Darling

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Capítulo 22

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Turtle se está dando un baño de agua fría y mira la madera del techo. Ha pasado una semana desde la amputación. El instituto ha empezado sin ella. Se apoya en la bañera y se levanta, va al lavabo y se arrodilla, revuelve las cosas que hay debajo y regresa con una cuchilla de afeitar desechable. Casi no tiene vello en las piernas, pero se pasa la hoja por la espinilla. Acto seguido se detiene, mira la maquinilla y piensa: «¿qué haces, Turtle, qué haces?», y va al lavabo y coge la crema de afeitar de Martin, se echa un poco en la mano y se queda ahí parada, goteando agua, aplicándose la crema en el vello púbico y después retirándolo suavemente de la piel. Cuando termina, va al inodoro, se sienta, tira la cuchilla de afeitar al suelo y apoya la cabeza en las manos.

Sale del cuarto de baño y va a la cocina. Martin ha abierto la pared y dejado al descubierto el antiguo aislamiento de papel de periódico, el cableado ennegrecido. Está sentado en un cubo de veinte kilos dado la vuelta, arrancando las tablas del suelo con un pie de cabra, fumando un puro. En el suelo hay largas hileras de cables roídos por las ratas junto a un ohmímetro. Contra el cubo tiene unas pinzas de cocina. Una sierra circular mantiene abierta la puerta trasera. Turtle, con unos 501 y una camiseta, se seca el pelo con una toalla. En la sala de estar Cayenne, la lijadora de banda hacia arriba, está afilando palos con un propósito que solo ella conoce. Trabaja con una mano y mantiene la otra, la herida, cerca del cuerpo. Parece totalmente absorta. Turtle no sabe qué coño está haciendo.

—Ah, ratoncito —informa Martin—, van a venir los muchachos a jugar al póquer. Creo que será mejor que no vean a Cayenne. Deberías coger la camioneta del abuelo, ir al pueblo y enseñarle Mendocino durante un par de horas. Vuelve a eso de las once, cuando se hayan ido.

—Me odia —objeta Turtle.

—No te odia —responde Martin, que coge las pinzas de cocina, las mete en la pared, saca una rata muerta y la lanza por la puerta abierta hacia la quebrada.

—Me odia, y tiene motivos para hacerlo.

—Ya se le pasará.

Turtle mira a Cayenne, que con la lijadora no los oye. Debería usar tapones. Martin también ha arrancado tablas en la sala de estar. Están apiladas en el suelo, cerca de Cayenne, con los montones de papel de periódico cortado que hace las veces de aislante ennegrecidos y carbonizados debido al cortocircuito. Martin ha ido a comprar muebles. Una cama nueva en el dormitorio y una mesa nueva en la sala de estar, ahora llena de bobinas de cable, botellines de cerveza, puros y platos sucios. Hay un fajo de billetes y la carta del distrito. Martin no se ha molestado en contestarla. Turtle está segura de que alguien investigará por qué no ha ido al instituto. Martin no ha hecho nada. No parece importarle. Ella lo mira. Lo odia de tal forma que le cuesta mirarlo. Está inclinado hacia delante en la pared, arrancando los cables de las grapas que los afianzan.

Turtle se pasa el día practicando el tiro al plato en el porche. Por la tarde, cruza el huerto con las llaves de la camioneta del abuelo, la Remington 870 y un arrancador de batería. Llega a donde los restos cubiertos de ceniza de la caravana están sucumbiendo a las frambuesas. Abre la camioneta y se sienta en el viejo asiento corrido de vinilo, mirando la caravana negra, quemada, por el agrietado parabrisas. En los portavasos hay un vaso Big Gulp lleno de pipas de girasol y una botellita de tabasco. Se emociona un instante, recordando al abuelo, las partidas de cartas, cómo le echaba tabasco a la pizza. Abre y cierra las manos en el volante, prueba el arranque. El motor gira y gira, pero no va, al cabo arranca, y Turtle mete la marcha atrás, da la vuelta en el herboso campo y va a la casa, sin mirar atrás, tocándose la mandíbula con dos dedos, como si le doliera. Sabe conducir, pero nunca lo ha hecho sin Martin al lado, en la cabina, y avanza despacio. Para la camioneta del abuelo junto a la de papi y, dejándola en marcha, entra en la casa en penumbra. Cayenne está leyendo delante del fuego. Turtle le da a la niña con el pie.

—Vamos —dice.

Cayenne no la mira. Tiene el índice bien vendado con gasas, unido al dedo corazón con esparadrapo para impedir que lo use. Está tumbada boca abajo, concentrada en su libro. Mueve los pies en el aire, haciendo caso omiso de Turtle.

