Despertar

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Lucía el sol, pegaba sobre la blancura de sus sábanas y de toda la ristra de jardines, como si todas las mujeres de Londres se hubieran rendido a la vez. Justo enfrente tenía la conejera que Jack todavía no había reparado. Se quedó mirando el punto donde el alambre hexagonal estaba separado de la madera gris, sin barnizar. Lo había arrancado un zorro hacía años. El gato de los vecinos estaba durmiendo al lado, descansando en un trocito de suelo caliente, subiendo y bajando la barriga al sol.

Lo siguiente que recuerda es estar de pie en la cocina mientras las sombras se iban alargando a su alrededor, cuando entró Jack. Le tendió la carta a su mujer. Le pidió que se sentara.

–No la abras –dijo ella.

Pero Jack la abrió. Ella observó su cara mientras leía. Sus ojos moviéndose por la página. Paró. Volvió a empezar. Y con esos movimientos insignificantes Ada sintió que su vida, su futuro, se contraían y se derrumbaban.

–No es verdad.

Jack dejó la carta en la mesa. La empujó en su dirección.

Ella miró las manos de su marido, los pelos negros de los dedos.

–Tienes que leerla, Ada.

La cogió.

 

Estimado señor Hart:

Lamento mucho tener que comunicarle que su hijo Michael falleció el 11 de septiembre por causa de las heridas recibidas.

Atentamente,

 

Ni una palabra más en toda la página. Ni siquiera un nombre, solo una firma al final, pero borrosa, como garabateada con prisas o bajo la lluvia.

–No es verdad –dijo Ada, mirando a su marido–. Lo sabría. No es verdad.

No llegaron más cartas, nada que explicara cómo había muerto su hijo. Jack escribió a la compañía de Michael, pero no recibieron respuesta. Todo el mundo recibía dos cartas. Todos los que habían perdido a alguien. La mayoría incluso más: la carta de alguien que estaba con él cuando murió, de alguien que tenía palabras de consuelo, algún pequeño detalle.

Ada estaba convencida de que habían cometido un error.

Después, durante un tiempo, la gente la paraba por la calle para darle el pésame. Para decirle el orgullo que era para ella, como si la muerte de su hijo la hubiera hecho mejor. Ada se limitaba a dejarlos hablar hasta que seguían adelante. No sacó el vestido de luto, guardado en un arcón a los pies de la cama, doblado con bolas de naftalina y papel de seda; el vestido que se había puesto por última vez por su madre, hacía veinte años.

Entonces, en el invierno de 1918, una vez terminada la guerra, los chicos comenzaron a volver a casa. De repente estaban por todas partes, pululaban por las calles con sus trajes de desmovilizados y sus abrigos de quince chelines. Era como si en Francia hubieran hecho un truco de magia a la inversa, como si en lugar de morir allí hubieran florecido en los campos cenagosos, hubieran vuelto a criarse en sus fértiles suelos. La prensa iba plagada de historias, de milagros: chicos que se habían escondido tras las líneas enemigas y habían regresado a casa a pie; chicos que ni siquiera sabían que la guerra había terminado, pero se habían plantado en el jardín trasero harapientos y sucios a la hora del té.

Fue entonces cuando lo vio por primera vez: al borde de un grupo reunido en una esquina, de espaldas. Ada se acercó; el chico se dio la vuelta, no era él y ella salió corriendo, sudada, temblorosa. Luego, a los pocos días, lo vio cogido del brazo de una chica en el parque. Salió tras él, lo llamó. No era Michael. Le pasaba constantemente. Salía corriendo tras él y se paraba al descubrir que era otra persona, alguien de la misma altura, con la misma forma de ladear la cabeza o el mismo color de pelo. O sencillamente perdía de vista al chico que estaba persiguiendo.

A menudo, durante las noches de insomnio, dejaba a Jack durmiendo y se metía en la cama de su hijo, se acostaba en el estrecho colchón del cuarto también estrecho, con las paredes empapeladas con fotos de fútbol. Empezó a verle allí. Se despertaba y estaba con ella, sentado en la cama. Ada no se sorprendía. Hacía ademán de tocarlo, pero él la detenía levantando la mano. A su alrededor se movían sombras.

–¿Quiénes son? –le preguntó Ada.

