Despertar

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Las chicas parecen exhalar al unísono y Hettie casi nota su respiración posándose sobre ella, recubriéndola de envidia. Piensa en hablarles de los bailarines, del modo en que la gente se movía como si nada importara, pero no es algo fácil de explicar.

–¿Y los músicos? ¿Eran tan buenos como los Dixies?

–Eran alucinantes.

–¿Y el chico de Di? ¿Cómo es?

–Un encanto. Y rico.

Las chicas suspiran, se dispersan, vuelven a los espejos, a los polvos y el tabaco, a darse los últimos retoques al maquillaje y al peinado. Hettie saca los zapatos de baile de la bolsa y se sienta para atárselos, arropada por una inusual sensación de satisfacción. Para variar es la envidia de todas. Puede que no esté bien, pero sienta genial.

Di entra corriendo en el último momento, poniendo caras, se quita el abrigo y se viste a la velocidad del rayo, justo cuando se abre la puerta y asoma la cabeza de Grayson.

–Es la hora, señoritas. –Da una palmada–. A la pista. –Mete la cabeza en la sala y olisquea exageradamente–. Y como os pille fumando, os descuento una semana del sueldo.

Las chicas salen al gélido pasillo, Hettie y Di las últimas, mientras los chicos salen del vestuario de enfrente. Son doce, todos de traje, listos para el turno de la tarde.

La mezcla habitual de sentimientos compite en Hettie mientras los bailarines cruzan las enormes puertas dobles que dan a la pista. No cabe duda de que el Palais es espectacular: todo es chino, la pista entera está cubierta por la reproducción del tejado de una pagoda, alrededor cuelgan cristales tintados y paneles lacados que representan escenas chinas y altas columnas negras soportan el techo, todo él decorado con deslumbrante caligrafía dorada. En mitad de la pista se eleva una montaña en miniatura, con una fuente corriendo por sus laderas, y bajo una de sus dos réplicas de templos, la banda calienta.

La primera vez que vio el Palais fue cuando se presentó a la selección un frío día de enero. Todavía estaba parcialmente acordonado y las sierras y los martillos acompañaban de fondo al piano machacón mientras Grayson instruía a los esperanzados bailarines frente a una mujer de expresión severa, que ladraba órdenes y que eligió a ochenta hombres y mujeres entre quinientos a lo largo del día.

Incluso entonces, aún por acabar, oliendo a virutas y serrín, se intuía que sería un sitio especial.

Se anunció en toda la prensa local:

 

¡PALAIS DE DANSE! ¡LA COMIDILLA DE LONDRES!

¡El salón de baile más grande y lujoso de Europa!

Dos bandas de jazz.

Profesores de ambos sexos.

Traje de etiqueta opcional.

 

Hettie solía recortar los anuncios y dejarlos en la mesa de la cocina para que los leyera su madre.

El primer fin de semana fueron seis mil personas, y al salir a la pista de baile aquel primer día, viéndolo en todo su esplendor, realmente le pareció un palacio. Pero Hettie no tardó en darse cuenta de que tanto esplendor no estaba enfocado al personal. Iba todo dirigido a los clientes, a los que pagaban dos con seis. A Hettie, Di y el resto de los bailarines les esperaba el Corral. Igual que hoy.

Entran en fila, chicos a un lado, chicas al otro, cabizbajos mientras Grayson pasa revista en busca de chaquetas de punto, pañuelos, hombros caídos, cigarrillos de contrabando o agujas de tejer con las que matar el tiempo durante los bailes en los que no te contratan. Los barre con la mirada: «General Grayson», le llaman los chicos, en particular los que estuvieron en Francia.

 

Doce chicos y doce chicas por turno.

Veinte bailes por la tarde (3-6) y veinticinco por la noche (8-12).

Seis peniques el baile.

 

–¡Qué frío hace esta noche! –susurra Di cuando Grayson pasa por su lado.

Grayson se detiene. Da la vuelta lentamente y Di se mira las manos. Pero no hay tiempo para reprimendas porque las puertas se abren y los clientes entran en masa; a cientos, incluso un lunes por la noche, pisoteando el suelo de tarima flotante.