Turtle le da con la punta de la bota en el hombro desnudo. La niña la mira, el gesto adusto y hosco.

—Te vienes conmigo.

—¿Qué? —pregunta Cayenne. Así es como contesta siempre. Cuando Turtle la mira y le dice algo, la niña le devuelve la mirada y pregunta—: ¿Qué?

—Que te levantes, coño.

La niña dobla la esquina de la página que está leyendo y se levanta. Lo hace todo con una sola mano.

—¿Qué estás leyendo?

—¿Qué?

—Es otro libro, ¿no?

La niña lo cierra, mira la tapa.

—¿Te lo ha comprado él?

—¿Y?

—Vamos —insta Turtle, y agarra a Cayenne del brazo, la niña siguiéndola más como una marioneta que como una niña, y la mete en el asiento del copiloto de la camioneta. Turtle se acomoda en el del conductor.

—¿Adónde vamos?

—No lo sé —contesta Turtle—, pero no nos podemos quedar aquí. —Le dan ganas de agarrar a la niña del pelo y estamparla contra la ventanilla por odiarla. Le dan ganas de meterle la mano en el pequeño cerebro a la muy cabrona y apagar ese odio como se apaga la mecha de una vela, y piensa: «no me puedes odiar, no puedes pensar lo que piensas de mí».

—Vale. —La niña lo dice con hosquedad, como si en realidad no diese su consentimiento, lo dice con una resignación amarga, odiosa, pasivo-agresiva, como lo decía su madre, o su tía, o alguien ante cada nueva circunstancia.

—Eh —espeta Turtle—. Eh, no te las des de zorra conmigo.

La niña mira su libro.

—¿Quieres ir a algún sitio en especial?

Cayenne sacude la cabeza.

—Eso pensaba —contesta Turtle.

Turtle mete primera y sale al camino. Gira hacia el norte por la carretera de la costa, sin saber muy bien adónde van. Jacob no ha ido a verla a lo largo de la última semana. Para evitar ir al norte, a casa de Jacob, se dirige al este por Comptche Ukiah Road, junto al hotel Stanford Inn y el restaurante Ravens. A su izquierda, las lomas llevan a Big River. La luz, de un verde purpura, atraviesa los árboles. Turtle sigue tener muy claro adónde se dirige. La niña guarda silencio a su lado, en la cabina. Llegan a un grupo de señales que advierten de un peligro en la carretera y después a un largo tramo de firme en el que el carril izquierdo ha desaparecido. Ven unas placas de asfalto desparramadas más abajo, entre los árboles. La carretera se convierte en un carril único que Turtle recorre despacio, las dos observando el borde desigual del asfalto. Luego atraviesan el pueblo de Comptche, un puñado de casas junto a la carretera, un colegio de secuoya con un par de canastas de baloncesto, una tienda y el cruce con Flynn Creek Road. Turtle sigue por la carretera de Comptche y suben a las colinas, dejando atrás ranchos, cogiendo carreteras más angostas y difíciles. Conduce despacio. La única manera en que se le ocurre abordar ese problema es imaginándose que se está acercando a ella misma hace unos años. Es una mala idea, pero no es capaz de pensar nada más. Salen a una pista de barro naranja con roderas muy marcadas, cubierta de hojas de roble. La siguen durante unos cuatrocientos metros hasta llegar a una verja amarilla del Servicio Forestal, donde Turtle aparca.

Se baja, se para. Se mete en el bolsillo el tabasco del abuelo, comprueba el cargador de la escopeta y se echa el arma al hombro. Da la vuelta a la camioneta hasta la puerta de la niña, la abre y anuncia:

—Vamos. A partir de aquí iremos andando.

Cayenne se la queda mirando.

—Vamos —repite Turtle.

La niña no se mueve, el rostro inexpresivo.

—Dios santo —refunfuña Turtle—. Por Dios.

Se aleja, dejando la puerta abierta y las luces puestas. Poco después la niña se baja de un salto y la sigue. Turtle se vuelve, la espera y siguen juntas. Hay ramas muertas desperdigadas por la carretera. En la mediana crecen árboles jóvenes. Llegan a un arcén amplio, donde restos de madera apilada y planchas de tela asfáltica amontonadas se pudren bajo imponentes secuoyas, y en el claro que se abre al pie de una ladera pantanosa que se alza sobre un arroyo ven una cabaña solitaria, con líquenes colgando de los aleros, las tejas de madera agrietadas con moho y desperdigadas por los cuervos, dejando a la vista partes descubiertas de tela asfáltica desigual. Jacob y Brett le enseñaron ese sitio. Un proyecto de construcción abandonado por sus dueños.