–Chsss… –Michael se llevó el dedo a los labios y sonrió–. No te preocupes, mamá, no pasa nada. Solo están muertos.

Un día, en las postrimerías del largo invierno de 1918, se presentó un médico en casa. Le puso una inyección, Ada notó un pinchazo en el brazo. Cuando volvió en sí estaba de vuelta en el dormitorio que compartía con Jack, y este estaba sentado en una silla en el rincón. La luz era clara y fría. Jack se acercó y la ayudó a levantarse.

–Vamos allá –dijo Jack.

No le preguntó.

De bajada pasaron frente al cuarto de Michael. La puerta estaba abierta, la habitación vacía. Solo quedaban los huecos y las marcas oscuras de los bordes donde antes colgaban las fotografías de futbolistas, solo las minúsculas motas de la pasta de agua con harina con que las pegaba. Ada miró la habitación y luego miró a su marido.

–¿Y sus cosas? –Le pareció que la lengua no le cabía en la boca.

–Guardadas. –Tenía expresión culpable pero firme, apretaba la mandíbula.

Entonces Ada le odió, pero incluso el odio le pareció distante, como si lo sintiera otra persona, cercana pero inalcanzable, como atrapada detrás de un cristal.

 

 

Se oye un ruido en la planta baja. La puerta trasera al abrirse. Jack entra en la cocina.

Ada recoge las postales de cualquier modo. El cielo se ve negro al otro lado de la ventana.

–¿Ada?

La carne, se la ha olvidado en la tienda. La comida que quería preparar. El día ha volado. ¿Adónde ha ido? Guarda las cartas al fondo de la caja, pero deja fuera las oficiales, se las mete en el bolsillo del delantal. Intenta volver a anudar el cordel, pero tiene los dedos torpes y no lo consigue y Jack ya está en las escaleras. Devuelve la caja al armario, lo cierra a toda prisa. Y Jack abre la puerta, Ada se gira, se alisa el peinado.

–¿Qué haces?

–Nada… Limpiaba.

–¿Aquí?

Le mira las manos vacías, después otra vez a la cara.

–Sí… Hacía meses que no entraba, así que… He pensado entrar por si hacía falta algo. –El corazón le late acelerado.

–¿Con qué estabas limpiando?

–Todavía con nada. Estaba… a punto de empezar.

Se sonroja hasta la punta del pelo.

Jack revisa la habitación con la mirada, ve la cama, las tijeras encima.

–Yo la veo bien.

–Sí. Está bien.

Ada pasa por el lado, coge las tijeras y baja apresuradamente, agradeciendo el frío y la penumbra de la cocina. Oye los pasos de Jack en la planta de arriba. Escucha cómo camina por el cuarto de su hijo. Diría que está de pie junto a la ventana, mirando afuera. Los pasos giran, dudan. ¿Abrirá el armario? ¿Verá que ha movido la caja? Ada no se atreve ni a respirar. Pero los pasos vuelven a cruzar el suelo de la habitación, luego salen y bajan las escaleras. Ada se apoya en el fregadero.

–Qué oscuro.

Jack entra en la cocina por detrás de ella.

–Sí.

Ada enciende el gas con una cerilla. La luz amarilla lame las paredes.

–¿No hay nada de comer?

–Lo siento. Eh… Se me ha olvidado.

–¿Se te ha olvidado?

–Perdona –dice, volviéndose a mirarle.

Veinticinco años. Espera a que Jack diga algo, a que mencione la fecha. Pero no lo hace.

–Pues voy por una ración de pescado –dice por fin, con calma–. ¿Te apetece?

Ada asiente, derrumbada.

Jack le da un golpecito a la gorra y se la pone.

–Entonces hasta luego.

Ada le ve marcharse. Se desploma en una silla. Piensa en la carne, abandonada en el mostrador con el chico del carnicero. ¿Qué habrá pensado de ella al verla salir corriendo? Hunde la cabeza entre las manos.

Una loca, una vieja.

Que persigue fantasmas.

Que grita por la calle el nombre de su hijo muerto.

 

* * *

 

La ambulancia de campaña que transporta el ataúd pasa junto a lossoldados británicos y franceses que llenan las calles de Boulogne.Cruza las puertas de la ciudad vieja, luego sube la empinada colina con vistas al puerto, salva el puente que conduce a la entrada fortificada del castillo y después pasa bajo el gran arco de piedra y se detiene en el patio, aplastando gravilla con los neumáticos.

