Denise

Denise


ISABEL PISANO » Blois, 25 de marzo de 1955, 7 p.m.

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Blois, 25 de marzo de 1955, 7 p.m.

Era viernes y el cartero Gabriel dio vuelta al morral de cuero y lo sacudió con fuerza. Cayeron trocitos de papel y algunas migas de las hogazas que cada tanto acompañaban sus jornadas cuando el recorrido era extenso.

Era viernes y él tenía la manía meticulosa que le había inoculado su madre con respecto a la limpieza. Pero ¿por qué los viernes y no cualquier otro día de la semana? Convencido de que quedaría solterón sin remedio, no se atrevía a admitir las obsesiones que se habían ido acumulando en él con el tiempo. La lista era extensa: levantarse con el pie derecho; prepararse té con una cucharadita de hojas al ras —ni una más ni una menos—; lavarse la cara comenzando por la frente; afeitarse todos los lunes a las seis y media de la mañana, cuando el barbero madrugaba para esperar listo a su primer cliente; jamás pisar una baldosa negra; retener tres días las cartas enviadas en sobres de color; dejar la cena pronta entre dos platos, a cada lado los cubiertos y a diez centímetros exactos del cuchillo, el botellón de vino con la copa boca abajo sobre una servilleta.

Tenía la convicción de que si uno de los pasos no se cumplía, algo en su mundo se vendría abajo, una hecatombe desconocida que lo aterraba lo aniquilaría. La larga lista de pasos se cumplía a diario de forma inexorable y él respiraba aliviado. Todo estaba en su lugar, ningún cambio, nada de imprevistos.

Pero aquel viernes las manos le transpiraban y afuera hacía frío. Sentía el corazón repicar dentro del pecho mientras colocaba con cuidado las once citaciones con el sello oficial. La número doce le correspondía. Abierta sobre la mesa, era una condena a muerte. Se moriría fuera de Blois y en un lugar desconocido. Lívido y tembloroso, no podía dejar de limpiar el morral, después de todo era viernes.

¿Él, formando parte de un jurado? ¿Él, que casi no hablaba, que se esforzaba por no mirar a los destinatarios del correo? ¿Él, que apenas saludaba y se limitaba a tender el sobre con los ojos en el morral para no involucrarse en las emociones que provocaban en el prójimo las cartas? ¿Él, obligado a expresar su opinión? El compromiso era irrevocable. No había excusa posible, el propio Estado que lo había asumido lo convocaba y ahora un sudor frío le perlaba las sienes.

—Debo conseguir una esposa cuanto antes o terminaré en el Loira como mi antecesor —se dijo—. Y también tengo que abandonar esta costumbre de hablar solo en voz alta. No estoy loco, estoy solo, demasiado solo. Si alguna muchacha me mirara... Pero las mujeres son terribles, todas, sólo alcanza con ver lo que ha hecho esta loca de Denise Laffont.

Ajustó la hebilla del morral, se secó el sudor y se colocó la gorra de trabajo. Se envolvió en el cuello una gruesa bufanda tejida por su difunta madre y se detuvo frente a la puerta. Debía tranquilizarse antes de salir. Nadie en Blois se enteraría de su timidez y sus miedos. Miró hacia el techo buscando el cielo.

—Madre, bendíceme el camino —imploró al tiempo que pateaba el suelo—. ¡Maldita sea, otra vez hablando solo! —Empujó la puerta con cuidado, comprobó tres veces con el picaporte que la había cerrado y partió.

Tres viejas apostadas en la esquina lo vieron pasar sin siquiera mirarlas.

—Este tonto quedará para semilla.

—Pobrecito, está sin tino desde que murió su santa madre.

—¿Santa? ¡Una bruja que debe de estar ardiendo en el infierno! Lo convenció de que no encontraría mujer que lo amara como ella.

—Es que vivía para darle amor...

—¡Sí, hija, hay amores que matan!

Esa mañana, como si no bastase todo lo que pasaba a diario desde la muerte de su madre, el cartero Gabriel tenía una responsabilidad añadida: había de llevar casa por casa de Blois una comunicación cuya orden era de obligado cumplimiento para quien la recibía. Debía, de hecho, rubricarlo con su firma.

Un grupo de personas residentes en la ciudad había sido convocado como jurado en el juicio por infanticidio cometido por una joven de veinte años, instigada —¿obligada?— por su amante, el subteniente André Lavoise. Sobre el cuello de ambos pendía la sombra de la lama de la guillotina.

El duque de Guisa fue el primero en recibir la noticia. Pensó que era un gran incordio ser jurado en un proceso de tales características, pero estaba dispuesto a cumplir con su deber de ciudadano. Y por supuesto a ser implacable con esa malnacida.

Llegó luego a la puerta de la panadería, y cuando golpeó la hoja de madera con los nudillos y la mujer asomó la cabeza se recordó a sí mismo por qué no miraba a los ojos de los destinatarios. Marta acababa de dar el desayuno a su marido y estaba escondiendo el matarratas comprado meses antes por correo y recibido con gran retraso. Al ver el membrete de la carta sintió algo parecido a un golpe en el estómago, pero fue mucho peor cuando abrió la misiva.