—Julia —pregunta Cayenne—. ¿Qué estamos haciendo?

—Vamos.

Turtle se acerca a un montón de madera, tablillas viejas para revestir muros, ahora cubiertas de agujas de secuoya. Se agacha, mete los dedos debajo de una tabla y la aparta. La tabla de debajo está tapizada de materia orgánica en descomposición, marcada por los senderos de alguna criatura reptante. Los ciempiés culebrean en busca de refugio. Cayenne se acerca, observa con un interés hosco, apagado. Turtle levanta la segunda tabla, y ahí tampoco hay nada salvo una salamandra esbelta de California, de color dorado cobrizo y unos diez centímetros de largo, la piel tan elástica y húmeda como la de un ojo, con patas diminutas, casi vestigiales. Turtle señala la esbelta salamandra y Cayenne frunce los labios. Turtle aparta esa tabla, la deja con cuidado en el suelo. Entre la madera hay tierra y hojas aplastadas y raíces blancas rastreras, y Turtle está a punto de levantar otra cuando ve el escorpión: grande, con patas amarillas articuladas, el cuerpo como una costra ennegrecida por el tiempo, con la misma profundidad cromática. En la espalda, montones de crías, todas ellas blancas y húmedas como huevos de hormiga, con puntitos negros por ojos laterales y un único punto negro como ojo central.

Turtle coge a la criatura por la cola, rematada por el aguijón. Saca el cuchillo y lo pasa por la espalda del alacrán, tirando a las crías a la hojarasca, que motean la tabla y salen corriendo desperdigadas, el blanco luminoso contra las hojas. El escorpión se agita y se retuerce bajo el cuchillo, arqueando la espalda y estirando desesperadamente las tenazas, las mandíbulas color ocre abriéndose y cerrándose.

Cayenne profiere un gritito.

—¡Cuidado! —advierte.

Turtle sostiene el alacrán en alto, hacia los faros de la camioneta, y la luz brilla a través de la espiral de las tripas. Cayenne se acerca. El escorpión se yergue en el aire, se enrosca y vuelve a estirarse cuan largo es. Turtle se lo acerca a la boca, le arranca la cola y la tira entre el montón de crías desperdigadas. Mastica, pasando el arácnido de un lado de la boca al otro, el integumento crujiendo al partirse. Se lo traga.

—¡Dios mío! —exclama Cayenne.

—¿Quieres probar?

—¡Dios mío! —repite Cayenne.

—Venga.

—¡No!

—Pruébalo.

—¡No! —insiste Cayenne.

—¿Segura?

—No sé.

—No seas gallina —la pica Turtle.

—Vale, vale —cede Cayenne—. Tal vez.

El siguiente escorpión es más grande, el escudo de un color como de picadura de óxido. Se mueve a derecha e izquierda, confundido, y después arquea el cuerpo, exhibiendo las tenazas y la cola. Las protuberancias son de un amarillo purulento; el aguijón en sí, un fino garfio negro. Allí donde se unen las placas de su escudo color marrón rojizo, el integumento presenta protuberancias quitinosas.

Turtle se saca el tabasco del bolsillo trasero y le echa un poco al alacrán, que se retuerce.

—¿Te gusta la salsa picante? —pregunta.

—Qué asco —replica Cayenne, juntando las rodillas, uniendo las puntas de los dedos.

—¿Sí? —inquiere Turtle.

—No me puedo creer que estemos haciendo esto —suelta Cayenne, pero lo dice entusiasmada, casi con premura.

—Con esto te sale pelo en los ovarios —asegura Turtle.

Cayenne suelta una risa nerviosa, asustada, y responde:

—Me gusta la salsa picante.

—Vale. —Turtle le echa más tabasco al escorpión, que agita las tenazas, abriéndolas y cerrándolas, y se prepara para atacar con la cola. El tabasco brilla con la luz de los faros.

—¿Quieres cogerlo tú o lo cojo yo?

—Mejor tú.

Turtle agarra el escorpión por la cola y lo levanta. El animal intenta pellizcarla con las tenazas, goteando tabasco, las patas articuladas, color amarillo grillo moviéndose en el aire, descendiendo una tras otra como si caminara, un acto reflejo. Lanza gotas de tabasco con sus apremiantes sacudidas. Turtle se lo ofrece a Cayenne.

La niña dice:

—¡Ay, Dios!