Ocho soldados cargan con el ataúd por los pasillos serpenteantes del viejo castillo, dejando atrás a varios soldados franceses, hasta el comedor de los oficiales, en la antigua biblioteca, donde se ha instalado una chapelle ardente

,una capilla ardiente provisional. Lasala está decorada con banderas y palmas, flores y hojas otoñales alfombran el suelo de amarillo, naranja y rojo.

Una guardia de soldados franceses se acerca a velar el cadáver. Todos pertenecen al 8.º Regimiento, todos acaban de recibir la Legión de Honor por méritos de guerra. Se encienden velas. Los soldados flanquean el ataúd con los fusiles apoyados en el hombro. Unodeellos, un veterano de treinta años, mira fugazmente el ataúdantes declavar la vista en el suelo. Es una caja tosca y sencilla. No corresponde a un funeral de Estado. Se pregunta si tanta mesura será algo típico de los británicos.

Los británicos que conoció en la guerra eran unos tipos curiosos, estaban chalados. Hubo uno en particular que no olvidará jamás. Lo conoció una noche en un bar, justo detrás de la línea del frente. El inglés estaba comiéndose un huevo con patatas fritas. Es lo que pedían todos, todo el tiempo, con esas voces suyas tan raras y contundentes; no querían otra cosa: ¡huevo con patatas! ¡Huevo con patatas! Este en particular era bajo y fornido.Cuando el soldado francés se sentó enfrente de élcon la cerveza y el inglés alzó la vista, el primero supo, sin hablar,loque no tardarían en hacerse el uno al otro. Y lo hicieron: detrás deuna iglesia en ruinas, junto a lápidas antiguas, con la tripa llena de cerveza y fritos.

Después, recuerda el francés, el chico se derrumbó y lloró. Yelfrancés supo que no era por lo que habían hecho, en realidad no, sino por todo lo demás. Y se abrazaron entre las piedras ruinosas hasta que los pájaros cantaron y un sol blanco asomó entre los restos de la iglesia.

Fue en junio de 1916, justo antes del Somme.

El soldado francés se queda mirando al suelo, que centellea iluminado por la luz de las velas. Mira las hojas, las flores que yacen a sus pies.

 

* * *

 

Evelyn mete sus cosas en la cartera, preocupada. Robin ha hablado con ella al marcharse y ella le ha replicado, pero ahora que se ha ido ya no recuerda nada de lo que se han dicho. Se ha olvidado incluso de enfadarse con él por lo sucedido antes, por inmiscuirse en el asunto de Rowan Hind. Apaga las luces y se queda un momento de pie, mirando afuera. Por la ventana, el cielo del anochecer, que se veía negro con las luces encendidas, todavía es de un azul intenso, cada vez más oscuro.

Capitán Montfort.

Evoca la cara del hombre al pronunciar el nombre. Parecía asustado. Muchos hombres parecen asustados a diario. ¿Por eso no ha querido ayudarle?

Se pone el sombrero y el abrigo y recorre el pasillo a oscuras, sale a la calle y saca las llaves para cerrar la puerta.

–¿Evelyn?

Evelyn da un brinco y grita, suelta las llaves, se lleva la mano al cuello. Robin está en la penumbra de la puerta, a su lado.

–Por Dios, me has asustado.

–Perdona. No era mi intención.

Se agacha a por las llaves del suelo. Evelyn comprende que intenta recogerlas.

Se agacha y las coge ella. La cara de Robin se ve pálida con tanta oscuridad.

–¿Y bien? –pregunta al final Evelyn–. ¿Qué pasa? ¿Te has olvidado algo? ¿Tienes que volver a entrar?

Cada vez hay menos luz. Evelyn quiere llegar al parque antes de que cierren. Se pasa las llaves entre los dedos sin tratar de disimular su irritación.

–Quería preguntarte una cosa.

–¿Qué?

Robin da un paso adelante.

–Eh… Suelo salir a bailar por la noche y… me preguntaba si… Bueno… –Se endereza cuan alto es, levantando la cara por encima de Evelyn–. En pocas palabras, me preguntaba si querrías acompañarme. El jueves toca un grupo de dixie bastante bueno. Es el Día del Armisticio. Se me ha ocurrido celebrarlo. Hacer algo especial. Menos aburrido.

