Despertar

Despertar


Capítulo 29

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Me quedé allí acurrucada hasta que se secó el sudor de su cuerpo y comenzó a temblar, todavía dormido. Entonces despegué sus dedos de mi tobillo. Él los soltó, pero sólo para cambiar y agarrarme de la mano. Bajé la mirada hacia ella, tan grande alrededor de la mía como la de un niño sujetando un juguete.

Me sentía contenta por estar allí para ayudarle. Contenta porque hubiese alguien; no creo que hubiese importado quién. Incluso sin que hubiese nada que pudiera hacer, sólo con tenerme allí parecía ayudarle.

No podía imaginar por lo que estaba pasando; no sólo la agonía, sino también la incertidumbre. ¿Era eso normal en jóvenes licántropos? ¿Comenzar a transformarse y después volver? ¿O se trataba de algo hecho por el Grupo Edison? ¿Qué pasaría si jamás llegase a lograrlo? ¿Su cuerpo continuaría intentándolo, haciéndole pasar por ese infierno una y otra vez?

Sabía que él ya se estaba preocupando por el mismo asunto. Eso no disculpaba sus arrebatos, pero me ayudaba a comprenderlo y no tomarlo de manera tan personal cuando la tomase conmigo.

Deslicé mi mano librándome de la suya, se envaró con un gruñido, pero no llegó a despertarse, sólo metió la mano bajo su otro brazo y se estremeció. Me apresuré al lugar donde había dejado su ropa. A mi regreso comprobé la sudadera donde me había sentado, pero estaba húmeda y manchada de barro. Así que decidí darle mi chaqueta en su lugar, debía de estar cerca de su talla, pero pronto se hizo patente que no iba a tener ninguna ropa puesta.

No importaba que sus prendas fueses amplias; toda la ropa de Derek lo era, como si creyese que sería menos intimidatorio si parecía regordete en vez de musculado. Sin embargo, no pude hacer que los vaqueros pasasen de sus rodillas, y aún así estaba segura de que iba a despertarlo. Así que me dediqué a colocarle la ropa por encima. Estaba preparando la chaqueta, asegurándome de que el lado forrado estuviese sobre él, cuando advertí un movimiento en los árboles. Me tumbé junto a Derek y me quedé quieta.

Como no oía nada, miré por encima de Derek y vi a un hombre entre los árboles. Llevaba el rostro rígido de ira y caminaba deprisa. Algo se movía por el terreno frente a él. ¿Un cliente del bar de carretera sacando al perro de paseo?

Lancé un vistazo a Derek. Si el perro lo olía tendríamos problemas. Me levanté hasta ponerme en cuclillas y repté hacia delante tan silenciosamente como pude. Vi un destello de pelaje amarillo a través de los espesos arbustos. El hombre movía su mano con un destello plateado, como si sujetase una cadena. Parecía furioso. No podía culparlo. Hacía frío, el lugar estaba húmedo y embarrado, y su perro parecía empeñado en hacer sus cosas en la parte más profunda del bosquecillo.

Aunque mi simpatía se desvaneció cuando su pie salió disparado lanzando una patada y me tensé, con un grito de rabia en los labios. Entonces vi que frente a él no iba un perro. Era una chica con el pelo largo y rubio que vestía vaqueros y una camisa de color claro, arrastrándose a cuatro patas como si pretendiese alejarse del hombre.

Volvió a darle una patada y ella se retorció, trastabillando hacia delante con torpeza, como si estuviese herida demasiado grave para levantarse y correr. Su cara se volvió en mi dirección y vi que no tenía más edad que yo. El rímel alrededor de sus ojos parecía la máscara de un mapache. La mugre le veteaba la cara. Mugre y sangre, comprendí. La sangre todavía le goteaba por la nariz manchándole la camisa.

Me puse en pie y al hacerlo el hombre levantó una mano. Un destello plateado; no era una cadena, sino un cuchillo. Durante un segundo todo lo que pude ver fue ese cuchillo, mi mente retrocediendo hasta la chica del callejón, la punta del cuchillo sobre mi ojo. El terror que con tanta fuerza había luchado por ocultar, reventó dentro de mí.

El hombre sujetó el largo cabello de la chica. Levantó su cabeza de un tirón y eso me sacó de mi petrificante pavor. Mi boca se abrió para gritar, chillar cualquier cosa, sólo llamar su atención para que ella pudiese escapar.

El cuchillo cortó el aire dirigiéndose directo a la garganta de la muchacha y yo solté un chillido. El cuchillo la atravesó sin que al parecer dejase marca. Estuve segura de que había fallado. Entonces su garganta se abrió, descosida, abierta, saliendo sangre a borbotones, chorreando.