Turtle replica:

—Tú puedes.

—Ay, Dios. —Se aparta, nerviosa y entusiasmada, y vuelve.

—Hazlo —la anima Turtle.

El escorpión levanta las tenazas, tratando de doblarse sobre sí mismo para cogerle los dedos a Turtle. Sus ojos son puntitos negros incrustados en su caparazón rojo óxido. Los faros se reflejan en ellos.

—¡No puedo! —asegura Cayenne, dando saltitos.

El alacrán pugna por agarrar a Turtle y después se estira por completo, goteando, las gotas rojas corriéndole por las tenazas. Cayenne abre la boca, se acerca al escorpión por debajo y lo muerde.

—Muérdele la cola —invita Turtle—. Arráncasela de un mordisco.

Cayenne aprieta los dientes y la cola se desprende en los dedos de Turtle, que la tira a la hojarasca. Cayenne vacila, la boca cerrada.

—¡Mastica! —exclama Turtle—. ¡Mastica!

A Cayenne los ojos se le salen de las órbitas. Mastica con fuerza y traga. Turtle le da una palmadita en la espalda. La niña se pone las manos en las rodillas, resoplando y angustiada.

—¿Estás bien? —se interesa Turtle.

—¡Dios! —contesta Cayenne, tocándose el corazón con los dedos de la mano sana—. ¡Estoy tan nerviosa que me duele el corazón! ¡En serio!

Turtle se ríe, y Cayenne se ríe también.

—Ha sido asqueroso.

—Pero qué dices. Ha estado genial.

—Hay que llevarle uno a Martin.

—Vale —accede Turtle. Levantan tablas hasta encontrar otro alacrán, que Turtle lleva a la camioneta y deja caer en el vaso Big Gulp. Regresan en la oscuridad, la carretera ahora desierta, los faros cortando el bosque. Cayenne se chupa el pulgar. Salen a la Carretera 1 y giran hacia el norte. El monte Buckhorn está al sur. Se dirigen al pueblo.

—¿Adónde vamos?

—Tengo que ir por una cosa —contesta Turtle.

—Vale —responde Cayenne.

—Es algo que se me acaba de ocurrir.

—¿Qué? —quiere saber Cayenne.

—No es nada —replica Turtle.

—Julia, ¿alguna vez te han picado?

—No.

—¿Nunca?

—Nunca.

—Ah.

Se quedan calladas.

—Julia…

—¿Sí?

—Nada.

—¿Qué?

—A mí me han picado.

—¿Sí?

—Sí. Hay unos bichos que te pican y te ponen huevos en la piel. Luego todos los bichitos nacen debajo de la piel.

—¿En serio? —Turtle nunca ha oído hablar de tal cosa.

—Sí, y era una picadura grande, así que mi padrastro, bueno, en realidad era el novio de mi madre, supongo, pero era como mi padrastro, lo que hizo fue que tenía un botellín de cerveza y lo calentó en la cocina con, como…, lo calentó hasta que estaba… muy caliente y el aire de dentro estaba muy caliente y me lo puso en el brazo y me chupó el brazo, y cuando se enfrió, sorbió todos los huevos de araña. Como una aspiradora. Eran todos blancos y como con hebras. Y él me los quitó todos y después me puse bien.

—Dios santo.

—¿Qué?

—Nada… Dios santo. Solo eso.

—¿Nunca te ha pasado eso, Julia?

—No.

—¿En serio?

—Ni siquiera había oído hablar de algo así.

—Pasa todo el tiempo. ¿Aquí no tenéis esos bichos?

—¿Todo el tiempo?

—Sí. ¿Que a la gente se le meten los bichos en la piel? Sí.

—¿Y de verdad funciona? —A Turtle le cuesta trabajo imaginarse lo del botellín.

—Sí, funciona. ¿Nunca habéis tenido esos bichos?

—No.

—Están…, ya sabes. —La niña se rasca el brazo—. Ya sabes…, bajo la piel.

—No —replica Turtle—, ni siquiera sabía que algo así fuera posible.

—Uy, sí. Y en el hospital la gente ni siquiera te cree.

—¿Fuiste al hospital?

—Sí. Ah, sí, todo el tiempo. Si no puedes pagar un médico, pues te vas a urgencias. Y te tienen que atender. Por ley. Eso es lo que dice mi padrastro. Pero vas y el médico ni siquiera le echa un vistazo. Hacen como que no está pasando. Ni te hacen una tomografía ni nada.

—Ah.