Evelyn da un paso atrás.

–No. Gracias, Robin.

–Oh. –Parece que se queda sin aire–. ¿Tienes otros planes?

Evelyn hace un gesto con la mano que no la compromete a nada.

Él le da vueltas al sombrero entre las manos.

–Pues ¿quizá otro día?

–Quizá.

Se produce un silencio.

–Bueno. ¿Puedo…? –Señala hacia el metro–. ¿Vas…?

–No. Voy a pie.

Se calla antes de mencionar el parque. No quiere que la acompañe con esa pierna, que se desvíe de su camino. Cae en la cuenta de que no tiene ni idea de dónde vive, de que prácticamente no sabe nada de él.

Robin asiente.

–Bueno, pues mañana.

–¿Mañana?

–Digo que hasta mañana –dice, y da media vuelta.

Evelyn se abrocha el abrigo hasta el último botón.

–¿Robin?

–¿Sí? –Vuelve a girarse, otra vez con expresión expectante.

–En el futuro, te agradecería que no te entrometieras.

–¿Cómo dices?

–El caso de neurosis de guerra. Lo tenía controlado.

–Ah. –Se acerca un paso–. Lo siento. Lo aprendí en Francia. A veces… bueno, funciona.

–Preferiría que no probaras tus métodos en mi turno.

Silencio. Junto a ellos, en la acera, se ve cada vez más gente que vuelve a casa al anochecer.

–Por supuesto. –Robin asiente–. Perdona. Hasta mañana, pues.

Evelyn da la vuelta y echa a andar hacia la calle principal, en dirección contraria, feliz de alejarse de Robin, de dejarse engullir por el gentío. Empuja contra la marea que va al metro y gira a la derecha, hacia Parkway.

¿Robin? Invitándola a bailar. Casi da risa. Quizá se haya limitado a ser amable, a apiadarse de ella. O quizá lo tuviera todo planeado, una reunión de atormentados: podrían arrastrarse torpemente por la pista de baile, ella le hablaría del dedo que le falta y él de la pierna que no tiene.

¿Bailar? Hace años que no baila. La idea le parece casi obscena.

Cuando llega a la entrada del parque hay menos gente por la calle. La verja está abierta. Se supone que cierran al anochecer, pero anochece una hora antes desde que hace dos semanas retrasaron los relojes. Aunque no se ve al guarda por ningún lado. Una vez dentro, Evelyn respira a grandes bocanadas ansiosas, con la mirada ávida de los últimos rayos de luz, subiendo a toda prisa la colina, contenta de moverse tras pasarse todo el día sentada, balanceando las manos, notando cómo se le activa la sangre, cómo se le acaloran las mejillas.

El corazón le da un brinco cuando alcanza la cima y descubre que su banco está vacío y que, salvo algunos dueños que pasean al perro a los pies de la colina, no hay ni un alma. Más abajo, en uno de los numerosos senderos que entretejen el césped, el farolero se mueve despacio, dejando un rastro de pequeños fuegos amarillos tras él. Nubes bajas se echan carreras por el cielo plomizo. A pesar del frío, Evelyn se quita los guantes y apoya las manos planas en la tosca madera del banco.

Aquí es donde se sentaron, Fraser y ella, bajo un cielo abrasador, hace tres años y cuatro meses, el 7 de julio, a las tres de la tarde; la última hora que pasó con él en este mundo.

Fraser le había escrito a finales de junio de 1917. Le habían concedido diez días de permiso en casa, los primeros desde hacía diez meses. Era afortunado. Se habían anulado muchos permisos. Se avecinaba algo importante. Tendría que ir a Escocia a visitar a la familia pero, dependiendo de los trenes, todavía le quedarían los dos últimos días.

«Pensar en Londres, lleno de caqui por todos lados, desanima casi tanto como esto. ¿Podríamos ir a algún sitio? ¿A algún lugar más verde? Que ninguno de los dos conozcamos. Quiero sentarme en un prado contigo a mi lado y ver solo verde.»