Caí de espaldas. Con las manos volando a mi boca para ahogar otro grito. El hombre lanzó a un lado el cuerpo moribundo de la chica con un gruñido de desprecio. La muchacha cayó al suelo, aún derramando sangre, moviendo la boca, agitando sus ojos frenética.

El hombre se volvió hacia mí. Corrí, tropezando y dando traspiés entre la maleza. Tenía que llegar donde estaba Derek, hacerle despertar y ponerlo en aviso. Me pareció tardar una eternidad pero, al final, lo hice. Al tirarme a su lado vi un destello por el rabillo del ojo y me volví a tiempo de ver al hombre… De nuevo en el lugar donde lo viese por primera vez, en la misma posición y dirigiéndose por el mismo camino.

Su voz se abría diciendo algo, pero no salían palabras. ¿Por qué no podía oírlo? El bosquecillo estaba tan silencioso que mis propios jadeos me sonaban como los de una locomotora, pero ni siquiera podía oír los pasos de ese hombre. Me di cuenta de que durante toda la escena no había oído nada en absoluto.

Esperé el destello plateado que había visto antes, y sucedió, justo en el mismo lugar. Después pateó a la chica… En el mismo sitio.

Busqué en el bolsillo de mi chaqueta, aún envuelta alrededor de Derek, y saqué la navaja que le había cogido a la chica del callejón. Para entonces estaba bastante segura de que no estaba en peligro, pero no pensaba correr riesgos. Me acerqué sigilosamente hasta las silenciosas figuras moviéndose por la arboleda. El hombre volvió a patear a la chica por segunda vez, pero de nuevo no hizo ruido, su caída no hizo ruido. Ella no hacía ruido.

Fantasmas. Como el hombre de la fábrica.

No, no eran fantasmas. Puede que los fantasmas no hiciesen movimientos al moverse, pero yo era capaz de oírlos hablar. Podía interactuar con ellos. Aquellos sólo eran imágenes. Vídeos metafísicos de un suceso tan espantoso que quedó grabado en ese lugar, repitiéndose sin cesar.

El hombre sujetaba a la chica por el pelo. Cerró los ojos con fuerza pero aún fui capaz de verlo, pues entonces tenía el recuerdo grabado en mí, proyectándose en mis párpados.

Tragué y me retiré. Una vez en el claro, me tumbé junto a Derek, con las rodillas recogidas y la espalda vuelta a la escena que se desarrollaba a mi espalda. Pero no importaba que no pudiese verla. Sabía que estaba allí, desarrollándose detrás de mí, y no importaba si de verdad había visto morir a una chica. En cierto modo, lo había hecho.

Una chica de mi edad fue asesinada en aquel bosquecillo y yo había visto sus aterradores últimos momentos, la había observado hasta morir desangrada en el bosque. Allí había terminado una vida como la mía, y no importaba cuántas veces hubiese visto muertes en las películas, no era lo mismo y nunca lo olvidaría.

Me acurruqué allí, tiritando, rodeada de oscuridad. Odiaba la oscuridad desde niña. Entonces supe el motivo; cuando era pequeña solía ver fantasmas en la oscuridad, despreciados por mis padres como si fuesen el coco. En esos momentos, saber que el «coco» era de verdad no ayudaba nada.

Cualquier susurro del viento sonaba como una voz. Cada animal rebullendo por el bosque era una pobre criatura levantada de entre los muertos. Cada crujido de un árbol era un cadáver avanzando con sus garras por el suelo frío. Cada vez que cerraba los ojos veía a la chica muerta. Después veía a los murciélagos muertos. Luego veía a la chica, enterrada en el bosque, jamás hallada, despertándose en una tumba poco profunda, atrapada en su cadáver descompuesto, incapaz de gritar, de luchar…

Mantuve los ojos abiertos.

Pensé en despertar a Derek. No se quejaría. Pero, después de por todo lo que había pasado, me parecía un poco tonto decirle que no podía soportar estar allí fuera con la escena de un asesinato repitiéndose a mi espalda. Aunque, la verdad, le di algún codazo esperando que se despertase.

Sin embargo, no se despertó. Estaba exhausto, necesitaba descansar e, incluso si se hubiese despertado, ¿qué podíamos hacer? Estábamos atrapados en aquella parada de autocares hasta la mañana.