Los músicos comienzan algo torpes y las primeras parejas salen a la pista. Siempre tocan un vals al principio de la noche. Hettie observa la triste escena con las manos en las axilas para calentarse. Si alguien se toma alguna vez la molestia de acudir al Palais de etiqueta, desde luego no es los lunes, la pista es una mancha marrón, negra y gris de hombres en traje de calle y mujeres vestidas, mayoritariamente, con blusa y falda.

Una matrona muy tiesa envuelta en un traje chaqueta de lana está cruzando la pista con paso decidido, directa al corral masculino. Di da un codazo a Hettie y se ríe. «Mírala.» Al otro lado del pasillo, Simon Randall se endereza, se escupe a escondidas en la mano y se alisa el peinado. La mujer se para delante de él y le tiende tímidamente un tíquet. Simon lo acepta con una sonrisita y se levanta. Contratado. Simon es uno de los hombres con más éxito, lo contrata la misma mujer dos veces a la semana por once chelines cada baile. Propinas aparte.

El gentío se ha dispersado, unos se han sentado a las mesas y otros piden bebidas en las pequeñas cabinas repartidas alrededor de la pista. La inmensa sala va llenándose, la pista está cada vez más concurrida, la banda suena mejor y la tarde comienza a tomar forma. Hettie se fija en un hombre alto que avanza despacio entre la gente del otro lado de la pista y se endereza, se inclina hacia delante, con el corazón desbocado; se parece a él, al hombre del Dalton’s: Ed.

«¿El Palais? Fui una vez.»

Se agarra a la baranda. ¿Vendría a buscarla?

El hombre entra en la pista de baile y ella se inclina todavía más para verle mejor, casi está levantada, pero en cuanto se aproxima ve que no es él. Este hombre, salvo por la altura, no se parece en nada a él; este tiene los andares arrastrados y vacilantes de los que usan prótesis. Se ve a kilómetros. Tienes que andarte con ojo; te pisotean y ni se enteran.

–¿Qué pasa? –susurra Di.

–Nada. –Hettie, enfadada, niega con la cabeza.

Pero ha llamado la atención del hombre, que se abre paso por la pista. Hettie reconoce su actitud: un poco indecisos, silbando entre dientes sin ganas, como fingiendo no saber cómo funciona la cosa.

–Buenas –la saluda, con las manos en los bolsillos.

–Buenas tardes.

–¿Cuánto cuesta la fantochada esta?

–Seis peniques.

–¿Seis peniques? –El hombre parece ofendido, sube un poco el tono–. Pero acabo de pagar dos con seis por entrar.

–Si no quiere pagar, venga acompañado –interviene Di.

El hombre se pone rojo como un tomate.

Al instante Hettie se siente fatal. Se le parte el corazón: por él, por ella, por todo el maldito tinglado.

–Los tíquets se compran allí –le informa con amabilidad, señalando a la cabina de su izquierda–. Lo siguiente es un foxtrot.

El hombre traga saliva.

–Vuelvo enseguida, ¿sí?

La pregunta es agresiva, reta a Hettie a que le responda que no.

–Sí. –Hettie le sonríe–. Por favor.

El hombre se aleja con paso torpe, como si se hubiera chocado con todo lo que podía romper y su dignidad y él mismo hubieran acabado por los suelos.

Di resopla.

–Lo vas a pasar de miedo.

–A ti no te hace falta. –Hettie la mira de frente–. Yo necesito el dinero. No tengo un amigo que me compre cosas.

Di abre la boca, sorprendida.

–¿A ti qué te ha dado? ¿Te has levantado con el pie izquierdo?

Hettie se encoge de hombros. No sabe por qué, pero hoy está molesta con Di. Con el Palais. Con todo. El hombre vuelve con el tíquet en la mano. Hettie lo acepta, se lo guarda en el bolsito y deja que la ayude a salir por la portezuela metálica. Y cuando le sonríe no es mero paripé porque, la verdad, sabe Dios qué les empuja, a cualquiera de ellos, a ir solos al Palais.

Hettie levanta los brazos, abre las manos.

Funciona así: te contratan y bailas. Si eres amable con ellos y les gusta cómo te mueves, te piden otro baile, que significa seis peniques más, y ya está. La dirección se queda la mitad, de modo que sale a cuenta ser amable.