Por entonces Evelyn trabajaba en un despacho por encima del Strand contrastando listados de mercancías de los muelles con los pedidos del gobierno, y se moría de aburrimiento. El colega más cercano era una mujerona sudorosa de la mesa siguiente que llegaba a diario desde Horsham y que charlaba básicamente de los pequeños ajustes del servicio ferroviario por culpa de los cuales llegaba siempre tarde. El día que recibió la carta de Fraser, a la hora del almuerzo Evelyn salió a comprarse un mapa en Stanford’s y lo escondió bajo las órdenes de envío para que nadie lo viera. Después dedicó toda la tarde fétida a analizarlo, mientras las moscas chocaban con las ventanas, seis plantas más arriba.

Revisó el mapa en busca de algo solo verde y eligió un pueblo al azar, entre Londres y Hastings, en la línea de Victoria. En el mapa aparecía rodeado de campos y con una mancha azul oscuro, un lago o un embalse, del tamaño más o menos de la uña del meñique. Quizá, pensó, podrían nadar un poco.

Cuando llegó el día, hacía bochorno. Lejos de escapar de los uniformes, el tren iba repleto de hombres con sus novias de camino a la playa. Fraser había llegado temprano esa misma mañana, en el tren de Edimburgo, con el tiempo justo para cruzar Londres y reunirse con ella. Evelyn casi se lo pasa de largo en la estación. Él la agarró del brazo y ella se paró, estupefacta. No le reconoció. Aparentaba diez años más, el agotamiento lo había vaciado. Al instante, Evelyn comprendió que su plan era ridículo. Ojalá hubieran decidido quedarse en casa.

Fraser durmió todo el trayecto, cabeceando sin parar. De vez en cuando llegaban restos de algún sonsonete y él se despertaba sobresaltado, con expresión asustada y confusa, y luego la veía a su lado y le apretaba la mano y sonreía, y volvía a dormirse. Evelyn sacó un libro de la bolsa e intentó leer, pero las letras se embrollaban. Había algo de desesperada en la jovialidad forzada del vagón cargado de humo, del olor acre del caqui y los cuerpos y el calor. La ventanilla estaba cerrada, atascada, y el tren se paraba todo el rato entre estaciones sin razón aparente. La impacientó todavía más que la retuvieran así, en plena campiña, con la exuberancia del follaje aplastándose contra las ventanillas, le pareció impactante, siniestro, el verano en todo su esplendor inconsciente.

Al llegar a la pequeña estación que habían elegido despertó a Fraser y se apearon del tren, que arrancó entre una nube de humo y vapor dejándolos a los dos mirándose en silencio, convertidos de pronto en dos desconocidos a la deriva.

Fraser sacó un cigarrillo y lo encendió.

–Estaba soñando –dijo, por fin.

–¿Sí? ¿Con qué? ¿Me invitas a uno?

Le pasó el cigarrillo y se encendió otro para él.

–No estoy seguro. –Se protegió los ojos y atisbó al otro lado de las vías, donde los campos se extendían hasta donde alcanzaba la vista–. Algo malo, creo.

El trigo estaba alto. El sol estaba en su cénit. El aire estaba a la temperatura de la sangre. Fraser era alto, pero parecía encogido bajo la fuerza del sol, empequeñecido, Evelyn nunca lo había visto así. Tenía el terrible presentimiento de que iba a pasarles algo, allí, en el campo; que no podría salvarlo si ocurría cualquier cosa.

–No hemos traído agua –dijo Evelyn.

Inútil. ¿Cómo habían salido al campo sin agua? ¿Ni comida? Había tenido días para planearlo. ¿En qué había pensado tantos días? Ahora estaban en la campiña, no iban preparados y estaba a punto de sucederles algo terrible, y salir al campo era lo único que Fraser había dicho que quería hacer.

–Bueno –dijo él, mirándola con una sonrisa–, al menos si muero de sed no tendré que volver a Francia.

Mientras salían de la estación, Fraser la cogió de la mano y bajaron juntos por una colina, dejaron atrás un pequeño grupo de casitas de ladrillo con los jardines rebosantes de flores estivales. Un gato dormitaba a la sombra de un árbol. A lo lejos, las campanas de una iglesia tocaron los cuartos. Al pie de la colina giraron por un sendero donde los árboles se tocaban formando un dosel. Solo se oían sus pasos por la tierra fría del camino.

Estaban callados, pero la mente de Evelyn no paraba. Siempre pasaba lo mismo: después de tantas cartas, tenías la presencia física real ante ti y no te comunicabas.

