Despertar

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Libro Primero » Capítulo 21

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Shavian Bossit bebió vino con el general de la Fuerza Armada de la Cancillería, Jondrigar, y le describió la inútil visita de la Reina Fibji.

—Honesta como el día —comentó, mientras golpeaba el suelo con el pie. Todas las sillas del general eran demasiado grandes para Bossit, pero él se obligaba a sentarse en ellas y a interpretar bien su papel—. La Reina no dice mentiras, general. No ha visto a los Jondaritas con sus propios ojos, y no dirá lo contrario.

—Esa mujer es tonta.

Shavian encogió los hombros con rapidez.

—Tal vez. Una tonta muy atormentada, general. Yo no diría que la honestidad es su única tontería. Podría ser lo bastante tonta como para atacaros.

El general emitió una risita.

—No seáis estúpido, Bossit. Mientras no vea lo que hacemos, sigue estando cómoda. No se causará problemas a sí misma con muertes que no ve.

Él consideraba la muerte en abstracto. Desde su punto de vista, las víctimas de sus incursiones no eran hombres, no eran mujeres ni niños. No eran bebés como él mismo lo fue en otro tiempo, sino simples moradores de las estepas. Noor, miembros de las tribus, blancos apropiados para un ejercicio militar. ¿De qué otra forma podría adiestrar a sus tropas para el momento en que algo o alguien amenazase al Protector del Hombre? Utilizaba a los hombres de las estepas de diferentes maneras; algunas veces, incitaba una furia asesina en los jóvenes para controlarlos luego con un ejercicio bien planeado. Otras veces sorprendía a tribus enteras y se llevaba cautivos a los hombres para las minas de cobre o de hierro o para entregarlos a los leñadores como esclavos. En ciertas ocasiones, simplemente los asesinaba, porque los Jondaritas debían acostumbrarse a matar.

—Es posible que la subestime, general —dijo Bossit, mirándolo con franca curiosidad.

El general llevaba puesto su yelmo, y el metal le cubría la cabeza y el cuello. Debajo, su rostro era gris como la lava, picado como el polvo después de una lluvia primaveral. No había sido una enfermedad lo que causara esta textura y color en la piel; Jondrigar había nacido con ella, con la piel-gris y picada y el cabello del color del acero, ahora afeitado. Tenía hombros anchos y brazos largos que le permitían tocarse las rodillas estando de pie y sin encorvarse. Era un hombre repulsivo, y fue igual de repulsivo de niño. Según le habían contado a Bossit, su madre gritó al verlo, y murió poco después. A pesar de estar bastante acostumbrado al aspecto de Jondrigar, Bossit solía sonreír al imaginar lo que habría pasado por la cabeza de aquella mujer que le diera la vida. ¿Pensó en el padre tal vez? ¿Quién habría sido? ¿Pensó en sus pecados, preguntándose si ese monstruoso bebé era uno de ellos hecho manifiesto? ¿En qué habría pensado?

Hasta donde le fue posible, Bossit había investigado los antecedentes de Jondrigar. Lo crio la hermana de la madre, Firrabel, quien era tan decidida y trabajadora como frívola e histérica fuera su hermana. Firrabel fue quien se llevó consigo a la horrible criatura para criarlo, alimentarlo y educarlo, y le enseñó más de lo que el noventa por ciento de los pobladores de Costa Norte consideraban necesario; y fue Firrabel quien, finalmente, lo envió a la Cancillería para que prestara servicio, y aseguraba que la misma Cancillería lo escogió para ello cuando aún era un bebé.

Si eso era lo que había ocurrido, fue durante una Progresión real. La costa estaba llena de gente, y el barco dorado del Protector avanzaba lentamente por el Río con Lees Obol subido en los brazos de sus servidores, inclinándose de vez en cuando para arrojar una moneda dorada a los pobladores.

Y Firrabel, conmovida por todo aquello, había alzado a Jondrigar por encima de su cabeza, agitándolo como una bandera. Era igual de feo que una tumba de barro, con los ojos abiertos de par en par, y extendía sus pequeñas manos grises tratando de sujetarse a cualquier cosa. Las manos se aferraron a la túnica del Protector, y éste se rió y se volvió hacia alguien para hacer una observación.