Las manos del hombre están húmedas cuando la atrae hacia él. Huele a sudor y a sótanos y a ropa que convendría lavar. No podría parecerse menos al hombre del Dalton’s.

Ya son dos.

La banda empieza a tocar y ellos se adentran en la pista.

 

* * *

 

A las tres la cola casi ha terminado, solo quedan cinco o seis hombres. Evelyn se recuesta en la silla, reprime un bostezo. El primero de la fila la está mirando, dubitativo, moviéndose muy levemente de un lado al otro, como si el suelo se balanceara bajo sus pies.

Neurosis de guerra.

Soldado raso.

–Adelante –dice Evelyn–. Siéntese.

Se sienta en la punta de la silla.

–¿Nombre?

–Rowan.

Evelyn destapa la pluma.

–¿Apellido?

–Hind.

El nombre es tan bonito que deja de escribir. «Hind»: dorado y natural. Evelyn levanta la vista y se descubre mirando con más atención de la habitual, buscando en su rostro una belleza a juego con el nombre. Pero no es guapo: demasiado menudo para el traje, brazo izquierdo en un mugriento cabestrillo, el aspecto de viejo marchito de quienes han llevado una vida al límite. De uno de esos que se alistó por el rancho.

–¿Rango?

–Soldado raso, señorita.

La pluma garabatea el papel. El sol vespertino le calienta la mejilla. Con suerte, para cuando termine todavía quedará luz para volver a casa cruzando el parque.

–¿En qué puedo ayudarle, señor Hind?

–Pasaba por aquí. Y entonces yo… yo…

Evelyn se recuesta. Está acostumbrada: tartamudean, balbucean. Puede ser paciente si se lo propone; puede ser amable. Rowan Hind baja la mirada y se calla un momento. Luego habla:

–Su dedo –dice al verlo.

–¿Sí?

–¿Qué le pasó? –Sus ojos pálidos la miran.

Tiene una curiosa capacidad de persuasión, desarma; Evelyn decide contarle la verdad.

–Fue en una fábrica.

–¿Durante la guerra?

Evelyn asiente.

–¿De municiones?

–Sí.

–Lo imaginaba. –Parece complacido–. Una canaria, ¿verdad? Todavía tiene la cara un poco amarillenta.

–¿Sí?

–¿Le dolió? Tiene que haberle hecho daño.

Evelyn se mira el vacío donde solía tener un dedo y el resto de la mano se cierra en un acto reflejo de protección.

–Sí. Aunque al principio no.

Al principio se rió. Menuda sorpresa: un dedo. Su dedo. Hasta hacía un segundo estaba unido al resto de la mano. El momento extraño, extenso, previo a que la sangre le empapara el delantal, la cara. Recuerda girarse hacia la mujer que trabajaba a su izquierda y ver que también ella tenía la cara ensangrentada. Luego se volvió hacia la máquina, que seguía troquelando, con su dedo dentro, con el tendón blanco aplastado como goma de pegar. Recuerda que alguien gritó. Luego todo se volvió negro. Cuando volvió en sí, estaba vendada y en una ambulancia rumbo al hospital.

Enfrente, el señor Hind asiente.

–Yo también lo he visto. He visto a hombres que perdían un brazo o una pierna, y durante los primeros segundos no sabían ni dónde tenían la cabeza. Si fuera usted soldado –se inclina en gesto cómplice– recibiría una pensión vitalicia.

–Sí. –Evelyn sonríe a su pesar–. En fin.

El hombre de detrás de Rowan remueve los pies.

–¿Tiene alguna queja? ¿Por eso ha venido?

El hombre se lo piensa.

–No –responde–. No es eso.

Evelyn espera a que continúe, pero él se limita a seguir sentado mirándose las manos.

–¿Tiene empleo?

–Trabajo. –Alza la vista–. De vendedor. Sí.

–¿Y cómo le va?

Se lleva el pulgar a la boca y se muerde un pellejo de junto a la uña.

–Es horrible.

Por supuesto que lo es. ¿Le gusta a la gente que llame usted a sus puertas? ¿Señor vendedor ambulante? ¿Pequeño señor Hind?