Cribó diversos temas y los descartó. Imposible preguntar por Francia. Pensó que debería interesarse por Escocia, por sus padres, por la vuelta al hogar, pero no se le ocurría por dónde empezar.

–¿Saco el mapa? –dijo al final–. Está en la bolsa.

Al menos lo había traído.

Cuando se volvió hacia ella, Fraser parecía distraído, como si Evelyn hubiera interrumpido algo importante.

–No –dijo, negando con la cabeza–. Mejor seguimos paseando.

Subieron la colina. El dosel de árboles clareó y cada vez que se levantaba algo de brisa, las hojas de lo alto se separaban y de pronto el sol moteaba el suelo. Al cabo de un rato llegaron a un hueco entre los árboles desde el que pudieron contemplar la campiña, y a Evelyn se le cayó el alma a los pies: aquellos prados no eran verdes. Eran amarillos y sosos y estaban sembrados de trigo.

–Yo… –No pudo acabar.

Fraser no estaba mirándola; se cubría los ojos con las manos.

–Mira. –Fraser señaló.

Evelyn siguió el dedo hasta un bosquecillo de una ligera elevación y se encaminaron hacia allí. Como no cabían uno junto al otro avanzaron en fila india, Evelyn iba detrás. De vez en cuando Fraser miraba a izquierda o derecha como si fuera a aparecer algo entre el trigo. Al final llegaron al bosquecillo y se sentaron a la sombra achaparrada de un roble. Él dobló las piernas y apoyó los codos en las rodillas, con la vista fija en el paisaje, que descendía un poco más allá de donde estaban. Parecía algo más relajado desde que estaban en un terreno elevado, y se encendió otro cigarrillo. Evelyn buscó uno para ella en el bolsillo de la chaqueta. En los campos de más abajo los pajarillos aceleraban y se lanzaban en picado. Comenzaba a dolerle la cabeza del calor.

–Lo siento.

Fraser la miró.

–¿Por qué?

Le vio tan agotado que se le hizo un nudo en el estómago.

–Por esto. –Evelyn abarcó el campo con un gesto del brazo–. Es un poco… –Arrugó la nariz.

Él miró a donde le indicaba y asintió.

–¿Podemos volver?

–¿Adónde?

–A Londres.

–¿Ya?

–Sí.

–Pero ¿por qué? –Notó su voz más aguda, como la de una niña.

–Porque esto es un error.

–Lo siento –repitió.

–No. No es culpa tuya. Es solo que… estoy muy cansado. ¿Volvemos, por favor?

–¿Yo también soy un error? –Las palabras se le escaparon sin tiempo para reprimirlas.

Fraser siguió contemplando el valle, como si contuviera algo que no terminara de captar, como si se esforzara por distinguir algo a lo lejos.

–No me preguntes eso –dijo al final–. No es justo.

Evelyn sintió ganas de llorar, notó las lágrimas subiéndole por el pecho. Dio una calada honda para obligarlas a bajar.

 

 

Esa noche, de vuelta en Londres, se acostó junto a él, despierta, con el peso de Fraser dominando la estrecha cama. Él había dormido durante todo el trayecto de regreso, y luego otra vez en cuanto se había tumbado en el piso, y había dormido toda la tarde, larga y calurosa, y cuando la tarde dejó paso a la noche y el cielo se tornó azul marino siguió durmiendo. Pero Evelyn estuvo en vela toda la noche y cuando comenzó a clarear se levantó y se acercó a la ventana abierta a escuchar a los pájaros. Cuando el sol ya llevaba un rato en el cielo, oyó que Fraser se removía en la cama.

–¿Evie?

Siguió de espaldas a él. Era temprano, pero ya apretaba el calor. Dos niños jugaban en la calle, sus voces agudas, finas, se elevaban por el aire en calma.

–¿Evie?

Se volvió.

–Ven aquí. –Fraser estaba apoyado en los codos. Tenía la expresión relajada, descansada de dormir. La almohada le había marcado arrugas en la mejilla–. Ven aquí –repitió–. Lo siento, Evie. Por favor.

Una brisa de la ventana abierta le rozó la nuca. Evelyn cruzó la habitación. Él le tendió una mano, pero ella no se acurrucó entre sus brazos, sino que volvió a la cama y refugió las piernas y se ovilló, con la cara a escasos centímetros de la de él.

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