntas de sus orejas afilándose a medida que se levantaban por encima de su cráneo.

Le froté la espalda con movimientos inconscientes, después me detuve.

—¿Quieres que pare? ¿Me separo y te concedo más espacio?

Sacudió la cabeza mientras luchaba por recuperar la respiración, con la espalda y los flancos sacudiéndose. Lo masajeé en un punto entre los omóplatos. Su piel dejó de moverse y su espina dorsal se retrajo. Aunque los hombros parecían distintos. Tenían otra estructura, con músculos agrupados y gruesos, casi cargados. Aquel vello se parecía más a un pelaje, como el del husky de mi amiga Kara, con una capa superior más áspera y un interior suave.

Derek dijo que los licántropos se convertían en verdaderos lobos. Se me antojaba difícil de creer. De hecho, había oído que el tipo de licántropo al estilo «hombre lobo» fue tan popular a principios de la era Hollywood debido a la dificultad para representar la transformación de un humano en lobo. Si no podían lograrlo con maquillaje y prótesis, a buen seguro el cuerpo humano tampoco podría hacerlo. Pero al observar a Derek estremeciéndose y boqueando mientras descansaba en medio de la transformación, comprendí que estaba equivocada. Todavía no era capaz de tener una imagen vívida de todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor, pero no cabía duda de que se estaba transformando en lobo.

—Parece haber vuelto a parar —dije.

Asintió.

—Entonces, probablemente eso sea todo. De momento, esto es hasta ahora el…

Su cuerpo se puso rígido. Los músculos bajo mi mano se movieron, pero despacio, como si se asentasen, preparándose para revertir la trasformación…

Su espalda se levantó, sus miembros se enderezaron, la cabeza cayó y hubo ese… sonido; unos estallidos y crujidos horrorosos. Entonces su cabeza se tiró hacia atrás y los chasquidos quedaron ahogados por un aullido inhumano. Su cabeza se sacudió de un lado a otro y entonces vi su cara, la nariz y la boca alargadas hasta formar un hocico, el cuello grueso y la frente huidiza, y unos labios negros curvados hacia abajo para mostrar unos dientes afilados hasta los colmillos.

Uno de sus ojos se fijó en los míos, y el terror absoluto encerrado en él hizo desvanecerse el mío. No podía estar asustada. No podía flipar. No había manera de que pudiese ponérselo peor en modo alguno. Así que le sostuve la mirada, sin pestañear, y continué frotándole la espalda.

Un momento después, se relajaron los músculos bajo mi mano y se quedó quieto, sólo los laboriosos esfuerzos de sus jadeos, un sonido más canino que humano. Su espalda se elevaba y caía con profundas respiraciones. Entonces otra tremenda convulsión se apoderó de él, y estuve segura de que sería la sacudida final, con la que terminaría la transformación. En vez de eso, el pelaje entre mis dedos retrocedió. Se convulsionó otra vez, vomitando, con hilillos de bilis colgando de sus mandíbulas. Se los quitó con una sacudida y apartó la cara.

Derek tosiendo, a veces como un perro, durante un minuto, con los miembros temblando. Después se deslizaron bajo él, como si ya no fuesen capaces de soportar su propio peso, y cayó jadeando y estremeciéndose, con su pelaje como una oscura sombra de barba sin afeitar y su cuerpo casi devuelto a su forma humana, sólo le faltaba el cuello, muy fortalecido, y los hombros.

Después de otro suspiro profundo y tembloroso, rodó sobre un costado volviéndose hacia mí con las piernas encogidas y una mano tapándose la cara mientras terminaba la inversión. Yo estaba allí, acurrucada, intentando impedir que me castañeteasen los dientes. Derek cerró su mano alrededor de mi tobillo desnudo, donde mi calcetín había resbalado hasta la zapatilla.

—Estás helada.

Yo no sentía frío. Los temblores y la piel de gallina me parecían más bien producto de los nervios, pero respondí:

—Un poco.

Se tensó, después me cogió por la rodilla y tiró acercándome a él, amparándome del filoso viento. El calor de su cuerpo era como un radiador y dejé de tiritar. Volvió a cerrar sus manos alrededor de mi tobillo, su piel resultaba áspera, como las almohadillas de un perro.

—¿Cómo te va? —preguntó con voz aún extraña, tensa y rasposa, pero inteligible.

Solté una pequeña carcajada.

—Eso debería preguntarlo yo, ¿vale?

—Vale. Esto debe de ser lo que sucederá. Una transformación parcial y después vuelta a la normalidad.

—Tiradas de prueba.

—Supongo —apartó la mano de debajo de sus ojos—. Pero no has contestado a la pregunta. ¿Estás bien?

—Yo no he hecho nada.

—Lo hiciste,

descarao —me miró—. Has hecho mucho.

Sus ojos se encontraron con los míos. Miré en ellos y sentí… No sé lo que sentí. Un algo extraño y sin nombre que ni siquiera pude identificar como algo bueno o malo, sólo sé que lo sentí en las entrañas saltando y retorciéndose hasta que aparté la vista y miré hacia el bosque.

—Bien, vale, tenemos que pirar —dijo Derek, comenzando a levantarse.

—Todavía no. Túmbate. Descansa.

—Yo… —se incorporó y luego se tambaleó, como mareado—, yo no estoy bien. Vale. Sólo dame un segundo.

Se tumbó de espalda, con los párpados cayendo mientras luchaba por mantenerlos abiertos.

—Cierra los ojos —dije.

Sólo un minuto.

—Mmm-hmm.

No sé si tan siquiera estaban cerrados antes de que cayese dormido.

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