–Pero tampoco es eso. Es otra cosa.

–¿Sí?

–Quiero localizar a mi regimiento. Quiero encontrar a mi capitán. No sabía por dónde empezar… Y pasaba por aquí y he visto el cartel. Estuve en el 17.º Middlesex durante la guerra, luchando con los hombres de Camden.

–Comprendo. –Coge un trozo de papel de la mesa y busca la pluma. No es su trabajo, pero siempre podría ir al Registro con el pase de empleados. Tiene que poder saltarse alguna regla de vez en cuando–. No creo que sea complicado. Siempre y cuando, claro está, el hombre siga vivo. Anotaré primero su dirección. –Desenrosca el tapón de la pluma.

–Vivo en el número once de la calle Grafton, en Poplar. –Se inclina hacia ella para verla apuntar.

–¿Y su regimiento?

–17.º Middlesex.

Evelyn lo anota.

–¿En qué años sirvió?

–Desde 1916 hasta 1917.

–¿Y en 1917 le dieron la baja por invalidez?

–Sí.

–¿Y dónde lo hirieron?

Duda.

–En el brazo.

–Ya veo. –Espera a que se explique–. ¿No puede moverlo?

–No.

De nuevo, el hombre no añade nada más. Evelyn siente un atisbo de irritación.

–¿Y su capitán?

–¿Sí?

–¿Cómo se llamaba su capitán?

Se le crispa la cara.

–Montfort.

Al principio Evelyn cree que lo ha entendido mal.

–Capitán Montfort. –El hombre se inclina a la espera de que Evelyn lo anote.

Ella mira la pluma que sostiene en la mano, presionando el papel. La tinta corre por los minúsculos valles y depresiones de color gris veteado. Levanta la punta del papel.

–¿Capitán Montfort?

Él asiente.

–Pues lo siento. –Se endereza–. Me temo que no puedo ayudarle.

–¿Qué? ¿Por qué?

–Aquí solo nos ocupamos de las pensiones. Pensiones y subsidios. No somos una oficina de desaparecidos. –Coge una ficha de un montón, la gira por la cara en blanco, saca un librito de cuero, lo abre y copia una dirección. Lo hace todo con sumo cuidado, muy despacio, tratando de mantener firme la pluma–. Le recomiendo que contacte directamente con el ejército. Le anoto aquí toda la información.

Él mira el trozo de papel que le tiende como si las letras pertenecieran a un alfabeto extranjero.

–Pero –dice, y la mira– me acaba de decir que podía ayudarme.

–Lo siento. Estaba equivocada.

Él la observa sin disimulo. Evelyn cree que sabe que le está mintiendo. Le sostiene la mirada. Él comienza a sacudir la cabeza.

–¿Señor Hind?

Las sacudidas se intensifican, se transmiten al cuerpo hasta que termina moviéndose como un muñeco de una caja sorpresa y contorsiona la cara en una mueca horrible. Pero Evelyn ya ha presenciado ataques similares. Por espantosos que sean, lo único que puedes hacer es esperar. Se clava las uñas en las palmas de las manos y mira para otro lado, al suelo de moqueta marrón y sucia.

–¿Estás bien?

Levanta la vista y ve a Robin justo delante de ella, con la mano en el hombro de Rowan. Por un segundo cree que se lo dice a ella. Luego: «Calma, calma». Habla en voz baja, como si tranquilizara a un animal, acariciando despacio la espalda del otro hombre, más menudo. Al lado de Rowan parece enorme, firme como un roble.

–Ya está. Tranquilo. Ya está.

Poco a poco las sacudidas remiten y Rowan recupera el control, resuella. Robin se aparta un poco para dejarle espacio y crea un triángulo entre Rowan, Evelyn y él. Se mete las manos en los bolsillos.

–¿Estás bien, amigo?

Rowan asiente, con la vista clavada en el suelo.

–Sí, señor. Perdone, señor.

–No te disculpes –dice Robin en voz baja. Mira a Evelyn–. ¿Todo bien?

–Estamos bien –contesta ella, tajante–. Gracias.

–Pues muy bien.