Había sido elegida como jurado en un proceso por asesinato, es más, en el peor crimen que se hubiese cometido en Blois desde tiempo inmemorial. Había asistido a la entrevista cuando la convocaron sin conocer el motivo y ahora estaba obligada a decretar, sí o sí, la muerte de una muchacha de veinte años que conocía desde siempre... y que había cometido un crimen similar al que ella misma había emprendido esa mañana. Buscaba la panadera cumplir un sueño que inició ya días antes de la boda: quedarse sola pero con el dinero de su viejo esposo —una importante cuenta en el banco— y aquella casa elegante y espaciosa. Nada que ver con el agujero en que había nacido y que estaba abandonado junto al cementerio.

Una vez firmado el recibo judicial, llevó a su marido un vaso de leche tibia y éste, sorprendido ante el amable detalle, la bebió con fruición y dedicó a su esposa la primera sonrisa en meses.

Tras despedir al cartero, Marta se dirigió a devolver el matarratas sin abrir a la tienda de semillas:

—Perdone la molestia, pero no me atrevo a tenerlo en casa: puede ser peligroso para mi marido, que como usted sabe no está bien de la cabeza...

—Se lo cambio por otra cosa —dijo con premura el encargado de la tienda. Luego, de regreso, tiró al inodoro el veneno recibido por correo: el marido de Marta estaba fuera de peligro... de momento.

Uno por uno, los habitantes de Blois fueron recibiendo la carta que los obligaba, como miembros de la sociedad en que vivían, a impartir justicia.

A Marta la siguió Matilde: acababa de abrir la librería y sintió un estremecimiento de espanto, ella no quería participar en eso.

Lo primero que le vino a la mente fue una frase de Corneille: «Cuando el brazo ha fallado, nosotros castigamos la cabeza.» No y mil veces no; nunca formaría parte del grupo de correctores definitivos oficiales. Su error: no haber presentado un certificado médico cuando la llamaron para el coloquio de aptitud, mas no había opción de negarse salvo caso de grave enfermedad, con un certificado ya no bastaba. ¡Qué desastre! Se consoló pensando que mientras se terminaba la instrucción criminal, tendría tiempo de sobra para buscar una excusa que le impidiese asistir al juicio. ¡A veces la investigación duraba hasta dos años!

Como todas las mañanas, Roxanne estaba practicando el violonchelo cuando Gabriel golpeó en su puerta.

Casi se desmaya al recibir la misiva. No reparó en aquel hombre —y eso era justo lo que él quería—; si le temblaban las piernas era porque creía haber cometido el mismo delito que Denise y se sentía culpable.

Armand, en cambio, se sintió importante. Le gustó que lo citaran para hacerle la entrevista que antecedía a la carta del nombramiento, y también que lo confirmaran apto para desempeñar el rol de jurado en un asesinato que se había revelado clamoroso e infame.

Gustave, por su parte, recibió a Gabriel con una sonrisa, feliz de que al fin la nieve diese tregua. Aquella mañana había aprovechado para retirar las ligeras telas que protegían los sembrados y darles así algo de aire, y cuando cogió la misiva que le tendía el cartero, había barro bajo las uñas de sus dedos. Cogió la carta con aprensión conociendo el contenido y su significado; a nadie le gustaría tener que dictar sentencia de muerte a una joven que había hecho carantoñas a su hijo y a quien había visto crecer. Luego entró en casa muy apesadumbrado y se sentó al lado de la cama de su pequeño, que permanecía en coma: estaba esperando la visita del doctor Leonard, que intentaría nuevamente sacar al pequeño de su letargo.

Hugo Langlois estaba haciendo la caja del día anterior en el salón de té y se quedó de piedra. De modo que era eso... Se había inquietado cuando lo citaron en el Palacio de Justicia. Antes que nada vino a su mente Roxanne, puesto que tras violarla cuantas veces había querido temió que al fin lo hubiese denunciado. Algo extraño sentía por ella, una atracción incontenible; la impasibilidad de la joven ante su intimidación le excitaba más que cuando se defendía.

La muy estúpida se había quedado embarazada. Tal vez lo había hecho a propósito para que su mujer se enterara... Ya arreglarían cuentas cuando llegase, no quería verse implicado en la historia del aborto. Dejó de lado un oscuro presentimiento y se dedicó a aplacar su manía: lavarse a cada rato los dientes, ése era su ansiolítico. Corrió al baño y se los cepilló con precisión quirúrgica.

El doctor también notó un escalofrío al recibir la misiva: él había matado días atrás. ¿Se podía considerar el aborto un crimen? Había respuestas para eso de todo tipo, aunque encontraría un sí rotundo entre los defensores de las guerras. Detalle curioso, aquél. Se tranquilizó ante el razonamiento de los cínicos.

En aquella consulta, Gabriel entregó dos citaciones: la otra fue para Nicolás, que, solidario como era, se sintió feliz de compartir la responsabilidad de salvar o quitar una vida con Leonard.

Luego fue a casa de Hervé, que había seguido el caso con estupor. El ex marido de Matilde se alegró de que le dieran la oportunidad de saber por qué razón Denise había cometido un asesinato tan monstruoso. Dudaba aún de que hubiese motivos; él, que había traicionado a su esposa, tenía en alto concepto al sexo femenino y lo honraba con devoción. Sobre todo en la cama.

Dantón fue el último en recibir la citación, y en ese momento sintió que la montaña del Everest caía sobre él: seis años atrás había amado locamente a Denise, de él había sido el primer beso que la joven recibiera en su vida y por ella había intentado el suicidio. Lo que aguardaba ahora parecía una burla del destino.

Con esto se cumplieron las doce llamadas. Doce jurados de Blois, hasta qué punto libres de castigo.

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