Atraviesan Mendocino y llegan a Fort Bragg, donde Turtle sale de la carretera y entra en el aparcamiento del Rite Aid. Deja a Cayenne en la camioneta y franquea las puertas correderas. No hay nadie más en la tienda. La luz es mortecina y solo hay una cajera. Turtle va hasta el fondo, a la farmacia, que está cerrada. Recorre los pasillos hasta que encuentra los test de embarazo. Se arrodilla delante de ellos, coge una caja rosa y vuelve deprisa a la parte de delante, donde paga en efectivo, sacando los billetes con manos temblorosas. La cajera es una mujer mayor con el pelo rojo rizado, y no mira a Turtle, pero pregunta:

—¿Estás bien, cariño?

Turtle coge la caja y se la mete en el bolsillo.

—Sí, estoy bien.

La cajera insiste:

—¿Estás segura, cariño? ¿No necesitas nada?

Cuando Turtle está a punto de darse la vuelta para marcharse, la mujer añade:

—¿Tienes donde pasar la noche hoy?

Turtle vuelve la cabeza.

—Estoy bien. Sí, tengo donde pasar la noche.

La mujer sigue con la mirada baja, sin dirigirla a Turtle.

—Muy bien, corazón. Cuídate. Que pases una buena noche.

Turtle se vuelve, sale y va a la camioneta.

Cuando se sube, Cayenne pregunta:

—¿Para qué has ido?

—Para nada.

—¿Qué has comprado?

—No he comprado nada.

—Ah.

—Cayenne…, ¿cuánto tiempo llevas con Martin?

Cayenne se muerde un labio. Es tan pequeña. Los pies no le llegan al suelo en la cabina. Los mueve un poco. Tiene el pecho plano y es toda codos. Durante un instante, Turtle la mira y piensa: «podría dejar a esta niña en casa de Anna. Buscar un listín, averiguar dónde vive Anna y dejarla ahí. Decirle a Martin que se ha escapado».

—¿Cuánto, Cayenne?

—Pues, un poco más de dos semanas.

Turtle chasquea los dedos.

—¿Qué, Julia?

—Es solo que estoy perdiendo la puta cabeza, eso es todo.

Turtle sigue en el aparcamiento, con la mirada perdida.

—¿Qué?

—¿Y qué te parece, estar con él?

—Bien —responde la niña.

—¿Qué significa eso?

—Muy, muy bien —puntualiza Cayenne.

—¿Bien?

—Sí.

—¿Estuvo bien?

—¿Por qué, Julia?

—¿Quieres ir a ver, no sé, a un médico?

—¿Por el dedo? Todavía me duele, pero menos que antes, Julia.

—¿De dónde has salido, Cayenne?

—Soy de Washington. Del este de Washington.

—Eso ya lo sé, pero ¿qué pasó?

Cayenne se mete el pulgar en la boca, se vuelve para estudiar su propio reflejo en la ventanilla, oscuro. Turtle está a su lado, incómoda, en la cabina. Arranca la camioneta, da la vuelta en el aparcamiento vacío y sale a la carretera. Conduce despacio, esperando que Cayenne diga algo más, pero no lo hace. Reina el silencio, excepto por el golpeteo del escorpión contra los bordes del vaso Big Gulp, y Turtle se acuerda de su abuelo y de la vez que volvieron a casa con aquel cangrejo enorme que golpeteaba el cubo. Piensa: «ojalá estuviera aquí, él sabría qué hacer». Pero luego piensa: «tal vez no, tal vez fuese igual de inútil otra vez». Hay tanto de su propia vida que no entiende… Sabe qué pasó, pero no sabe por qué pasó ni qué significado tiene.

Vuelven a la carretera. Él no ha tocado a Cayenne, de eso está segura. «Pero, Dios santo —piensa—, lo jodido de esto es que crees que lo sabrías. El abuelo no se dio cuenta, es imposible, y tal vez tú tampoco lo harías». «Tal vez se la folle todo el tiempo y tú no te des cuenta, igual que nadie se daba cuenta contigo. La tiene comiendo de su puta mano». «Bueno —piensa Turtle—. La verdad es que puede ser muy persuasivo. Y si la niña venía de algún sitio en el que no le importaba a nadie, y de pronto está Martin… ¿Qué harías tú si nunca has tenido eso en tu vida? Si fueras una niña. Harías lo que fuera. Aguantarías lo que fuera. Solo por la atención. Solo por estar cerca de ese cerebro grande, imponente, a veces generoso, a veces aterrador». Turtle mira la oscura carretera. No hay más vehículos. Sean quien sea esta niña, Turtle no la puede ayudar. Tiene sus propios problemas.

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