Le lanza una mirada y regresa a su mesa. Evelyn le ve alejarse mientras le hierve la sangre; todos lo intentan, antes o después. Decirle lo que tiene que hacer. Lo odia. Lleva dos años aquí; es la empleada de más antigüedad. Se gira y ve que Rowan la está mirando.

–Usted –dice Rowan. Habla despacio, como si tuviera que empujar las palabras por algo más espeso que el aire–. Se le parece muchísimo.

–¿A quién me parezco?

–Al hombre. Al hombre a quien quiero ver.

–Bueno –responde, acercándole el papel por encima de la mesa–. Aquí podrán decirle si… si el hombre que busca está vivo.

 

* * *

 

Cargan el ataúd en la ambulancia militar número 63638. Al lado: seis barriles de tierra, de seis campos de batalla distintos, en total,cien sacos. La ambulancia arranca rumbo al norte por la carreteralarga y recta que conduce a la costa. La acompaña una escolta militar: dos coches delante y uno detrás. Cuatro soldados viajan en silencio en cada vehículo, con las gorras en las rodillas.

Aquí, aunque todavía son visibles los estragos de la guerra, la tierra se parece más al campo que en Somme, más al sur. Aquí están comenzando a regresar a las granjas algunos indicios de vida. Aquí,incluso después de todo lo ocurrido, los campos siguen pareciendocampos, tierra donde todavía podría crecer algo.

El convoy pasa junto a un granjero con su arado. El granjeromira a la escolta y la vieja ambulancia rayada. Regresó a la granja el año pasado. Le hirieron en Verdún y perdió un ojo, y lo mandaron de vuelta a casa, secretamente aliviado. Un ojo no parecía un precio demasiado caro por su vida. Pero dejó la granja para instalarse con su suegro en Borgoña tras el avance alemán de 1918, después de que los alemanes aceleraran la ofensiva primaveral y le requisaran la granja, la bodega y las tierras. Después se lo bebieron todo, mataron a las gallinas y se las comieron, aturdidos ante tanta abundancia, chicos que habían estado muriéndose de hambre tras la línea de combate. Se emborracharon tanto que despertaron al granjero, a su mujer y a sus hijos con sus gritos mientras daban tumbos desnudos por el patio, tapándose las vergüenzas con el casco, entre botellas devino vacías tiradas por el suelo. El granjero supo entonces que sehabía terminado. Que los alemanes estaban acabados. Que aquellos chicos hambrientos y borrachos habían detenido el avance.

Son algunas de las imágenes que le acompañan de la guerra.Ahora solo quiere que le dejen en paz. Quiere terminar de arar sin tocar ningún resto de artillería que haya quedado por ahí. Conoce a muchos granjeros que han perdido alguna pierna, o algo peor, tratando de sacar partido de sus tierras.

Se pregunta brevemente quién irá en el coche que se acerca: ¿quizá un dignatario extranjero? Pero no le dedica mucho tiempo a la idea. Reanuda el trabajo, encorvado contra la llovizna, contra el cielo gris, pensando en cenar frente al fuego, sentado al lado de su mujer.

 

* * *

 

Con un único movimiento limpio y fiero, Ada corta los nudos y el cordel cae al suelo levantando una nubecilla que parece humo.

Arriba de todo están las cartas que Michael les escribió a Jack y a ella, dos montones gruesos, atado cada uno de ellos con otro trozo de cordel anudado. Las saca y las deja en la cama. Todavía no.

Debajo hay una colección menor de postales sueltas. Una es la fotografía de una iglesia. «Albert», dice en la esquina inferior derecha. En lo alto del campanario hay una estatua de una mujer con un bebé, la mujer lo sostiene con los brazos estirados, el bebé pende en el vacío. Al dorso, en la letra de su hijo:

 

La mujer es la Virgen María. Lleva inclinada un par de años. Dicen que cuando se caiga, terminará la guerra. ¡Reza para que se caiga cuando vayamos ganando, mamá!

 

Fue la primera postal que mandó, recién llegado a Francia, en 1917, y desde el día que la recibió, Ada la tuvo clavada con chinchetas en la pared de la cocina. Pero la inquietaba; algo en aquella mujer colgando en el aire, aferrando desesperadamente a su hijo, le recordaba a ella.