Así que me senté y traté de no pensar. Al fracasar eso, recité las tablas de multiplicar, que sólo sirvieron para recordarme a la escuela y preguntarme si alguna vez regresaría; y eso me recordó a Liz, a cuánto odiaba las matemáticas, y me pregunté cómo se encontraría y dónde estaba y…

Escogí recitar mi diálogo cinematográfico preferido pero, de nuevo, sólo sirvió para recordarme mi otra vida, luego a mi padre y a lo preocupado que debía de estar. Me volví loca intentando pensar en un modo seguro de hacerle llegar un mensaje, acumulando más y más frustración al no conseguirlo.

Al final me dediqué a una cosa que siempre me reconfortaba; a cantar

Daydream Believer. Era la canción favorita de mi madre, la que siempre me cantaba cuando tenía pesadillas. Yo sólo sabía una estrofa y el estribillo, pero los susurré entre dientes una vez, y otra y…

* * *

—¿Chloe?

Unos dedos tocaron mi hombro. Parpadeé y vi a Derek acuclillado junto a mí, todavía en calzoncillos, con el rostro sombrío de preocupación.

—Lo si-siento. Me dejé llevar.

—¿Con los ojos abiertos? ¿Sentada? Llevo un rato intentando espabilarte.

—¿Eh? —miré a mi alrededor y vi que era de día. Parpadeé con más fuerza y bostecé—. Una noche larga.

—¿Te has pasado toda la noche en vela aquí sentada? —bajó hasta el suelo—. ¿Por lo que me pasó? Sé que no tuvo que ser algo agradable de ver…

—Ésa no es la razón…

Intenté evitar tener que explicar nada, pero él siguió presionando y llegó el momento en que, o bien le decía la verdad, o bien le dejaría creer que verlo transformarse me había dejado en estado de conmoción. Le hablé acerca de la chica.

—No era real —dije al terminar—. Bueno, lo fue; una vez. Pero yo sólo veía una especie de reposición fantasmal.

—¿Y estuviste mirando eso toda la noche?

—No —hice un gesto con la mano por encima del hombro—. Eso fue ahí atrás. No miré.

—¿Por qué no me despertaste?

—Estabas cansado. No quería fastidiarte.

—¿Fastidiarme? Eso es la cosa más estúpida… —se detuvo—. Palabra incorrecta. Testaruda, no estúpida… Y berrearte justo ahora no ayudará, ¿verdad?

—La verdad es que no.

—La próxima vez, despiértame. Esperaba que soportases algo así y no me impresiona que lo hayas hecho.

—Sí, señor.

—Y la próxima vez que no me lo digas, sí que te chillaré.

—Sí, señor.

—Y yo no soy tu sargento instructor, Chloe. No me gusta estar detrás de ti todo el tiempo.

Yo no había sacado ese tema.

—No quise decir… —suspiró, negó con la cabeza y se puso en pie—. Dame un minuto para vestirme y nos iremos al bar de carretera, nos calentaremos y tomaremos algo para desayunar.

Cogió su ropa y se dirigió a la espesura sin dejar de hablar:

—La estación central de autobuses está en la ciudad. Espero que tengamos suficiente para el taxi. En cuanto lleguemos, vamos a llamar y conseguir el horario de salidas y los precios, así sabremos cuánto dinero nos sobrará.

Saqué unos billetes del bolsillo.

—Yo tengo ochenta. Dejé el resto en mi mochila. No me gusta llevar el resto por ahí.

—La mayor parte del mío también está en la mochila, que olvidé en el autobús —renegó de sí mismo entre dientes.

—Anoche no estabas en condiciones de recordar nada. Debería haber pensado en coger la mía.

—Pero tú estabas preocupada por mí. No importa, tendremos suficiente. Yo llevo unos cien…

Una pausa. Después el sonido de manos palpando tela, como cuando uno busca en los bolsillos.

Blasfemó.

—Se me deben de haber caído. ¿De dónde cogiste mis vaqueros?

—De justo donde los dejaste, doblados junto al árbol. Antes registré los bolsillos. Sólo había el envoltorio de una barrita energética.

—Lo sé, había… —se detuvo y volvió a blasfemar—. No, puse el dinero en mi chaqueta, que dejé en el autobús.

—Ochenta dólares deberían bastar para llegar a Nueva York y tomar un desayuno. Caminaremos, y después cogeremos un autobús urbano hasta la estación.

Salió de entre los arbustos con paso resuelto, murmurando.

—Estúpido, estúpido.

—Como te dije, tienes muchas cosas en la cabeza. Ambos las tenemos. Y ninguno de los dos está aún habituado a actuar como un fugitivo. Aprenderemos. De momento, vámonos dentro. Me estoy helando.

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