Algún otro le había dado una moneda al niño. «Por las lunas, mirad ese rostro», había dicho otra persona. Y alguien le recomendó a Firrabel: «Envíalo a la Cancillería cuando crezca, madre, necesitamos a todos aquellos que son capaces de asustar a los demonios con sólo mirarlos.» ¿Pero había sido el Protector quien lo dijo? ¿Alguien de su séquito? ¿Quién lo sabía? Firrabel no lo recordaba.

Fue un niño que tuvo que luchar muchas veces por su vida. Aprendió a pelear muy bien y a despreciar la debilidad, tanto en sí mismo como en los demás. Más tarde, cuando se convirtió en un joven de aspecto y reputación tan horribles que la gente se ocultaba rápidamente al verlo llegar, Firrabel lo envió al norte.

«Ve a la Cancillería. Pregunta por el Protector y recuérdale que te escogió entre miles para servirle», lo instruyó.

Para ese entonces, Firrabel ya se había convencido de que fue el Protector quien lo dijo todo. En realidad, había sido Bossit, y Bossit recordaba todo el asunto cuando finalmente Jondrigar llegó a la Cancillería. Los guardias se le rieron en la cara al verlo pasar. Rieron, pero también corrieron el rumor. Bossit había notado algo monstruoso en el niño, y ahora veía cumplida esa promesa de monstruosidad en el hombre. Le dio una lanza para ver qué era capaz de hacer con ella y comprobó que podía hacer mucho. Jondrigar se convirtió en guardia y, después en jefe de compañía, para encabezar luego un batallón. Y, para cuando murió el viejo general, todos los guardias de la Cancillería eran Jondaritas, y nadie sugirió a ningún otro candidato para conducir el ejército. Jondrigar el gris, el picado, el de cabellos enmarañados, el monstruo de brazos largos; Jondrigar el intocable; Jondrigar, quien sólo quería a dos personas en el mundo: Firrabel, que lo crio y cuidó, y Lees Obol, Protector del Hombre, que lo eligió…, o al menos eso pensaba él. Nunca había amado a una mujer ni sentido afecto por un niño. A Firrabel le enviaba dinero, obsequios y alguna que otra carta. A Lees Obol le entregaba toda su devoción y su vida. Y, para Bossit, que le proporcionaba de vez en cuando sabrosas informaciones al general, este monstruo era una fuente de constantes sorpresas.

En cuanto a los sentimientos del general, no consideraba haber subestimado a la Reina Fibji. Los Noor podían llegar a sublevarse conducidos por uno de los consejeros del cetro, tal vez, pero no por la Reina. Ella era una pacifista. No pelearía. Sus jóvenes lucharían, pero ella no. Por lo que él sabía de las mujeres —de su abnegada tía y de sus más abnegadas rameras—, Jondrigar consideraba que ellas valoraban la comodidad por encima de todas las cosas. Fibji era una mujer, y se encontraba cómoda donde estaba. El, Jondrigar, le permitiría conservar la suficiente comodidad para mantenerla tranquila mientras ejercitaba a sus tropas a cierta distancia de las tiendas. Cuando asesinaba, diezmaba o torturaba a los Noor, lo hacía lejos de la mirada de Fibji. Aunque ella se enterase después, para entonces la sangre ya estaba seca. Nadie sabía mejor que Jondrigar lo difícil que resultaba sufrir un acceso de cólera por algo sucedido tiempo atrás; así pues, los guardias de los globos le avisaban de los movimientos de Fibji, y él enviaba las tropas a alguna otra parte. Una especie de juego en realidad, pero muy efectivo. Los incesantes pillajes de los Jondaritas mantenían controlada a la población de las estepas, impidiendo que se aprovisionaran lo suficiente para iniciar una guerra. Los cereales y las raíces confiscados llenaban grandes depósitos detrás de los Dientes, y alcanzarían para alimentar a la Cancillería durante una generación si llegaba a ser necesario.

El general Jondrigar estaba muy satisfecho con la Reina Fibji. Si debía sentirse agradecido por algo, era por la existencia de las cómodas, abnegadas y sumisas mujeres.

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