Tenía el mismo mapa en la pared que todos sus conocidos; lo habían regalado con el

Daily Mail y la ciudad de Albert aparecía justo en el centro de la zona británica, marcada en rojo. La rodeó con un círculo. Al menos así se lo podía imaginar en alguna parte, podía mirar la iglesia, ver algo que él también había visto. Además el nombre sonaba perfecto en inglés; Albert, fácil de pronunciar, no como el resto de nombres del mapa: Ypres, Thiepval, Poperinghe. Ada no tenía ni la más remota idea de cómo se pronunciaban.

Revuelve el contenido de la caja. Caen más postales por debajo de la primera: una fotografía de un río y su ribera y gente de picnic vestida de verano. «El Somme», indica abajo. En el dorso de la postal, Michael ha escrito: «¡Ya no se parece en nada a esto!». Ada se acuerda de lo que hizo cuando esa postal llegó a su puerta: examinó las caras de la ribera, y le alivió comprobar que los franceses no eran tan distintos de ellos.

La última fotografía muestra una calle adoquinada. Hay algo enganchado por detrás. Ada lo despega con cuidado: es una fotografía de Michael. Ahora se acuerda: se la mandó junto con la que tiene enmarcada en el salón de abajo, no mucho después de llegar. Debieron de sacarlas con escasos segundos de diferencia y en el mismo fotógrafo, porque se ve el mismo fondo en las dos, una pared pintada. Pero Michael no sonríe; no se le ven los ojos y los bordes están borrosos, de modo que cuestan distinguir dónde acaba la pared y comienza el uniforme. Ada sabe que su hijo debió de moverse cuando se cerró el obturador y por eso la fotografía salió como salió, pero aun así no le gusta. Le parece que Michael ya está entrando en un futuro donde no existe.

Debajo encuentra tres cartulinas más pequeñas de color marrón claro. Estas postales no están ilustradas y en las tres pone lo mismo, impreso y alineado a la izquierda:

 

 

Las dos primeras son de junio de 1917, cuando Michael entró en combate por primera vez. Recuerda que no recibieron carta durante más de una semana y luego llegaron esas postales, una al día siguiente de la otra, con todas las frases tachadas menos una: «Estoy bien».

Cuánto la había aliviado recibirlas pese a lo poco que decían.

Cuando por fin publicaron la lista de bajas de su compañía, Ada se abalanzó sobre el periódico y repasó la lista con el dedo, buscando frenéticamente su nombre entre los heridos y los fallecidos. No estaba. Con todo, tuvieron que esperar otra semana para recibir una carta normal. Entretanto leyó e intentó comprender lo que implicaba lo que leía: cincuenta supervivientes de doscientos hombres.

Y entonces supo que lo que había visto su hijo, fuera lo que fuese, lo había llevado a un lugar fuera del alcance de su madre.

En la caja queda otra tarjeta postal de campaña. Con fecha del 14 de septiembre de 1917. Llegó tras dos semanas de silencio. Dos semanas durante las cuales Ada le escribió cuatro veces. Dos semanas durante las cuales, cada mañana cuando llegaba el correo, salía corriendo al recibidor; durante las que Jack entraba en la cocina todas las noches, estrujando el gorro entre las manos, fingiendo que no miraba si había una carta apoyada en la tetera para él. También esta postal dice lo mismo:

 

Estoy bien.

 

Fue la última vez que tuvieron noticias de él: el 14 de septiembre de 1917.

Revisaron la prensa, pero esta vez no se mencionaba a su compañía. Los diarios no hablaban de ninguna acción en la que pudiera haber participado, no contenían ninguna pista.

Al fondo de la caja hay una carta en un sobre marrón pequeño. La saca y la sostiene en las manos. Contiene tanto dentro, y pesa tan poco.

Llegó un lunes de septiembre, un día soleado de finales de verano. Ada estaba tendiendo la colada. Por toda la calle había mujeres fuera, haciendo lo mismo, engalanados los jardines con sábanas blancas. Ada no había oído la tapa del buzón y cuando regresó a la penumbra del recibidor apenas distinguió la forma de una carta sobre el felpudo. Se agachó a recogerla y vio el matasellos oficial y el nombre de Jack impreso en negro. La soltó y volvió afuera.

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